13/12/11

El error como plenitud de la perfección.


Todo el mundo puede cometer errores. Cuando viajamos a un lugar tan gélido y distante como la Siberia debemos tener siempre la precaución de poner en nuestro equipaje una ropa de abrigo que nos proteja perfectamente del frío. Si, por cualquier motivo, nos equivocásemos y pusiésemos ropa de playa, un bañador y unas sandalias, ese error podría acabar por resultarnos fatal. Sin embargo, ¿qué ocurriría si, por cualquier motivo, la línea de ferrocarril en la que viajamos quedase interrumpida y nuestro tren se viese obligado a desviarse hacia el sur, hasta un lugar de clima tropical? Pues bien, en ese caso nuestra ropa de playa resultaría perfecta.

Así, basta con que cambien las circunstancias para que aquello que era considerado un terrible error pase a convertirse en una opción perfecta. Un simple desplazamiento desde la Siberia hasta el trópico es suficiente para cambiar radicalmente aquello que se considera o no como perfecto. Pero incluso cuando permanecemos siempre en el mismo lugar, aquello que consideramos perfecto también puede cambiar, pues con el tiempo cambian también las circunstancias. Lo que hasta hoy era perfecto mañana podrá ya no serlo, y nuestros errores de hoy podrán ser quizás la perfección del mañana.

Suele decirse que en todo lo que hacemos debemos intentar alcanzar la perfección. Pero, como vemos, esa perfección está siempre sujeta a continuos cambios. Por ello, una vez alcanzado un determinado estado de perfección, nunca deberíamos permanecer anclados a él por mucho tiempo. Por el contrario, deberíamos desviarnos continuamente de esa perfección, alejarnos de ella una y otra vez, para de esta forma tener la posibilidad de adaptarnos a las nuevas circunstancias y alcanzar la próxima perfección. Pero ¿de qué forma y con qué lógica podemos desviarnos de algo que, hasta este momento, es completamente perfecto? ¿Y en qué dirección deberemos hacerlo, cuando desconocemos por completo las características de esa futura perfección? Para resolver este problema, la mejor solución que tenemos es utilizar el error. Así, lo mejor que podemos hacer es cultivar un error deliberado, siempre mínimo pero constante, cada vez que alcancemos un determinado estado de perfección.

Se suele considerar que la naturaleza es perfecta. En realidad, la naturaleza ya era perfecta y lo continuará siendo en el futuro, aunque siempre de una forma diferente de como era antes o de como es hoy. A medida que el ambiente en que se desarrolla ha ido cambiando, la vida ha ido evolucionando para crear siempre nuevos y diferentes estados de perfección. Pero, como es evidente, nunca habría llegado a ellos si hubiese permanecido inmutable y estática en un primer estado inicial de perfección.

Y la forma con que la vida pasa de un estado de perfección al siguiente es precisamente utilizando el error. La aparición espontánea de errores en cada nueva generación es la que permite a la vida crear nuevas e inesperadas formas, entre las que se contará, siempre por casualidad, el nuevo estado de perfección siguiente. Estos errores son las mutaciones genéticas, que ocurren espontáneamente cada vez que, con el paso de una generación a otra, se realiza una copia completa del material genético de la especie. Dichas mutaciones, que no son otra cosa que simples errores en el proceso de copia, ocurren con una frecuencia bajísima, del orden de una vez por cada cientos de millones de nucleótidos copiados. Sin embargo, ocurren siempre y de forma constante.

Lo cierto es que no conviene que estos errores sean muchos o muy grandes, pues en ese caso el nuevo individuo se apartaría radicalmente de las condiciones de vida del medio ambiente actual o futuro. Lo que conviene es que los errores sean pocos y pequeños, tan pequeños como pequeña es la variación, lenta y gradual, sufrida por el medio ambiente al cual los nuevos individuos deberán adaptarse.

Prácticamente todas las mutaciones crean individuos menos adaptados al medio, menos perfectos. Pero a veces, de forma inesperada, llevan a la aparición de individuos ligeramente mejor adaptados. Y es con ellos que nace una nueva forma de perfección, una perfección que acabará por substituir a la anterior.

Pero no sólo las mutaciones genéticas son capaces de crear nuevas formas y perfecciones. La recombinación sexual entre individuos perfectos y menos perfectos, o entre individuos más perfectos en un aspecto y otros más perfectos en otro, también permite crear individuos con nuevas combinaciones genéticas. Y algunos de ellos, por acumular una determinada combinación de errores, acabarán por ser más perfectos que sus antecesores. Así, en ocasiones, nada resulta más perfecto que el propio error.

Por tanto, no tenga ninguna vergüenza en andar por la Siberia vestido con ropa de playa y sandalias. Piense que, al final, el calentamiento climático quizás acabe por darle la razón... si llega a sobrevivir hasta entonces.

21/10/11

La generación perdida.

Cuando se habla de la existencia de una generación perdida, muchas veces se ignora hasta qué punto este tipo de generaciones son frecuentes. En realidad, la mitad de las generaciones humanas son generaciones perdidas, generaciones de las que nunca se habla y muchas veces ni tan siquiera se sospecha su existencia. Para entender esto, algo aparentemente tan sorprendente, resulta útil estudiar la vida de los helechos.

La vida de estas plantas consiste en un ciclo donde se alternan repetidamente dos generaciones de características muy diferentes. El helecho, en la forma habitual que conocemos, es una planta de porte generalmente mediano. Sus células, como las de cualquier ser vivo, poseen cromosomas, las grandes macromoléculas donde se sitúan los genes. Y estos cromosomas se encuentran por duplicado, siendo cada conjunto procedente de cada uno de sus progenitores, paterno y materno. Las plantas de helecho son, por tanto, organismos diploides, con dos conjuntos de cromosomas.

En un determinado momento, los helechos producen las esporas, un tipo de semilla capaz de germinar y de dar lugar a la siguiente generación. Ésta consiste en una planta de muy reducidas dimensiones, en forma de lámina, llamada prótalo. Sin embargo, en el momento de la formación de las esporas cada célula desecha, al azar, uno de los dos conjuntos de cromosomas. Y es por ello que, tal como la espora que lo origina, también el prótalo posee en sus células un único conjunto de cromosomas. El prótalo es, por tanto, un organismo haploide, con un solo conjunto de cromosomas.

Llegada la madurez, el prótalo genera células reproductoras, los gametos, que pueden ser masculinos o femeninos. Y con la unión de dos de estos gametos, provenientes de diferentes prótalos, es como se forma una nueva célula, el cigoto. Este cigoto es diploide por reunir dos conjuntos de cromosomas, uno de cada gameto. Y tras dividirse y desarrollarse dará lugar a una nueva planta de helecho.

En todo este ciclo existe, por tanto, una alternancia de generaciones: una planta diploide da lugar a una pequeña planta haploide, el prótalo, y seguidamente ésta da lugar a una nueva planta diploide, el helecho. Y así repetidamente.

En realidad, la alternancia de generaciones se da en todos los organismos pluricelulares que poseen reproducción sexual. En algunas especies, como en los helechos, el organismo diploide y el haploide son de tamaño y aspecto diferentes. En otras especies, como por ejemplo en algunas algas, las dos generaciones tienen exactamente el mismo aspecto, dimensiones y forma de vida. Por el contrario, hay especies en que una de las dos generaciones tiene un tiempo de vida muy reducido y casi no se manifiesta. Esto es precisamente lo que ocurre en la mayoría de los animales, tal como en el hombre.

El ser humano, en su forma habitual que conocemos, es un organismo pluricelular y diploide, con células que poseen dos conjuntos de cromosomas. En un determinado momento, el ser humano produce también el equivalente a las esporas, en este caso unas células denominadas espermatocitos u ovocitos, según se formen en el hombre o en la mujer. Y son estas células, ya con un único conjunto de cromosomas, las que darán lugar a la siguiente generación, al pequeño organismo haploide.

Sin embargo, como en casi todos los animales, esta fase se encuentra reducida al máximo en el ser humano. Los organismos haploides, que no llegan a desprenderse ni a salir del cuerpo del progenitor, ni tan siquiera llegan a ser claramente pluricelulares. En su breve periodo de vida se limitan a ser unos simples agregados de células cuya única función es producir inmediatamente los gametos. Estos gametos, llamados espermatozoides y óvulos, sí que llegan a desprenderse del progenitor. Y cuando se unen forman una nueva célula diploide, el cigoto, que tras dividirse una y otra vez dará lugar a un nuevo organismo pluricelular, es decir, a un nuevo hombre o mujer.

Por tanto, cuando decimos que el ser humano es un organismo pluricelular en realidad lo que estamos haciendo es una simplificación. El ser humano sólo es pluricelular en su fase diploide, mientras que es unicelular o casi unicelular en su breve fase haploide y también durante sus formas de transición entre una y otra fase.

Así, cuando observamos a uno de nuestros hijos lo que estamos viendo no es la primera, sino la segunda generación que nos sucede. En medio ha vivido otra generación de la que nadie habla y de la que la mayoría ni tan siquiera sospecha su existencia. Se trata de una nueva generación perdida.

29/9/11

¿Es el petróleo una energía ecológica?

Después de oír hablar tantas y tantas veces de energías renovables, de energías alternativas, de energías limpias, de energías verdes, de energías amigas del ambiente… llega un momento en que resulta difícil saber de qué estamos hablando. Por otra parte, al escuchar a los defensores de cada tipo de energía, nos quedamos con la sensación de que todas las fuentes de energía son maravillosas y prometedoras, no teniendo ninguna de ellas cualquier tipo de repercusión negativa sobre el ambiente. Con toda esta confusión, cualquier día podemos incluso preguntarnos si el petróleo no será también, al fin y al cabo, una energía renovable, alternativa y ecológica.

¿Será renovable? Pues bien, en realidad todo depende de la escala temporal que utilicemos. El petróleo se formó a partir de materia orgánica proveniente de pequeños organismos marinos que vivieron en la antigüedad. Fueron necesarios algunos cientos de millones de años, además de complicados procesos geológicos, para que esta materia se transformase en el combustible fósil que hoy conocemos como petróleo. Por tanto, podemos decir que, en el fondo, el petróleo es una energía renovable, pues se va formando, si la suerte acompaña, cada varios cientos de millones de años. Renovable sí… o quizás, pero claro, mejor esperar sentado.

¿Y es una energía alternativa? Sin duda. Hace un siglo, cuando su uso comenzó a generalizarse, el petróleo era considerado como una energía alternativa, pues venía a sustituir el uso del carbón. Y siendo menos sucio y contaminante que éste, el petróleo era en ese momento, no cabe duda, una energía más ecológica y amiga del ambiente. De hecho, aún hoy en día podemos decir lo mismo frente al uso intensivo del carbón que siguen realizando determinados países. Como es fácil comprender, cualquier energía es buena si se la compara con alguna otra peor.

Pero la forma en que se utiliza una determinada fuente de energía también condiciona sus efectos ambientales. Un uso extremadamente reducido y bien controlado del petróleo no llegaría seguramente a afectar de forma significativa al ambiente. En cambio, su uso masivo y descontrolado, tal como sucede en los días de hoy, está conduciendo al mundo a un terrible y devastador desastre ecológico.

Esto es lo que podemos decir en relación al petróleo. Pero sería importante hacernos exactamente el mismo tipo de preguntas en relación a todas las otras fuentes de energía, pues todas ellas son buenas, renovables, alternativas o ecológicas según se juega de forma irresponsable con el significado de estos conceptos. Sólo así podremos librarnos quizás de tanta confusión y de ser engañados tantas veces.

La energía hidroeléctrica, por ejemplo, es una energía renovable y amiga del ambiente dependiendo de su uso. Las pequeñas centrales hidroeléctricas son renovables y ecológicas. Pero las grandes presas y embalses no lo son, pues eliminan de forma irreversible todo el ecosistema fluvial y la riqueza a él asociado. Siendo utilizada desde muy antiguo, sólo podemos considerar a esta energía como alternativa en relación al hoy omnipresente petróleo.

La energía eólica no es una energía amiga del ambiente cuando se construyen grandes parques eólicos en zonas protegidas, creando con ello un fuerte impacto ambiental. Y lo mismo se puede decir de la energía solar si se pretende construir una enorme central solar en medio, por ejemplo, de un parque natural. Siendo también muy antiguas, podemos considerar a estas energías como alternativas atendiendo a las recientes y modernas tecnologías que utilizan actualmente.

La energía nuclear no es renovable, pues depende de la existencia de yacimientos minerales que están próximos a agotarse. Y ni siquiera es muy alternativa, pues en realidad necesita de mucha energía, generalmente proveniente del petróleo, para explotar, transportar y transformar esos minerales. Los desechos radioactivos, que duran milenios, no son tampoco amigos del ambiente ni de las futuras generaciones.

La tradicional leña de nuestros abuelos tiene ahora, por arte de magia, nuevos nombres: biomasa o biocombustible. Muchos bosques desaparecieron en el pasado para convertirse en leña. Y muchos otros están desapareciendo actualmente para convertirse en biomasa o en biocombustibles. El uso intensivo y voraz que se hace del suelo fértil convierte a esta energía, con demasiada frecuencia, en una energía no renovable.

En realidad, la energía solar y el uso que de ella hace la fotosíntesis constituyen el sistema energético más perfecto, limpio, eficiente y ecológico que se conoce. Pero atención, trate de aprovechar esta energía mientras pueda, pues nuestro astro rey sólo va a durar unos cuantos miles de millones de años más. Ni siquiera el sol es una fuente de energía completamente renovable.

30/6/11

Conocimiento científico y anticientífico.

Podemos imaginarnos visitando la sala de cuidados intensivos de un hospital. Ante nosotros se encuentra un investigador médico ocupado en ese momento en retirar la medicación a un paciente. Su objetivo es saber cuántos días consigue el enfermo sobrevivir sin el medicamento: un día, dos días, tres, cuatro… Al final de ese tiempo acabará inevitablemente por morir en dolorosa agonía. El investigador apuntará entonces en su libreta el tiempo que el enfermo duró con vida, juntando éste y otros datos a aquellos que recogió en otros pacientes con la misma enfermedad y a los que dejó morir de la misma forma. Como buen investigador que es, anotará todo cuidadosamente, siempre con la máxima precisión y rigor.

Podemos ahora imaginar que estamos en las obras de construcción de un gigantesco edificio. Ante nosotros, un arquitecto investiga la capacidad de resistencia de diferentes materiales defectuosos y de mala calidad. Primero construye el edificio con estos materiales y luego, cuando acaba, va metiendo gente en su interior hasta que éste acaba por hundirse, hiriendo o matando a gran parte de las personas. Apuntará entonces los resultados en su libreta, juntando éste y otros datos a aquellos que recogió en otros edificios igualmente defectuosos y mortales que construyó. Como buen investigador que es, anotará todo cuidadosamente, siempre con la máxima precisión y rigor.

En ambos ejemplos podemos decir que los investigadores obtienen un conocimiento objetivo y metódico. Ambos obtienen informaciones médicas e arquitectónicas sumamente precisas y de gran valor. Sin embargo, por más rigurosos que sean todos los métodos y procedimientos que siguen, ni uno ni otro están realizando medicina o arquitectura. Porque la medicina es una ciencia que consiste en curar a las personas, no en dejarlas morir. Y porque la arquitectura es una ciencia que consiste en construir casas seguras, bellas y confortables, no en construir casas que se hunden y matan a sus ocupantes.

A pesar de seguir de forma irreprochable todos los procedimientos de la investigación científica, ninguno de estos dos casos constituye realmente un ejemplo de investigación científica. Porque para que una investigación pueda ser considerada científica no basta con seguir los métodos materiales e instrumentales propios de la ciencia. Es necesario que esa investigación siga también los propósitos, los objetivos y las finalidades de la ciencia. Y estos, como ocurre en cualquier actividad humana, tienen siempre un fundamento ético. Tanto la ciencia médica como la ciencia arquitectónica tienen un propósito y, como consecuencia, una base ética fuera de la cual dejarían de tener el menor sentido.

Así, considerando esto, podemos preguntarnos cuánto del conocimiento que en la actualidad llamamos científico es verdaderamente científico. Y cuánto, por el contrario, es anticientífico. Ambos tipos de conocimiento tienen la misma apariencia, adoptan las mismas formas, siguen los mismos métodos. Ambos nos deslumbran con su lógica, con su precisión, con su objetividad, con su racionalidad. Sin embargo, en un caso es científico y en otro no.

Para saber si una investigación y su resultado son o no científicos tenemos que juzgar su fundamento ético, su propósito y finalidad. Pero hacer esto muchas veces no es nada fácil. En algunas ocasiones, el carácter científico de una investigación acaba por depender del resultado final, que puede ser imprevisto o inesperado. En otros casos, va cambiando según el rumbo seguido por la investigación. Y a veces puede depender del uso de un determinado método y no de otro. Además, la investigación puede en ciertos casos moverse dentro de las fronteras de la ética, siendo que estas fronteras también se mueven en función de las ideas y del desarrollo de la sociedad de cada época.

Pero a veces resulta fácil saber lo que no es ciencia. En ocasiones es fácil saber lo que, pese a su apariencia, no tiene ninguna relación con la ciencia. No existe ninguna ciencia, por ejemplo, en crear bombas con una tecnología cada vez más sofisticada y destructora. Tampoco existe ciencia en fabricar venenos y biocidas, ni en la energía nuclear, ni en la modificación genética de organismos. No existe, en definitiva, ninguna ciencia en todo aquello que tenga como propósito destruir la vida y la naturaleza. Esto es simplemente anticiencia.

La figura del científico loco es emblemática de un cierto tipo de literatura fantástica. Pero muchísimo peor que un científico loco es un científico a sueldo, falto de ética y sin espíritu crítico, como los que tanto abundan en nuestra sociedad. Es decir, un anticientífico.

31/5/11

La educación liberal.

Si tenemos la oportunidad de observar una manada de perros salvajes, podremos comprobar cómo todos ellos se tratan entre sí con gran ferocidad: empujándose, luchando de forma violenta, mordiéndose los unos a los otros… Sin embargo, cuando se ven confrontados con una amenaza externa, todos ellos olvidan rápidamente sus pasados enfrentamientos y se organizan como una unidad para repeler conjuntamente al enemigo. Así, aunque luchen continuamente entre ellos para defender su jerarquía dentro del grupo, son conscientes de que, cuando la manada pierde, todos y cada uno de ellos también pierde.

Ciertamente, todo individuo que forma parte de un grupo organizado debe velar por sus propios intereses personales. Pero debe velar igualmente por los intereses del grupo. De lo contrario, tanto el grupo como el propio individuo saldrían perjudicados. Así, la defensa de los intereses de cada individuo pasa también, necesariamente, por la defensa de los intereses comunes del grupo. Si un individuo, celando únicamente por sí mismo, comenzase a atacar los intereses del grupo daría origen a una ruina generalizada de todos ellos. Y aunque en un primer momento pudiera obtener algunas pequeñas ventajas, las graves consecuencias de la desaparición del grupo se harían, con el paso del tiempo, cada vez más evidentes. Optar por conseguir beneficios a corto plazo condenando con ello el futuro parece, sin duda, una opción muy poco inteligente.

Sorprendentemente, en nuestra sociedad actual asistimos a esta falta de inteligencia en múltiples y variados temas. Y uno de ellos es en el sistema educativo, que tiene sin duda en la enseñanza universitaria su exponente máximo. Desde siempre, las universidades se construyeron con la misión elevar el nivel científico y cultural del país. Es evidente que en las sociedades dominadas por la ignorancia, cualquier esfuerzo para mejorar las condiciones de vida resulta casi siempre penoso y estéril. Por el contrario, en las sociedades cultas este esfuerzo rápidamente se multiplica y alcanza fácilmente sus objetivos. Es por ello que la existencia de las universidades supone un incuestionable beneficio para todo el país y para todos sus ciudadanos. El principal valor social de las universidades consiste, por tanto, en formar científica y culturalmente al mayor número posible de personas.

Por desgracia, sobre el sistema educativo se abaten en la actualidad un conjunto de teorías neoliberales que insisten en ignorar por completo esta idea. Y con ello, arruinan progresivamente la enseñanza universitaria y amenazan incluso con arruinar al propio país. Estas teorías neoliberales niegan a las universidades el necesario apoyo financiero del estado y las obligan, por fuerza, a financiarse a sí mismas. Las universidades deben por tanto obtener dinero con todo lo que hacen y con cualquier servicio que presten a la sociedad. Deben velar únicamente por sus propios intereses, olvidando los del país de que forman parte. Y, claro está, deben vender y rentabilizar al máximo la enseñanza que imparten a sus alumnos, que se ven así reducidos a un número mínimo, es decir, a la pequeña élite que es aún capaz de pagar matrículas cada vez más y más elevadas.

En resumen, las universidades acaban así por olvidar su principal función y su propio valor social. Y mirando únicamente por sus propios intereses, van arruinando poco a poco el país y abriendo también el camino para su propia autodestrucción. Porque el dinero que las universidades cobran por prestar sus servicios no crea ninguna riqueza en el país. El dinero únicamente se limita a cambiar de manos. En cambio, cuando las universidades elevan el nivel de los ciudadanos, haciendo con que estos sean capaces de crear mayor riqueza, toda la sociedad gana: ganan los ciudadanos, gana el país y, como consecuencia de ello, ganan también las universidades, que pueden así recibir un mayor apoyo financiero del estado. Por eso, puede decirse que las universidades no ganan cobrando cada vez más y más dinero por la educación que prestan. Ganan, eso sí, formando un número cada vez mayor de ciudadanos instruidos.

Es en las universidades donde teóricamente debería residir el más elevado y culto de los saberes de una sociedad. Por ello, resulta triste vivir en un mundo en que las propias universidades se rigen, en realidad, por principios infantiles, miserables y absurdos, y son capaces de hundirse a sí mismas en una espiral de decadencia y autodestrucción.

11/5/11

El juicio de las almas.

Los antiguos egipcios creían que, cuando una persona fallecía, su alma era conducida ante un tribunal solemne de los dioses. Allí, el dios Anubis extraía el corazón inmaterial del difunto y lo colocaba sobre el plato de una balanza, poniendo en el otro plato, como contrapeso, una simple pluma. Si por ser impuro, el corazón resultase ser más pesado que la pluma, éste era lanzado inmediatamente a los cocodrilos. Y así, privado de corazón, el difunto perdía la posibilidad de gozar de la vida eterna. Los dioses egipcios, con gran ecuanimidad, aplicaban este mismo juicio por igual a todas las personas. Pero ¿sería realmente justo? ¿Será que todas las personas deben ser pesadas y castigadas exactamente de la misma forma, sin tener en cuenta sus características personales?

Para abordar este tema podemos realizar un pequeño experimento que consiste en encerrar tres animales: un conejo, un chimpancé y un búho, en tres salas diferentes, poniendo junto a cada uno de ellos una zanahoria. Siendo la finalidad del experimento evitar que coman este sabroso vegetal, los animales deberán ser advertidos de que si lo hacen recibirán un terrible castigo.

Los resultados serán bastante fáciles de prever. El conejo, animal vegetariano donde los haya, comerá siempre la zanahoria por más que le apliquemos el castigo una y otra vez. El búho, por el contrario, siendo exclusivamente carnívoro, ni siquiera tocará la zanahoria. El único animal sobre el cual las amenazas llegarán a tener algún efecto será el chimpancé. Este animal omnívoro, capaz de comer o no vegetales, rápidamente aprenderá, a fuerza de castigos, a no tocar la zanahoria. Así, podremos concluir que si castigar al conejo es una auténtica pérdida de tiempo, pues éste no es capaz de evitar comer cualquier vegetal que se le ponga por delante, sí que valdrá la pena castigar al chimpancé, a pesar de éste tener un apetito mucho menor por zanahorias.

Podemos quizás extrapolar estos resultados a tres tipos diferentes de personas, como por ejemplo un hombre violento, un hombre pacífico y un hombre pusilánime. Podemos preguntarnos: ¿será que sirve de algo punir a un hombre invariablemente violento por cometer un acto de violencia? Seguramente no servirá de mucho. En cambio, punir a un hombre pacífico por comportarse violentamente sí que tendrá un gran efecto. Teniendo la capacidad de ser o no violento, el hombre pacífico evitará la violencia para no ser castigado. El hombre pusilánime, por su parte, ni siquiera será capaz de realizarla.

Considerando que el castigo sólo tiene efecto sobre un hombre pacífico, ¿resultará justo castigar únicamente a los hombres pacíficos y no castigar, por resultar inútil, a los hombres violentos? ¿Puede considerarse justo punir a un hombre pacífico por cometer un único acto de violencia y no punir a uno violento por realizar continuos actos de violencia? Por otra parte, ¿será justo castigar a quien no puede dejar de ser violento?

Los egipcios pensaban que el carácter de una persona era determinado por su corazón. Y creían que éste tenía la capacidad de ser absolutamente bueno o absolutamente malo. Así siendo, todas las personas podían y debían ser castigadas, pues el castigo acabaría por tener efecto, tal como en el chimpancé. Sin embargo, en nuestros días sabemos que las cosas no son así. Para empezar, el carácter de una persona no está determinado por el corazón, sino por un conjunto complejo de mecanismos químicos, fisiológicos y neuronales. Y sabemos que buena parte de ellos está determinado por los genes. Así, una persona con genes que predispongan para la agresividad será siempre más violenta que otra. Y en un caso extremo, cuando determinen una agresividad constante, la aplicación de cualquier castigo resultará completamente inútil.

Siendo justo o no, lo cierto es que no podemos dejar de castigar a cualquier persona que cometa un acto injustificado de violencia. Sin embargo, debemos considerar que ese castigo será resultado, al mismo tiempo, de un juicio ético y de un juicio biológico. Será un juicio ético en la medida que se penalice el comportamiento de una persona que tiene la capacidad de realizar o no ese acto. Y será un juicio biológico en la medida que se penalicen los genes que predisponen, o que incluso determinan, la realización de ese mismo acto.

Al punir la violencia estaremos castigando, por un lado, los comportamientos violentos. Pero también, por el otro, estaremos castigando a los genes que predisponen a esa violencia. Y al combatir estos genes estaremos practicando un cierto tipo de selección artificial sobre nuestra propia especie. Estaremos realizando un cierto tipo de eugenesia, mecanismo evolutivo habitual en cualquier especie social.

30/3/11

Rebeldes de conciencia.


Lo seres vivos más simples se desarrollan, por lo general, en ambientes relativamente constantes, previsibles, sujetos a pocas alteraciones. Por ello, a lo largo del lento y continuo proceso evolutivo, llegaron a reunir en su código genético toda la información que les es necesaria para su supervivencia. En el caso de los animales más complejos, sin embargo, la situación es muy diferente. Destinados a vivir y a buscar su alimento en un medio cambiante, variable e imprevisible, su código genético nunca podría reunir, pues eso equivaldría prácticamente a adivinar, todas las informaciones que les son necesarias para su supervivencia. Por ello, estos animales necesitan adquirir constantemente nuevas informaciones que, almacenadas en su cerebro, les permiten enfrentarse con éxito a sus condiciones particulares e irrepetibles de vida.

En los seres humanos, estas informaciones pueden ser adquiridas de dos formas diferentes: mediante el propio aprendizaje individual o mediante las enseñanzas transmitidas por los progenitores o su grupo social. Así, en total podemos distinguir en una persona tres tipos diferentes de información, que pueden considerarse como tres niveles superpuestos de conciencia: la información definida por el código genético, la información transmitida socialmente por medio de la cultura y la información adquirida individualmente mediante la propia experiencia personal.

La información existente en el código genético determina la casi totalidad de una persona. Además de todas sus características físicas, determina también la base de su comportamiento, de sus sentimientos y de su personalidad, pues estos se hallan en gran medida condicionados por los genes. Este tipo de información tiene la característica de ser fija e inmutable para cada individuo, pues es siempre la misma a lo largo de toda su vida. Los genes únicamente cambian de persona para persona y, evolutivamente, de generación en generación, pero nunca dentro del propio individuo.

Sobre esta información genética se sobrepone otro nivel de conciencia: la información transmitida culturalmente por los progenitores u otras personas. Estas enseñanzas tienen una gran importancia en el ser humano, pues nuestra especie hace mucho que abandonó su hábitat original, colonizando nuevas tierras en las que el desarrollo de una cultura adaptada al nuevo ambiente resulta prácticamente imprescindible para la supervivencia. A diferencia de la información genética, este tipo de información puede ser modificada por el propio individuo. Y es precisamente debido a ello que la cultura se transmite siempre de forma algo diferente a la siguiente generación. La cultura va así modificándose y transformándose a lo largo de las generaciones, asociada a un determinado grupo humano, etnia o civilización.

Por último, la experiencia personal proporciona al individuo una información, una conciencia, que se sobrepone a las anteriores y que permite a cada persona afrontar todas aquellas situaciones que ni los genes ni la cultura podrían definir, adivinar o precaver. Esta información tiene la característica de ser continuamente modificada, creciendo y desarrollándose a lo largo de toda la vida del individuo.

Pero, ¿será que las informaciones aportadas por estos tres niveles diferentes de conciencia pueden entrar alguna vez en conflicto u oposición? Y si fuese así, si hubiese una contradicción entre genes, cultura y experiencia, ¿cómo debería actuar en ese caso el individuo?

Para empezar, puede decirse que ningún acto dictaminado por la cultura o por la experiencia puede ir directamente en contra de la propia base genética, pues tal sería una autonegación del propio individuo y, en última instancia, una especie de suicidio. La información genética es fija e irrenunciable para cada individuo. El papel de la cultura y la experiencia consiste únicamente en complementar, regular o modular la información existente en los genes, adaptándola a cada situación concreta. Y también en evitar, a veces, las fatales consecuencias que podría tener su aplicación directa e irreflexiva. Pero de ninguna forma pueden pretender sustituirla, pues, por el hecho de ser fija, la información genética no es sustituible.

Sin embargo, en el caso de haber contradicción entre cultura y experiencia, la situación es muy diferente. El papel de la experiencia es, en un primer momento, complementar la cultura y sus siempre genéricos conocimientos. Pero a medida que la experiencia se va desarrollando, llega un momento en que ésta debe comenzar a cuestionar la cultura. Y más tarde, debe modificarla, completarla o rectificarla. Porque la cultura es, en realidad, una especie de compendio de las experiencias adquiridas por las generaciones anteriores. Y por ello, para desarrollarse, la cultura necesita que en cada generación los individuos cuestionen, amplíen o transformen el bagaje cultural que han heredado.

Así, partiendo de una determinada cultura, el individuo debe rebelarse contra ella y mejorarla utilizando toda su experiencia e intelecto. Pero no puede rebelarse contra su propia naturaleza genética, que únicamente puede complementar de la mejor manera llevando con acierto las riendas de su cultura. El individuo debe tomar con fuerza las riendas del viejo centauro para poder cabalgar cada vez más briosa y velozmente.


3/3/11

Tres niveles de conciencia.


Todos los objetos pueden ser descritos o resumidos mediante algún tipo de código que permita, con posterioridad, reproducir ese mismo objeto de una forma idéntica o parecida al original. Una figura geométrica, por ejemplo, puede ser descrita mediante fórmulas matemáticas y ser luego reproducida innúmeras veces. El mecanismo de un reloj puede ser delineado sobre un papel, permitiendo a cualquier relojero crear una copia idéntica de él. También una zona geográfica puede ser representada en un mapa, con sus formas y relieves, y posteriormente reproducida en modelos tridimensionales.

Pero, ¿será igualmente posible describir un ser vivo mediante algún tipo de código, de forma que sea luego posible crear una copia exacta de él? Pues bien, podemos decir que esto es realmente posible para la inmensa mayoría de los seres vivos. Casi todos ellos pueden ser descritos con total exactitud utilizando un código existente en la naturaleza: el código genético. Presente en las células de todos los seres vivos, este código determina con exactitud la totalidad de las características de un organismo: su forma, su estructura, sus órganos, su metabolismo, sus funciones…

De hecho, este código es el utilizado por todos los seres vivos en el momento propio de su reproducción. Así, cuando una bacteria pretende reproducirse, lo primero que hace es crear una copia completa de su código genético para, al dividirse en dos, formar una nueva bacteria exactamente igual a ella (excepto en el caso de haber mutaciones). Y esto mismo puede ser hecho artificialmente. Mediante modernas técnicas de laboratorio, podemos crear una copia exacta del código genético de una bacteria para luego, juntando los componentes químicos necesarios, crear una copia idéntica de ella.

Pero, ¿será que esto se aplica también a seres vivos más complejos, como es el caso del hombre? ¿Será posible hacer una copia exacta de nosotros mismos? En las novelas de ciencia-ficción parece ser habitual que los seres humanos sean codificados y transferidos de un lugar a otro, donde son reconstituidos con total exactitud. Pero, ¿es esto posible en la realidad? Los seres humanos también tienen su código genético y, teóricamente, éste puede ser analizado y copiado innumerables veces. Pero, a diferencia de lo que ocurre en seres más simples, la forma de vida y el comportamiento de los animales complejos no están determinados únicamente por el código genético y la información contenida en él. Están también determinados por otro tipo de informaciones, igualmente valiosas para su supervivencia, que van acumulando, a lo largo de su vida, en zonas del cerebro especialmente destinadas a esa función.

Por ser resultado de la propia experiencia, irrepetible, de cada individuo, estas informaciones son siempre diferentes en cada uno de nosotros. Incluso los hermanos gemelos, idénticos en su código genético, acaban siempre por manifestar personalidades diferentes. Todas estas informaciones adquiridas son acumuladas en el cerebro mediante una red de uniones neuronales de una extraordinaria complejidad y de un número casi infinito, de tal forma que resulta completamente imposible intentar describirlas o codificarlas. Además existe el hecho incuestionable de que estas informaciones están siempre en permanente cambio y evolución. Por consiguiente, podemos concluir que es del todo imposible hacer una copia exacta de un animal complejo como es el hombre.

Por otra parte, en los seres humanos este tipo de informaciones pueden ser adquiridas de dos formas diferentes. En primer lugar, a partir de la educación y costumbres transmitidas al individuo por sus progenitores, o por su grupo social. Y en segundo lugar, a partir del aprendizaje obtenido por el individuo mediante sus propias experiencias personales. Así, si pretendiésemos definir o codificar totalmente a una persona deberíamos considerar, al menos, tres tipos de informaciones existentes en ella: la información contenida en su código genético, la información que le es transmitida a través de la cultura y la información que aprende mediante su propia experiencia.

Estos tres tipos de información pueden considerarse como tres niveles superpuestos de conciencia. En primer lugar, la información genética determina la casi totalidad del individuo, pues además de todas sus características físicas determina también las bases de sus sentimientos, de su carácter y de su personalidad. Sobre este nivel de conciencia se sobrepone otro: la información transmitida culturalmente, que es en general una serie de conocimientos, forjados a lo largo de generaciones, destinados a adaptarse a las condiciones de un determinado ámbito geográfico. Y por último, superpuesta a las anteriores, se sitúa la experiencia personal, un nivel de conciencia que va creciendo y desarrollándose con el paso del tiempo y que permite al individuo una mejor y más completa adaptación al medio y a las circunstancias concretas en que vive.

Así, es gracias a nuestra cultura y experiencia que podemos decir que todos nosotros somos únicos e irrepetibles, imposibles de copiar. Nuestra egolatría tiene así buenas razones para justificarse a sí misma.


31/1/11

La ideología de la ciencia.


Existen en este mundo altos e infranqueables muros que nos es del todo imposible franquear. Ante ellos, nuestra única opción es dar media vuelta y volver, sombríos y cabizbajos, por el mismo lugar por donde hemos venido. Uno de esos altos muros es, sin lugar a dudas, la llamada verdad científica. Cuando nos confrontamos con ella, con aquello que es considerado como verdadero por la ciencia, comprendemos de inmediato que no tenemos nada que hacer, si no abandonar o desistir.

Sabemos que la verdad científica es siempre objetiva, clara, concisa, firme, impoluta, sin posibilidad de ser contaminada por cualquier tipo de ideas o de ideologías. Así, cualquier otro pensamiento discordante debe doblegarse y rendirse ante una verdad que se considera incuestionable, muy por encima del pensamiento de cualquier persona particular. Por ello, es común aceptarse, por ejemplo, que cualquier idea filosófica no pasa de simple palabrería al ser comparada con la ciencia y con sus sólidas verdades. Y esto porque, como se sabe, la ciencia, en su diáfana pureza intelectual, está siempre exenta de cualquier ideología o de cualquier pensamiento filosófico.

Pues bien, en realidad esto es completamente falso. Toda la ciencia, así como cualquier verdad por ella obtenida, se basa siempre en una ideología, en una ideología muy concreta y característica. Esta ideología, este conjunto riguroso y orgánico de ideas, es el llamado método científico. Y únicamente aquellos enunciados alcanzados por medio de este método, de estas ideas, son considerados por la ciencia como verdades científicas. Porque dicho método científico, forjado y elaborado por la filosofía del conocimiento, tiene como único propósito conducir al estudioso a un conocimiento siempre lo más próximo posible de la realidad.

Conviene aclarar que el método científico no es, en realidad, un único método, sino un conjunto de metodologías. Las ciencias experimentales como la física, la química o la biología, aquellas que más fácilmente se asocian al concepto popular de ciencia, utilizan una de sus variedades, el llamado método empírico-analítico. Dicho método combina procedimientos propios de otros dos métodos científicos más simples: la lógica y el empirismo. Así, para que un determinado enunciado pueda ser considerado por ellas como verdad científica, deberá satisfacer tanto las exigencias teóricas propias de la lógica como las exigencias experimentales que son propias del empirismo.

El empirismo determina que un mismo experimento, partiendo de unas mismas condiciones iniciales, deberá dar siempre el mismo resultado. Sin embargo, cuando se analizan realidades complejas, sujetas a una gran cantidad de factores y variables, esta regla acaba por ser relativizada. Pasa entonces a aceptarse como verdad empírica aquel enunciado en cuya experimentación el resultado se repite casi siempre. Y son complicados cálculos estadísticos los encargados precisamente de determinar si una cosa se repite o no casi siempre. Así, el método científico acaba por añadir al suyo elementos de otro método o procedimiento: la estadística.

Por ejemplo, es frecuente considerar como verdad científica un enunciado lógico que, al ser experimentado más de 30 veces, da casi siempre el mismo resultado y que, cuando que no lo da, lo hace con una probabilidad estadística inferior al 5%. Esta verdad científica, así definida, asumiendo en sí misma una determinada probabilidad de error, puede parecernos en principio algo decepcionante. Pero no por ello dejan de ser, objetivamente, la más razonable forma de alcanzar la verdad.

No cabe duda de que el método científico, particularmente su elaborado y complejo método empírico-analitico, constituye el mejor método filosófico posible para llegar al conocimiento de la realidad, para alcanzar la verdad objetiva. Sus exigentes procedimientos, su compleja y fundamentada ideología, nos permiten afirmar que la verdad científica será siempre superior a cualquier otra verdad obtenida por cualquier otro método.

Resulta, sin embargo, sorprendente la actitud arrogante de muchos científicos experimentales que afirman frecuentemente que la ciencia, aquella que practican, es superior a la filosofía o a cualquier tipo de ideas o ideologías. Ignoran por completo, o bien desprecian, el hecho de que su ciencia, así como todas sus verdades científicas, se basan en conceptos y en ideas filosóficas, en una concreta y arbitraria ideología… Y es precisamente en la grandeza de esa ideología que reside la enorme grandeza de la ciencia.


17/1/11

El sinsentido de la vida.

Cuando miramos a las cosas que nos rodean comprobamos que todas ellas tienen un determinado color. Unas son azules, otras son rojas, otras amarillas, verdes, blancas… Podemos entonces preguntarnos cuál es la finalidad por la que todas las cosas ostentan un determinado color: para qué presenta el cielo un color azul, con qué finalidad la nieve es blanca, qué sentido tiene que la arena sea dorada o roja y no de otro color cualquiera, qué propósito lleva a una esmeralda a mostrar un vistoso color verde…

Todas las cosas tienen un color. Pero, como es evidente, ese color no posee ninguna finalidad, ningún propósito. Tiene, eso sí, una explicación: es el resultado del tipo de radiación luminosa que un objeto refleja, siendo diferente según las características físicas y químicas de ese objeto. Así, es debido a las propiedades del agua que el mar tiene un color azul y la nieve un color blanco. También es debido a sus propiedades que las esmeraldas son de color verde. Y lo mismo ocurre con todos los objetos que nos rodean. Existe, por tanto, una explicación para que cada cosa tenga su color, pero no existe en ese color ningún propósito, ninguna función, ninguna utilidad, ningún sentido.

No obstante, los seres vivos sí que son capaces de utilizar los colores para darles, en ocasiones, un determinado propósito o función. Por ejemplo, las flores ostentan pétalos de colores intensos y llamativos para atraer así a los insectos polinizadores. Esto se debe a que, durante la evolución, flores e insectos se pusieron de acuerdo para utilizar ciertos colores y para darles, a partir de entonces, una determinada función. Así, desde ese momento, aunque sólo para las flores y los insectos, los vivos colores de los pétalos adquirieron un propósito, pasaron a tener un determinado sentido.

Avanzando en estas reflexiones, y tal como nos preguntábamos acerca del propósito de los colores, podemos igualmente preguntarnos acerca del propósito de la existencia de todas las cosas que nos rodean, o incluso del propio mundo. Y también en este caso la respuesta será la misma. Ninguna de las cosas que tenemos a nuestro alrededor, ya sea el sol, el mar, los ríos o las montañas, tiene una razón de existir, un propósito, una función. Todas ellas tienen, eso sí, una explicación. Y a medida que la ciencia avanza nos es cada vez más fácil comprender cuál es, nos es cada vez más fácil entender cómo llegaron a formarse: qué fenómenos cósmicos crearon el sol y los planetas, qué fuerzas tectónicas generaron las montañas y los mares, qué leyes físicas son responsables de la formación de la lluvia y de los ríos…

Y también, a medida que la ciencia avanza, nos es cada vez más fácil comprender cómo se formó la vida, saber cómo se formaron, a través del proceso evolutivo, todos los seres vivos existentes en la actualidad. Y claro, también saber cómo nos formamos nosotros, conocer el proceso que llevó a nuestra aparición en el mundo y que determinó aquello que somos. Pero, tal como para todas las cosas que nos rodean, es evidente que no hay tampoco en nuestra existencia ningún sentido, ningún propósito o finalidad.

¿O quizás pueda haberlo? En realidad, al igual que flores dieron un sentido a los colores que exhiben en sus pétalos, también nosotros podemos dar un determinado sentido a nuestra existencia, a nuestra vida. Y aunque, en principio, ese sentido será únicamente válido para nosotros, con la perspectiva de nuestro propio y único interés, en algunas ocasiones será mucho más que eso. Tal como el lenguaje de las flores determinó la aparición de flores aún más vistosas y de insectos con una visión cada vez más apurada, también el sentido que nosotros demos a nuestra vida, o a lo que nos rodea, podrá determinar la aparición de nuevas cosas, de nuevas ideas o, incluso, de nuevos seres. Por ejemplo, si dedicamos nuestra vida a cultivar una planta podremos llegar a crear quizás una variedad que, de otra forma, nunca hubiese existido. También podemos pintar un cuadro capaz de inspirar, en futuros espectadores, pensamientos o emociones que quizás, sin ese cuadro, nunca hubiesen llegado a existir. Así, el sentido que voluntariamente damos a nuestra vida es capaz, en ocasiones, de trascender nuestros propios límites, extendiéndose a otros seres, objetos o cosas.

Está claro que nuestra vida, nuestra existencia, no tiene, en sí, ningún sentido o finalidad. Pero una parte importante de nuestra vida es aquello que hacemos. Y tenemos muchas veces, eso sí, la libre capacidad de dar a nuestras acciones una finalidad, un sentido. Podemos darnos un sentido a nosotros mismos, a nuestra vida. Pero también podemos dar un sentido a la vida de los otros, a los que nos acompañan, y a las cosas que nos rodean y que forman igualmente parte de nuestra vida y de nuestro futuro.

Así, no vale la pena buscar sentido a cosas que no lo tienen. Pero, en cambio, sí que vale la pena darles, otorgarles nosotros uno. Las estrellas, por ejemplo, no tienen ningún sentido. Pero nosotros podemos darles un sentido cuando, embelesados, las miramos sobre el firmamento momentos antes de quedarnos dormidos.