10/11/23

La conciencia como ficción eminentemente útil


Cuando, tras la fuerte descarga eléctrica, los ojos de la criatura finalmente se abrieron, lo primero que ésta sintió fue una luz cegadora y sofocante, casi dolorosa, inundándolo todo y anulando la totalidad de sus sentidos. Pasados algunos momentos de angustia y confusión, su vista pudo al fin acostumbrarse mínimamente a aquella potente claridad. Y lo primero de que la criatura se apercibió entonces fue del espacio que la envolvía, a un mismo tiempo vibrante y tenebroso, insondable, casi imposible de escrutar. Comprendió en ese momento que la luz venía de arriba, de lo alto. Mientras agitaba su cuerpo, sentía el calor insoportable que ésta provocaba sobre su piel. Y sentía también el aire caliente que, al respirar, entraba de forma violenta en su pecho. Supo entonces que debía alejarse lo antes posible de aquella terrible y asfixiante luz. Pero, al intentar hacerlo, comprobó que sus extremidades se encontraban amarradas, con fuerza, a la dura superficie sobre la cual se hallaba tendido su cuerpo.

Sí, la conciencia de la criatura se había finalmente despertado. Tenía conciencia del espacio en que se hallaba y de los límites y la posición de su cuerpo. Tenía conciencia de la existencia y de la localización de la luz que la amenazaba. Y tenía conciencia también de los movimientos que debía realizar para alejarse lo más rápidamente posible de ella. Pero de lo que no era en absoluto consciente, en cambio, era de la verdadera naturaleza de su propio cuerpo.

Quien sí conocía esa naturaleza con todo detalle era la persona que se hallaba a pocos pasos de ella, su creador. Oculto en la penumbra del laboratorio, el eminente y genial científico, trastornado sin embargo, desde hacía años, por las más locas y obsesivas ideas, permanecía inmóvil y en silencio, concentrado todavía en manipular la compleja maquinaria con la que había dado vida a su nueva y más fabulosa creación. Él sabía muy bien cómo era la criatura. Sabía el origen de todos los órganos que había tenido que buscar, robar y juntar para dar lugar al nuevo ser. Conocía a la perfección los fragmentos de los diferentes cuerpos que había tenido que ensamblar y coser pacientemente para formar con ellos uno solo. Sabía todo acerca de los fluidos, las conexiones y los implantes con los que había tenido que dotar a su más reciente y escalofriante experimento. Sabía, en definitiva, que la criatura no era otra cosa que la suma aberrante, repulsiva y antinatural de muchos otros organismos.

Pero la criatura, evidentemente, no era consciente de ello. Su conciencia permanecía al margen por completo de este hecho. Porque, como es lógico, la función de la conciencia no consiste en conocer la naturaleza del propio cuerpo. Su verdadera función consiste en recibir la información proporcionada por los sentidos, saber cómo es y en qué se caracteriza el espacio que nos rodea. Consiste en identificar, en ese espacio, los límites y los movimientos de nuestro propio cuerpo. Y consiste también en saber cuáles son en cada momento nuestras necesidades y decidir de qué forma debemos actuar para conseguir vivir o sobrevivir de la mejor manera posible.

Puede que quizás algún día, tras escapar del laboratorio, la criatura acabe por mirarse en un espejo o que vaya a un hospital a hacerse una radiografía, momento en que podrá conocer finalmente la aberrante naturaleza de su cuerpo. Pero eso en nada afectará a su conciencia, que no dejará por ello de seguir funcionando exactamente igual, cumpliendo siempre las mismas funciones que tiene asignadas.

El desconocimiento que tiene la conciencia de la criatura sobre la naturaleza de su propio cuerpo es algo que puede parecernos extraño e inquietante. Pero lo cierto es que todos nosotros nos encontramos, básicamente, en la misma e idéntica situación. Todos nosotros estamos formados por órganos, por fluidos, por conexiones nerviosas, por músculos y ligamentos. Y solamente conocemos su existencia porque nos han enseñado o hemos leído en libros que nuestro cuerpo está hecho de esa determinada manera. Pero si nuestro cuerpo fuese otro completamente diferente, con otros órganos, con otros fluidos, con otros sistemas corporales, nuestra conciencia continuaría funcionando exactamente igual que hasta ahora, en nada se vería afectada. De hecho, antes de que la ciencia empezara a estudiar la anatomía del cuerpo humano y comenzara a revelarnos su contenido, nuestra conciencia no era en nada diferente de la actual, ni en su funcionamiento ni en su propósito.

Esto es así porque la conciencia no necesita, en realidad, saber lo que somos o cómo estamos hechos. No necesita saber si somos una persona normal o la aberrante creación de un científico loco. Únicamente necesita cumplir, como hemos dicho, las funciones que tiene encomendadas, que consisten en salvaguardar, cuidar y dotar de mejores condiciones de vida a nuestro organismo, sea cual fuere su naturaleza o composición.

Pero aunque nuestra conciencia no sepa cuál es nuestra auténtica y verdadera naturaleza, nuestro organismo, en su conjunto, evidentemente sí que lo sabe. Sabe perfectamente cómo está hecho nuestro cuerpo y es capaz además de regular todo su funcionamiento hasta en los más mínimos detalles. En nuestro interior existe toda una serie de órganos, glándulas y sistemas encargados de vigilar y de controlar toda la complejidad de nuestro organismo. Y estos órganos sí que son, desde luego, conscientes de nuestra propia naturaleza y de todo aquello que sucede, a cada momento, en cualquier parte de nuestro cuerpo.

Así, aunque en general nos refiramos a la existencia de una única conciencia en cada persona, lo correcto sería decir que existen muchas conciencias en cada uno de nosotros, funcionando todas en paralelo y de forma coordinada entre sí. Por tanto, deberíamos comenzar por distinguir, al menos, entre dos tipos diferentes de conciencias: las conciencias externas, que se encargan de analizar el medio externo y la forma como interactuamos con él, y las conciencias internas, que se encargan de analizar el medio interno de nuestro organismo y las interacciones que en él se producen.

La conciencia a la que tradicionalmente nos referimos, la conciencia mental, localizada en la parte cortical de nuestro cerebro, es la conciencia externa que se encarga de analizar la información transmitida por los sentidos y de decidir cuáles deben ser nuestras acciones para conseguir adaptarnos de la mejor manera a nuestro entorno. Sin embargo, también recibe algunas informaciones procedentes del medio interno, como pueden ser las sensaciones de dolor, de hambre o de sed, transmitidas por otras conciencias. Y de forma recíproca, influye también en el medio interno y en esas otras conciencias, como, por ejemplo, haciendo que se acelere el pulso ante una súbita situación de peligro.

Determinados estímulos requieren, sin embargo, una respuesta rápida en la forma de reflejos. Es por ello que dichos estímulos y las respuestas motoras correspondientes no llegan a alcanzar la mente, funcionando al margen de ella. Así, podemos decir que los reflejos constituyen un tipo diferente de conciencia externa, localizada físicamente en diferentes partes del sistema nervioso. Y como es fácil deducir, son el tipo de conciencia externa predominante en los animales más simples, aquellos que no poseen un cerebro desarrollado.

Entre las conciencias internas, podemos citar la que constituye el sistema inmune, un tipo de conciencia altamente complejo y sofisticado que no sólo es capaz de identificar cualquier elemento vivo ajeno a nuestro organismo, sino que además es capaz de combatirlo de la forma más eficaz posible, analizando con detalle hasta sus más mínimas características.

Podemos hablar también de conciencias internas al referirnos a cualquier órgano o glándula que controle el equilibrio fisiológico de nuestro cuerpo, de nuestro medio interno. Dichos órganos son conscientes, en cada ámbito particular, de cuáles son los parámetros propios del organismo y de todo aquello que deben hacer para reponer el equilibrio cuando éste se pierde. De igual forma, existen otros tipos de conciencia responsables de mecanismos de enorme complejidad fisiológica, como pueden ser las diferentes funciones hepáticas, los sistemas hormonales o los factores de crecimiento que gobiernan el desarrollo del organismo.

En último término, más allá de los diferentes órganos y sistemas, podemos hablar de conciencia al referirnos a cualquiera de las células que forman parte de nuestro organismo, pues todas ellas reciben información del medio interno e interactúan de forma compleja con él. Baste citar, como ejemplo de dicha complejidad, la forma asombrosa en que cada célula es capaz de saber, durante el desarrollo embrionario, en qué lugar exacto del organismo se encuentra y cómo debe diferenciarse para formar un determinado órgano, coordinándose además con las células vecinas para generar formas del todo perfectas y funcionales.

En realidad, todas las conciencias citadas anteriormente no son otra cosa que la suma de la actividad de las células que componen los órganos donde dichas conciencias se localizan. Por tanto, a un determinado nivel, todas las conciencias del organismo pueden resumirse en la existencia de una única conciencia, aquella que es propia de nuestras células. Y esta conciencia es en realidad única, puesto que todas las células de nuestro organismo son clones, es decir, células hermanas e idénticas en su material genético, aunque luego acaben por diferenciarse y especializarse cada una en una determinada función.

También nuestra corteza cerebral está formada por células, por lo que, evidentemente, nuestra conciencia mental es también una consecuencia de la ya referida conciencia celular. Sin embargo, como hemos dicho anteriormente, para cumplir sus funciones nuestra mente no necesita saber de la existencia de órganos, de células o de otras conciencias. Y si bien la ciencia es capaz de revelarle ahora su existencia, lo cierto es que nuestra mente no está hecha para asimilar ni para integrar dicha información. Así, incluso en la actualidad, nosotros y nuestra mente tendemos inevitablemente a considerar todas las conciencias internas como meros automatismos determinados genéticamente. Como si en verdad la propia mente y la propia conciencia mental no lo fuesen también.

Es cierto que en la mente convergen, además de la información genética, la información cultural transmisible y la experiencia individual que vamos acumulando a lo largo de toda nuestra vida. Pero recordemos, por ejemplo, que también nuestro sistema y conciencia inmune poseen memoria y acumulan experiencia individual, siendo capaces de recordar pasadas infecciones y la forma exacta y más eficaz de combatirlas. Y los anticuerpos, que representan una información adquirida por esa memoria inmune, se transmiten durante la lactancia de madres a hijos, constituyendo un tipo de información en cierta forma bastante semejante a la cultura.

Por otra parte, debemos siempre tener en cuenta que la conciencia mental posee una importancia variable en cada especie. Dicha conciencia tendrá un mayor o menor desarrollo en función de la complejidad del medio externo al que tenga que enfrentarse la especie y, también, de la mayor o menor variabilidad de comportamientos con que el individuo pueda responder a ese mismo medio.

Más concretamente, en un medio cambiante pero repetitivo resultará útil que la conciencia mental se desarrolle y adquiera la capacidad de memoria, con la cual podrá almacenar y utilizar en todo momento información recogida en el pasado. En otras ocasiones también le será útil al individuo poder predecir determinados cambios en el medio, combinando los indicios observados con la información aportada por la memoria y el aprendizaje. En este caso, la conciencia mental tenderá también a desarrollar la capacidad de imaginación, con la cual le será posible trazar hipotéticos escenarios futuribles y ensayar en ellos el mayor o menor acierto de cada tipo de comportamiento.

Si una especie es social, la conciencia mental deberá ser además capaz de reconocer a otros organismos semejantes a él y de comprender que a ellos se aplica exactamente lo mismo que al propio organismo. Gracias a esto, un individuo podrá ser capaz de predecir, imitar, transmitir o inducir comportamientos en las conciencias de los otros. Y será también posible desarrollar una conciencia colectiva, resultado de la suma coordinada de todas las conciencias individuales, permitiendo que el grupo social responda por igual o de forma organizada ante una determinada situación. En último término, como en nuestra especie, podrá crearse una organización social que permita que determinados individuos se especialicen en la transmisión del conocimiento. Y que surja, de este modo, el conocimiento científico que nos está permitiendo empezar a conocer nuestro medio interno y nuestras conciencias, así como el propio funcionamiento de la conciencia mental, que de esta forma se revela a sí misma.

En un sentido contrario, existen ciertas situaciones en que la actividad y las funciones de la conciencia mental quedan bastante condicionadas. Determinadas tareas repetitivas, por ejemplo, consiguen evitar su paso continuo por dicha conciencia, creándose así actividades semiconscientes que, una vez iniciadas, tienen una ejecución casi automática. También existen determinadas informaciones que se almacenan en lugares poco accesibles y manejables por la mente, como el subconsciente. Por otra parte, hay ocasiones en que la conciencia mental queda desbordada por los sentimientos y emociones inducidos por las conciencias internas o subconscientes, que adquieren en ese momento un dominio casi completo sobre el comportamiento. Por último, es importante recordar que durante el periodo del sueño, que ocupa una gran parte de nuestra vida, la conciencia mental parece anularse y desaparecer por completo.

En resumen, podemos decir que la abominable criatura creada por el científico loco, cuando despierta sobre la fría mesa del laboratorio, tiene conciencia plena de ser un individuo y de estar situado en algún lugar del mundo, pero desconoce qué es lo que eso significa y cuál es su propia naturaleza. Su mente, tal como la nuestra, no sabe de qué órganos está compuesto su cuerpo ni de qué forma sus conciencias internas lo regulan mediante complejos mecanismos fisiológicos y genéticos.

Es más, tampoco podemos decir que conozca mucho acerca de la verdadera naturaleza del medio externo. Todos nuestros sentidos nos proporcionan una determinada información sobre el entorno, siempre muy limitada, que luego nuestro cerebro se encarga de conceptualizar y poner a disposición de la conciencia mental. Pero es sólo gracias a la ciencia, en nuestro caso, que comenzamos ahora a conocer, en realidad, qué es y de qué está formada la materia que constituye el mundo exterior.

En definitiva, tanto la criatura como nosotros mismos poseemos una conciencia mental que desconoce por igual los fundamentos básicos que constituyen nuestro medio externo y nuestro propio medio interno. Por un lado, nuestra conciencia reduce la realidad del mundo exterior a una serie de imágenes y conceptos extremamente simplificados y abstractos, fáciles de manejar. Y por otro, reduce a la categoría de un único ser pensante toda la extrema complejidad de nuestro organismo y de nuestro medio interno, incluidas todas nuestras diversas conciencias y la totalidad de nuestras células.

Parece por tanto bastante evidente que nuestra conciencia mental vive, en cierto modo, sumida en una ficción. Aunque debemos reconocer que se trata de una ficción premeditada, calculada y útil, forjada sabiamente por la evolución, que permite a nuestra mente conseguir la máxima simplicidad y eficiencia en todas sus funciones.

Así, cuando nos miramos en un espejo, ¿qué es lo que nuestra conciencia está viendo realmente? ¿Qué tipo de ficción ve reflejada en su superficie? O mejor dicho, ¿qué tipo de ficción nos resulta útil que vea reflejada en ella? No hay duda de que a nuestra conciencia poco le importa si la imagen que le llega es la de un determinado cuerpo o la de otro completamente diferente, siempre que ese cuerpo sea el nuestro. Para ella tanto da si somos unos seres monstruosos y terribles creados por un científico loco o, bien por el contrario, unos seres monstruosos y terribles creados por la propia naturaleza.