20/1/23

Derechos naturales e imprescriptibles


El juego de palma o juego de pelota era un deporte tremendamente popular en los tiempos de la antigua Francia. Dicho juego, que consistía básicamente en golpear una pelota con la mano o con una raqueta para lanzarla al campo contrario pasando por encima de una red, gozó durante mucho tiempo de una enorme y entusiasta afición en este país. No obstante, a partir del siglo XVII su popularidad comenzó lentamente a declinar y, tiempo después, acabó finalmente por desaparecer, aunque no sin antes dar lugar a una variedad de otros juegos, algunos de ellos también bastante populares en la actualidad, como el moderno juego del tenis.

Parece bastante difícil imaginar que pueda existir alguna relación, por mínima que sea, entre el antiguo juego de pelota y una moderna conquista política y social como es la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Sin embargo, sus caminos se cruzaron, de forma sorprendente e inesperada, en un determinado momento de nuestra historia. Más concretamente, en los inicios de la Revolución Francesa, con la celebración de una turbulenta reunión política.

Sucedió precisamente el 20 de junio de 1789, cuando los diputados franceses que participaban en los Estados Generales decidieron reunirse en una improvisada asamblea con el fin de comprometerse públicamente en la redacción de una Constitución para el país. Debido a una serie de circunstancias, dicha asamblea acabó por celebrarse en un modesto y humilde recinto deportivo situado en Versalles. Y este recinto era, en efecto, la Sala del Juego de Pelota. La vieja sala dedicada a la práctica de este juego fue la única que en aquellos momentos ofreció su espacio y sus puertas abiertas a los fervorosos revolucionarios. Y precisamente debido a ello, el compromiso allí alcanzado pasó a ser conocido como el Juramento del Juego de Pelota.

Poco después, fieles a este juramento, los diputados franceses se reunieron en una Asamblea Constituyente. Y, antes de iniciar su magna labor, decidieron redactar una declaración política que estuviese a la altura de aquel importante momento y que recogiese en esencia el espíritu y los anhelos revolucionarios de los ciudadanos. Se trataba, en definitiva, de redactar un preámbulo a la Constitución que enumerase detalladamente todos aquellos derechos que, a partir de entonces, debían ser considerados como “derechos naturales e imprescriptibles” de toda persona. Y este texto, tras ser discutido y aprobado en la Asamblea, recibió el nombre de Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.

Esta declaración, incluida luego en la Constitución de 1791, ya desde sus inicios gozó de una gran popularidad y rápidamente comenzó a ganar un destacado protagonismo por sí misma. Por ello, los valores que en ella se defendían pasaron a ser, a partir de entonces, una referencia destacada en todas las luchas por la libertad y la justicia que tuvieron lugar a lo largo de las décadas siguientes.

Ya algo más tarde, en pleno siglo XX, dicha declaración acabaría también por inspirar la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en el año 1948. Este nuevo texto, de carácter y ámbito mundial, ha gozado igualmente de un enorme prestigio desde sus inicios, un prestigio que no ha dejado de crecer hasta los días de hoy. Tanto es así que en la actualidad se considera, de forma consensual, como una norma legal cuyos valores esenciales deben estar obligatoriamente incluidos en las constituciones y en la legislación de todos los países del mundo.

Este importante paradigma que defiende la existencia de unas leyes de carácter universal, con rango superior a las leyes vigentes en cualquier país o lugar del mundo, no es en realidad nada nuevo. Es muy anterior a la Revolución Francesa, remontándose a los tiempos de la antigüedad clásica. El propio Aristóteles defendía ya, sobre este tema, la existencia de una justicia natural, es decir, de un ideal de justicia de carácter universal compartido por todos los pueblos y países del mundo y superior a cualquier tipo de leyes vigentes. Y es que, en definitiva, siempre ha sido fácil comprender, en cualquier época, que las leyes existentes en un determinado tiempo y lugar tanto pueden ser justas como injustas, tanto pueden estar próximas como alejadas del más elemental ideal de bondad, equidad o justicia.

Como es lógico, la percepción de la justicia o injusticia de las leyes dependerá del grado de desigualdad que éstas generen o de la capacidad de juicio de quien las analice. Una ley infame fácilmente se revelará como injusta para el común de los ciudadanos, mientras que otras más engañosas únicamente se revelarán como tales para aquellas personas más sabias o instruidas. Aunque todas ellas revelarán su verdadero carácter bajo el detallado análisis y el juicio crítico de la ciencia filosófica. Es por ello que, también ya desde tiempos antiguos, se considera que los filósofos de cualquier país o lugar son capaces de revelar el auténtico carácter de las leyes, pues todos ellos, en base al común uso de la razón, acaban por tener y compartir, en la práctica, un mismo o similar ideal de justicia.

Es precisamente la aproximación a este ideal común de justicia, estudiado desde siempre por la filosofía, el que nos permite en la actualidad elaborar y enunciar unas normas legales básicas de carácter universal que, en su conjunto, configuran el moderno concepto de derecho natural. Básicamente, como derecho natural se entiende un conjunto de normas, de rango superior a cualquier otra ley existente, en las que se recogen una serie de valores básicos que en todo momento deben amparar a las personas de cualquier lugar del mundo, sin importar su situación personal o las condiciones jurídicas concretas a que puedan estar sujetas. La citada Declaración Universal de los Derechos Humanos podría considerarse, por tanto, como una de las principales concreciones de este derecho natural.

Siendo así, se considera que si la legislación de un determinado país contradice el derecho natural, dicha legislación carece de autoridad y no puede ser considerada válida. Y mucho menos aún puede ser impuesta por la fuerza a la población. Es más, ante una situación semejante, la imperiosa obligación de cualquier ciudadano deberá ser desobedecer y rebelarse con firmeza contra dichas leyes.

Como se hace evidente a partir de esta última afirmación, resulta de la máxima importancia determinar entonces, con la mayor claridad y exactitud posible, en qué consiste el derecho natural y cuáles son los derechos universales que posee toda persona. Pues sólo así podrá decidirse, en consecuencia, qué legislación es válida y cuál no lo es. Y sólo así podrá también decidirse, en definitiva, qué legislación debe ser seguida y respetada y cuál, por el contrario, debe ser necesariamente desobedecida. Pero ¿será posible determinar con la suficiente claridad, objetividad y coherencia unos principios que, bajo esta perspectiva, poseen una tan fundamental importancia?

En cierto modo, cuando se habla de derecho natural, es decir, de un derecho que aparentemente proviene de la propia naturaleza, parece que se quiere dar a entender que este derecho es anterior y preexistente al propio ser humano. Y también, en consecuencia, que este derecho es único e invariable a lo largo de todos los tiempos.

Esta interpretación, no carente de lógica, parece no obstante bastante difícil de defender en la práctica. Si el derecho natural tiene un carácter preexistente, si se trata de una norma social precedente a la propia sociedad, será en definitiva poco menos que indemostrable a partir de ella. Y si además tiene un carácter único e inmutable, será por tanto una norma de carácter axiomático, lo que dificultará enormemente cualquier posible discusión sobre su contenido. Por otra parte, mirando nuestra historia, parece bastante claro que el derecho natural defendido durante la Revolución Francesa no es el mismo derecho natural que defiende la declaración de las Naciones Unidas, ni tampoco el mismo derecho natural que nosotros entendemos que debe defenderse en la actualidad.

Así, aunque sea sólo en términos prácticos, parece razonable aceptar que el derecho natural está formado por una serie de principios que cambian a lo largo del tiempo y de las épocas. Es decir, que el derecho natural no es único, no es invariable y tampoco es preexistente a su propia formulación.

Por tanto, la discusión que debe abordarse sobre esta materia no es aquella que tenga por objetivo identificar unos derechos naturales de carácter eterno e inmutable, sino aquella que se esfuerce por formular unos derechos naturales acordes con el desarrollo del pensamiento de la época y, desde luego, acordes también con el avance de la ciencia filosófica.

En resumen, podemos decir que corresponde a los ciudadanos, a la sociedad y a los filósofos de cada época enunciar, en cada momento, un determinado derecho natural. Y tanto por el deseable desarrollo histórico y social como también por el inevitable avance de la filosofía, parece lógico pensar que a lo largo del tiempo dichas normas deberán ir aumentando tanto en número como en contenido, calidad y exigencia.

Muchas de esas nuevas normas que acaban por incorporarse al derecho natural podemos verlas surgir o manifestarse con mayor claridad en el momento álgido de los ciclos históricos más progresistas, como sucedió, por ejemplo, durante la Revolución Francesa. Es en esos momentos, a menudo convulsos, cuando aparecen nuevos valores acerca de la justicia que con el tiempo acabarán por convertirse en materia de consenso social, correspondiendo a la filosofía alentar y acompañar estas ideas para proporcionarles una forma coherente y duradera.

Queda claro, por tanto, que ya sea participando en el progreso social o en el desarrollo de la filosofía está siempre en nuestra mano elevar el nivel de las normas consideradas como derechos naturales del ser humano. Está siempre en nuestra mano dar un paso más para acabar definitivamente con cualquier tipo de esclavitud, con los estamentos y las clases sociales, con las desigualdades, con la riqueza y con la miseria, con las guerras, con la destrucción de nuestro entorno y de nuestra salud o con la negación de nuestra inteligencia y de nuestra memoria. Acabar, en definitiva, con cualquier tipo de indignidad existente en nuestro mundo.

Practiquemos o no el juego de pelota, estemos o no reunidos en un humilde pabellón deportivo, hierva o no en nuestra sangre el espíritu ilustrado y revolucionario de antaño, lo cierto es que todos deberíamos comprometernos en un nuevo juramento colectivo. Todos deberíamos unirnos para formular y defender la creación de nuevos y más elevados derechos. Unos derechos que lleguen a poseer un alcance universal e imperecedero y que sean considerados, desde ese momento y ya para siempre, como derechos naturales e imprescriptibles de todo ser humano.