8/2/24

El triunfo de la infelicidad


La filosofía, desde sus mismos inicios, tuvo siempre como principal objetivo la búsqueda de la felicidad del ser humano. Por ello, diversas escuelas filosóficas de la antigüedad, como la escuela hedonista, la epicúrea o la estoica, trataron de desarrollar esa búsqueda estudiando diversos conceptos directamente relacionados con ella, como son el placer, la racionalidad o la virtud, al tiempo que teorizaban sobre el correcto equilibrio que debía existir entre ellos.

Lo que sin duda resultaba inconcebible para estos filósofos, tal como lo sigue siendo hoy en día, era pensar que en algún momento el ser humano renunciase, por su propia voluntad, a alcanzar la felicidad. Y mucho menos aún que se dedicase justamente a todo lo contrario, es decir, que buscase premeditadamente su propia infelicidad, que se esforzase al máximo por llevar en todo momento una vida lo más desgraciada posible. Y sin embargo, por extraño que parezca, esto mismo es lo que ha venido ocurriendo repetidamente, en mayor o menor medida, a lo largo de toda la historia. Aunque quizás no exactamente por propia voluntad de las personas, sino debido a una velada, perversa y sutil imposición.

Con el surgimiento de las grandes desigualdades sociales y la aparición de unas élites privilegiadas cada vez más poderosas, se hizo necesario controlar en todo momento la voluntad de la población. Para lograr este objetivo, la filosofía fue progresivamente eliminada y sustituida por las grandes religiones, con las que se buscaba dejar al pueblo reducido a la sumisión y la ignorancia, imposibilitado de realizar cualquier tipo de protesta o rebelión. Y como es lógico, con la desaparición de la filosofía y la implantación de este modelo, la ansiada y compleja búsqueda de la felicidad del ser humano acabó por ser definitivamente abandonada.

Pero no sólo eso, sino algo mucho peor. El ansia de dominación por parte de los más poderosos, siempre desmedida y sin límites, necesitaba llegar mucho más lejos. Era necesario que el pueblo, además de renunciar a su felicidad, se volviese por sí mismo contra sus propios intereses. Es decir, era necesario que las personas, siempre para único beneficio y provecho de los poderosos, pasasen a buscar activamente en sus vidas una continua, persistente y completa infelicidad.

Para conseguir este infame propósito las élites dominantes contaban con la valiosa ayuda de las grandes religiones, que no dudaron para ello, a partir de entonces, en ir penetrando lenta y sigilosamente en todos y cada uno de los aspectos de la vida de las personas. Su ambicioso objetivo era nada menos que conseguir la destrucción sistemática de las personas, la total desvalorización de sus vidas, la negación absoluta de su libertad y la completa aniquilación de su voluntad y su pensamiento. Y por desgracia, todos y cada uno de estos infames propósitos fueron logrados, sin excesivas dificultades, siguiendo un plan sistemático de tenebrosa e inigualable perversidad.

En primer lugar, era necesario destruir a las personas. Para conseguirlo, se obligó a todas ellas a creer que poseían en su interior un alma mágica, una sustancia inmaterial e intangible, de naturaleza inmortal. Y que esta alma era la única e indiscutible esencia de ellas mismas, de su propio ser y de su personalidad. Por tanto, su propio cuerpo, su real y auténtica persona, no era más que un simple, perecedero y despreciable recipiente destinado únicamente a ser usado por esa alma. Además, dicha alma, siendo mágica e inmortal, no pertenecía a las personas, sino que era propiedad de los dioses, quienes la habían creado e infundido generosamente en sus cuerpos para otorgarles la vida.

De esta forma, las personas ya no eran realmente ellas. Sus cuerpos no eran su propia persona. Y tampoco se pertenecían a sí mismas, sino a las deidades, a las que debían nada menos que la propia vida. Es decir, que sólo por el hecho nacer toda persona era propiedad de los dioses y estaba, además, en profunda y permanente deuda con ellos.

En segundo lugar, era necesario destruir la vida de la gente. Según los tenebrosos mandatos de la religión, el objetivo primordial de la vida de las personas debía ser, como ya se ha dicho, evitar la felicidad. Y esto porque, según los misteriosos preceptos divinos, contra mayor fuese el sufrimiento y el dolor padecidos en este mundo terrenal, mayor sería la recompensa que recibiría el alma, después de la muerte, en el mundo celestial. Las personas, por tanto, para alcanzar esa máxima recompensa, esa felicidad eterna, debían buscar en todo momento el sufrimiento y complacerse con él.

Aunque, como es lógico, no cualquier tipo de sufrimiento servía. El mejor era aquel que fuese más productivo y beneficioso para las clases dominantes. Así, el sufrimiento producido por la esclavitud, la sumisión al poder o la ciega obediencia a las élites era, por supuesto, el tipo de sacrificio que los dioses mejor y más generosamente recompensaban.

En tercer lugar, era necesario instaurar el terror. No es posible someter a las personas simplemente con promesas de futuras recompensas, pues eso no siempre funciona. La promesa de vivir para siempre, tras la muerte, en un mundo idílico y celestial, compartiendo la misma gloria de los poderosos, no es suficiente para asegurar una total obediencia de la población. Para conseguirla, lo primero que debe hacerse es castigar duramente a las personas que no obedecen. Pero, sobre todo, es necesario aterrorizarlas para que ni siquiera lleguen a pensar nunca en desobedecer.

Así, el castigo destinado para los rebeldes debía ser lo más contundente y ejemplar posible, incluyendo métodos violentos como la tortura y la muerte. Pero para conseguir el terror más absoluto era necesario inventar una amenaza aún más monstruosa y escalofriante. Y para ello precisamente se creó la fantasiosa idea del infierno, un lugar delirante y de pesadilla donde, tras la muerte, los rebeldes eran condenados a sufrir todos los días, por toda la eternidad, los más horribles y dolorosos tormentos.

En definitiva, desobedecer los sagrados mandatos de la religión y de los poderosos significaba, en primer lugar, morir de forma cruel y dolorosa. Y en segundo lugar, sufrir todo tipo de torturas horribles y espeluznantes durante un tiempo eterno e infinito. Nada mal como amenaza.

En cuarto lugar, era necesario destruir la sociedad. Las comunidades, como lugares destinados al libre desarrollo de las personas, debían desaparecer. Para conseguir este objetivo era necesario imponer unas leyes y unas normas que las corrompiesen y transformasen por completo. Algo relativamente fácil de conseguir, teniendo en cuenta que, gracias a la religión, los poderosos eran los intérpretes exclusivos de la voluntad de los dioses, su única voz autorizada. Por tanto, sus dictados eran al mismo tiempo un mandato divino que debía ser obligatoriamente seguido por todos. Siendo así, rebelarse contra las nuevas leyes impuestas por los poderosos suponía, al mismo tiempo, atentar contra los dioses, contra sus legítimos representantes y contra el nuevo orden social, cuya naturaleza pasó a ser celestial, inmutable e imposible de cuestionar.

En quinto lugar, era necesario esclavizar al pueblo. Siendo el mundo también una creación de los dioses, las personas debían agradecer en todo momento a las deidades el hecho de poder vivir en él. Y especialmente el poder disfrutar de todo aquello que el mundo proporciona y de los medios materiales que ofrece para permitir la subsistencia de los seres humanos.

Por esta razón, cualquier cosa conseguida mediante el propio trabajo y el esfuerzo se convertía de inmediato, de forma incuestionable, en una deuda hacia los dioses, a los que se debía pagar obligatoriamente el debido tributo. Y este tributo, por supuesto, era recaudado, utilizado y disfrutado por sus representantes en el mundo terrenal, es decir, por las clases sociales privilegiadas. Como es fácil deducir, con el establecimiento de esta abusiva norma, las personas fueron obligadas a trabajar durante toda su vida, sin descanso, para enriquecer aún más, siempre más, a los poderosos. Y sólo tenían derecho a quedarse con una mínima parte del resultado de su esfuerzo, aquella que les permitiese la más elemental subsistencia, o en ocasiones ni siquiera eso.

En sexto lugar, era necesario destruir el pensamiento. Para ello, los dioses, como entidades mágicas, debían ser omnipresentes y omniscientes, capaces de vigilar en todo momento cada una de las acciones e incluso cada uno de los pensamientos de las personas. De esta forma, la amenaza y el castigo de los dioses estaría constantemente presente en todos y cada uno de los ámbitos de sus vidas, anulando el más mínimo resquicio de libertad de acción o de pensamiento.

Además, esta constante vigilancia debía ser considerada como algo benéfico, pues siendo los dioses los creadores de la humanidad, debía aceptarse que ellos en todo momento procuran el bien de sus hijos y desean guiarlos por el buen camino. Los dioses, por tanto, eran merecedores de la misma obediencia y respeto debidos a un progenitor y desobedecerles era lo mismo que atentar contra los sagrados valores de la familia.

En resumen, considerando todo lo anteriormente expuesto, es posible decir que con la implantación de este terrible y opresor sistema las personas ya no eran personas. Ya no eran dueñas de sí mismas, ni de su trabajo, ni de sus tierras. No tenían libertad para actuar, ni tan siquiera para pensar. Su voluntad había desaparecido y había sido sustituida por los simples deseos y caprichos de los poderosos. Además, debían mostrarse agradecidas por verse reducidas a la esclavitud y poder seguir las leyes injustas impuestas por sus opresores. Y como si esto no bastase, su felicidad consistía ahora, de forma incuestionable, en buscar y lograr la mayor infelicidad posible.

Una vez sometido un pueblo a este perverso y abominable plan, a esta aterradora y demencial pesadilla, en modo alguno es fácil conseguir recuperar la libertad. Para ello es necesario, en primer lugar, que todo el mundo recobre su propia conciencia como persona. Pero también es necesario dejar de creer, de forma inequívoca y para siempre, en todas las mentiras de los poderosos, en sus dioses y sus religiones, en sus leyes y su orden social, en su mundo sin libertad ni derechos, en su futuro sin verdad ni conocimiento. Aunque, sobre todo, es necesario algo aún mucho más difícil: es necesario luchar para liberarse y lograr, además, sobrevivir a esa lucha.