1/4/24

¿Para qué sirve una especie?


Aquel día la intervención quirúrgica, aparentemente sencilla y sin complicaciones, no transcurrió exactamente como se esperaba. El paciente en cuestión, la sufrida víctima, era, por otra parte, una persona excepcional, fuera de lo común. Se trataba de un famoso economista, muy ilustre y distinguido, autor de numerosos tratados de gran éxito sobre el complejo mundo de las finanzas internacionales. Debido a sus grandes y destacados méritos era unánimemente reconocido en todo el mundo como una de las mentes más brillantes de su generación. Y la verdad es que, quizás precisamente por eso, cuando entró en el quirófano, empujado sobre una vieja, endeble y chirriante camilla, tal vez debería haberse extrañado de algunas de las cosas que vio.

Debería haber desconfiado, por ejemplo, del hecho de ver al cirujano vestido de una forma un tanto peculiar. Podríamos decir, incluso, que bastante estrafalaria. Para empezar, llevaba una enorme nariz postiza de color rojo en medio de la cara. Su cabeza, tímidamente coronada por un pequeño y ridículo sombrero, estaba generosamente cubierta por una exuberante y desaliñada peluca de color remolacha. Vestía una enorme y divertida bata de topos multicolores que le cubría holgadamente todo el cuerpo, abrochada en su parte delantera mediante unos enormes botones, la mayoría de ellos extraviados, ocupando el ojal equivocado. Y lucía además en su solapa una despampanante flor amarilla, algo descuidada y marchita, sin aparentemente ningún rastro, pasado o presente, de olor perceptible.

No cabía duda de que el aspecto del cirujano era de lo más extraño, del todo imposible de pasar desapercibido. Sin embargo, en aquel momento, debido al creciente y entorpecedor efecto de la anestesia, el economista ya no conseguía pensar ni razonar de una forma que pudiese considerase mínimamente normal o coherente.

—De modo que tenemos que retirarle el apéndice –comentó distraídamente el cirujano en el momento mismo de empezar la operación, mientras se frotaba enérgicamente las manos–. ¿Es el apéndice derecho o el izquierdo? Bueno, no importa, le abro por la mitad y luego vemos –y sin pensárselo más, abrió al instante en canal al economista utilizando unas grandes tijeras de punta roma, mostrando en ello una sorprendente e inesperada habilidad.
—La verdad es que no me dijeron… si era el derecho o el izquierdo –acertó finalmente a balbucear el economista, completamente aturdido, mientras el cirujano se encontraba ya hurgando con ávida curiosidad entre sus entrañas.
—¿Sabe usted lo que le digo? –preguntó el cirujano al cabo de unos momentos, levantando de repente la vista y mirando al economista fijamente a los ojos–. Tiene usted todo el cuerpo lleno de órganos. Quizás sea éste el problema. Y me parece que están todos bastante desaprovechados. Si quiere mi opinión, a estos órganos hay que sacarles algún rendimiento, no puede tenerlos aquí parados, sin ninguna utilidad. Mire por ejemplo éste –y en ese instante, tras revolver con dificultad en su interior, extrajo del cuerpo uno de los riñones–. Puede venderlo a muy buen precio. Hay un mercado fantástico para estas cosas. Y además le queda el otro. ¿Qué digo? Lo mejor es que venda los dos, pues así le sale más a cuenta.
—En eso tiene razón, no se puede mantener ningún capital inactivo –respondió el economista, mucho más animado, de repente, al reconocer un tema de conversación tan grato para él–. Hay siempre un elevado riesgo de que se desvalorice. Y más cuando los mercados están en crisis, aunque últimamente haya algunos síntomas de recuperación. Pero, dígame, ¿no necesitaría conservar al menos uno de los riñones? ¿No son necesarios para alguna de esas cosas que hace el cuerpo?
—¿Necesarios los riñones? ¡Qué tontería! Conozco personas que viven sin ningún riñón y se sienten incluso mejor que antes. No tiene nada de qué preocuparse. No se hable más, le quito los dos ahora mismo. Pero, vamos a ver… ¿qué es esta otra cosa que tiene justo aquí en medio? ¿Será el hígado? –se preguntó el cirujano, entornando los ojos y adquiriendo por momentos en su rostro una expresión algo sombría y misteriosa–. Sí, bueno, supongo que debe serlo, creo yo. Pues mire, conozco una receta de hígado con ajo y salsa tártara que es de chuparse los dedos. Se lo voy a sacar también y ya verá luego lo fácil que es de cocinar. Así aprovecha toda esta cosa tan fea y blandengue que tiene aquí y deja además de estorbarnos a todos.
—Pues lo cierto es que el hígado es uno de mis platos favoritos, en eso acierta plenamente –asintió el economista–. ¿Con ajo, dice? Se nota que usted entiende. Seguro que debe ser una delicia. Casi que estoy deseando ya probar esa receta.
—Mire, le saco también el corazón, que está quitando sitio a uno de los pulmones. Así respirará mejor. Y al mismo tiempo le evitará tener cualquier tipo de enfermedades cardiacas en el futuro. Con esto reducirá en más de la mitad los gastos en salud, que tanto nos desequilibran a todos las cuentas. Observe, fíjese bien como se mueve –el cirujano sostenía ahora el corazón, todavía palpitante, en la palma de su mano–. ¡Qué gasto absurdo de energía! ¡Esto le estaba quitando todas las fuerzas al cuerpo! Sin él se sentirá mucho mejor. Aunque, hablando de pulmones, ya me dirá usted para qué quiere respirar. El aire está cada vez más contaminado. Créame, estos pulmones sólo le traerán disgustos. Se los quito y ya verá como me lo agradece. Sacará también un buen provecho de ello.
—¿Un buen provecho por los pulmones? ¿Cree usted que pueden revalorizarse a corto o medio plazo y rendir algún dinero?
—¿Dinero? No nos engañemos, los pulmones no valen nada. Por eso lo mejor es quitárselos de encima. En eso precisamente está el provecho. Pero olvídese ahora de los pulmones y vea con atención todo esto: aquí tiene el bazo, el páncreas, la vejiga y esa otra cosa que no sé muy bien lo que es. ¿Sabe para qué sirven? Pues si no lo sabe, me parece a mí que tampoco le hacen falta. Van fuera también.
—¡Cuánta razón tiene! Si no sé para qué sirven, ¿qué utilidad pueden tener? La verdad es que nunca en mi vida he oído hablar de ellos. Aunque, si he de ser sincero, yo fui muy poco a la escuela cuando era niño. Ya por entonces tenía claro que quería ser economista. Y ya sabe, para eso no hay que estudiar mucho.
—Quizás no se lo crea, pero yo tampoco he estudiado mucho para ser cirujano. Ah, pero veo que además tiene dos piernas y dos brazos, todo por duplicado. ¡Qué cosa tan anticuada! ¡Con toda la tecnología moderna y sofisticada que hay en la actualidad! Ahora fabrican unas magníficas sillas de ruedas que permiten desplazarse a todas partes mucho más rápido y sin necesidad alguna de andar. Y además, con todos los automatismos de la vida moderna, ¿para qué necesita los brazos? Ya de poco le sirven. Piense, por ejemplo, que sin ellos no tendría la necesidad de estar continuamente cortándose las uñas, con lo que ganaría un tiempo precioso para tareas mucho más productivas. Lo mejor sería quitárselo todo.
—Si usted lo dice, que así sea. Soy un firme defensor del progreso tecnológico. Y apoyo, desde luego, todo lo que signifique aumentar la productividad. Todos tenemos que contribuir con nuestro empeño personal y nuestro sacrificio en hacer más grande la economía. ¿Qué haríamos con una economía que no creciese continuamente? Es eso lo que nos mantiene con vida, lo que nos hace avanzar hacia el futuro.
—Pues no se diga más. Fuera entonces las piernas y los brazos. Aunque ahora, sin ellos, la verdad es que le será mucho más difícil mantener la cabeza en equilibrio sobre el cuerpo. Así que lo mejor será quitarla también. Además, como ya sabe, las personas sin cabeza trabajan mejor y son mucho más productivas. No pierden el tiempo cuestionándose en todo momento qué es lo que hacen. Y bien, ya que estamos puestos a eliminar cosas superfluas, le voy a quitar también todos estos huesos, como las costillas y la pelvis, que me parece que la tiene al revés, o quizás no. Y este intestino tan largo se lo reduzco o, mejor aún, se lo quito del todo.
—Si me permite el comentario, usted parece que entiende bastante de economía. Y además, es un excelente cirujano. Nunca me había sentido mejor que en este momento, tan ligero y al mismo tiempo tan pletórico de energía. Es como si de repente me hubiese convertido en un activo financiero, siempre sin ninguna base real pero capaz de absorber dinero de todo lo que hay a su alrededor. La verdad es que estoy ansioso por levantarme ya de esta mesa, salir del hospital y seguir contribuyendo con todo mi esfuerzo al crecimiento de la economía del país… Por cierto, antes de irme, hay una cosa que quería preguntarle: esa enorme nariz roja, ¿la tiene así desde siempre?

Cuando el cirujano acabó de sacar todos los órganos inútiles del cuerpo del economista, sobre la mesa de operaciones tan sólo quedaba el apéndice, el derecho, que en realidad se encontraba en perfecto estado. Así pues, no fue en absoluto necesario extirparlo. Por desgracia, sin pulmones, ni corazón, ni intestino, ni cabeza, ni hígado… es decir, sin ninguno de los órganos esenciales del cuerpo, el apéndice acabó por fallecer pocos días después. Y éste fue, sin más, de forma inesperada, el triste y fatídico final del famoso economista.

Aunque, desde luego, hay que reconocer que hasta en sus últimos momentos el economista fue una persona ejemplar y coherente con sus ideas. Murió de una forma casi heroica, defendiendo fielmente los grandes conceptos económicos que rigen nuestra época. Así, eliminar todos los órganos de su cuerpo por ser poco productivos y rentables desde un punto de vista financiero fue sin duda la mejor cosa y la más valiente que hizo en toda su vida.

Pensando por momentos en la trágica historia del prestigioso economista, es posible que quizás también nosotros, por breves instantes, nos hagamos la misma pregunta que él se hizo durante el trascurso de su accidentada operación, es decir: ¿para qué sirven realmente los órganos de nuestro cuerpo?

Esta cuestión, no obstante, poco tiempo podrá ocupar nuestro pensamiento, pues la respuesta resulta más que evidente. Es algo obvio: la finalidad de los órganos de nuestro cuerpo es mantenernos con vida. De eso no nos cabe la menor duda. Es verdad que quizás podamos sobrevivir algún tiempo sin uno de los riñones o sin algún otro órgano cuya función sea menos esencial, pero, básicamente, todos ellos son imprescindibles para que continuemos con vida y de perfecta salud. De modo que eliminarlos por puro capricho o por ignorancia, pensando que con ello no nos va a pasar nada, sería evidentemente un terrible y fatídico error.

Una vez que tenemos claro para qué sirven nuestros órganos, quizás nos resulte más fácil responder a otra pregunta, en apariencia más complicada y algo alejada de la anterior. La pregunta, concretamente, es la siguiente: ¿para qué sirve realmente una especie? Es decir, ¿para qué sirve cada una de las especies que ocupan y conforman la totalidad de los ecosistemas de nuestro planeta? ¿Para qué sirve, en definitiva, toda la maravillosa diversidad de seres vivos que existe en nuestro mundo?

Pues bien, aunque quizás pueda parecernos menos evidente, la respuesta es exactamente la misma que en el caso anterior. No cabe la menor duda: la finalidad de todas las especies que existen en el mundo es mantenernos con vida.

Esto es así aunque no siempre seamos plenamente conscientes de ello. O aunque muchas veces incluso finjamos o pretendamos ignorarlo por completo. En todo caso, lo que resulta innegable es que necesitamos mantener y conservar todas las especies existentes en nuestros ecosistemas para poder sobrevivir. Sin ellas, simplemente, no conseguiríamos continuar con vida.

Para entender esto con mayor claridad, podemos hacer un simple paralelismo con lo que ocurre en nuestro propio cuerpo. Sabemos que durante nuestro desarrollo embrionario nuestras células crecen, se multiplican y se diferencian para formar todos y cada uno de los órganos que configuran nuestro cuerpo. Y sabemos también, como ya hemos dicho, que, en lo fundamental, nos sería imposible vivir sin cualquiera de ellos.

Pues bien, de forma semejante, a lo largo de millones de años, durante el desarrollo evolutivo de la vida, los organismos se han ido multiplicando y diferenciando para dar lugar a cada una de las especies que en la actualidad conforman nuestros ecosistemas. Y de forma parecida a lo que ocurre con los órganos de nuestro cuerpo, todas las especies existentes son necesarias, en lo fundamental, para la supervivencia de dichos ecosistemas. Unos ecosistemas que, como conviene recordar, son precisamente los que nos mantienen con vida a nosotros y a la totalidad de los seres vivos.

Si eliminar uno de los órganos de nuestro cuerpo supone nuestra muerte inmediata, eliminar una de las especies de nuestro ecosistema supone, de igual forma, el camino directo a nuestra propia destrucción. El problema está, para nosotros, en la diferente percepción que conseguimos tener de ambos casos. Siendo el número de órganos de nuestro cuerpo muy limitado, nos resulta fácil comprender el efecto que tiene sobre nosotros eliminar cualquiera de ellos. Por el contrario, contándose por millares las especies que forman parte de nuestros ecosistemas, solapándose además muchas veces unas especies con otras en parte sus funciones, nos resulta extremadamente difícil comprender el efecto que puede tener sobre nosotros la desaparición de cualquiera de ellas. Sin embargo, ese efecto, por más difuso e intangible que nos parezca, es bien real. Y por desgracia, no se manifiesta de forma inmediata, sino que sólo conseguimos verlo con claridad pasado un cierto tiempo, a menudo de muchas generaciones.

En determinadas ocasiones, sin embargo, sí que nos es posible ver ese efecto con bastante rapidez, la suficiente como para entender, gracias a ello, su auténtica dimensión. Esto es así porque, tal como en nuestro cuerpo hay órganos absolutamente esenciales sin los cuales no podríamos sobrevivir ni siquiera un minuto, también en los ecosistemas hay determinadas especies, denominadas especies clave, sin las cuales todo el ecosistema se vendría abajo y desaparecería de forma casi inmediata. La falta de cualquiera de estas especies generaría un efecto en cascada que, en último término, acabaría por alterar alguno de los ciclos fundamentales propios del ecosistema, que se vería así afectado en su totalidad y condenado rápidamente a desaparecer.

Un ejemplo utilizado con frecuencia para ilustrar este tipo de especies es el castor, un animal que, mediante la paciente y laboriosa construcción de sus presas en los cursos fluviales donde vive, crea y mantiene en ellos un hábitat acuático muy particular que desaparecería de inmediato si dejase de pronto de existir la especie. También son claros ejemplos los grandes predadores terrestres, situados en lo alto de la cadena trófica, sin los cuales los herbívoros proliferarían hasta acabar con toda la vegetación existente, acabando en poco tiempo con todo el ecosistema. Y también lo son las especies arbóreas dominantes en un determinado tipo de hábitat, donde además puede pensarse que quizás también sean igualmente fundamentales los polinizadores de dichas plantas, los dispersores de sus semillas o los defensores contra sus plagas, sin los cuales, probablemente, todo el ecosistema desaparecería en poco tiempo.

A nosotros, dado nuestro corto tiempo de vida y nuestra limitada capacidad de comprensión, sólo nos es posible ver con claridad los efectos causados por la desaparición de las especies clave. Sin embargo, debemos ser conscientes de que todas las especies, cada una de ellas, son necesarias e imprescindibles para los ecosistemas. Y por tanto, también para nuestra propia supervivencia. No nos es posible prescindir de ninguna de ellas, por más insignificantes que nos parezcan. De hecho, son precisamente las especies más insignificantes, como pueden ser por ejemplo los microorganismos, los gusanos o las hormigas, las que suelen aportar una mayor cantidad de biomasa total, de materia viva, al ecosistema y ser por ello una pieza fundamental dentro de él.

Por otra parte, es también cierto que determinadas especies con una función ecológica muy semejante a otras podrían desaparecer sin tener quizás un efecto apreciable en el ecosistema. O que ciertas especies pueden estar a punto de desaparecer, por sí mismas, debido al propio proceso evolutivo, que actúa siempre a una escala de millones de años. Pero dichos casos, muy difíciles o casi imposibles de identificar por nosotros, deben ser entendidos como una excepción. Además, dichas especies poseen siempre por sí mismas, como cualquier otra, un importante y fundamental valor como reserva genética. Por tanto, el que haya especies esenciales para el ecosistema en un mayor o menor grado no significa que todas ellas, en lo fundamental, no sean siempre necesarias. Exactamente lo mismo que ocurre con los órganos de nuestro cuerpo.

Así, cuando oímos a falsos e ignorantes economistas afirmar que la naturaleza y las especies no son necesarias, que no sirven para nada y que lo mejor que podemos hacer es eliminarlas para sacar un buen provecho de ellas, para enriquecernos a su costa, no nos cuesta nada imaginarnos a esos mismos economistas tendidos sobre una mesa de operaciones. No nos cuesta nada imaginárnoslos bajo las luces del quirófano, inquietos, temblorosos, agitándose nerviosamente. O incluso completamente aterrorizados, de repente, al ver ante ellos, entre las sombras, a un cirujano con una gran nariz roja en la cara, una exuberante peluca de color remolacha y una divertida bata de topos multicolores cubriendo todo su cuerpo.

Y lo peor es que en ese momento, por mucho que quieran, no podrán quejarse de nada. Porque, de igual forma que el cirujano comenzará en seguida a sacar todos los órganos de sus cuerpos por no considerarlos necesarios, sabemos que dichos economistas tampoco dudarían nunca, llegado el caso, en ir sacando, matando y exterminando todas las especies existentes en nuestros ecosistemas, al tiempo que repiten solemnemente, en voz alta, sus grandes e incuestionables sofismas.

Por desgracia, sus locos y extravagantes desvaríos no les afectan sólo a ellos, sino que nos ponen en peligro a todos nosotros. Y el hecho de que en el mundo se sigan con tanta frecuencia, ciegamente, sus absurdos consejos, como ocurre en unos tiempos tan turbios y convulsos como los nuestros, es algo que nos llevará irremediablemente al desastre.

En el momento final, cuando sobre la mesa de operaciones sólo quede el apéndice, es decir, cuando en todo el ecosistema sólo quede nuestra propia especie, no debería admirarnos que, privados de todo sustento, acabemos finalmente por morir. Aun así, podemos estar seguros de que, incluso en esos instantes, no dejaremos de oír la voz de los grandes economistas, atrincherados en el solitario y triste apéndice, defender que la suya es la única y mejor opción, la más rentable. Y que lo demás son tonterías.