29/7/09

El triángulo bidimensional de la política.

Hace un par de siglos, para subir a lo alto de la montaña sólo era necesario dar una decena de pasos, los mismos que eran necesarios para descender desde la montaña hasta el pantano. Esto sucedía durante los turbulentos y gloriosos tiempos de la Revolución Francesa. La asamblea legislativa de aquella época estaba dividida entre los representantes más revolucionarios y democráticos, atrincherados en los asientos superiores, y los representantes más conservadores, cómodamente instalados en los asientos inferiores. Bien pronto estos dos grupos recibieron nombres alusivos a su posición en la cámara: los habitantes de las alturas fueron llamados la Montaña, mientras que los habitantes de la llanura fueron llamados el Llano o, más jocosamente, el Pantano.

Tras la ascensión de la Montaña y su posterior hundimiento, la nueva cámara quedó sumida en el Pantano. No habiendo ya valles ni montañas en el horizonte, pasó entonces a adoptarse una nueva terminología, menos tridimensional, para designar las tendencias ideológicas resultantes. Por el hecho de utilizar los asientos situados a un lado o a otro de la cámara, los conservadores pasaron a ser llamados la Derecha y los más liberales la Izquierda. Esta designación tuvo un enorme éxito y pasó a utilizarse en lo sucesivo, llegando sin grandes cambios hasta nuestros días.

Sin embargo, esta terminología genera en la actualidad muchas confusiones. Hoy en día abundan las gentes pantanosas que afirman ser de izquierda. Otras personas, venidas de la montaña, se arrastran alegremente por el fondo de las llanuras de la derecha. Individuos de evidente naturaleza extremista aseguran estar en el centro y se presentan a sí mismos como un ejemplo de moderación y de virtudes. Y otros, finalmente, andan de un lado para otro y nadie sabe muy bien dónde encontrarlos.

Gran parte de esta confusión se debe a la insistencia en utilizar la vieja terminología unidimensional derechaizquierda. Para entender mejor la política es necesario devolverle, como mínimo, la bidimensionalidad. Y para ello nada mejor que utilizar, por ejemplo, la forma del triángulo, siempre tan útil para el método dialéctico y su tríada de conceptos: tesis, antítesis y síntesis.

Así, en este triángulo político vemos, en primer lugar, una base situada entre los dos vértices inferiores. En el vértice izquierdo tenemos a los conservadores, mientras que en el vértice derecho encontramos a sus antitéticos, los liberales. Los primeros defienden un mundo regido por leyes degeneradas. Los segundos, por el contrario, defienden un mundo degenerado en que no existen leyes, regido únicamente por los caprichos del mercado.

Los conservadores defienden los derechos de una minoría privilegiada que es dueña de grandes posesiones materiales (herencia lejana del feudalismo) y que vive con un miedo constante de perderlas. Por ello, intentan defender sus posesiones imponiendo a la sociedad unas leyes férreas e inmovilistas. Los liberales, por el contrario, defienden a una minoría privilegiada en ascensión que, sin grandes propiedades materiales, acumula dinero y poder financiero. Tratan, por tanto, de impedir la existencia de cualquier tipo de ley, pues éstas supondrían un obstáculo para la acumulación de más riqueza.

A pesar de estos dos grupos ser antitéticos, esto no quiere decir que no sepan unirse contra el enemigo común, llegando en ocasiones a apoyar gobiernos de naturaleza tiránica. Además, los burgueses, en la medida que utilizan su dinero para comprar posesiones, se aproximan a los conservadores. Y los grandes propietarios, en la medida que convierten sus posesiones en dinero, se convierten en liberales.

Como superación de este espectro de partidarios de la oligocracia, ya sea de orientación feudalista o capitalista, surge el otro vértice del triángulo. En él se encuentran los modernos movimientos defensores de la democracia: comunismo (o socialismo científico), anarquismo, pacifismo, ecologismo, etc. Bajo diferentes perspectivas, con mayor o menor éxito, todos estos movimientos defienden el bien común de la población sobre bases éticas y científicas.

Nos es posible entender mejor la política actual si observamos la geometría de este triángulo. El vértice izquierdo pretende anular la libertad individual. Los otros, por el contrario, abogan por la libertad del individuo, en un caso basada en el individualismo y en el otro en la libertad social. El vértice derecho pretende imponer la ausencia de leyes. Los otros, por el contrario, defienden la existencia de leyes, en un caso de naturaleza represiva y en el otro basadas en la justicia. Y, por último, el vértice superior defiende la democracia. Los otros, por el contrario, pretenden perpetuar el poder abusivo de una minoría, ya sea de viejos o de nuevos ricos.

Si ya quedó claro que el mundo no es plano, sino redondo, ¿por qué continuar utilizando un modelo unidimensional para definir las ideologías?

16/7/09

La sorprendente muerte de los asesinados.


Grandes personajes de la historia de la humanidad sufrieron, en el ocaso de sus días, muertes sorprendentes e inesperadas. Por ejemplo, Julio César, el famoso general romano, murió súbitamente al sufrir una perforación múltiple de pulmón e intestinos cuando acudía al Senado. Varios siglos después, durante el Renacimiento, el célebre filósofo Giordano Bruno falleció por un calentamiento repentino mientras participaba en una celebración pública. Algún tiempo más tarde, también durante una celebración pública, el revolucionario francés Maximilien Robespierre murió súbitamente cuando se le cayó de repente la cabeza. Y bastantes años después, el escritor español Federico García Lorca llegó al final de sus días debido a traumatismos múltiples producidos por pequeños objetos metálicos durante el transcurso de un acto militar.

Claro que muchas personas defendieron siempre, quizás con cierto deseo de polemizar, que todas estas muertes no fueron naturales. Así, afirmaban que Julio César fue apuñalado, que Giordano Bruno fue quemado en una hoguera, que Robespierre fue guillotinado o que García Lorca fue fusilado… En definitiva, defendían que todos estos personajes ilustres murieron, en realidad, asesinados.

Pues bien, hoy en día, gracias al creciente sentido crítico aplicado en el campo de la historia, estas teorías están plenamente aceptadas. Nadie pone ya en duda que las muertes referidas se debieron a asesinatos. Sin embargo, es necesario reconocer que, en nuestras sociedades modernas, la confusión entre muerte natural y asesinato es más frecuente de lo que se piensa. Un buen ejemplo de esto lo tenemos en el tratamiento que se da a las especies cuya supervivencia se encuentra amenazada.

Cuando actualmente una especie está próxima de desaparecer se dice que está en peligro de extinción. Es el caso, por ejemplo, de los rinocerontes o de los gorilas. Y lo cierto es que para estos animales, sistemáticamente cazados y matados todos los días por el hombre, nada existe más fácil que extinguirse. Podemos decir que cualquier especie, siendo objeto de un exterminio sistemático, es capaz de extinguirse sin necesidad de mucho esfuerzo. Extinguirse no es así por tanto un peligro, sino una forzosa constatación.

Conviene aclarar un poco las cosas. La extinción es un proceso evolutivo que se puede comparar a la muerte natural de una especie. Cuando en un determinado ecosistema aparece una especie nueva, es posible que ésta desempeñe una función ecológica equivalente a la de otra ya existente. En este caso, si la nueva especie consigue realizar la misma función de una forma más eficiente, acabará por desplazar a la anterior. Y esta última acabará probablemente por desaparecer, por extinguirse.

Claro que, a lo largo de la historia geológica, también ocurren algunos accidentes. En ocasiones se producen acontecimientos fortuitos que provocan una auténtica sacudida en el proceso evolutivo. Son las llamadas extinciones en masa, de las que conocemos unas pocas gracias al registro fósil. En estos casos, siempre excepcionales, grandes cantidades de especies desaparecen sin ser sustituidas por otras, aunque con el paso del tiempo (millones de años) esto acaba por suceder.

¿Será que lo que ocurre actualmente con las especies amenazadas tiene algo que ver con la extinción, la muerte natural o con la sustitución de unas especies por otras? Pues evidentemente no. Estas especies son simplemente eliminadas por el hombre de una forma absurda e irracional. Muchas desaparecen debido a una persecución directa, pero otras muchas desaparecen debido a la eliminación completa del ecosistema en que viven. Ninguna de estas especies es sustituida por otra más eficiente. No son sustituidas por nada. Tras ellas únicamente queda el vacío.

Aunque a veces este vacío no es inmediato. Con frecuencia el hombre sustituye los ecosistemas naturales por campos de cultivo u otros tipos de explotación, introduciendo también con ellos las especies domésticas asociadas. Sin embargo, a pesar de los frutos inmediatos que proporcionan al hombre, estas explotaciones tienen un tiempo de vida limitado. Tarde o temprano, la mayoría de estas tierras acaba sufriendo la inevitable desertización.

Hay quien considere que el hombre es simplemente un accidente en la historia de la evolución. Así, la actual y masiva desaparición de especies que provoca debería ser considerada como una nueva extinción en masa, la sexta que se conoce en la historia de la vida. Pero lo cierto es que con el conocimiento científico que el hombre posee en la actualidad, difícilmente se podría calificar toda esta masacre como un simple accidente. Es en realidad un acto voluntario y premeditado. Tan premeditado como lo es apuñalar, quemar, guillotinar o fusilar.

No deje extinguir su lucidez. Por su propio interés, salve a las especies en peligro de exterminio.


9/7/09

La eterna culpabilidad de los dioses.

Se cuenta que una vez, en unas lejanas montañas, un joven pastor tenía a su cargo el cuidado de un enorme rebaño de ovejas. Debido a la presencia numerosa de lobos, cuyas manadas rondaban incesantemente las montañas, el pastor se veía obligado a guardar cada noche las ovejas en el interior de un cercado de altas y firmes paredes. De esta forma, las ovejas permanecían seguras, sin riesgo de ser robadas por los lobos.

Los lobos, hartos de pasar hambre, se reunieron una noche y, tras mucho discutir, decidieron poner en práctica un astuto plan. Acordaron que, a partir de entonces, cada vez que encontrasen al pastor deberían fingirse asustados y huir dando grandes aullidos de pavor. El objetivo era hacer pensar al pastor que tenían un enorme miedo de él. Y fue de este modo, a partir de entonces, que los lobos empezaron a engañar al pastor, mostrándose siempre asustados cuando lo veían. Pasado algún tiempo, el joven pastor comenzó a mostrarse cada vez menos receloso de los lobos y, envalentonado, llegó a creer que, si se lo propusiese, podría acabar con todos ellos de un solo golpe de su cayado.

Sucedió una noche que el pastor, ya en exceso confiado, no se molestó en cerrar la puerta del cercado. Y, claro, al día siguiente se encontró con que el cercado estaba completamente vacío. Los lobos, que habían estado esperando ansiosamente ese momento, habían robado todo el rebaño durante la noche.

Cuando los habitantes de la aldea, llenos de indignación, se enteraron de que habían perdido todas sus ovejas fueron a ver al pastor. Éste, para sorpresa de todos, los recibió con gran tranquilidad y les explicó que él no era responsable por la pérdida del rebaño. “Fue la voluntad de los dioses”, dijo con una gran humildad. Los dioses, esos sí, eran los auténticos culpables de la pérdida de las ovejas. El hecho de que él hubiese dejado abierta la puerta del cercado, dejando el camino libre a los lobos, carecía de importancia. Fueron los dioses quienes decidieron que inevitablemente ocurriese esta desgracia.

Los aldeanos, todos muy devotos de los dioses, aceptaron la explicación del pastor y se lamentaron amargamente de que las divinidades hubiesen decidido privarles de sus ovejas. Tuvieron también pena del pastor, víctima inocente de los ineludibles mandatos divinos. Por ello, decidieron recompensarle generosamente, gracias a lo cual el joven pastor prosperó.

Varios siglos después, un descendiente de ese pastor llegó a ocupar la jefatura del gobierno de aquel país. Este gobernante, lleno siempre de una pastoril inocencia, escuchó un buen día los exaltados discursos de los grandes predicadores del neoliberalismo económico. Fascinado entonces por las enormes posibilidades que las mercancías y el capital extranjero supuestamente podrían dar a la economía del país, decidió probar tales ideas. Y así, poco tiempo después, viendo la llegada de tantos nuevos productos y la visita de tantos inversores extranjeros, llegó a la conclusión de que el libre comercio sin duda aseguraría al país un futuro próspero y radioso. Perdiendo así todos sus recelos, decidió abrir al comercio todas las fronteras del país.

Años más tarde, el descendiente del pastor se levantó de su cama y, asomándose a la ventana del palacio de gobierno, miró hacia fuera y comprobó que de la economía del país ya no quedaba nada. Los grandes comerciantes y los inversores extranjeros, no se sabía muy bien por qué, se habían marchado a otra parte y se lo habían llevado todo. Durante los últimos años se habían adueñado de la economía del país, habían utilizado a los obreros para enriquecerse, habían agotado todos los recursos disponibles, habían recibido con agrado la cuantiosa ayuda financiera del estado, siempre deseoso de apoyar la actividad industrial… Y ahora, sin más ni menos, se habían ido a otra parte. La economía, tal como el país, se había quedado vacía y completamente arruinada.

Los ciudadanos del país, llenos de indignación, fueron entonces a ver a su gobernante para exigirle explicaciones sobre lo sucedido. Éste, para sorpresa de todos, los recibió con gran tranquilidad y les explicó que él no era responsable por la pérdida de la economía del país. “Fueron los designios de la crisis económica internacional”, dijo con una gran humildad. La crisis, esa sí, era la auténtica culpable de la ruina del país. El hecho de haber dejado abiertas las fronteras, dejando el camino libre a la voluntad de las grandes y poderosas compañías multinacionales, carecía de importancia. Fue la crisis internacional la que decidió que inevitablemente ocurriese esta desgracia.

Los ciudadanos, todos muy devotos, aceptaron la explicación del gobernante y se lamentaron amargamente de que la crisis hubiese decidido arruinarles su economía. Tuvieron también pena del gobernante, víctima inocente de los ineludibles mandatos de la crisis internacional. Por ello, decidieron recompensarle generosamente, gracias a lo cual el gobernante prosperó aún más.

2/7/09

La nueva cocina alienígena.

Son numerosas las novelas de ciencia-ficción que relatan la llegada a la Tierra de seres alienígenas provenientes de otros planetas. Estos alienígenas, debido a la avanzada y maravillosa tecnología que poseen, son normalmente considerados como seres superiores. Y como es natural, siendo seres superiores, los escritores de las novelas de ciencia-ficción acaban siempre por describirlos como seres muy parecidos a ellos mismos. Así, los seres alienígenas tienen casi siempre un aspecto humano, tal como los propios autores de las novelas. Poseen unos ojos grandes y miopes, tal como los propios autores de las novelas. Presentan una notable agudeza intelectual, tal como los propios autores de las novelas. Y están siempre muertos de hambre, …tal como los propios autores de las novelas.

Es frecuente en este tipo de novelas que los alienígenas, después de establecer un primer contacto amigable con los humanos, empiecen luego a comérselos con gran apetito. Los pobres humanos, aterrorizados, intentan desesperadamente escapar. Pero nada pueden hacer contra la superior tecnología de los alienígenas. Tarde o temprano acaban por convertirse en su merienda. ¿A qué se deberá el hambre asombrosa y desmedida que parecen poseer todos estos extraterrestres? ¿Por qué viajarán desde tan lejos sólo para comer un aperitivo? ¿Es que, teniendo una tecnología tan avanzada, es posible que les falte comida en su planeta? Pues bien, quizás el motivo por el que los extraterrestres andan siempre buscando comida es por ser demasiado parecidos a los humanos.

Desde siempre la humanidad se debatió con el problema del hambre. Y actualmente, a pesar de todos los esfuerzos, este problema se vuelve cada vez más grave y dramático, afectando a centenas de millones de personas. El hambre continúa a aumentar hoy en día en la medida en que no se pone freno al constante aumento de la población mundial. Pero también en la medida en que los recursos naturales necesarios para conseguir esta creciente necesidad de alimentos se degradan y se agotan.

Dejando a un lado la pesca, próxima ya del colapso, y la caza de animales silvestres, residual aunque devastadora, lo cierto es que la agricultura es la única fuente sostenible de alimento con que cuenta la humanidad. La ganadería, como es sabido, depende casi por completo de la agricultura o del cultivo de pastos para la obtención del alimento para el ganado.

La agricultura es, por tanto, nuestra principal y casi esencial fuente de supervivencia. Por ello, resulta evidente que necesitamos igualmente aquello que le es imprescindible: la existencia de un suelo fértil y de carácter sostenible. El suelo fértil es, por tanto, el bien más precioso de la humanidad, mucho más que el oro, los diamantes o el petróleo. Y sin embargo, entre todos estos bienes, es… ¡el más despreciado!

Aún hoy, en la proximidad de los núcleos urbanos, históricamente formados sobre terrenos fértiles, el suelo continúa a ser alegremente destruido y urbanizado. En las zonas rurales, los cultivos tradicionales son sustituidos por otros que, ignorando las condiciones locales, agotan rápidamente el suelo. Los agricultores, influenciados por una equívoca visión industrial de la agricultura, son además llevados a utilizar grandes cantidades de productos agroquímicos que acaban por destruir la fertilidad del suelo. Se dejan así de lado técnicas de aplicación sostenible de nutrientes y de barbechos. Por otra parte, los bosques y ecosistemas que regulan y aseguran el suministro de agua son sistemáticamente destruidos. De forma absurda, para intentar compensarlo, se crean por todas partes gigantescos e ilusorios sistemas de regadío que acaban por salinizar el suelo, volviéndolo igualmente estéril.

A nivel internacional, se promueve el comercio de toda la producción agrícola. Con ello acaba por cultivarse de forma intensiva aquello que en realidad no sirve a las poblaciones locales. Y éstas, volviéndose dependientes del exterior, muchas veces tienen que producir cada vez más, hasta agotar el suelo, para conseguir el mismo dinero. Además, entre estos cultivos intensivos, ganan hoy cada vez más terreno los biocombustibles y los cultivos destinados al ganado, con lo que la capacidad mundial de producir alimento se reduce de forma alarmante. Por otra parte, se extienden constantemente los cultivos a zonas y países donde el suelo es inadecuado para la agricultura, con lo que éste se pierde y el país acaba por desertificarse. Como resultado de todo esto, se calcula que actualmente cerca del 40% de las tierras agrícolas del mundo se halla en grave estado de degradación (IFPRI), estando su capacidad productiva comprometida.

Es evidente que, si tenemos algún interés en sobrevivir, todo el suelo fértil debería ser protegido sin excepción y el uso de prácticas agrícolas no sostenibles debería ser prohibido. ¿Será que en realidad tenemos ese interés?

Dentro de unos siglos, la humanidad quizás recorra el espacio en busca de planetas habitados. Pero no lo hará para entrar en contacto con civilizaciones extraterrestres. Lo hará simplemente para buscar comida. ¡Tengan pues cuidado, señores alienígenas! ¡No se dejen comer por esos terrestres muertos de hambre!

25/6/09

El hospital de los enfermos perpetuos.

En determinados lugares, las personas tienen un miedo atroz a entrar en un hospital. Esto ocurre especialmente en aquellos países en que el sistema sanitario no es público, sino de capital privado. En este sistema, son los enfermos los que sustentan el funcionamiento de los hospitales, pagando por los servicios de salud que les son prestados. El miedo a entrar en algunos de estos hospitales está, cabe decir, plenamente justificado.

Cuando una persona, enferma o no, entra en un hospital privado debe tener mucho cuidado. En la mayoría de los casos las personas son tratadas de una forma correcta y ejemplar. En otros casos, sin embargo, es fácil imaginar a una multitud de médicos y de administradores, hambrientos de dinero, agolpándose alrededor de cualquier persona que asome por la puerta. Es precisamente en estas personas que reside la posibilidad de mantener sus puestos de trabajo, de cobrar sus salarios, de pagar sus casas, de financiar sus vacaciones, de comprar un coche nuevo… No es de extrañar, por tanto, que miren a quien entra con unos ojos llenos de avidez y de codicia.

Si entramos en uno de estos hospitales, aunque sea por descuido, estaremos cometiendo un grave error. Casi al momento nos serán diagnosticadas una o varias enfermedades y seremos rápidamente internados a la fuerza. Siendo así, es poco probable que volvamos a ver la luz del día. Seguramente pasaremos el resto de nuestra vida allí, siendo tratados de todas las enfermedades posibles. O al menos así será hasta que el hospital consiga agotar todo nuestro dinero, momento en que seremos expulsados o definitivamente eliminados.

En ningún caso se nos ocurriría llamar médicos a los trabajadores de un hospital de estas características. De un médico de verdad se espera que tenga como objetivo curarnos, que diagnostique únicamente las enfermedades que tenemos y que se guíe siempre por principios científicos. En caso contrario, se tratará simplemente de un negociante del área de la salud.

En el campo de la política sucede lo mismo. En determinados países, las personas tienen un miedo atroz de ir a votar en las elecciones, o al menos deberían tenerlo. Esto ocurre especialmente en aquellos países en que una parte o la totalidad de los partidos políticos permitidos no persigue el bien público. Estos partidos, que podríamos llamar de capital privado, persiguen únicamente su propio interés. Y como tales, se mantienen económicamente gracias al número de votos y a los cargos públicos que consiguen obtener tras cada elección.

En estos países, los electores deben tener mucho cuidado cuando van a votar. Es posible que, en caso de ser elegido uno de estos partidos, éste llegue a gobernar cabalmente, respetando el bien público. Pero, con mucha más frecuencia, ocurre lo contrario. No es de extrañar así que, cuando un ciudadano se aproxima a la urna de voto, algunos de estos partidos miren al elector con unos ojos llenos de avidez y de codicia. Es precisamente en estos electores que reside la posibilidad de mantener sus puestos de trabajo, sus salarios, sus casas, sus vacaciones, sus coches…

Si dejamos que un partido de este tipo entre en el gobierno, aunque sea por descuido, estaremos cometiendo un grave error. Una vez dentro, podemos tener la seguridad de que nunca más, o con mucha dificultad, va a salir de él. O al menos así será hasta que el país esté completamente arruinado, momento en que sí saldrá por su propia voluntad o será definitivamente eliminado el país.

Mientras eso ocurre, estos partidos hacen todo lo posible para mantenerse en el poder y no perder su negocio: no realizan nada que pueda producir cambios en el país; no aprueban nunca leyes que tengan la oposición de cualquier grupo, pequeño o grande, de electores; cultivan en todo momento la emotividad y el patriotismo del pueblo; inventan un enemigo interior o exterior contra el cual se debe luchar; se presentan a sí mismos como héroes; condenan al ostracismo a los pocos partidos que persiguen el bien público; afirman que en el gobierno son ellos o el caos…

En ningún caso se nos ocurriría llamar políticos a los integrantes de estos partidos. De un político de verdad se espera que tenga como objetivo el buen gobierno del país, que presente soluciones a los problemas y que se guíe siempre por principios científicos. En caso contrario, se tratará simplemente de un negociante del área de la política.

…Pero, ¿cómo es eso? ¡No me diga que, tal como el resto del mundo, usted ha dejado que uno de estos partidos le gobierne!!!

19/6/09

La inevitable excepción.

No hay norma en que el poder del dinero no consiga crear una excepción. Y esto es así incluso en aspectos tan inmateriales, en principio, como la virtud o el destino de las almas. Así, en el pasado, los grandes transgresores de la moral podían fácilmente evitar que sus almas fuesen a parar al infierno. Para ello les bastaba con comprar una bula papal, por una generosa cantidad de oro, y obtener así el perdón divino para todos sus pecados.

Hoy en día, cuando está generalizado el consenso sobre la necesidad de prohibir la introducción de especies o variedades genéticas extrañas en un ecosistema, continúan existiendo igualmente las inevitables excepciones. Y esto incluso cuando lo que se pretende introducir es un organismo genéticamente modificado (OGM), es decir, un aberrante compuesto genético fabricado a partir de varias especies sin ninguna relación entre sí (por ejemplo, una planta en cuyas células se han insertado los genes de una bacteria).

En la agricultura, sin embargo, el actual empleo de OGM está lejos de ser solamente una excepción. En realidad, está convirtiéndose en una norma y, aún peor, en una brutal imposición incluso a aquellos agricultores que no desean emplearlos. Esto es así debido a la contaminación genética que producen los OGM. Cuando en una misma región se cultivan OGM y variedades tradicionales de una planta, resulta del todo inevitable que se produzca hibridación. Las semillas de las plantas tradicionales acaban, por tanto, contaminadas, viendo su integridad genética y sus características alteradas. El agricultor que pretende vender su cosecha tradicional como “no transgénica” acaba por no poder hacerlo y, siendo así, se arruina. Pero además, las propias variedades tradicionales que cultiva pueden llegar a desaparecer, ya que al final el agricultor acaba por no tener semillas que estén libres de contaminación.

Si hacemos un balance de todos los riesgos y beneficios que supone la utilización de OGM llegamos a resultados sorprendentes.

Para la agricultura, el empleo de OGM puede suponer la pérdida de innúmeras variedades tradicionales de plantas, importantes para la supervivencia de muchas poblaciones humanas, o incluso el completo abandono de los cultivos, en el caso de todas las semillas existentes quedar contaminadas. Pero también convierte a los agricultores, voluntariamente o no, en siervos económicos de las grandes compañías productoras de OGM, de las que pasan a depender por completo. Al contrario que las variedades de plantas tradicionales, que son un patrimonio histórico de la humanidad, obtenidas por nuestros antepasados a lo largo de siglos de cuidadosa selección y cruzamientos, los OGM son de exclusiva propiedad de las compañías multinacionales que los producen. Los agricultores deben, por tanto, comprar sus semillas a estas compañías. Y deben comprarles también todos los productos agroquímicos que se aplican a su cultivo, evidentemente fabricados por las mismas compañías.

Para el medio ambiente, supone una degradación y pérdida de biodiversidad, ya que el cultivo de los OGM está basado en la aplicación de herbicidas y otros productos químicos. Con ello se destruye además la fertilidad del suelo y se contaminan las aguas. Y existe también el peligro de llegar a provocar una catástrofe ecológica, ya que los efectos de la utilización de OGM sobre el ambiente son altamente impredecibles.

Para la salud humana, los efectos del consumo de OGM son también impredecibles, pudiendo provocar determinadas enfermedades, algunas de ellas mortales. Los estudios realizados por las propias compañías multinacionales no son, evidentemente, satisfactorios ni fiables.

Podemos entonces preguntarnos cuáles son los beneficios. ¿Hay quizás un incremento extraordinario de la producción agrícola? ¿Es un modelo de agricultura sostenible? ¿Los agricultores pasan a vivir mejor? ¿Se acaba con las hambrunas en el mundo?… Pues bien, nada de eso. La respuesta es siempre negativa. En realidad, nada mejora, especialmente si consideramos la cuestión a medio y largo plazo. El único beneficio que el cultivo de OGM proporciona a la humanidad es, evidentemente, permitir que los ricos accionistas de las compañías multinacionales se conviertan en personas aún más ricas.

Siendo así, ¿no merece la pena correr todos los riesgos antes enumerados? ¿No vale la pena acabar con la agricultura? ¿No vale la pena poner en peligro a la propia población humana? Piense en lo orgullosas que las generaciones futuras se sentirán de nosotros. Con el estómago vacío, en el caso de mantenerse con vida, nuestros descendientes admirarán sin duda nuestro gran logro: sacrificar su futuro para hacer más ricas y más felices a aquellas personas que, ya de por sí, eran estúpidamente ricas y felices.

12/6/09

La crisis del principio de causalidad.

Algunos filósofos ganan rápidamente celebridad y pasan a la historia. Es el caso de Pitágoras, Platón, Rousseau, Hegel… Otros, sin embargo, permanecen para siempre ignorados. Y eso a pesar de, en ocasiones, realizar grandes descubrimientos que fueron esenciales para el desarrollo de la filosofía e incluso de la propia humanidad. Es el caso, por ejemplo, del descubridor del principio de causalidad, figura excelsa de la historia de la filosofía cuyo nombre, por desgracia, permanece hoy en día oculto en las brumas del olvido.

Fue en una época remota, muy anterior a la aparición de los grandes filósofos griegos, que surgió esta figura admirable. Se piensa que vivía en una humilde caverna y que pasaba su tiempo apaciblemente, contemplando el sol durante el día y admirando el movimiento de las estrellas durante la noche. Este eminente pensador tenía, sin embargo, dos problemas. El primero era sufrir frecuentes desmayos y dolores de cabeza. El segundo era tener un compañero de caverna muy agresivo que con frecuencia le golpeaba en la cabeza con su garrote.

Un buen día, nuestro filósofo se dio cuenta de que estos problemas aparecían casi siempre asociados en el tiempo. Era justo después de recibir un golpe en la cabeza que le aparecían sus acostumbrados desmayos y dolores de cabeza. Así, tras mucho reflexionar, llegó a la conclusión de que había una relación de causa y efecto entre ambos fenómenos. ¡El principio de causalidad había sido finalmente descubierto!

Sin embargo, este principio nunca fue aceptado por sus contemporáneos, pues entraba en conflicto con todo tipo de creencias místicas y esotéricas. Y lo mismo ocurrió durante los siglos siguientes. La sociedad nunca aceptó fácilmente este principio tan innovador y revolucionario. Muchas veces ni siquiera era bien comprendido o utilizado, prestándose a grandes confusiones.

Por ejemplo, ya en la Edad Media, la inesperada muerte de cierto rey reveló la confusión aún existente en aquella época sobre este problema. Los fieles cortesanos, reunidos alrededor del cadáver, elaboraron diversas teorías sobre la causa de su muerte, sin que pudiese llegar a decidirse cuál era la correcta. Unos pensaban que la muerte era debida a alguna cosa que comió y que le sentó mal. Otros pensaban que era debida a que tomó demasiado sol en la cabeza. Otros afirmaban que era simplemente consecuencia de la voluntad divina. Sólo unos pocos llegaron a señalar que la causa de la muerte era el puñal que el rey tenía clavado en la espalda.

Pero lo peor de todo fue la teoría expuesta por el heredero del rey, que fue además la última persona en verlo con vida. Según él, el rey “murió debido a que ahora está muerto”. Este argumento ejemplifica el principal enemigo del principio de causalidad: es el llamado círculo vicioso. Consiste, como es evidente, en hacer pensar que la consecuencia observada es al mismo tiempo causa de sí misma.

Hoy en día no tenemos motivos para mostrarnos mucho más optimistas sobre la aceptación del principio de causalidad. En realidad, la teoría del círculo vicioso está a imponerse cada vez más en nuestra sociedad. Baste como ejemplo la explicación que se da a la llamada crisis económica. Es evidente que después de años de capitalismo salvaje, de excesos financieros, de aumento de las desigualdades sociales, de abuso de los recursos naturales, resulta del todo inevitable sufrir un fuerte colapso económico o una serie recurrente de ellos.

Sin embargo, los responsables de esta crisis defienden con ahínco la teoría del círculo vicioso. Según ellos, si la economía se encuentra en crisis es precisamente debido a la crisis económica. La crisis económica explica el hecho de que la economía se encuentre en crisis.

La razón por la que defienden esta teoría resulta evidente. No estando identificada la verdadera causa del problema, tampoco se señalan los responsables de ella. Los culpables de la crisis pueden así dormir tranquilos, pues nadie va a acusarlos de nada. Para acusarlos sería necesario saber que hubo una causa y que ellos fueron sus responsables. Mientras todo el mundo crea en la teoría del círculo vicioso ellos estarán a salvo.

Así, podemos decir que si hoy en día el principio de causalidad está en crisis, es simplemente debido a la crisis del principio de causalidad.

5/6/09

Cómo convertirse en tirano durante unos gloriosos minutos.

No diga que nunca se imaginó sentado en un trono dorado y servido por una corte de esclavos, ocupados todos en satisfacer hasta el más mínimo de sus caprichos. O que muchas veces no desearía hacer la primera cosa que le apeteciese sin preocuparse con si su acción vulnera o no las leyes existentes. Pues bien, todos estos sueños de poder ilimitado pueden hacerse realidad en un instante. En nuestra sociedad moderna convertirse en un tirano está al alcance de cualquiera. Para ello sólo necesita tener algunas monedas en el bolsillo.

La suprema maravilla que permite la realización de sus sueños tiene un nombre: libre comercio. Es precisamente este tipo de comercio, siempre tan liberal, tan exuberante, tan pujante, tan libre de reglas, tan desconocedor de fronteras, el que permite que sus más ansiados sueños de tiranía y de dominación se conviertan al instante en una realidad. Para ello basta simplemente con que participe en él, aunque sea de la forma más modesta. Basta simplemente con que vaya a una tienda y compre un producto de este mercado sin fronteras. ¡Así de simple!

En un modelo de libre comercio, quien va a una tienda únicamente se preocupa con que el producto que compra sea lo más barato posible. Nunca preguntará al vendedor si ha sido realizado en condiciones laborales dignas o si para su producción se han respetado las más mínimas normas ambientales. Cualquier vendedor se sentiría como mínimo incomodado si alguien lo hiciera. Pero, evidentemente, nadie lo hace.

De este modo, al comprar el producto más barato, importado de un país cualquiera, usted puede tener la seguridad de estar realizando finalmente su sueño. Así es. Al comprar ese producto usted se convierte, por unos momentos, en el patrón inmisericorde de cientos de trabajadores que cobran salarios ridículamente bajos. Algunos de ellos incluso serán menores de edad, obligados a trabajar en vez de ir a la escuela. También se convierte, por instantes, en el patrón de prósperas empresas que contaminan ríos y aguas potables, que destruyen cultivos tradicionales y extensos bosques, que alteran la composición de la atmósfera y del clima terrestre. ¿No es maravilloso? ¿Existe una más grande sensación de poder que realizar todo esto, y por apenas las pocas monedas que tiene que pagar por ese producto?

En cualquier país civilizado tener esclavos sería considerado indecoroso y, muchas veces, ilegal. Tener empresas contaminantes que destruyen el medio ambiente también está mal visto, y a veces incluso sufren la imposición de multas, aunque nunca muy severas. Pero, claro, nada impide tener esclavos en otro país o destruir el medio ambiente en otra parte cualquiera del mundo. Nada mejor que tener los esclavos, los campos contaminados y las aguas pestilentes en otros lugares del mundo, bien lejos de casa, fuera del alcance de la vista. No necesita, por ejemplo, cruzarse con los esclavos, ni ver sus miserables figuras, ni soportar su mal olor. Todos ellos están en un país lejano con el cual existe un tratado de libre comercio.

Por tanto, si usted quiere ser un tirano, vaya ahora mismo a una tienda y compre cualquier producto, especialmente el más barato y que venga de más lejos. ¡Sienta entonces todo el maravilloso poder! En ese momento, ¡usted es el amo del mundo! Imagine cientos de esclavos trabajando duramente para que usted, en un país remoto, pueda comprar ese producto que ellos fabrican. Imagine el medio ambiente de otro continente siendo destruido para que ese producto pueda llegar hasta usted a un precio ridículamente bajo. Y si, pasado algún tiempo, le parece que esta maravillosa sensación comienza a desvanecerse, no tiene más que ir a comprar otro producto cualquiera.

Olvide todas esas tonterías del comercio justo. Olvide también que el ambiente es un todo y que su destrucción en otro país acabará igualmente por afectarle, como resulta evidente con las consecuencias del cambio climático. Olvide todo eso. No deje que estos pensamientos le estropeen la maravillosa experiencia de sentirse como un tirano, por unos gloriosos minutos, cada vez que va en peregrinación a una tienda.

Porque realmente no es el conocimiento lo que nos hace libres. Lo que nos hace libres es, sin lugar a dudas, el libre comercio.

28/5/09

Dormir sobre los laureles produce siempre pesadillas.

En la antigüedad, los generales victoriosos eran aclamados y coronados con hojas de laurel. Una vez celebrada su gloriosa recepción, los generales podían entonces partir hacia nuevas batallas, para mantener seguros los límites del imperio, o bien podían retirarse para dormir sobre sus laureles. En este caso era casi seguro que las tierras conquistadas acababan siempre por perderse ante los reiterados ataques del enemigo.

Puede decirse que en el campo social impera, sin duda, el mismo principio. Cualquier avance que lleva a una sociedad más justa constituye únicamente un triunfo temporal. Para poder mantenerlo, es necesario seguir luchando continuamente. De lo contrario, durmiéndose uno sobre los laureles, es casi seguro que acaba por perderse.

La razón de esta insidiosa inercia, contraria siempre a cualquier avance social, es sin duda la evidente dificultad que supone mantener sistemas complejos. Cuando el hombre abandonó su organización tribal y empezó a crear ciudades y sociedades con algún grado de complejidad tuvo que inventar la filosofía, la política, los tribunales, etc. Pero nada de todo esto es realmente espontáneo o natural. Su mantenimiento necesita de un constante y reiterado esfuerzo. Sin ese empeño constante, cualquier sociedad compleja tiende inevitablemente hacia el caos y la barbarie.

Así, la historia está llena de repetidos avances y retrocesos en la lógica aspiración de crear sociedades más justas y más libres. Ninguna conquista alcanzada parece durar mucho tiempo: toda ley acaba, tarde o temprano, por no aplicarse, toda constitución acaba por degenerar, todo imperio acaba por caer. Así ha sido también durante los últimos siglos, en que los defensores de la justicia social y sus inevitables antagonistas, los defensores de los privilegios, digladiaron siempre de forma cruenta. A cualquier victoria de los primeros siguió siempre una furiosa reacción de los segundos. Y cabe decir que esta reacción siempre fue algo desagradable: matanzas, aniquilamientos, torturas, tiranías…

Pero todos estos aspectos desagradables son ya cosa del pasado. Los partidarios de los privilegios, hartos de estar siempre lavando sus ropas, manchadas con salpicaduras de sangre, comprendieron finalmente que toda esta violencia no era necesaria. No es necesario armar más ejércitos, ni financiar movimientos retrógrados, ni apoyar férreos órdenes sociales. No, nada de esto es necesario. La solución para acabar con cualquier avance en materia de justicia social es mucho más fácil.

Así es. La solución consiste simplemente en plantar miles de laureles y entonar, a todas horas, dulces e irresistibles canciones de cuna. En estas condiciones, no faltarán nunca pueblos enteros que se duerman, llenos de placer, sobre sus propios laureles.

Es por ello que los partidarios de los privilegios compraron ya todos los medios de comunicación existentes. Y, por supuesto… la televisión. ¡Qué gran invento éste de la televisión! Con ella casi da vergüenza, de tan fácil que es, imponer la injusticia en el mundo. ¡Qué fácil y qué rápidamente se duerme ahora todo el mundo sobre sus laureles! Y ni tan siquiera hay que preocuparse con que las canciones de cuna tengan la más mínima calidad, pues siempre surten efecto.

Así, satisfechos con los escasos avances sociales del pasado, los ingenuos ciudadanos sueñan ahora vivir en un mundo donde la libertad y la justicia están siempre aseguradas. Donde son eternas. En los breves momentos en que despiertan no dudan en patalear con fuerza al ver desaparecer otro avance social. Pero también es verdad que cada vez hacen menos para luchar por él.

Están convencidos, en el fondo, de que es imposible perder esas conquistas. Viviendo en un régimen de justicia social asegurada, ¿por qué iban a preocuparse? Sin duda que los problemas se solucionarán por sí mismos. O en todo caso, alguien vendrá en el último momento, no se sabe muy bien de dónde, para solucionar todos los problemas del mundo y asegurar la justicia.

Y mientras tanto, mientras ese alguien llega, van cerrando los ojos y acomodándose en su cómodo lecho de hojas de laurel. Sus sueños son dulces. Cuando despierten, sin embargo, posiblemente encuentren ante sí una pesadilla.

Así que la solución es bien fácil, ¿no le parece? Vea siempre la televisión y no despierte nunca.

14/5/09

El coche como solución a las amarguras de la vida.

El progreso es la gran maravilla de nuestra época, una maravilla que viene en auxilio de todo el mundo. Y esto es así incluso también para los suicidas. En la antigüedad, cuando una persona quería suicidarse sufría grandes y penosas incomodidades: o bien debía subir hasta lo alto de un peñasco para arrojarse desde él, o bien debía ir hasta un bosque lejano para ser devorado por un dragón cualquiera, o bien debía viajar hasta los trópicos para ser merendado por famélicos pueblos caníbales…

Hoy en día, gracias al progreso, nada de todo esto es necesario. Para suicidarse basta con salir a la puerta de casa y dar unos cuantos pasos en frente con los ojos cerrados. Un magnífico automóvil, seguramente de la última y más sofisticada tecnología, se encargará rápidamente de poner fin a nuestra vida. Incluso en el caso de que no pretendamos suicidarnos, el automóvil ejercerá igualmente su magnánima y piadosa función. Y es que para los coches, suicidas y distraídos son en el fondo la misma cosa.

Actualmente, en todas las sociedades modernas, el coche es considerado un objeto sagrado, un ídolo multiforme al cual se le rinde culto con la más sincera devoción. Y esto ocurre especialmente en las ciudades, donde los coches tienen siempre prioridad sobre las personas y ocupan la mayoría del espacio público. Las personas quedan, de esta forma, arrinconadas en estrechas y tortuosas aceras, a menudo ocupadas también por los coches aparcados sobre ellas.

Pero los coches no sólo tienen este privilegio. Son también responsables de más del 95% del ruido que inunda las ciudades, convirtiendo éstas en lugares impropios para el más imprescindible descanso. Y son responsables también de más del 80% de la contaminación atmosférica, siendo así los principales culpables de la insalubridad de las ciudades.

Pero aún hay más. Los coches son también responsables, para un país de mediana dimensión, de la muerte de una decena de personas por día, víctimas infelices de atropellamiento. Porque, aclaremos esto: en las sociedades modernas y civilizadas el asesinato es perfectamente legal. Únicamente hay que saber escoger el instrumento con el que se realiza.

Por ejemplo, si alguien nos mata utilizando un puñal, el agresor es rápidamente condenado y enviado a la cárcel. Por el contrario, si alguien nos mata utilizando un coche, el agresor es simplemente considerado como un interviniente en un desgraciado accidente de circulación. Y una vez se comprueba que tiene todos los papeles en regla, el asesino puede volver tranquilamente para su casa, e incluso puede hacerlo en coche.

Puede pensarse que en un caso el asesino tenía intención de matar, ya que nos clavó certeramente el puñal en la espalda, mientras que en el otro caso no existía tal intención. Pero entonces, ¿cómo podemos calificar al hecho de circular a gran velocidad dentro de una zona urbana? ¿O es que esto no es también tener intención de matar?

Si quien nos clavó el puñal asegura que únicamente estaba jugando con el arma y que accidentalmente se clavó en nuestra espalada, ¿deberemos creerle? Y si quien nos atropelló dice que únicamente circulaba a gran velocidad dentro de la ciudad y que la culpa es nuestra por ponernos delante de su coche, ¿deberemos también creerle?

Al fin y al cabo, ¿qué importancia puede tener para la víctima si el asesinato fue realizado o no con intención? Ciertamente, lo mismo da estar muerto de una forma o de otra. Lo importante habría sido evitar esa muerte. Justamente es por eso, para evitar que cometa más crímenes, que a un homicida se le pone en la cárcel. ¿No debería, por tanto, encerrarse también al coche veloz y a su conductor en la cárcel… o en un garaje?

Sería bastante sensato prohibir la utilización del coche en el interior de las ciudades o, como mínimo, prohibir su utilización a una velocidad superior a 20 Km/h, velocidad considerada apropiada para barrios residenciales. Con esto se evitarían todos los días muertes innecesarias.

¡Lástima que el coche, en las sociedades iluminadas por el progreso, sea considerado sagrado y que no podamos hacer nada para evitar su dominio sobre el ser humano, ese triste y humilde mortal!