28/10/23

El individuo como ser inevitablemente difuso


Sin que nos hayamos dado cuenta, nuestra peor pesadilla se ha hecho realidad. Sí, así es, no hay la menor duda. Por más que nos espante, por más que nos aterrorice, por más que nos angustie, es un hecho probado, una verdad del todo incuestionable. Y aunque nos cueste mucho aceptarlo, no nos queda ya otro remedio que rendirnos con total resignación a sus fatales y trágicas consecuencias. Esta terrorífica verdad, esta dura realidad que tan cruelmente nos golpea, puede además resumirse, de la forma más simple posible, en una sola frase: ¡hemos muerto y hemos sido sustituidos por otra persona exactamente igual a nosotros!

Así es, otra persona ocupa ahora nuestro lugar. Hemos sido sustituidos por un impostor, por un suplantador hábil, astuto y perverso, por un ser infame que ha conseguido convertirse a sí mismo en una copia idéntica de lo que hasta ahora éramos nosotros. Y esta entidad misteriosa, sibilina y sin nombre, sin mostrar nunca el menor escrúpulo, ha ido apoderándose, lenta y sigilosamente, de toda nuestra vida. Ha hecho suya nuestra casa, nuestro trabajo, nuestras pertenencias, nuestras ropas, nuestros enseres, nuestra familia, nuestras amistades. Incluso ha conseguido adueñarse, de forma inconcebible, de nuestra personalidad o de nuestros más antiguos, íntimos y valiosos recuerdos.

Pero la pesadilla no acaba aquí, ni mucho menos. Y es que, por más que nos cueste creerlo, todas las personas que están a nuestro alrededor, tal como nuestros familiares, nuestros amigos, nuestros conocidos, nuestros vecinos o incluso las personas con las que solemos cruzarnos en la calle, todos ellos también han muerto y han sido sustituidos por otras personas de características idénticas. Aunque parezcan ser los mismos, en realidad no lo son. Los suplantadores han conseguido copiarlos con una habilidad asombrosa e inimaginable, imitando cada una de sus más mínimas características. Incluso, con total maestría, han llegado al extremo de perfeccionar sutilmente las copias dándoles un ligero matiz de envejecimiento. Y por si fuera poco, consiguen imitar todos los hábitos y las costumbres de las personas originales, actuando y comportándose en todo momento de la misma forma que ellas.

Así, a lo largo del día realizan los mismos trabajos y ocupaciones que las personas que suplantan, desempeñándolos con idéntica laboriosidad o con la misma torpe y censurable pereza. Pasean como siempre hicieron y, al caminar, hablan, gesticulan y balbucean de la misma forma. Pestañean con idéntica frecuencia mientras, absortos, reflexionan sobre la vida mirando vagamente hacia el cielo. Se aburren mostrando en su rostro la misma expresión de tedio, apatía y desesperanza. Se alborotan, gritan y despeinan con la misma facilidad y falta de juicio. Se miran insistentemente en el espejo con idéntico orgullo o con la misma amarga y triste decepción. Y al encontrarse unos con otros, mantienen entre sí los mismos afectos, los mismos odios o la misma fría y distante indiferencia. Pero a pesar de esto, a pesar de todas sus múltiples, minuciosas y sutiles argucias, no son realmente ellos, no son los mismos.

Todos ellos nos engañan a cada momento fingiendo ser quienes no son. Pero, claro, ¿cómo podríamos apercibirnos de esta enorme y tremenda mentira, si nosotros tampoco somos los mismos, si también nosotros hemos muerto y hemos sido sustituidos por otra persona, si también nosotros somos igualmente unos impostores? ¿Cómo podría la persona que somos ahora, nuestro pérfido y siniestro sustituto, darse cuenta de que ellos no son más que unas simples copias? Aunque, pensándolo bien, ¿son realmente ellos quienes nos engañan o somos nosotros quienes los engañamos a ellos? Por otra parte, en un mundo de mentirosos, ¿engañar a quien nos engaña no será quizás, de cierta forma, un involuntario, incomprensible y honesto acto de sinceridad?

Pero quizás una de las cosas más sorprendentes y admirables en todo este asunto es la forma misteriosa con que los suplantadores consiguen deshacerse de los cadáveres de las personas que sustituyen. Aparentemente se deshacen de sus cuerpos de una forma tan paciente, metódica y sutil que nadie puede ni podrá nunca darse cuenta de nada. Cambian un cuerpo por otro y es como si el primero se desvaneciese misteriosamente en el aire, sin dejar el menor rastro.

Sin embargo, la aterradora pesadilla que vivimos no acaba aquí, es aún mucho peor de lo que podamos imaginar, llegando a límites completamente inconcebibles, demenciales y estremecedores. Porque, en realidad, tanto nosotros como todas las personas que están a nuestro alrededor, todos sin excepción, volveremos a morir y a ser sustituidos por otros cuerpos, por otros impostores. Y esto ocurrirá sucesivamente, una y otra vez, hasta el final, hasta nuestra muerte definitiva. O al menos hasta aquello que siempre habíamos pensado que era la muerte, la única muerte que conocíamos y de la que hasta ahora éramos plenamente conscientes.

Sí, así es, vivimos sumidos en el horror más profundo, siniestro y amenazador, víctimas de una pesadilla cuya sola revelación, hasta en sus más mínimos detalles, es capaz de helarnos la sangre en las venas.

Aunque, en realidad… bien, quizás no sea para tanto. ¿Hemos dicho terrible y escalofriante? ¿Siniestro y demencial? ¿Inconcebible y aterrador? Bueno, quizás estemos exagerando un poco. Puede que al final, simplemente, no estemos abordando el asunto desde la perspectiva más correcta. O puede que no estemos analizando la situación utilizando los conceptos más adecuados para este tipo de circunstancias.

Porque, en realidad, todo lo referido hasta ahora, a pesar de su terrible y estremecedora apariencia, es algo perfectamente trivial e intrascendente, algo propio y característico de todos los seres vivos. Si somos realmente conscientes de cómo funciona cualquier organismo vivo, ya sea animal o vegetal, nada de lo dicho anteriormente debería sorprendernos, inquietarnos o atemorizarnos lo más mínimo.

Es cierto, cambiamos regularmente de cuerpo. Pero es que lo realmente preocupante sería que no lo hiciésemos. Eso sí que sería terrible. Como organismos vivos que somos, necesitamos sustituir periódicamente todo nuestro cuerpo por otro y eso es precisamente lo que hacemos. Todos los organismos vivos, sin excepción, se renuevan. Todos mueren y nacen a cada momento. Todos, en definitiva, están formados por células que mueren y nacen de forma continua, sin interrupción.

También nosotros, como seres vivos que somos, estamos formados por miles de millones de células que están sujetas a una permanente y continua renovación. A cada instante, mueren y nacen miles de células en nuestro organismo. Y es precisamente por este motivo que, al cabo de cierto tiempo, inevitablemente, todas las células de nuestro cuerpo habrán muerto y habrán sido sustituidas por otras.

Sin embargo, esta renovación no es uniforme en todo nuestro organismo, se produce a diferentes tiempos y velocidades. Por ejemplo, las células que recubren el interior de nuestro aparato digestivo se renuevan cada semana, por lo que al fin de cada pocos días dicha parte de nuestro cuerpo estará formada por células completamente nuevas. También la capa más externa de nuestra piel se renueva rápidamente, tardando apenas un mes en regenerarse. El hígado, un órgano tan importante y fundamental para el funcionamiento de nuestro organismo, se renueva y se convierte en un órgano completamente nuevo cada pocos meses. Por el contrario, otras partes de nuestro organismo se renuevan mucho más lentamente, como las fibras musculares, que pueden hacerlo cada veinte o más años. Y luego están aquellas células, como las neuronales, las más longevas, que apenas se renuevan durante el tiempo de vida del organismo.

Podemos imaginar así nuestro cuerpo como si fuese una casa a la que regularmente, cada cierto tiempo, le cambian todos los muebles y los sustituyen por otros exactamente iguales. Con menos frecuencia, le cambian también las paredes, el suelo, las tuberías, las vigas o el tejado por otros idénticos a los anteriores, manteniendo quizás sólo una parte de la instalación eléctrica. Siendo así, es evidente que cada cierto tiempo la casa es otra. Pero como todas las sustituciones se han hecho progresivamente y con piezas del todo idénticas a las anteriores, nos parece que la casa sea siempre la misma.

De igual forma, nosotros creemos que somos siempre el mismo individuo, inalterado e inmutable. Pero la verdad es que, cada cierto tiempo, nuestro cuerpo es otro completamente diferente. Cada cierto número de años somos sustituidos por otro organismo exactamente igual al nuestro, un nuevo organismo que crece en nuestro interior a medida que el original va lentamente muriendo y desapareciendo.

Los pocos cambios que conseguimos percibir en nuestro cuerpo, tales como el envejecimiento o las lesiones acumuladas, son apenas una consecuencia de la imperfección que existe en la sustitución de un cuerpo por otro. Pasado un tiempo, los órganos más viejos o lesionados no son ya capaces de generar nuevos órganos con las mismas características que los originales. Esto es debido a que, tras continuas e interminables divisiones, las células de nuestro cuerpo comienzan a acusar un progresivo desgaste que hace con que vaya disminuyendo su capacidad de regeneración. Y es precisamente esta pérdida de capacidad de regeneración la que provocará al final, con los años, el inevitable colapso y la muerte del organismo.

Ante este fatídico e irremediable acontecimiento, la solución que emplean todos los seres vivos consiste en generar un nuevo organismo completamente de raíz, partiendo de una única célula germinal. Es decir, recurren a la reproducción. A partir de una célula cuidadosamente preservada, inmune al desgaste, se genera otra vez la totalidad de las células y de los componentes del organismo, dando lugar a un ser vivo exactamente igual al anterior. Aunque en el caso de haber reproducción sexual, como en nuestra especie, el nuevo organismo en realidad no será idéntico, sino que tendrá características intermedias entre los dos progenitores.

Siendo del todo cierto que morimos y somos sustituidos por otro organismo cada cierto tiempo, ¿por qué no somos conscientes de ello? ¿Por qué pensamos que somos siempre exactamente la misma persona? Y de forma quizás aún más sorprendente, ¿por qué cuando vemos a un recién nacido crecer, cambiar sucesivamente de tamaño y de proporciones, multiplicar varias veces su peso, seguimos pensando que, al llegar a adulto, es la misma persona? ¿Cómo podemos pasar por alto que el cuerpo inicial del recién nacido ha sido sustituido por otro diferente y mucho mayor?

La explicación para esta sorprendente incapacidad de ver algo tan obvio consiste en que para nosotros, para nuestra mente, una persona es, en cierto modo, un concepto. Para nosotros una persona es una entidad viva que presenta una continuidad física a lo largo del tiempo y que, alcanzada la edad adulta, mantiene de forma permanente unas determinadas características, aunque siempre sujetas al lento y progresivo cambio provocado por el envejecimiento.

Pensamos, por tanto, que una persona es una y siempre la misma. Y si pensamos así es porque nuestra perspectiva es, inevitablemente, la de un ser pluricelular. Si tuviésemos, por ejemplo, la perspectiva de una bacteria, de un ser unicelular, nos veríamos a nosotros mismos no como a una persona, sino como a un conjunto de miles de millones de personas. Aunque incluso dentro de los seres pluricelulares puede haber también diferentes perspectivas. Para una mariposa, que llega a adulta tras sufrir una metamorfosis, nosotros seríamos sólo media persona, pues no llegamos nunca a transformarnos. Y para un vegetal que mediante estolones crea nuevas plantas, nosotros seríamos sólo el inicio de una persona, defectuosos por ser incapaces de multiplicarnos en numerosos clones independientes.

Nuestra mente piensa en todo momento que somos una única persona. Y menos mal que piensa exactamente así, porque de otra forma sería incapaz de tomar cualquiera de las decisiones que son necesarias para la supervivencia del organismo. Nuestra mente fue creada precisamente para coordinar nuestras células y nuestros órganos como si se tratasen de un único ser vivo. Y es gracias a esta visión integradora que el organismo, y con ello la totalidad de las células y órganos que lo componen, consiguen sobrevivir en su conjunto.

Sin embargo, esta perspectiva no es exclusiva de nuestra mente, la comparten también todos los órganos y sistemas que forman nuestro cuerpo. Todos ellos funcionan como si fuésemos un único individuo, trabajando, desarrollándose o sacrificándose por el organismo como un todo. Algo completamente lógico si pensamos que todas las células de nuestro cuerpo son clones, es decir, células con el mismo material genético, células hermanas descendientes de una única célula inicial. De cierta forma, podríamos considerar nuestro organismo pluricelular como una célula que se ha hipertrofiado, generando millones de clones, de otras células, pero que mantiene en todo momento una única funcionalidad y propósito en su conjunto.

Así, resumiendo lo anterior, podemos decir que todas nuestras células mueren y nacen continuamente, tal como también lo hacen cada cierto tiempo, debido a ello, todos nuestros órganos. En consecuencia, nuestro cuerpo muere y nace en su totalidad cada cierto número de años. Y al mismo tiempo, al reproducirnos y más tarde morir, nuestro organismo, como un todo, nace y muere con cada generación. Sin embargo, a pesar de todo esto, debido a nuestra particular perspectiva propia de un ser pluricelular, percibimos todas estas realidades de una determinada forma, justamente de aquella que nos resulta más adecuada para asegurar nuestra supervivencia.

Si, por el contrario, nuestra mente utilizase una perspectiva diferente, nos resultaría incómodo pensar, por ejemplo, que hemos muerto varias veces. Y que lo mismo les ha ocurrido a todas las personas que conocemos y que están a nuestro alrededor. Nos resultaría difícil pensar que hemos sido o que seremos otra persona. Y que ninguna de ellas es la auténtica y, al mismo tiempo, todas lo son. Nos resultaría igualmente confuso imaginar que nuestro cuerpo, mientras muere, genera y alimenta al cuerpo siguiente. O también, en otro orden de cosas, que los alimentos que ingerimos constituyen la materia que dará forma a nuestro siguiente organismo, es decir, que los alimentos se convertirán en nosotros mismos.

Todos nosotros nos consideramos una entidad fija, constante e inmutable. Pero en realidad somos un ser difuso, múltiple, cambiante e inacabado. Somos al mismo tiempo una y muchas personas, todas ellas en continuo cambio, en permanente renovación. Y todo esto va mucho más allá de lo que podamos comprender utilizando unos conceptos excesivamente reductores y simplistas como aquellos que habitualmente empleamos, como son, por ejemplo, vida, muerte, nacimiento o reproducción.

Así es, aceptémoslo de una vez por todas: hemos muerto y hemos sido sustituidos por una persona exactamente igual a nosotros. Pero, siendo éste un hecho inevitable, sin solución posible, esforcémonos al menos por que nuestro nuevo ser sea mejor que el anterior. Y no dejemos de celebrar, a cada momento, que nuestra continua muerte significa al mismo tiempo nuestro continuo renacimiento.