11/3/14

La sumisa obediencia a la libertad.


Cuando analizamos detenidamente el concepto de libertad llegamos fácilmente a la conclusión de que, en última instancia, lo que realmente nos hace libres es el conocimiento. Una vez que hemos conseguido la primordial libertad de acción y la libertad de elegir conforme a la verdad, el valor esencial que nos permite avanzar por el camino de la libertad es el conocimiento. Así, llegaremos a ser más libres cuanto más conocimiento tengamos en nuestro poder y cuanta más experiencia hayamos adquirido a lo largo de nuestra vida.

Sin embargo, es innegable que nacemos sin ningún tipo de conocimiento, sin ninguna experiencia, privados de libertad. Y que es a lo largo de nuestra vida que iremos desarrollando nuestra capacidad para poder ser libres. Será durante la infancia que ganaremos nuestra conciencia, durante la juventud que conformaremos nuestras voluntades y nuestros deseos y durante la edad adulta que obtendremos la experiencia necesaria para vivir y establecer lazos sociales en condiciones de igualdad. Iremos de este modo ganando libertad hasta llegar al lógico declive impuesto por la vejez.

Durante la infancia depositamos toda nuestra suerte en los cuidados y desvelos de nuestros progenitores. Ellos son los que deciden nuestra voluntad y nuestras necesidades. Y lo hacen de la forma más apropiada posible por estar vocacionados para ello por sólidos lazos de sangre. Así, de forma natural, todo infante acepta ver delegada su libertad en la autoridad y el buen juicio materno o paterno.

Ya en la juventud, durante nuestro proceso de aprendizaje e instrucción, confiamos gran parte de nuestra libertad en nuestros maestros y en las perspectivas que ellos nos abren. Así, iniciamos muchas de nuestras decisiones más importantes apoyándonos en el conocimiento, las enseñanzas o los modelos que nos proporcionan nuestros maestros, nuestros parientes cercanos o simplemente nuestros ídolos.

Llegados por fin a la edad adulta, adquiridas nuestras plenas capacidades, comprendemos entonces que nuestros conocimientos son y serán siempre muy limitados. Nuestra formación nos permite saber sólo sobre determinadas materias y siempre hasta unos ciertos límites. Sin embargo, observamos que en el seno de nuestra sociedad existen personas con diferentes grados de conocimiento y de experiencia en las más diversas áreas, materias o profesiones, ejerciéndolas con mérito y competencia. Son, por ejemplo, excelentes agricultores, profesores, artesanos, médicos, jueces, arquitectos, mecánicos o legisladores, a los que reconocemos ser grandes profesionales.

Así, siempre que nos es posible, recurrimos a ellos en el momento de tomar una decisión sobre una determinada materia. Solicitamos o contratamos su ayuda porque entendemos que pueden indicarnos siempre el camino más correcto. Y muchas veces, reconociéndoles un claro mérito o superioridad en esa materia, aceptamos sus indicaciones como si fuesen una obligación. Así por ejemplo, todos aceptamos como si de un mandato se tratase las indicaciones dadas por un explorador que conoce bien el terreno, por un médico que nos prescribe un medicamento o por un marinero que nos dice cuándo debemos embarcar. Y estas opciones que nos son dadas por otros, a veces en contra de nuestro propio entendimiento, se dice que las tomamos o aceptamos libremente. Es por tanto, de cierta forma, una sumisión que aceptamos voluntariamente para conseguir o aumentar nuestra libertad. En realidad, para incluir en nuestra libertad el conocimiento de otros.

Podemos así hablar de libertad asistida cuando nos apoyamos o reconocemos la autoridad de otras personas en el momento de tomar nuestras decisiones. O también de libertad cooperativa cuando, compartiendo nuestra autoridad con la de otras personas, nos apoyamos mutuamente en la toma de decisiones. Y si bien es cierto que cuando otras personas toman nuestras decisiones perdemos aparentemente libertad, también es cierto que son las otras personas las que nos pueden permitir ser más libres al asistirnos en la toma de mejores decisiones. No es, como muchas veces se piensa, cayendo en el aislamiento o en el individualismo que se consigue tener una mayor y más plena libertad.

Pero como es lógico, confiar nuestra libertad en la autoridad o superioridad de otras personas supone correr siempre graves riesgos y peligros. Muchas tiranías, por ejemplo, tratan de revestirse con un manto de paternalismo e intentan hacer creer al pueblo que el tirano se preocupa por ellos de la misma forma que un progenitor se preocupa por sus hijos, cuando en realidad lo que hace es usurpar por la fuerza todas sus decisiones y su libertad individual.

Pero muchas veces, bien tristemente, ni siquiera es necesario el empleo de la fuerza o del engaño para privarnos de la libertad. Basta para ello con que caigamos en la apatía social, que aceptemos acríticamente cualquier decisión tomada por quien detenta el poder o que actuemos miméticamente con nuestros vecinos. Caeremos de esta forma en el borreguismo, delegando estúpidamente nuestra libertad y nuestras decisiones en personas sin ningún mérito, pero que no dudarán en asumir el poder con que las investe nuestra enorme pereza.