25/6/09

El hospital de los enfermos perpetuos.

En determinados lugares, las personas tienen un miedo atroz a entrar en un hospital. Esto ocurre especialmente en aquellos países en que el sistema sanitario no es público, sino de capital privado. En este sistema, son los enfermos los que sustentan el funcionamiento de los hospitales, pagando por los servicios de salud que les son prestados. El miedo a entrar en algunos de estos hospitales está, cabe decir, plenamente justificado.

Cuando una persona, enferma o no, entra en un hospital privado debe tener mucho cuidado. En la mayoría de los casos las personas son tratadas de una forma correcta y ejemplar. En otros casos, sin embargo, es fácil imaginar a una multitud de médicos y de administradores, hambrientos de dinero, agolpándose alrededor de cualquier persona que asome por la puerta. Es precisamente en estas personas que reside la posibilidad de mantener sus puestos de trabajo, de cobrar sus salarios, de pagar sus casas, de financiar sus vacaciones, de comprar un coche nuevo… No es de extrañar, por tanto, que miren a quien entra con unos ojos llenos de avidez y de codicia.

Si entramos en uno de estos hospitales, aunque sea por descuido, estaremos cometiendo un grave error. Casi al momento nos serán diagnosticadas una o varias enfermedades y seremos rápidamente internados a la fuerza. Siendo así, es poco probable que volvamos a ver la luz del día. Seguramente pasaremos el resto de nuestra vida allí, siendo tratados de todas las enfermedades posibles. O al menos así será hasta que el hospital consiga agotar todo nuestro dinero, momento en que seremos expulsados o definitivamente eliminados.

En ningún caso se nos ocurriría llamar médicos a los trabajadores de un hospital de estas características. De un médico de verdad se espera que tenga como objetivo curarnos, que diagnostique únicamente las enfermedades que tenemos y que se guíe siempre por principios científicos. En caso contrario, se tratará simplemente de un negociante del área de la salud.

En el campo de la política sucede lo mismo. En determinados países, las personas tienen un miedo atroz de ir a votar en las elecciones, o al menos deberían tenerlo. Esto ocurre especialmente en aquellos países en que una parte o la totalidad de los partidos políticos permitidos no persigue el bien público. Estos partidos, que podríamos llamar de capital privado, persiguen únicamente su propio interés. Y como tales, se mantienen económicamente gracias al número de votos y a los cargos públicos que consiguen obtener tras cada elección.

En estos países, los electores deben tener mucho cuidado cuando van a votar. Es posible que, en caso de ser elegido uno de estos partidos, éste llegue a gobernar cabalmente, respetando el bien público. Pero, con mucha más frecuencia, ocurre lo contrario. No es de extrañar así que, cuando un ciudadano se aproxima a la urna de voto, algunos de estos partidos miren al elector con unos ojos llenos de avidez y de codicia. Es precisamente en estos electores que reside la posibilidad de mantener sus puestos de trabajo, sus salarios, sus casas, sus vacaciones, sus coches…

Si dejamos que un partido de este tipo entre en el gobierno, aunque sea por descuido, estaremos cometiendo un grave error. Una vez dentro, podemos tener la seguridad de que nunca más, o con mucha dificultad, va a salir de él. O al menos así será hasta que el país esté completamente arruinado, momento en que sí saldrá por su propia voluntad o será definitivamente eliminado el país.

Mientras eso ocurre, estos partidos hacen todo lo posible para mantenerse en el poder y no perder su negocio: no realizan nada que pueda producir cambios en el país; no aprueban nunca leyes que tengan la oposición de cualquier grupo, pequeño o grande, de electores; cultivan en todo momento la emotividad y el patriotismo del pueblo; inventan un enemigo interior o exterior contra el cual se debe luchar; se presentan a sí mismos como héroes; condenan al ostracismo a los pocos partidos que persiguen el bien público; afirman que en el gobierno son ellos o el caos…

En ningún caso se nos ocurriría llamar políticos a los integrantes de estos partidos. De un político de verdad se espera que tenga como objetivo el buen gobierno del país, que presente soluciones a los problemas y que se guíe siempre por principios científicos. En caso contrario, se tratará simplemente de un negociante del área de la política.

…Pero, ¿cómo es eso? ¡No me diga que, tal como el resto del mundo, usted ha dejado que uno de estos partidos le gobierne!!!

19/6/09

La inevitable excepción.

No hay norma en que el poder del dinero no consiga crear una excepción. Y esto es así incluso en aspectos tan inmateriales, en principio, como la virtud o el destino de las almas. Así, en el pasado, los grandes transgresores de la moral podían fácilmente evitar que sus almas fuesen a parar al infierno. Para ello les bastaba con comprar una bula papal, por una generosa cantidad de oro, y obtener así el perdón divino para todos sus pecados.

Hoy en día, cuando está generalizado el consenso sobre la necesidad de prohibir la introducción de especies o variedades genéticas extrañas en un ecosistema, continúan existiendo igualmente las inevitables excepciones. Y esto incluso cuando lo que se pretende introducir es un organismo genéticamente modificado (OGM), es decir, un aberrante compuesto genético fabricado a partir de varias especies sin ninguna relación entre sí (por ejemplo, una planta en cuyas células se han insertado los genes de una bacteria).

En la agricultura, sin embargo, el actual empleo de OGM está lejos de ser solamente una excepción. En realidad, está convirtiéndose en una norma y, aún peor, en una brutal imposición incluso a aquellos agricultores que no desean emplearlos. Esto es así debido a la contaminación genética que producen los OGM. Cuando en una misma región se cultivan OGM y variedades tradicionales de una planta, resulta del todo inevitable que se produzca hibridación. Las semillas de las plantas tradicionales acaban, por tanto, contaminadas, viendo su integridad genética y sus características alteradas. El agricultor que pretende vender su cosecha tradicional como “no transgénica” acaba por no poder hacerlo y, siendo así, se arruina. Pero además, las propias variedades tradicionales que cultiva pueden llegar a desaparecer, ya que al final el agricultor acaba por no tener semillas que estén libres de contaminación.

Si hacemos un balance de todos los riesgos y beneficios que supone la utilización de OGM llegamos a resultados sorprendentes.

Para la agricultura, el empleo de OGM puede suponer la pérdida de innúmeras variedades tradicionales de plantas, importantes para la supervivencia de muchas poblaciones humanas, o incluso el completo abandono de los cultivos, en el caso de todas las semillas existentes quedar contaminadas. Pero también convierte a los agricultores, voluntariamente o no, en siervos económicos de las grandes compañías productoras de OGM, de las que pasan a depender por completo. Al contrario que las variedades de plantas tradicionales, que son un patrimonio histórico de la humanidad, obtenidas por nuestros antepasados a lo largo de siglos de cuidadosa selección y cruzamientos, los OGM son de exclusiva propiedad de las compañías multinacionales que los producen. Los agricultores deben, por tanto, comprar sus semillas a estas compañías. Y deben comprarles también todos los productos agroquímicos que se aplican a su cultivo, evidentemente fabricados por las mismas compañías.

Para el medio ambiente, supone una degradación y pérdida de biodiversidad, ya que el cultivo de los OGM está basado en la aplicación de herbicidas y otros productos químicos. Con ello se destruye además la fertilidad del suelo y se contaminan las aguas. Y existe también el peligro de llegar a provocar una catástrofe ecológica, ya que los efectos de la utilización de OGM sobre el ambiente son altamente impredecibles.

Para la salud humana, los efectos del consumo de OGM son también impredecibles, pudiendo provocar determinadas enfermedades, algunas de ellas mortales. Los estudios realizados por las propias compañías multinacionales no son, evidentemente, satisfactorios ni fiables.

Podemos entonces preguntarnos cuáles son los beneficios. ¿Hay quizás un incremento extraordinario de la producción agrícola? ¿Es un modelo de agricultura sostenible? ¿Los agricultores pasan a vivir mejor? ¿Se acaba con las hambrunas en el mundo?… Pues bien, nada de eso. La respuesta es siempre negativa. En realidad, nada mejora, especialmente si consideramos la cuestión a medio y largo plazo. El único beneficio que el cultivo de OGM proporciona a la humanidad es, evidentemente, permitir que los ricos accionistas de las compañías multinacionales se conviertan en personas aún más ricas.

Siendo así, ¿no merece la pena correr todos los riesgos antes enumerados? ¿No vale la pena acabar con la agricultura? ¿No vale la pena poner en peligro a la propia población humana? Piense en lo orgullosas que las generaciones futuras se sentirán de nosotros. Con el estómago vacío, en el caso de mantenerse con vida, nuestros descendientes admirarán sin duda nuestro gran logro: sacrificar su futuro para hacer más ricas y más felices a aquellas personas que, ya de por sí, eran estúpidamente ricas y felices.

12/6/09

La crisis del principio de causalidad.

Algunos filósofos ganan rápidamente celebridad y pasan a la historia. Es el caso de Pitágoras, Platón, Rousseau, Hegel… Otros, sin embargo, permanecen para siempre ignorados. Y eso a pesar de, en ocasiones, realizar grandes descubrimientos que fueron esenciales para el desarrollo de la filosofía e incluso de la propia humanidad. Es el caso, por ejemplo, del descubridor del principio de causalidad, figura excelsa de la historia de la filosofía cuyo nombre, por desgracia, permanece hoy en día oculto en las brumas del olvido.

Fue en una época remota, muy anterior a la aparición de los grandes filósofos griegos, que surgió esta figura admirable. Se piensa que vivía en una humilde caverna y que pasaba su tiempo apaciblemente, contemplando el sol durante el día y admirando el movimiento de las estrellas durante la noche. Este eminente pensador tenía, sin embargo, dos problemas. El primero era sufrir frecuentes desmayos y dolores de cabeza. El segundo era tener un compañero de caverna muy agresivo que con frecuencia le golpeaba en la cabeza con su garrote.

Un buen día, nuestro filósofo se dio cuenta de que estos problemas aparecían casi siempre asociados en el tiempo. Era justo después de recibir un golpe en la cabeza que le aparecían sus acostumbrados desmayos y dolores de cabeza. Así, tras mucho reflexionar, llegó a la conclusión de que había una relación de causa y efecto entre ambos fenómenos. ¡El principio de causalidad había sido finalmente descubierto!

Sin embargo, este principio nunca fue aceptado por sus contemporáneos, pues entraba en conflicto con todo tipo de creencias místicas y esotéricas. Y lo mismo ocurrió durante los siglos siguientes. La sociedad nunca aceptó fácilmente este principio tan innovador y revolucionario. Muchas veces ni siquiera era bien comprendido o utilizado, prestándose a grandes confusiones.

Por ejemplo, ya en la Edad Media, la inesperada muerte de cierto rey reveló la confusión aún existente en aquella época sobre este problema. Los fieles cortesanos, reunidos alrededor del cadáver, elaboraron diversas teorías sobre la causa de su muerte, sin que pudiese llegar a decidirse cuál era la correcta. Unos pensaban que la muerte era debida a alguna cosa que comió y que le sentó mal. Otros pensaban que era debida a que tomó demasiado sol en la cabeza. Otros afirmaban que era simplemente consecuencia de la voluntad divina. Sólo unos pocos llegaron a señalar que la causa de la muerte era el puñal que el rey tenía clavado en la espalda.

Pero lo peor de todo fue la teoría expuesta por el heredero del rey, que fue además la última persona en verlo con vida. Según él, el rey “murió debido a que ahora está muerto”. Este argumento ejemplifica el principal enemigo del principio de causalidad: es el llamado círculo vicioso. Consiste, como es evidente, en hacer pensar que la consecuencia observada es al mismo tiempo causa de sí misma.

Hoy en día no tenemos motivos para mostrarnos mucho más optimistas sobre la aceptación del principio de causalidad. En realidad, la teoría del círculo vicioso está a imponerse cada vez más en nuestra sociedad. Baste como ejemplo la explicación que se da a la llamada crisis económica. Es evidente que después de años de capitalismo salvaje, de excesos financieros, de aumento de las desigualdades sociales, de abuso de los recursos naturales, resulta del todo inevitable sufrir un fuerte colapso económico o una serie recurrente de ellos.

Sin embargo, los responsables de esta crisis defienden con ahínco la teoría del círculo vicioso. Según ellos, si la economía se encuentra en crisis es precisamente debido a la crisis económica. La crisis económica explica el hecho de que la economía se encuentre en crisis.

La razón por la que defienden esta teoría resulta evidente. No estando identificada la verdadera causa del problema, tampoco se señalan los responsables de ella. Los culpables de la crisis pueden así dormir tranquilos, pues nadie va a acusarlos de nada. Para acusarlos sería necesario saber que hubo una causa y que ellos fueron sus responsables. Mientras todo el mundo crea en la teoría del círculo vicioso ellos estarán a salvo.

Así, podemos decir que si hoy en día el principio de causalidad está en crisis, es simplemente debido a la crisis del principio de causalidad.

5/6/09

Cómo convertirse en tirano durante unos gloriosos minutos.

No diga que nunca se imaginó sentado en un trono dorado y servido por una corte de esclavos, ocupados todos en satisfacer hasta el más mínimo de sus caprichos. O que muchas veces no desearía hacer la primera cosa que le apeteciese sin preocuparse con si su acción vulnera o no las leyes existentes. Pues bien, todos estos sueños de poder ilimitado pueden hacerse realidad en un instante. En nuestra sociedad moderna convertirse en un tirano está al alcance de cualquiera. Para ello sólo necesita tener algunas monedas en el bolsillo.

La suprema maravilla que permite la realización de sus sueños tiene un nombre: libre comercio. Es precisamente este tipo de comercio, siempre tan liberal, tan exuberante, tan pujante, tan libre de reglas, tan desconocedor de fronteras, el que permite que sus más ansiados sueños de tiranía y de dominación se conviertan al instante en una realidad. Para ello basta simplemente con que participe en él, aunque sea de la forma más modesta. Basta simplemente con que vaya a una tienda y compre un producto de este mercado sin fronteras. ¡Así de simple!

En un modelo de libre comercio, quien va a una tienda únicamente se preocupa con que el producto que compra sea lo más barato posible. Nunca preguntará al vendedor si ha sido realizado en condiciones laborales dignas o si para su producción se han respetado las más mínimas normas ambientales. Cualquier vendedor se sentiría como mínimo incomodado si alguien lo hiciera. Pero, evidentemente, nadie lo hace.

De este modo, al comprar el producto más barato, importado de un país cualquiera, usted puede tener la seguridad de estar realizando finalmente su sueño. Así es. Al comprar ese producto usted se convierte, por unos momentos, en el patrón inmisericorde de cientos de trabajadores que cobran salarios ridículamente bajos. Algunos de ellos incluso serán menores de edad, obligados a trabajar en vez de ir a la escuela. También se convierte, por instantes, en el patrón de prósperas empresas que contaminan ríos y aguas potables, que destruyen cultivos tradicionales y extensos bosques, que alteran la composición de la atmósfera y del clima terrestre. ¿No es maravilloso? ¿Existe una más grande sensación de poder que realizar todo esto, y por apenas las pocas monedas que tiene que pagar por ese producto?

En cualquier país civilizado tener esclavos sería considerado indecoroso y, muchas veces, ilegal. Tener empresas contaminantes que destruyen el medio ambiente también está mal visto, y a veces incluso sufren la imposición de multas, aunque nunca muy severas. Pero, claro, nada impide tener esclavos en otro país o destruir el medio ambiente en otra parte cualquiera del mundo. Nada mejor que tener los esclavos, los campos contaminados y las aguas pestilentes en otros lugares del mundo, bien lejos de casa, fuera del alcance de la vista. No necesita, por ejemplo, cruzarse con los esclavos, ni ver sus miserables figuras, ni soportar su mal olor. Todos ellos están en un país lejano con el cual existe un tratado de libre comercio.

Por tanto, si usted quiere ser un tirano, vaya ahora mismo a una tienda y compre cualquier producto, especialmente el más barato y que venga de más lejos. ¡Sienta entonces todo el maravilloso poder! En ese momento, ¡usted es el amo del mundo! Imagine cientos de esclavos trabajando duramente para que usted, en un país remoto, pueda comprar ese producto que ellos fabrican. Imagine el medio ambiente de otro continente siendo destruido para que ese producto pueda llegar hasta usted a un precio ridículamente bajo. Y si, pasado algún tiempo, le parece que esta maravillosa sensación comienza a desvanecerse, no tiene más que ir a comprar otro producto cualquiera.

Olvide todas esas tonterías del comercio justo. Olvide también que el ambiente es un todo y que su destrucción en otro país acabará igualmente por afectarle, como resulta evidente con las consecuencias del cambio climático. Olvide todo eso. No deje que estos pensamientos le estropeen la maravillosa experiencia de sentirse como un tirano, por unos gloriosos minutos, cada vez que va en peregrinación a una tienda.

Porque realmente no es el conocimiento lo que nos hace libres. Lo que nos hace libres es, sin lugar a dudas, el libre comercio.