10/6/19

La fábula de la sobreexplotación


Mucho más allá de las montañas, a una distancia no inferior a veinte vuelos de águila, treinta estampidas de bisonte o cien cantos de ruiseñor, existía una gran llanura en cuyo mismo centro se levantaba un viejo y frondoso bosque, el cual daba cobijo y sustento a un sinfín de pequeños animales que en él vivían placenteramente, viendo pasar los días con la mayor calma y serenidad, agradeciendo al sol del mediodía su calor, a los árboles cargados de hojas su delicada sombra, al rocío de la noche su vívido y renovado frescor y agradeciéndose igualmente, de unos para otros, la fortuna de la grata y recíproca compañía, no siempre exenta de sus pequeñas cuitas, zozobras y disputas.

Quisieron los vientos y las tormentas abrir en el mismo corazón del bosque un pequeño claro donde tenían a bien solazarse con la mayor asiduidad los más de sus habitantes. Allí acudían, de pecho hinchado, los siempre ufanos y presumidos petirrojos, allí enseñaban las arañas más viejas a tejer los delicados puntos de sus telas a aquellas otras más jóvenes y allí se reunían, a cada tarde, los bulliciosos grillos para entablar sus interminables, vehementes y monótonas conversaciones.

Para salvaguarda de los apremios de la sed, especialmente sofocante en las cálidas tardes del verano, hacía tiempo que en el claro del bosque se había horadado la tierra y se habían construido tres pozos de dulce y refrescante agua. Y para cuidar de ellos se había atribuido su guarda y propiedad a tres de los más antiguos y renombrados moradores del lugar: a una cigarra bien conocida por ser gran amiga del canto y de las artes, a una hormiga de todos admirada por su ejemplar laboriosidad y a una mantis a quien todo el mundo en el bosque respetaba, cuando no temía, y a quien nadie osaba bajo ningún concepto en nada contradecir.

Fue generosa la naturaleza llenando los pozos con agua abundante, aunque no sin ciertas limitaciones. Así, cada pozo conseguía acumular hasta tres litros de agua, aunque a cada año brotaba de su fondo un nuevo litro que venía a reponer con sobrado margen el agua consumida por los pequeños animales. Y con la venta de ese litro, cada uno de los propietarios podía recibir a cambio hasta cien monedas acuñadas en delicada piedra de aguamarina.

Aunque no solía ser así para la alegre y confiada cigarra, para quien ni el pozo ni el dinero fueron nunca una verdadera preocupación. Dedicada por entero a hacer más bella y placentera la vida de sus conciudadanos, entonando a diario sus melodiosas canciones o recitando al sol sus inspiradas odas y versos, la cigarra vendía a sus sedientos vecinos únicamente el agua que estos le pedían y las más de las veces se olvidaba incluso de cobrarles por razón de ello el debido peaje.

No ocurría así con la hormiga, que, envidiosa del talento y la admiración que la cigarra alcanzaba a cada día en el desempeño de sus artes, decidió compensar sus escasas dotes para las musas centrando sus preocupaciones en asuntos mucho más prosaicos y terrenales. Y así pensó en ganar una cierta fortuna dedicándose al comercio y a la venta de agua. Para ello, tras largas y cuidadosas consideraciones, decidió que lo mejor era emprender la tarea de explotar intensivamente el pozo que era de su propiedad.

Como bien sabía la hormiga, la explotación de un recurso permite obtener más dinero cuanto mayor sea la cantidad que fuere vendida. Y como aquello con que la tierra proveía al pozo era de un litro de agua cada año, la hormiga decidió vender la totalidad de ese litro para conseguir el máximo de beneficio. Con todo esto no le fue mal a la hormiga en su propósito y ya en ese mismo año vendió la totalidad de esa agua, ganando con ello cien monedas, dinero con que inició su pequeña fortuna.

Gran envidiosa de la riqueza que estaba alcanzando la hormiga, la mantis no hallaba forma de emular el éxito alcanzado por aquella, mirando con gran codicia las monedas por ella obtenidas y deseando en todo momento ganar muchas más. Aunque la mantis no poseía ciertamente la laboriosidad y el empeño propios de la hormiga, contaba sin embargo con una gran inteligencia y con una astucia sibilina. Y así, tras mucho rumiarlo, halló finalmente la solución para su secreto propósito, concluyendo que la mejor forma para conseguirlo era sobreexplotar su pozo.

Como muy bien sabía la mantis, aumentar la explotación de un recurso da más dinero, pero sobreexplotarlo da mucho más, a pesar de que con ello se acabe por llevar inevitablemente el negocio a la ruina. Así, poniendo en práctica su astuto plan, la mantis vendió ese año dos litros de agua de su pozo y con ello ganó doscientas monedas. Y al año siguiente vendió otros dos, ganando otro tanto, aunque con ello el pozo acabó por secarse definitivamente. Pero eso no le importó en absoluto a la mantis, que en ese momento disponía ya de cuatrocientas monedas en su nutrida arca.

Siguiendo su elaborado plan, al año siguiente la mantis compró a la hormiga su pozo por trescientas monedas, una oferta que la hormiga no pudo rechazar, pues dicha cantidad suponía nada menos que el trabajo y las ventas de tres años. Cerrado el negocio, con este pozo hizo la mantis otro tanto que con el suyo. Vendió dos litros a cada año hasta secarlo por completo y con ello ganó fácilmente otras cuatrocientas monedas.

No tardó al año siguiente en acudir a comprar el pozo a la cigarra, que, poco interesada por los negocios, se lo vendió por apenas cien monedas. Y tal como antes, en sólo dos años la mantis secó también este otro pozo ganado con ello una cantidad de dinero equivalente. Haciendo cuentas, la mantis poseía ahora una fortuna total de ochocientas monedas de aguamarina, más de lo que poseyó nunca ningún otro habitante del bosque. Y siendo la más rica del lugar, bien podía decirse que tenía ahora a todo el bosque y sus habitantes sometidos al dictado de sus más mínimos caprichos y voluntades.

Sin embargo, al año siguiente llegó la inevitable y esperada catástrofe, pues privados de toda agua de los pozos, ahora completamente secos, con la llegada del calor estival la mayoría de los animales del bosque acabaron por ir debilitándose, enfermando y muriendo lentamente de sed. Aunque, a decir verdad, la mantis no pasó en todo ese tiempo ni sed ni hambre alguna, pues uno a uno se los fue comiendo a todos ellos a medida que desfallecían. Y entre sus primeros y más deliciosos ágapes se hallaron, claro está, la cigarra y la hormiga.

Llegado el final del estío, con todos los animales muertos y habiendo acabado ya su copioso y opíparo banquete, la mantis decidió marcharse del bosque llevando consigo toda su enorme fortuna. Y con ella no tardó en encontrar lugar y asiento en otros bosques vecinos, dedicándose siempre al exitoso y respetable negocio de la sobreexplotación de recursos. Con ello, a cada año que pasaba, la mantis prosperó y se enriqueció aún más, dejando por toda la región un enorme y creciente rastro de muerte y destrucción, siempre para mayor gloria de los elevados y nobles ideales del capitalismo.

Siendo nosotros conocedores del trágico destino sufrido por los desdichados animales del bosque, tengamos por bien aprender la diferencia existente entre el uso, la explotación y la sobreexplotación de un recurso natural. Pues fijando nuestro interés únicamente en el beneficio que de él podamos extraer, corremos el riesgo de caer en el vicio de la explotación, tal como hizo la hormiga, lo que nos llevará al mismo borde de la desgracia.

Pero si además olvidamos todo lo demás y nos abandonamos a los más fríos dictados del dinero, siguiendo vilmente las normas del capitalismo, tal como hizo la mantis, caeremos en la tragedia de la sobreexplotación e, inevitablemente, nos veremos abocados a la más terrible y mortal de las catástrofes. Pues no debemos olvidar nunca que la sobreexplotación es siempre rentable, la más rentable de las opciones… hasta llegar al momento mismo del colapso final.