31/10/13

El pavo real y el jardín racional de la estética.

Cuando hablamos de estética acuden inmediatamente a nuestra mente los conceptos de arte y de belleza. Pensamos en el mundo mágico de los colores, de la armonía, de las proporciones, de la delicadeza, de la sensualidad, es decir, de todos aquellos tipos de belleza que caracterizan a las obras de arte y, en general, a todos los objetos creados por el hombre para su propio y exclusivo deleite. Todas estas obras y objetos, no obstante, se encuadran históricamente en una sucesión de estilos artísticos, que corresponden a diferentes formas de mirar hacia nuestro entorno e interpretar en cada momento nuestro ideal de belleza. La estética se convierte así en una reflexión sobre aquello que nos proporciona placer a través de la belleza. Y no teniendo aparentemente ninguna utilidad material o práctica, podemos incluso llegar a considerarla como casi una frivolidad.

Sin embargo, estando nuestro pensamiento casi siempre centrado única y exclusivamente en el hombre, pocas veces nos preguntamos cómo podrá ser la estética para otras especies. Casi nunca nos planteamos, por ejemplo, cómo podrá ser el sentido de la estética para un ave tan bella y noble como el pavo real.

Charles Darwin, no obstante, sí que se planteaba repetidamente este asunto. En realidad, los pavos reales constituían para el ilustre naturalista inglés casi una obsesión mientras escribía su famoso tratado sobre la evolución y el origen de las especies. Concretamente, le obsesionaba la exuberante cola que poseen todos los machos de esta especie. Siendo esta cola tan pesada, aparatosa y llamativa, pensaba él, ¿cómo podía haber sido seleccionada por la evolución? Esta cola hace con que los machos sean más torpes y más vulnerables a los ataques de los predadores, llevándoles más rápidamente a la muerte. Lo lógico sería, por tanto, que la evolución y la selección natural hubiesen evitado que los machos desarrollasen este tipo de cola.

Sin embargo, pasado el tiempo, Darwin llegó a descubrir cuál era la razón para la existencia de esta cola. Y esa razón era simplemente de orden estética. Era una consecuencia del sentido estético propio de los pavos reales. Efectivamente, la enorme cola del macho es estéticamente fascinante para las hembras de pavo real y eso hace con que los machos con mayores colas acaben por tener más descendencia. Una descendencia que, por ser mayor, consigue compensar ampliamente los aspectos más negativos, como es la mayor mortalidad a que los machos están expuestos por parte de los predadores. Y fue así, gracias a esta constatación, que Darwin formuló entonces una nueva teoría, la teoría de la selección sexual, que complementaba adecuadamente la teoría de la selección natural y que conseguía resolver finalmente todas sus dudas.

Pero ¿cuál es el motivo que lleva a las hembras de pavo real a seleccionar a los machos de cola más exuberante? ¿Por qué motivo su sentido estético las hace apreciar este tipo de colas? Pues precisamente debido a que estas colas son un buen indicativo de la fuerza, del vigor y de la buena salud que posee el macho, características estas que las hembras desean transmitir a su progenie. Una macho que consigue sobrevivir a pesar de su enorme y vistosa cola demuestra ser más fuerte y más saludable que otro que consigue sobrevivir con una cola más modesta. Así, el sentido de la estética de los pavos reales revela tener una base eminentemente práctica y racional. Al valorar la fuerza y vitalidad de los machos, la estética acaba por tener para los pavos reales una función primordial en la mejora y supervivencia de la propia especie.

Pero ¿será que no ocurre lo mismo en el ser humano? ¿No tendrá la estética también en el caso del hombre una función práctica, lógica y racional? Podemos pensar, por ejemplo, en las características propias de un viejo y noble jardín, una de las cumbres estéticas creadas por la mano del hombre. Ese jardín un espacio verde y acogedor, inebriante para los sentidos, donde se oye el rumor de los manantiales, donde brotan flores de todos los tipos y colores, donde se respiran las más suaves fragancias, donde los pájaros entonan bellas melodías y sobrevuelan amplios espacios abiertos antes de posarse sobre graciosas pérgolas.

Pues bien, ¿no será el verdor un indicativo de la existencia de una tierra fértil y húmeda? ¿Y las flores una promesa de abundancia de frutos y de comida? ¿Y el sonido de las fuentes no señalará la existencia de agua potable? ¿Y el canto de los pájaros no será un indicativo de la ausencia de predadores, tal como lo son los espacios abiertos, donde ninguna amenaza puede acecharnos? ¿Y las pérgolas no son nuestro necesario refugio contra el sol, el viento y la lluvia?

Al final nuestro sentido estético también puede ser, en gran parte, eminentemente práctico y racional. Nos ayuda a identificar el mejor lugar para vivir, el lugar donde tenemos más oportunidades de supervivencia. Y lo mismo podríamos decir de gran parte de las características estéticas que determinan la selección sexual en nuestra especie. Algunas de ellas parecen invariables e indican la vitalidad o la fecundidad del individuo, mientras que otras, de origen cultural o social, indican la capacidad de un individuo para prosperar en un determinado contexto social o ambiental, en una determinada época o circunstancia.

Es cierto que el arte y las corrientes artísticas exploran todas las características de nuestro sentido estético, proporcionándole nuevas y fascinantes dimensiones. Pero al final siempre acabamos por volver a nuestro tranquilo y florido jardín habitado por gráciles doncellas. Después de todo, quizás nuestra supervivencia dependa de ello. Quizás también dependamos fuertemente de nuestro sentido estético para sobrevivir.