23/5/19

Sobrevivir luchando con, contra o para la naturaleza


Todos experimentamos a lo largo de nuestra vida relaciones complejas que son guiadas, alternadamente, por sentimientos aparentemente tan contradictorios como el amor, el odio o la indiferencia. Así por ejemplo, sabemos que una persona muy glotona, amante incondicional de la comida, en un principio disfrutará zampándose cualquier tipo de alimento que caiga en sus manos. Sin embargo, más tarde, ante los inevitables síntomas del empacho, podrá pasar de repente a odiar todo tipo de comida, no soportando ver ante sí ningún atisbo de alimento. Finalmente, escarmentada quizás por sus excesos, esa misma persona podrá pasar a comer con moderación o incluso a mostrarse completamente indiferente ante cualquier tipo de alimento, por muy tentador que sea.

Así, dicha persona habrá pasado sucesivamente por el amor, el odio y la indiferencia ante la comida. Pero la verdad es que siempre, en todo momento, ha necesitado y necesitará alimentarse, pues la comida es imprescindible para conservar la vida y todos los procesos biológicos del organismo. Lo único que en realidad ha cambiado, creando para él toda una serie de problemas y dificultades, ha sido su actitud ante ella.

Pues bien, esto mismo es lo que nos ocurre con la naturaleza. Todos necesitamos a la naturaleza para sobrevivir, pues sólo ella es capaz de mantener con vida a todos y cada uno de los seres vivos existentes, incluidos nosotros, los seres humanos. Sin embargo nuestra actitud hacia la naturaleza ha ido cambiando a lo largo del tiempo, especialmente en los últimos milenios, alternando entre el amor, el odio o la indiferencia. Y todo ello como consecuencia, una vez más, de nuestros vicios y excesos, de nuestra inagotable avaricia y glotonería.

En un primer momento, durante el periodo paleolítico, el hombre vivía plenamente integrado en la naturaleza, tal como cualquier otro ser vivo. Todo cuanto el hombre necesitaba se lo daba la naturaleza. Y todo aquello que afectaba a la naturaleza le afectaba a él, pues el hombre compartía con ella un único destino. Su mundo era la propia naturaleza. Así pues, el hombre vivía y sobrevivía luchando junto con la naturaleza.

Sin embargo, llegado el período neolítico, el hombre comenzó a desarrollar su particular talento y a crear novedosos hábitos culturales con el fin de mejorar sus siempre precarias condiciones de vida. Empezó de esta forma a desarrollar la agricultura y la ganadería con el fin de facilitar, mejorar y aumentar su alimentación, sorteando así, a partir de ese momento, los impredecibles periodos de escasez de alimento a los que ocasionalmente le sometía la naturaleza. Comenzó por tanto a transformar la tierra que le rodeaba creando campos para el cultivo de sus plantas y pastos para la cría de sus animales domésticos. El ser humano empezó, de esta forma, a crear un pequeño mundo artificial a su alrededor.

No obstante, este pequeño mundo artificial entró inmediatamente en conflicto con el mundo natural en cuyo seno se encontraba. Los animales salvajes no tardaron en entrar en los pastos y en los cultivos para alimentarse tanto de los vegetales como de los animales que con tanto esfuerzo cuidaban y criaban los hombres. De igual forma, todo tipo de plantas silvestres invadieron ese mundo artificial dificultando o malogrando buena parte los laboriosos esfuerzos del hombre. Los animales salvajes eran el enemigo y había que matarlos o librarse de ellos. E igualmente, las plantas silvestres debían ser segadas, taladas o quemadas en todo el perímetro envolvente.

Tampoco los fenómenos naturales se compadecían del pequeño mundo artificial creado por el hombre. Las lluvias intensas, que con tanta facilidad acogía la vegetación natural, provocaban enormes destrozos en los cultivos. Unas pérdidas semejantes a aquellas que, por el contrario, producía también la ausencia de lluvia y los largos periodos de sequía. Era por tanto necesario transformar física y materialmente la propia naturaleza envolvente. Era necesario, por ejemplo, desviar el agua de los ríos hacia los cultivos o levantar muros y diques para luchar contra las inundaciones.

A pesar de todas estas tremendas dificultades, el hombre del neolítico consiguió prosperar. Pero ahora sentía miedo, angustia y, sobretodo, odio hacia la naturaleza. Y es que, en cualquier momento, la naturaleza podía diezmar o arruinar todo su pequeño mundo artificial. En cualquier momento podía condenar al hambre o a la muerte a toda su población, ahora cada vez más numerosa y difícil de mantener. La naturaleza era el enemigo y era preciso aislarse y defenderse contra ella. Así, el hombre pasó a vivir y sobrevivir luchando contra la naturaleza.

Sin embargo, en la actualidad el pequeño mundo artificial creado por el hombre ha crecido de forma inimaginable y ha pasado a convertirse en el gran mundo. Las tierras ocupadas y transformadas por el hombre, cuya población no ha dejado nunca de crecer, acaparan hoy en día la mayor parte de los territorios fértiles de todo el planeta. El mundo artificial se ha extendido hasta tal punto que, en la actualidad, amenaza la propia existencia del mundo natural que constituye su base y su sustento. Porque en realidad el mundo artificial nunca ha estado fuera del mundo natural. El mundo artificial nunca ha dejado realmente de depender por completo de la naturaleza y de necesitar de ella a cada momento para sobrevivir.

Si es verdad que, en un principio, luchar contra la naturaleza podía tener algún sentido dentro de los límites de ese mundo artificial que se intentaba construir, esa misma lucha resultaba entonces y resulta hoy por completo absurda, incluso suicida, más allá de los límites de ese mundo y, sobre todo, más allá del alcance material de lo que la naturaleza buenamente puede aguantar, aportar o sustentar. Así, debido a la creciente y masiva destrucción de la naturaleza, nuestro gran mundo artificial, tan industrial e hiperenergético, tan orgulloso, prepotente y ensimismado, se está quedando actualmente sin la base física y material que constituye su propio sustento.

Ante una naturaleza cada vez más degradada y agonizante, nuestro mundo artificial declina ya sin remedio. Y esto a pesar de que continuamos apostando, con furioso e incontenible empeño, en una ciega e imperiosa huida hacia delante. Sin embargo, cada vez resulta más difícil de negar que las bases de nuestro mundo artificial se tambalean y que nos enfrentamos a catástrofes cada vez más frecuentes. La amenaza se extiende incluso al futuro de nuestras grandes cosechas, abriendo el paso, sobre todo en los países dominados y más pobres, al fantasma del hambre, la miseria y las enfermedades.

Ante este sombrío panorama, el hombre actual empieza a darse cuenta de que para sobrevivir es necesario luchar para salvaguardar la naturaleza. Se da cuenta por fin, de forma inevitable, de que sólo puede vivir y sobrevivir luchando para la naturaleza.

En efecto, el hombre siempre ha necesitado a la naturaleza para vivir, pero a lo largo del tiempo se ha relacionado con ella de formas diferentes: primero luchando junto con ella, más tarde luchando contra ella y finalmente, cada vez más, luchando para ella, luchando a su favor. Porque luchar por la naturaleza es al mismo tiempo luchar por nuestra propia supervivencia. Y la necesidad de esta lucha parece más urgente y apremiante a cada día que pasa.