28/10/10

Saturno devora nuevamente a sus hijos.

Durante los últimos años de su vida, el pintor romántico Francisco de Goya pintó sobre los muros de su casa unos frescos, las llamadas pinturas negras, en las que, a través de una serie de escenas tétricas, sombrías y alucinadas, nos transporta hacia un mundo inquietante dominado por la locura y el terror. Una de esas pinturas, quizás la más famosa de todas, es la conocida como “Saturno devorando a un hijo”. Con esta horrenda pintura, basada en la historia del antiguo mito griego, Goya consiguió retratar una parte del alma de la sociedad de su tiempo, una sociedad llena por entonces de oscuras sombras, de crueldad y de odio. Sin embargo, para desgracia de todos nosotros, esta pintura se ha convertido también, en los días de hoy, en una imagen profética del presente y del futuro próximo de la humanidad.

Tal como en la grotesca pintura de Goya, la humanidad de hoy devora a la humanidad del mañana. En este caso no es por temor de ser destronada por la siguiente generación, como le ocurría al dios Saturno, pues en el mundo real, en el mundo de los seres mortales, los hijos acaban siempre, inevitablemente, por sustituir a sus progenitores. La razón por la cual la humanidad actual devora a la del mañana es tan sólo por codicia, por comodidad, por egoísmo, por incapacidad, por arrogancia, por vicio, por falta de inteligencia.

La humanidad de hoy está a apropiarse, a robar, el futuro de la humanidad del mañana. Roba sus recursos, su aire, sus aguas, sus tierras, su alimento, sus casas, sus bienes, sus trabajos, su sustento. Poseída por la misma locura que el dios Saturno, la generación actual devora los recursos pertenecientes a las próximas generaciones y, al hacerlo, engulle también todas sus posibilidades de supervivencia. Bien puede decirse que lejos, muy lejos, van ya aquellos tiempos en que una generación se preocupaba por el bienestar y la supervivencia de las siguientes, aquello a lo que hoy se llama solidaridad intergeneracional.

En tiempos pasados, las personas plantaban árboles que sabían que sólo sus hijos, o sus nietos, iban a llegar a ver crecer y fructificar. Araban y aplanaban terrenos agrestes para que sus descendientes pudiesen realizar en ellos sus siembras. Seleccionaban con paciencia las mejores semillas para que en el futuro sus hijos tuviesen abundantes cosechas. Construían canales para llevar el agua a las ciudades y los campos, asegurando el sustento de las generaciones siguientes. Levantaban muros y fortificaciones que se mantenían en pie durante siglos, dando protección a todos sus habitantes. Edificaban sólidas casas que pasaban de padres a hijos. Construían puentes y diques que domaban los ríos y sus periódicas crecidas… Todo cuanto los antiguos hacían, o al menos gran parte de ello, constituía un valioso legado que dejaban en herencia a sus descendientes. Y seguramente, se sentían muy orgullosos de ello.

Hoy en día las cosas son muy diferentes. ¿Qué es lo que, en verdad, nuestra generación deja en herencia a las siguientes generaciones? ¿Es algo quizás de lo que podamos sentirnos satisfechos y orgullosos? Ciertamente, no.

Lo que nuestra generación deja a las siguientes son los residuos radioactivos de las centrales nucleares. Son los metales y compuestos químicos, de carácter venenoso, vertidos diariamente en los suelos, en los ríos, en los lagos y en el mar. Son los antiguos suelos fértiles ahora desertificados y áridos, agotados por una explotación agrícola intensiva basada en el petróleo y en fertilizantes artificiales. Son los mares vacíos de pesca y sin alimento, con las especies piscatorias llevadas hasta el exterminio. Son las nuevas enfermedades nacidas de la miseria, más todas aquellas otras antiguas que volverán debido al mal uso y agotamiento de los antibióticos. Es el cambio climático producido por la contaminación de la atmósfera, amenazando de mil formas terribles el futuro, entre ellas nuevas sequías, catástrofes y más desolación. Es la desforestación de todos los bosques del mundo. Es la ausencia de centenares de especies vivientes que son exterminadas a cada día que pasa y que nunca más volverán a existir. Son todos los ecosistemas alterados y heridos de muerte, incapaces de captar de forma fecunda y sostenible la energía del sol. Son los recursos naturales asaltados, agotados y destruidos. Es un mundo superpoblado y condenado a una progresiva degradación. Es, en resumen, un futuro negro y sin atisbos posibles de supervivencia. Al final, ¿qué es lo que puede mover a un odio tan profundo hacia las siguientes generaciones?

A pesar de haber sido realizada hace dos siglos, la pintura de Goya retrata fielmente el escenario de locura y de muerte del mundo de hoy. Un mundo absurdo donde el padre devora golosamente el futuro de sus hijos y, escarbándose los dientes con un palillo, eructa de satisfacción.

15/10/10

Libertad para la ignorancia.

Por mucho respeto que tengamos por las otras personas, hay determinadas actitudes que no pueden dejar de resultarnos completamente inaceptables. Pensemos, por ejemplo, en un ladrón que, defendiéndose ante un tribunal, alegase motivos de conciencia para justificar su larga lista de robos y otros crímenes. Por mucho que intentase justificarse diciendo que el crimen constituye su pasión, su forma de vida, su actitud personal frente al mundo, lo cierto es que nunca podríamos aceptar, ni mucho menos respetar, tan ridículos y absurdos argumentos. Para nosotros, y para cualquier juez, su destino inevitable debería ser la cárcel, o cualquier otra penalidad.

Otro ejemplo sería un estudiante de matemática que, escribiendo en un examen que dos y dos son cinco, reclamase luego su derecho a optar libremente por unas matemáticas propias y alternativas en que tal suma fuese correcta. Esta reclamación sería evidentemente inaceptable y nada debería salvar al estudiante de un buen y merecido suspenso. Tampoco aceptaríamos los lamentos de un mentiroso que, confrontado con la evidencia de sus falsedades, defendiese su inocencia diciendo que únicamente se limitaba a repetir lo que una voz interior, de naturaleza divina, le decía en su cabeza. Nunca podríamos, por mucho que insistiese, aceptar una explicación tan ridícula. Y mucho menos la inocencia de su comportamiento.

Decididamente, este tipo de actitudes resulta inaceptable y nunca puede merecernos el menor respeto. Ni a nosotros ni a la sociedad de la que formamos parte. Así, es lógico y necesario que la sociedad castigue o penalice a quien atenta contra los otros, a quien niega descaradamente una evidencia científica o a quien tergiversa o miente sobre la realidad de los hechos. Así debería ser.

Pero la verdad es que… no siempre es así. Los estados actuales arrastran consigo pesadas tradiciones que impiden muchas veces que sus leyes penalicen o prohíban lo que es inaceptable. En realidad, en muchas ocasiones lo permiten o incluso lo favorecen. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la llamada libertad religiosa.

Poco se puede decir a favor de las religiones. Las supersticiones y creencias, ya sean propias del individuo o impuestas y transmitidas por una determinada religión, siempre se oponen descaradamente a toda evidencia científica. Aceptarlas sería lo mismo que aceptar que dos y dos son cinco. Además, las religiones mienten sobre la realidad, cuando no ficcionan de forma alucinada sobre ella. Y estas mentiras o ficciones, impuestas como verdades incuestionables, únicamente son reveladas al pueblo por los sacerdotes, unos sacerdotes que dicen limitarse a transmitir la voluntad de los dioses a través de una voz que sólo ellos oyen en su interior. ¿Quién podría culparlos, por tanto, de sus mentiras? Por si fuera poco, las religiones suelen aprovechar su poder para acaparar tierras, riquezas o posesiones entre sus seguidores. Y aún peor, pues a menudo les roban su libertad convirtiéndolos en simples súbditos, cuando no esclavos, de los dioses. Lo que es lo mismo que decir que se convierten en esclavos de sus representantes terrenales, los sacerdotes.

A pesar de ello, los estados actuales no castigan ni penalizan a las religiones o a sus sacerdotes. Antes por el contrario, los apoyan invocando la llamada libertad religiosa. El estado, en vez de sustituir activamente las supersticiones por la educación científica, las mentiras místicas por la realidad, los dudosos preceptos morales por sólidos valores éticos, en vez de sustituir las ansiedades espirituales por una saludable socialización, los ilusorios equilibrios entre el bien y el mal por la lucha activa a favor de la justicia, los miedos y falsos consuelos por enérgicas actitudes de valor y coraje, en vez de sustituir las promesas de otras vidas por la promesa de una vida real mejor y más plena, los tormentos eternos de los rebeldes por el fomento de un espíritu libre de obediencias, el temor y odio a la muerte por un profundo amor a la vida, en vez de sustituir la esclavitud a preceptos místicos por una libertad luminosa, diáfana y verdadera… en vez de todo esto, en vez de desterrar la religión, lo que hacen los estados es dictar leyes donde se obliga a respetar a las religiones y a la libertad religiosa. Es decir, donde se respeta la libertad de ser ignorante y de escoger, además, la forma de ignorancia entre las varias disponibles.

Es cierto que la libertad de un individuo se define en gran parte por la posibilidad de elegir su propio destino, de tomar sus propias decisiones, de realizar sus opciones en completa conformidad con su pensamiento. Y es cierto que un estado que defienda la libertad de sus ciudadanos debe intentar respetar, en todo momento, esas opciones y pensamientos. Pero, como queda claro, no todas las opciones merecen respeto. No lo merecen ladrones, mentirosos o prevaricadores. Tampoco lo merecen las religiones.

Cualquier tipo de respeto tiene siempre un límite, que es definido por un juicio o valoración de carácter ético. Y las religiones están, objetiva e históricamente, más allá de ese límite. La libertad religiosa es otro caso en que liberalismo y libertinaje intentan disfrazarse de libertad.