26/10/19

La terrible crueldad de la eugenesia y la cacogenesia


Cuando Charles Darwin enunció su teoría de la evolución mediante la selección natural tenía bien claro el alcance y las posibilidades de otro mecanismo artificial, creado por el hombre, que ya por entonces era aplicado a diferentes animales domésticos. Se trataba de la selección artificial. Durante años, el científico observó con atención el trabajo realizado por los criadores de animales domésticos, viendo la forma como cruzaban y seleccionaban sus ejemplares. Incluso él mismo llegó a hacer algunos experimentos. Pudo así comprobar cómo, mediante la selección artificial, los criadores llegaban a transformar una determinada especie en otra aparentemente nueva seleccionando y alterando apenas unas pocas características.

Mediante este extraordinario proceso, un lobo pasaba a ser un perro y éste, a su vez, se transformaba en toda una variedad de razas caninas, tan diferentes entre sí que casi no parecían guardar relación alguna entre ellas. Los gatos africanos, por su parte, se convertían en gatos domésticos de todos los colores. Y del gallo indio se obtenía toda una colección de extrañas razas de gallinas domésticas.

Partiendo de estos ejemplos, Darwin percibió que la naturaleza obraba de forma parecida, aunque mucho más lentamente, ejerciendo una leve y constante selección que acababa, al final, por transformar unas especies en otras. Y no sólo alteraba algunas de sus características externas, sino que conseguía cambiar cualquier rasgo de la anatomía de las especies, de su fisiología o incluso de su complejo papel en el ecosistema.

Viendo cómo la selección artificial se aplica a los animales domésticos, podríamos pensar que ésta también podría ser aplicada, en teoría, al propio ser humano. Desde luego, sería impensable que un grupo de seres humanos criase a otro grupo y seleccionase en él determinadas características. Pero sí que se ha llegado a especular sobre la posibilidad de que los seres humanos se seleccionen a sí mismos, que apliquen al propio grupo humano del que forman parte un determinado grado de selección.

Fueron éstas las ideas que plantearon, en su tiempo, los defensores de un grupo de teorías conocido como eugenesia. El propósito de las teorías eugenésicas era que la sociedad se aplicase a sí misma una serie de medidas, en realidad un cierto tipo de selección artificial, con el fin de conseguir que las próximas generaciones tuviesen unas características genéticas mejores que aquellas de las generaciones precedentes.

Pero los principios defendidos por la eugenesia, además de éticamente peligrosos y socialmente inaceptables, se sabe hoy en día que se basaban en criterios científicos equivocados o falsos. Muchas veces las características que se pretendía potenciar o eliminar no estaban ni siquiera en los genes. Y si lo estaban, no dependían de un único gen, sino de la compleja interacción de todo un conjunto de genes, con lo que su hipotética selección o erradicación era prácticamente imposible. Además, muchas veces se consideraba que los caracteres eran buenos o malos en función de conceptos puramente culturales o, en los peores casos, de ideas de claro corte racista.

En la actualidad, por tanto, se sabe que ni la eugenesia ni la selección artificial son capaces de crear seres humanos superiores, ni más saludables, ni más inteligentes, ni más bellos. Pero entonces, considerando esto, podemos preguntarnos qué es lo que en realidad se pretende con la aplicación de la selección artificial a los animales domésticos. ¿Es que en ellos, por el contrario, se consigue crear razas de características superiores, más proporcionadas, más admirables, más perfectas?

Pues, en realidad, no. Los criadores de animales simplemente pretenden crear razas domésticas que tengan una mayor utilidad económica para ellos. Por ejemplo, vacas que den más leche, caballos que soporten más carga o cerdos que produzcan más carne. No buscan encontrar o seleccionar características superiores para la especie, sino simplemente potenciar aquellas que son más útiles para sus intereses. Y todo esto lo hacen ignorando y despreciando, sin ningún tipo de escrúpulos, la salud y el bienestar de los propios animales. Así, la mayoría de las veces, el resultado final y casi inevitable del proceso de selección artificial acaba siendo la creación de razas exageradamente torpes, desproporcionadas, enfermizas o simplemente aberrantes.

Pero quizás el mayor grado de deformidad se alcanza en aquellas razas domésticas que son destinadas a servir como animales de compañía. Aquí la finalidad de los criadores no es propiamente obtener un mayor beneficio económico, sino crear ejemplares que tengan, simplemente, un aspecto cómico, gracioso o divertido. La finalidad es transformar un ser vivo en algo parecido a un juguete viviente, en un remedo de bufón, patético y adorable, del cual podamos reírnos con fingida ternura. Así, una especie como el lobo, de imponentes características, ha acabado transformada en poco menos que una broma de mal gusto, tal como puede ser un ridículo perro caniche, un deforme perro salchicha o un ínfimo perro chihuahua.

Como es lógico, los individuos de muchas de estas razas artificiales padecen durante toda su vida graves enfermedades y deficiencias de salud derivadas de sus deformes y aberrantes morfologías. Pero a pesar de ello, con gran ensañamiento por parte de sus propietarios, se sigue insistiendo en forzar su cría e incluso, cuando es posible, en aumentar aún más el grado de deformidad de sus razas.

No podemos decir que este tipo de selección artificial se parezca o siga los principios de la eugenesia, pues ni siquiera se persigue lo superior o lo bello. Por el contrario, parece perseguirse lo feo, lo enfermizo, lo extravagante. Se busca premeditadamente la más cruel deformidad. Así, parecería más apropiado hablar de cacogenesia.

Carentes de cualquier tipo de consideración ética hacia los animales, a los que fuerzan continuamente al incesto y a la endogamia para mantener la integridad y pureza de la raza creada, los propietarios de estos animales disfrutan y se regocijan con las crueles aberraciones que poco a poco van creando. Y de forma cínica, fingen amarlos y preocuparse con ellos, tal como quizás pueda quererse a un muñeco de trapo de la infancia o a un esclavo dócil, sumiso y obediente.

Ante la existencia de estas vergonzosas prácticas, podemos pensar si los seres humanos no seremos también víctimas involuntarias de la cacogenesia. Puede que quizás, sin darnos cuenta, distraídamente, nos hayamos ido cruzando con los peores ejemplares de nuestra especie hasta convertirnos en una triste sombra de lo que éramos. Quizás nos hayamos transformado, sin quererlo, en unos seres incapaces de pensar y de respetar a los otros seres vivos, a nuestros hermanos, a los que tratamos ya, de forma infantil y caprichosa, como simples juguetes. En realidad, puede que nosotros mismos nos estemos convirtiendo en una especie de bufones, patéticos y sin gracia, del planeta.


11/10/19

El mundo triste e infeliz de la eugenesia


Todos somos conscientes del diferente valor que, según nuestros propios criterios, otorgamos a cada persona. Vemos cada día a nuestro alrededor personas admirables, inteligentes, simpáticas y bellas que nos llenan de orgullo y cuya compañía nos satisface. Otras personas, por el contrario, nos parecen del todo detestables. Algunas por ser demasiado estúpidas, otras por resultarnos tremendamente antipáticas, otras por parecernos brutas e incivilizadas y algunas otras por poseer un aspecto físico en exceso desagradable. Lo cierto es que, de forma más o menos consciente, acabamos por intentar evitar a estas personas o incluso cruzarnos en su camino.

Muchas veces nos preguntamos: ¿por qué no serán todas las personas bellas, simpáticas e inteligentes? Sí, porque quizás por pura modestia olvidamos enunciar la pregunta en su forma completa, esto es: ¿por qué no serán todas las personas bellas, simpáticas e inteligentes como lo soy yo? Ciertamente, cuánto mejor sería el mundo si estuviese habitado sólo por personas como nosotros y no tuviésemos que sufrir a tanta gente estúpida, a tanto engendro, a tanto maleante, a tanto ser huraño y malcarado.

Pues bien, en primer lugar deberíamos pensar que si todas estas personas indeseables forman parte de nuestro mundo es porque son nuestros hermanos, nuestros primos, nuestros parientes, nuestros vecinos, nuestros conciudadanos, aquellos con los que convivimos desde siempre. Si de alguna forma tenemos que cargar con ellos es simplemente porque son una parte de nosotros mismos. Y, aunque nos cueste mucho aceptarlo, quizás ellos también estén cargando, a su vez, con nosotros. Por otra parte, si pudiésemos crear un mundo ideal habitado sólo por personas perfectas y maravillosas, ese mundo tendría, al final, un solo y único habitante.

Siendo por tanto muy conscientes del enorme subjetivismo con el que juzgamos las cualidades de otras personas, también es cierto que en ese juicio siempre podemos emplear algunos criterios mínimamente objetivos. Existe objetivamente poca belleza en las personas que poseen graves defectos físicos. Existe sin duda poca inteligencia en las personas incapaces de resolver los problemas más básicos para su propia supervivencia. Hay personas que sufren perturbaciones mentales y son de carácter claramente intratable. Y otras tienen una conducta tan perversa que resultan del todo perjudiciales para sus conciudadanos.

En estos casos extremos resulta fácil ser objetivo al juzgar aspectos concretos de una persona. Pero, evidentemente, esto será mucho más difícil cuando no nos enfrentemos a casos extremos o cuando tengamos que integrar todos los diferentes aspectos de una persona en un único juicio de valor. Y así, suponiendo que alguna vez alcanzásemos un grado de objetividad lo suficientemente aceptable para poder juzgar a determinadas personas como indeseables o perjudiciales, ¿será que, de alguna forma, podríamos librarnos de ellas para poder vivir en un supuesto mundo feliz?

Para empezar, deberíamos plantearnos la siguiente pregunta: ¿estamos de verdad seguros de que, librándonos de estas personas, no volverían a aparecer al poco tiempo nuevas personas igual de indeseables que las anteriores? En realidad, sabemos muy bien que las características y el comportamiento de cada individuo están determinados por factores extrínsecos, como por ejemplo la educación o la instrucción recibidas, y por otros intrínsecos, como puede ser el propio acervo genético.

Parece claro que si mantenemos siempre los mismos factores extrínsecos, como por ejemplo una educación deplorable o una mala instrucción pública, continuaremos a crear personas estúpidas, brutas o malvadas. Y aunque pudiésemos libramos de algunas de ellas, rápidamente surgirían otras nuevas de idénticas características. Por el contrario, si nos decidiésemos a mejorar dichos factores posiblemente podríamos llegar a crear, no sin poco esfuerzo, un mundo y unas personas mucho mejores.

Pero, ¿y en relación a los factores intrínsecos? ¿Podríamos también mejorar nuestro acervo genético? ¿Podríamos librarnos quizás, aunque sólo sea, de una parte indeseable y perjudicial de nuestros genes? Pues bien, lo cierto es que al contrario de lo que ocurre con los factores extrínsecos, en esta materia podemos hacer más bien poco.

Hace poco más de un siglo surgieron diversas teorías, conocidas bajo el nombre de eugenesia (no confundir con la espantosa y racista doctrina del eugenismo), que partían del principio de que acabando con determinados genes, que se consideraban defectuosos, se acabaría también con la existencia, entre nosotros, de determinadas características y comportamientos indeseables.

Pero lo cierto es que esos genes y esos defectos no desaparecen. La mayoría de los caracteres de cada persona no son determinados por un único gen, sino que son el resultado de la suma e interacción simultánea de muchos genes. Y esos genes se combinan de forma diferente e impredecible en cada nuevo individuo y en cada nueva generación. Así, progenitores sin defectos pueden generar hijos con o sin defectos que a su vez pueden generar nietos con o sin defectos. Es decir, que en general vamos a encontrar exactamente los mismos genes en ambos tipos de personas.

La única forma de conseguir quizás algún cambio en nuestros genes, logrando combinaciones algo diferentes, sería sometiéndonos voluntariamente, durante varias generaciones, a un proceso de selección artificial. Este es un proceso que se utiliza con frecuencia en los animales domésticos y en el que, para conseguir fijar unas determinadas características, se aplica activamente el incesto y la endogamia a miembros seleccionados de una población. Su éxito depende así, entre otras cosas, de evitar que exista cualquier cruzamiento fortuito con el exterior.

Sin embargo, al margen de la evidente aberración que supondría aplicarnos este terrible proceso, lo cierto es que la selección artificial nos llevaría a una significativa degeneración en todos los aspectos, ya que este tipo de selección, en realidad, tiene precisamente como objetivo y como efecto reducir la diversidad genética. Y con una diversidad genética menguada nuestras posibilidades de supervivencia se verían seriamente afectadas.

Si es cierto, como se ha dicho, que la mayoría de caracteres son el resultado de la suma y de la interacción de muchos genes, en unas pocas ocasiones esto no es así. A veces una característica depende de un único gen, como sucede, por ejemplo, con determinadas enfermedades genéticas graves. En estos casos, excepcionalmente, la eugenesia sí tiene sentido. Resulta del todo deseable evitar que nazcan individuos con ese gen y con esa enfermedad. Y para ello es posible recurrir a métodos como el diagnóstico prenatal, una hipotética alteración del gen o, simplemente, una renuncia voluntaria a reproducirse, siendo precisamente éstos los únicos casos de eugenesia y de técnicas eugenésicas que tienen sentido y que se aceptan en la actualidad.

Aunque, para ser más exactos, la eugenesia también está implícita en otro mecanismo que forma parte de la evolución y del cual la mayoría de las veces no somos muy conscientes: la selección sexual. Al reproducirse, una persona trata de elegir una pareja que posea las mejores características genéticas, despreciando otras que considera de peor calidad. Por tanto, al elegir una pareja y no otra estamos seleccionando, de hecho, tal como en la eugenesia, los genes que queremos pasar a la siguiente generación. Y a pesar de que, como se ha dicho, esto no altere significativamente la composición genética de la nueva generación, lo cierto es que la selección sexual es un proceso que funciona a escala evolutiva y, como tal, podrá generar cambios significativos al cabo de un sinfín de generaciones.

En resumen, aunque podamos mejorar muchos de los males crónicos de nuestra sociedad cambiando los factores extrínsecos que modelan el comportamiento de las personas, lo cierto es que, por culpa de los genes y de su obstinada persistencia, tendremos que seguir soportando la presencia de todo tipo de personas indeseables en nuestra vida. Y ellas tendrán también que soportarnos a nosotros, aunque, claro, ellas lo tienen mucho más fácil, pues nosotros somos casi perfectos.