13/12/23

La filosofía como el arte de conocer, pensar y actuar


En un día muy nublado, con el cielo presentando un aspecto sombrío y amenazador, lo más habitual es que antes de salir de casa nos asomemos a la ventana, observemos atentamente las nubes y extendamos la mano para comprobar si cae o no alguna gota de lluvia. En función de esta breve y sencilla observación, tomaremos seguramente una decisión y actuaremos de una determinada forma o de otra. Si en ese momento la lluvia que cae es débil o moderada, podemos simplemente dirigirnos al armario para coger un paraguas que nos evite mojarnos. Pero si llueve de forma cada vez más intensa, podemos optar por quedarnos en casa hasta que pase el mal tiempo. Y con esta simple decisión estaremos evitando el riesgo de contraer algún enfriamiento o resfriado, salvaguardando prudentemente nuestra salud. O en el peor de los casos, ante un posible recrudecimiento de la tormenta, podremos incluso estar evitando morir bajo la furia imprevisible y desbocada de los elementos.

Con esta simple y habitual rutina estaremos dando forma a la más fundamental de las premisas: obtener información del medio en que vivimos, comprender su significado y actuar en consecuencia para mejorar o preservar nuestra vida. Y a pesar de la aparente simplicidad de su enunciado, podemos decir que en esta premisa reside precisamente el propósito esencial y la razón de ser de todo nuestro pensamiento, de nuestra conciencia, de nuestra voluntad. Todo nuestro empeño en la vida se puede resumir, básicamente, en el cumplimiento de dicha premisa y en la continua y sucesiva ejecución de los tres principios fundamentales que se recogen en ella: conocer, pensar y actuar.

En consecuencia, podemos esperar también que la filosofía, como desarrollo intelectual de nuestro pensamiento, se centre en cada uno de estos tres principios fundamentales y labre sus diversos campos de estudio partiendo de ellos. En base a esta idea y atendiendo siempre a los tres principios antes referidos, podríamos dividir las ciencias filosóficas en tres grandes apartados: las ciencias naturales, que tienen por objeto obtener información del medio en que vivimos, las ciencias éticas, también identificables como ciencias sociales o comportamentales, que tratan de adecuar nuestras acciones a la mejora de nuestras condiciones de vida, y las ciencias formales, que nos capacitan para elaborar la información obtenida del medio y proyectarla adecuadamente sobre nuestras acciones.

Partiendo de esta división, podemos caracterizar brevemente cada uno de estos tres grandes apartados y reflexionar en alguna medida sobre cómo es tratado y abordado cada uno de ellos en la actualidad.

Comenzando por las ciencias naturales, debemos recordar que dichas ciencias, en su inicio, estaban plenamente integradas en el campo general de estudio de la filosofía. Sin embargo, debido al gran desarrollo que lograron alcanzar a lo largo de los últimos siglos, en gran parte debido a importantes avances técnicos, fueron independizándose progresivamente del resto de las ciencias filosóficas, acabando así por crear campos propios y especializados del saber como, por ejemplo, la física, la química, la geología o la biología.

Por desgracia, este enorme desarrollo, con la creación incluso de nuevas áreas especializadas dentro de cada una de ellas, ha ido llevando a las ciencias naturales a un progresivo aislamiento y a una pérdida de conexión con el resto de las ciencias filosóficas. Tanto es así que las ciencias naturales muchas veces se interpretan, en la actualidad, como ciencias completamente ajenas a la filosofía y al resto de sus ciencias, sin poseer ninguna relación directa o indirecta con ellas. Es decir, las ciencias naturales y la filosofía, en su generalidad, son vistas como saberes divergentes, ajenos o excluyentes.

La triste consecuencia de esta situación es que muchas veces el conocimiento y la información obtenidos mediante las ciencias naturales no son pensados ni aplicados en acciones que mejoren nuestra vida. En ocasiones, se emplean incluso en exactamente todo lo contrario, es decir, en empeorarla. Ya sea por simple ignorancia o inconsciencia, ya sea de una forma premeditada, estúpida e irreflexiva, lo cierto es que la información obtenida por las ciencias naturales a menudo se utiliza al margen o incluso en contra de cualquier tipo de principio ético. Y con esto, como es evidente, se rompe con la premisa fundamental que rige nuestra actividad intelectual, que queda así incompleta y carente por completo de sentido.

Cuando esto sucede, cuando las ciencias naturales se aplican para empeorar nuestras vidas, se convierten en anticiencia. Y no sólo constituyen una clara negación de nuestra conciencia y de nuestro pensamiento, sino que se convierten en un obstáculo para el desarrollo de nuestra vida. O incluso, en el peor de los casos, llevadas por el más ciego fanatismo, en enemigas directas de nuestra propia supervivencia.

Al abordar el apartado siguiente, el de las ciencias éticas, hay que considerar, antes de nada, que nuestras acciones responden a diversos mecanismos, por lo que conviene separarlas en al menos dos grupos diferentes. En primer lugar, están aquellas acciones que obedecen a mecanismos determinados genéticamente. Algunos de estos mecanismos son responsables de simples reflejos, de tipo involuntario. Pero muchos otros son responsables de acciones y conductas complejas, que afloran y se manifiestan en nuestra conciencia bajo la forma de sentimientos, impulsos o instintos. En segundo lugar, están aquellas acciones que obedecen a mecanismos elaborados por nuestra mente, sin una determinación genética directa, y que se desarrollan en nuestra conciencia bajo la forma de ideas y pensamientos.

La parte de nuestras acciones determinada por los genes, gobernada por tanto por nuestros sentimientos, impulsos o instintos, es estudiada por diferentes campos del saber. Al menos en parte de su ámbito y en algunos de sus aspectos, es tratada por ciencias como la antropología, la psicología o la estética. En cambio, la parte de nuestras acciones determinada por nuestra mente, basada en nuestras ideas y pensamientos, es estudiada por ciencias como la ética, la política o las restantes ciencias sociales.

Entre estas últimas, la ética se ocupa del estudio y la elaboración de normas para el comportamiento individual, mientras que la política o filosofía política se ocupa del estudio y la elaboración de normas aplicables al comportamiento de un grupo social. Por su parte, el estudio detallado de las leyes y de la justicia, de la organización equilibrada e igualitaria de las sociedades, de la economía real y productiva, de la historia y la evolución social, así como de muchas otras áreas relacionadas con diversos aspectos del comportamiento de los grupos humanos, dan su forma y completan el conjunto de las diferentes ciencias sociales.

De igual forma que el aislamiento de las ciencias naturales con respecto a las ciencias éticas conduce a las primeras al abismo de la anticiencia, también podemos observar este mismo fenómeno en sentido contrario. Moviéndose ambos tipos de saberes en mundos cada vez más separados y excluyentes, es frecuente en la actualidad encontrar formulaciones éticas que ignoran por completo los grandes descubrimientos y avances conseguidos por las ciencias naturales, situándose por completo al margen de ellos. Las ciencias éticas quedan así muchas veces ancladas en el pasado, manejando conceptos ampliamente superados y sin sentido, en un ejercicio voluntario o involuntario de oscurantismo.

Negando o ignorando la realidad, rompiendo igualmente, de esta forma, con la premisa fundamental que caracteriza nuestro pensamiento, las ciencias éticas se convierten en algo que, de forma equivalente, podríamos denominar como antiética. Y sus consecuencias resultan ser igualmente catastróficas, constituyendo un claro obstáculo para nuestra vida y también, con excesiva frecuencia, para nuestra propia supervivencia.

Llegados al apartado de las ciencias formales, debemos destacar que dichas ciencias poseen una situación central, de intermediación, entre las ciencias tratadas en los dos apartados anteriores. Sería imposible adquirir información o desarrollar formas adecuadas de comportamiento si no convirtiésemos previamente nuestro mundo y todo nuestro entorno en algo tan simple y manejable por nuestra mente como son los conceptos. Pero además, para que estos conceptos nos sean realmente útiles, debemos organizarlos y relacionarlos entre sí de la forma más clara y precisa posible.

Son diversos los campos de estudio que tratan sobre la conceptualización de la realidad y la organización de los conceptos e ideas resultantes de ella. Como ciencias relacionadas en mayor o menor medida con este tema, podemos citar la epistemología, que estudia los límites de la percepción y de nuestros sentidos, el lenguaje, que analiza la transmisión de ideas entre individuos, la lógica, que trata de la organización y relación entre los conceptos, o las matemáticas, que parten, en ciertas áreas, del intento de cuantificación de esa misma realidad.

Dentro también de este apartado, resulta de particular importancia la llamada filosofía de la ciencia, un campo formal del saber que establece y determina el método científico, utilizado por todas las ciencias naturales. Es precisamente este método, en realidad un conjunto de métodos, el que nos permite ajustar al máximo nuestro conocimiento a la realidad que nos rodea, adquiriendo de esta forma una información lo más útil, consistente y veraz posible.

Al margen de los tres apartados citados anteriormente, fuera por tanto del campo de las ciencias naturales, éticas o formales, se citan a menudo otras ciencias filosóficas que a lo largo de la historia han llegado a tener un cierto desarrollo. Sin embargo, dichas ciencias, que podríamos agrupar en su conjunto bajo el nombre de metafísicas, han dejado de tener sentido o razón de ser en la actualidad debido al avance logrado tanto en el conocimiento general como en la caracterización de nuestra propia percepción. Estas ciencias, por tanto, han quedado reducidas a meros ejercicios especulativos, sin una base real.

Por otra parte, debido al continuo ataque perpetrado históricamente contra la filosofía, a menudo han llegado a incluirse en ella diversas falsas ciencias o pseudociencias, algo que por desgracia todavía sucede en la actualidad con demasiada frecuencia. Estas falsas ciencias suelen estar generalmente relacionadas con las religiones, que son las responsables, en la mayoría de los casos, de crearlas e imponerlas. Todas ellas se basan en un determinado pensamiento mágico que ignora o niega directamente la realidad, cuando no se opone frontalmente a ella. De igual forma, niegan y combaten la ética, tratando siempre de sustituirla por unas determinadas normas de conducta de tipo dogmático. El evidente propósito de estas falsas ciencias, a un determinado nivel, consiste en destruir o corromper la filosofía para con ello conseguir imponer más fácilmente un determinado orden social.

Podemos afirmar que la filosofía es, por definición, la ciencia objetiva y universal. Sin embargo, debemos tener en cuenta que, a pesar de ello, su desarrollo y aplicación no necesariamente lo son. Por ejemplo, aunque la información obtenida por las ciencias naturales, utilizando el método científico, es siempre objetiva, cuando éstas centran su atención únicamente en una determinada materia e ignoran al mismo tiempo todas las demás pueden llegar a proporcionarnos una visión bastante distorsionada y engañosa de la realidad. De igual forma, aunque la ética es siempre universal en sus principios, su aplicación y su práctica resultan ser siempre particulares. Un mismo principio ético puede dar lugar a acciones aparentemente opuestas según el medio o la circunstancia en que se aplique. Y diferentes culturas, creadas en ambientes distintos, pueden desarrollar normas de comportamiento diferentes incluso aplicando unos mismos principios.

Lo que es evidente es que todas las ciencias filosóficas son necesarias. Y aunque no siempre seamos plenamente conscientes de ello, todas forman parte indisociable de nuestra actividad intelectual. Incluso de nuestros actos más habituales y cotidianos. Volviendo de nuevo al ejemplo inicial, puede ser que hoy u otro día cualquiera el cielo se encuentre nublado y empiece a llover. Pues bien, si nosotros conseguimos identificar la lluvia como una precipitación de vapor de agua condensado, si sabemos en qué condiciones atmosféricas se produce, si extendemos la mano a través de la ventana para comprobar su posible precipitación, si sabemos proyectar en nuestra mente los efectos que estar expuestos a la lluvia puede producir sobre nuestra salud, si somos además conscientes de todas las diversas acciones que podemos realizar y de cuáles serán sus posibles consecuencias, si hacemos todo esto, estaremos realizando un profundo, elaborado y complejo ejercicio de filosofía.

Y así, mientras paseamos bajo la lluvia cómodamente resguardados bajo un paraguas, pisando alegre y despreocupadamente todos los charcos, podemos tener la satisfacción de saber que, con sólo mirar al cielo y abrir un modesto y vulgar utensilio, hemos dado fiel cumplimiento a la premisa fundamental que caracteriza nuestra voluntad y nuestra conciencia. El simple ejercicio de conocer, pensar y actuar nos es suficiente para dar completo sentido y plenitud a nuestro pensamiento y para adentrarnos de inmediato en el admirable arte de la filosofía.


10/11/23

La conciencia como ficción eminentemente útil


Cuando, tras la fuerte descarga eléctrica, los ojos de la criatura finalmente se abrieron, lo primero que ésta sintió fue una luz cegadora y sofocante, casi dolorosa, inundándolo todo y anulando la totalidad de sus sentidos. Pasados algunos momentos de angustia y confusión, su vista pudo al fin acostumbrarse mínimamente a aquella potente claridad. Y lo primero de que la criatura se apercibió entonces fue del espacio que la envolvía, a un mismo tiempo vibrante y tenebroso, insondable, casi imposible de escrutar. Comprendió en ese momento que la luz venía de arriba, de lo alto. Mientras agitaba su cuerpo, sentía el calor insoportable que ésta provocaba sobre su piel. Y sentía también el aire caliente que, al respirar, entraba de forma violenta en su pecho. Supo entonces que debía alejarse lo antes posible de aquella terrible y asfixiante luz. Pero, al intentar hacerlo, comprobó que sus extremidades se encontraban amarradas, con fuerza, a la dura superficie sobre la cual se hallaba tendido su cuerpo.

Sí, la conciencia de la criatura se había finalmente despertado. Tenía conciencia del espacio en que se hallaba y de los límites y la posición de su cuerpo. Tenía conciencia de la existencia y de la localización de la luz que la amenazaba. Y tenía conciencia también de los movimientos que debía realizar para alejarse lo más rápidamente posible de ella. Pero de lo que no era en absoluto consciente, en cambio, era de la verdadera naturaleza de su propio cuerpo.

Quien sí conocía esa naturaleza con todo detalle era la persona que se hallaba a pocos pasos de ella, su creador. Oculto en la penumbra del laboratorio, el eminente y genial científico, trastornado sin embargo, desde hacía años, por las más locas y obsesivas ideas, permanecía inmóvil y en silencio, concentrado todavía en manipular la compleja maquinaria con la que había dado vida a su nueva y más fabulosa creación. Él sabía muy bien cómo era la criatura. Sabía el origen de todos los órganos que había tenido que buscar, robar y juntar para dar lugar al nuevo ser. Conocía a la perfección los fragmentos de los diferentes cuerpos que había tenido que ensamblar y coser pacientemente para formar con ellos uno solo. Sabía todo acerca de los fluidos, las conexiones y los implantes con los que había tenido que dotar a su más reciente y escalofriante experimento. Sabía, en definitiva, que la criatura no era otra cosa que la suma aberrante, repulsiva y antinatural de muchos otros organismos.

Pero la criatura, evidentemente, no era consciente de ello. Su conciencia permanecía al margen por completo de este hecho. Porque, como es lógico, la función de la conciencia no consiste en conocer la naturaleza del propio cuerpo. Su verdadera función consiste en recibir la información proporcionada por los sentidos, saber cómo es y en qué se caracteriza el espacio que nos rodea. Consiste en identificar, en ese espacio, los límites y los movimientos de nuestro propio cuerpo. Y consiste también en saber cuáles son en cada momento nuestras necesidades y decidir de qué forma debemos actuar para conseguir vivir o sobrevivir de la mejor manera posible.

Puede que quizás algún día, tras escapar del laboratorio, la criatura acabe por mirarse en un espejo o que vaya a un hospital a hacerse una radiografía, momento en que podrá conocer finalmente la aberrante naturaleza de su cuerpo. Pero eso en nada afectará a su conciencia, que no dejará por ello de seguir funcionando exactamente igual, cumpliendo siempre las mismas funciones que tiene asignadas.

El desconocimiento que tiene la conciencia de la criatura sobre la naturaleza de su propio cuerpo es algo que puede parecernos extraño e inquietante. Pero lo cierto es que todos nosotros nos encontramos, básicamente, en la misma e idéntica situación. Todos nosotros estamos formados por órganos, por fluidos, por conexiones nerviosas, por músculos y ligamentos. Y solamente conocemos su existencia porque nos han enseñado o hemos leído en libros que nuestro cuerpo está hecho de esa determinada manera. Pero si nuestro cuerpo fuese otro completamente diferente, con otros órganos, con otros fluidos, con otros sistemas corporales, nuestra conciencia continuaría funcionando exactamente igual que hasta ahora, en nada se vería afectada. De hecho, antes de que la ciencia empezara a estudiar la anatomía del cuerpo humano y comenzara a revelarnos su contenido, nuestra conciencia no era en nada diferente de la actual, ni en su funcionamiento ni en su propósito.

Esto es así porque la conciencia no necesita, en realidad, saber lo que somos o cómo estamos hechos. No necesita saber si somos una persona normal o la aberrante creación de un científico loco. Únicamente necesita cumplir, como hemos dicho, las funciones que tiene encomendadas, que consisten en salvaguardar, cuidar y dotar de mejores condiciones de vida a nuestro organismo, sea cual fuere su naturaleza o composición.

Pero aunque nuestra conciencia no sepa cuál es nuestra auténtica y verdadera naturaleza, nuestro organismo, en su conjunto, evidentemente sí que lo sabe. Sabe perfectamente cómo está hecho nuestro cuerpo y es capaz además de regular todo su funcionamiento hasta en los más mínimos detalles. En nuestro interior existe toda una serie de órganos, glándulas y sistemas encargados de vigilar y de controlar toda la complejidad de nuestro organismo. Y estos órganos sí que son, desde luego, conscientes de nuestra propia naturaleza y de todo aquello que sucede, a cada momento, en cualquier parte de nuestro cuerpo.

Así, aunque en general nos refiramos a la existencia de una única conciencia en cada persona, lo correcto sería decir que existen muchas conciencias en cada uno de nosotros, funcionando todas en paralelo y de forma coordinada entre sí. Por tanto, deberíamos comenzar por distinguir, al menos, entre dos tipos diferentes de conciencias: las conciencias externas, que se encargan de analizar el medio externo y la forma como interactuamos con él, y las conciencias internas, que se encargan de analizar el medio interno de nuestro organismo y las interacciones que en él se producen.

La conciencia a la que tradicionalmente nos referimos, la conciencia mental, localizada en la parte cortical de nuestro cerebro, es la conciencia externa que se encarga de analizar la información transmitida por los sentidos y de decidir cuáles deben ser nuestras acciones para conseguir adaptarnos de la mejor manera a nuestro entorno. Sin embargo, también recibe algunas informaciones procedentes del medio interno, como pueden ser las sensaciones de dolor, de hambre o de sed, transmitidas por otras conciencias. Y de forma recíproca, influye también en el medio interno y en esas otras conciencias, como, por ejemplo, haciendo que se acelere el pulso ante una súbita situación de peligro.

Determinados estímulos requieren, sin embargo, una respuesta rápida en la forma de reflejos. Es por ello que dichos estímulos y las respuestas motoras correspondientes no llegan a alcanzar la mente, funcionando al margen de ella. Así, podemos decir que los reflejos constituyen un tipo diferente de conciencia externa, localizada físicamente en diferentes partes del sistema nervioso. Y como es fácil deducir, son el tipo de conciencia externa predominante en los animales más simples, aquellos que no poseen un cerebro desarrollado.

Entre las conciencias internas, podemos citar la que constituye el sistema inmune, un tipo de conciencia altamente complejo y sofisticado que no sólo es capaz de identificar cualquier elemento vivo ajeno a nuestro organismo, sino que además es capaz de combatirlo de la forma más eficaz posible, analizando con detalle hasta sus más mínimas características.

Podemos hablar también de conciencias internas al referirnos a cualquier órgano o glándula que controle el equilibrio fisiológico de nuestro cuerpo, de nuestro medio interno. Dichos órganos son conscientes, en cada ámbito particular, de cuáles son los parámetros propios del organismo y de todo aquello que deben hacer para reponer el equilibrio cuando éste se pierde. De igual forma, existen otros tipos de conciencia responsables de mecanismos de enorme complejidad fisiológica, como pueden ser las diferentes funciones hepáticas, los sistemas hormonales o los factores de crecimiento que gobiernan el desarrollo del organismo.

En último término, más allá de los diferentes órganos y sistemas, podemos hablar de conciencia al referirnos a cualquiera de las células que forman parte de nuestro organismo, pues todas ellas reciben información del medio interno e interactúan de forma compleja con él. Baste citar, como ejemplo de dicha complejidad, la forma asombrosa en que cada célula es capaz de saber, durante el desarrollo embrionario, en qué lugar exacto del organismo se encuentra y cómo debe diferenciarse para formar un determinado órgano, coordinándose además con las células vecinas para generar formas del todo perfectas y funcionales.

En realidad, todas las conciencias citadas anteriormente no son otra cosa que la suma de la actividad de las células que componen los órganos donde dichas conciencias se localizan. Por tanto, a un determinado nivel, todas las conciencias del organismo pueden resumirse en la existencia de una única conciencia, aquella que es propia de nuestras células. Y esta conciencia es en realidad única, puesto que todas las células de nuestro organismo son clones, es decir, células hermanas e idénticas en su material genético, aunque luego acaben por diferenciarse y especializarse cada una en una determinada función.

También nuestra corteza cerebral está formada por células, por lo que, evidentemente, nuestra conciencia mental es también una consecuencia de la ya referida conciencia celular. Sin embargo, como hemos dicho anteriormente, para cumplir sus funciones nuestra mente no necesita saber de la existencia de órganos, de células o de otras conciencias. Y si bien la ciencia es capaz de revelarle ahora su existencia, lo cierto es que nuestra mente no está hecha para asimilar ni para integrar dicha información. Así, incluso en la actualidad, nosotros y nuestra mente tendemos inevitablemente a considerar todas las conciencias internas como meros automatismos determinados genéticamente. Como si en verdad la propia mente y la propia conciencia mental no lo fuesen también.

Es cierto que en la mente convergen, además de la información genética, la información cultural transmisible y la experiencia individual que vamos acumulando a lo largo de toda nuestra vida. Pero recordemos, por ejemplo, que también nuestro sistema y conciencia inmune poseen memoria y acumulan experiencia individual, siendo capaces de recordar pasadas infecciones y la forma exacta y más eficaz de combatirlas. Y los anticuerpos, que representan una información adquirida por esa memoria inmune, se transmiten durante la lactancia de madres a hijos, constituyendo un tipo de información en cierta forma bastante semejante a la cultura.

Por otra parte, debemos siempre tener en cuenta que la conciencia mental posee una importancia variable en cada especie. Dicha conciencia tendrá un mayor o menor desarrollo en función de la complejidad del medio externo al que tenga que enfrentarse la especie y, también, de la mayor o menor variabilidad de comportamientos con que el individuo pueda responder a ese mismo medio.

Más concretamente, en un medio cambiante pero repetitivo resultará útil que la conciencia mental se desarrolle y adquiera la capacidad de memoria, con la cual podrá almacenar y utilizar en todo momento información recogida en el pasado. En otras ocasiones también le será útil al individuo poder predecir determinados cambios en el medio, combinando los indicios observados con la información aportada por la memoria y el aprendizaje. En este caso, la conciencia mental tenderá también a desarrollar la capacidad de imaginación, con la cual le será posible trazar hipotéticos escenarios futuribles y ensayar en ellos el mayor o menor acierto de cada tipo de comportamiento.

Si una especie es social, la conciencia mental deberá ser además capaz de reconocer a otros organismos semejantes a él y de comprender que a ellos se aplica exactamente lo mismo que al propio organismo. Gracias a esto, un individuo podrá ser capaz de predecir, imitar, transmitir o inducir comportamientos en las conciencias de los otros. Y será también posible desarrollar una conciencia colectiva, resultado de la suma coordinada de todas las conciencias individuales, permitiendo que el grupo social responda por igual o de forma organizada ante una determinada situación. En último término, como en nuestra especie, podrá crearse una organización social que permita que determinados individuos se especialicen en la transmisión del conocimiento. Y que surja, de este modo, el conocimiento científico que nos está permitiendo empezar a conocer nuestro medio interno y nuestras conciencias, así como el propio funcionamiento de la conciencia mental, que de esta forma se revela a sí misma.

En un sentido contrario, existen ciertas situaciones en que la actividad y las funciones de la conciencia mental quedan bastante condicionadas. Determinadas tareas repetitivas, por ejemplo, consiguen evitar su paso continuo por dicha conciencia, creándose así actividades semiconscientes que, una vez iniciadas, tienen una ejecución casi automática. También existen determinadas informaciones que se almacenan en lugares poco accesibles y manejables por la mente, como el subconsciente. Por otra parte, hay ocasiones en que la conciencia mental queda desbordada por los sentimientos y emociones inducidos por las conciencias internas o subconscientes, que adquieren en ese momento un dominio casi completo sobre el comportamiento. Por último, es importante recordar que durante el periodo del sueño, que ocupa una gran parte de nuestra vida, la conciencia mental parece anularse y desaparecer por completo.

En resumen, podemos decir que la abominable criatura creada por el científico loco, cuando despierta sobre la fría mesa del laboratorio, tiene conciencia plena de ser un individuo y de estar situado en algún lugar del mundo, pero desconoce qué es lo que eso significa y cuál es su propia naturaleza. Su mente, tal como la nuestra, no sabe de qué órganos está compuesto su cuerpo ni de qué forma sus conciencias internas lo regulan mediante complejos mecanismos fisiológicos y genéticos.

Es más, tampoco podemos decir que conozca mucho acerca de la verdadera naturaleza del medio externo. Todos nuestros sentidos nos proporcionan una determinada información sobre el entorno, siempre muy limitada, que luego nuestro cerebro se encarga de conceptualizar y poner a disposición de la conciencia mental. Pero es sólo gracias a la ciencia, en nuestro caso, que comenzamos ahora a conocer, en realidad, qué es y de qué está formada la materia que constituye el mundo exterior.

En definitiva, tanto la criatura como nosotros mismos poseemos una conciencia mental que desconoce por igual los fundamentos básicos que constituyen nuestro medio externo y nuestro propio medio interno. Por un lado, nuestra conciencia reduce la realidad del mundo exterior a una serie de imágenes y conceptos extremamente simplificados y abstractos, fáciles de manejar. Y por otro, reduce a la categoría de un único ser pensante toda la extrema complejidad de nuestro organismo y de nuestro medio interno, incluidas todas nuestras diversas conciencias y la totalidad de nuestras células.

Parece por tanto bastante evidente que nuestra conciencia mental vive, en cierto modo, sumida en una ficción. Aunque debemos reconocer que se trata de una ficción premeditada, calculada y útil, forjada sabiamente por la evolución, que permite a nuestra mente conseguir la máxima simplicidad y eficiencia en todas sus funciones.

Así, cuando nos miramos en un espejo, ¿qué es lo que nuestra conciencia está viendo realmente? ¿Qué tipo de ficción ve reflejada en su superficie? O mejor dicho, ¿qué tipo de ficción nos resulta útil que vea reflejada en ella? No hay duda de que a nuestra conciencia poco le importa si la imagen que le llega es la de un determinado cuerpo o la de otro completamente diferente, siempre que ese cuerpo sea el nuestro. Para ella tanto da si somos unos seres monstruosos y terribles creados por un científico loco o, bien por el contrario, unos seres monstruosos y terribles creados por la propia naturaleza.


28/10/23

El individuo como ser inevitablemente difuso


Sin que nos hayamos dado cuenta, nuestra peor pesadilla se ha hecho realidad. Sí, así es, no hay la menor duda. Por más que nos espante, por más que nos aterrorice, por más que nos angustie, es un hecho probado, una verdad del todo incuestionable. Y aunque nos cueste mucho aceptarlo, no nos queda ya otro remedio que rendirnos con total resignación a sus fatales y trágicas consecuencias. Esta terrorífica verdad, esta dura realidad que tan cruelmente nos golpea, puede además resumirse, de la forma más simple posible, en una sola frase: ¡hemos muerto y hemos sido sustituidos por otra persona exactamente igual a nosotros!

Así es, otra persona ocupa ahora nuestro lugar. Hemos sido sustituidos por un impostor, por un suplantador hábil, astuto y perverso, por un ser infame que ha conseguido convertirse a sí mismo en una copia idéntica de lo que hasta ahora éramos nosotros. Y esta entidad misteriosa, sibilina y sin nombre, sin mostrar nunca el menor escrúpulo, ha ido apoderándose, lenta y sigilosamente, de toda nuestra vida. Ha hecho suya nuestra casa, nuestro trabajo, nuestras pertenencias, nuestras ropas, nuestros enseres, nuestra familia, nuestras amistades. Incluso ha conseguido adueñarse, de forma inconcebible, de nuestra personalidad o de nuestros más antiguos, íntimos y valiosos recuerdos.

Pero la pesadilla no acaba aquí, ni mucho menos. Y es que, por más que nos cueste creerlo, todas las personas que están a nuestro alrededor, tal como nuestros familiares, nuestros amigos, nuestros conocidos, nuestros vecinos o incluso las personas con las que solemos cruzarnos en la calle, todos ellos también han muerto y han sido sustituidos por otras personas de características idénticas. Aunque parezcan ser los mismos, en realidad no lo son. Los suplantadores han conseguido copiarlos con una habilidad asombrosa e inimaginable, imitando cada una de sus más mínimas características. Incluso, con total maestría, han llegado al extremo de perfeccionar sutilmente las copias dándoles un ligero matiz de envejecimiento. Y por si fuera poco, consiguen imitar todos los hábitos y las costumbres de las personas originales, actuando y comportándose en todo momento de la misma forma que ellas.

Así, a lo largo del día realizan los mismos trabajos y ocupaciones que las personas que suplantan, desempeñándolos con idéntica laboriosidad o con la misma torpe y censurable pereza. Pasean como siempre hicieron y, al caminar, hablan, gesticulan y balbucean de la misma forma. Pestañean con idéntica frecuencia mientras, absortos, reflexionan sobre la vida mirando vagamente hacia el cielo. Se aburren mostrando en su rostro la misma expresión de tedio, apatía y desesperanza. Se alborotan, gritan y despeinan con la misma facilidad y falta de juicio. Se miran insistentemente en el espejo con idéntico orgullo o con la misma amarga y triste decepción. Y al encontrarse unos con otros, mantienen entre sí los mismos afectos, los mismos odios o la misma fría y distante indiferencia. Pero a pesar de esto, a pesar de todas sus múltiples, minuciosas y sutiles argucias, no son realmente ellos, no son los mismos.

Todos ellos nos engañan a cada momento fingiendo ser quienes no son. Pero, claro, ¿cómo podríamos apercibirnos de esta enorme y tremenda mentira, si nosotros tampoco somos los mismos, si también nosotros hemos muerto y hemos sido sustituidos por otra persona, si también nosotros somos igualmente unos impostores? ¿Cómo podría la persona que somos ahora, nuestro pérfido y siniestro sustituto, darse cuenta de que ellos no son más que unas simples copias? Aunque, pensándolo bien, ¿son realmente ellos quienes nos engañan o somos nosotros quienes los engañamos a ellos? Por otra parte, en un mundo de mentirosos, ¿engañar a quien nos engaña no será quizás, de cierta forma, un involuntario, incomprensible y honesto acto de sinceridad?

Pero quizás una de las cosas más sorprendentes y admirables en todo este asunto es la forma misteriosa con que los suplantadores consiguen deshacerse de los cadáveres de las personas que sustituyen. Aparentemente se deshacen de sus cuerpos de una forma tan paciente, metódica y sutil que nadie puede ni podrá nunca darse cuenta de nada. Cambian un cuerpo por otro y es como si el primero se desvaneciese misteriosamente en el aire, sin dejar el menor rastro.

Sin embargo, la aterradora pesadilla que vivimos no acaba aquí, es aún mucho peor de lo que podamos imaginar, llegando a límites completamente inconcebibles, demenciales y estremecedores. Porque, en realidad, tanto nosotros como todas las personas que están a nuestro alrededor, todos sin excepción, volveremos a morir y a ser sustituidos por otros cuerpos, por otros impostores. Y esto ocurrirá sucesivamente, una y otra vez, hasta el final, hasta nuestra muerte definitiva. O al menos hasta aquello que siempre habíamos pensado que era la muerte, la única muerte que conocíamos y de la que hasta ahora éramos plenamente conscientes.

Sí, así es, vivimos sumidos en el horror más profundo, siniestro y amenazador, víctimas de una pesadilla cuya sola revelación, hasta en sus más mínimos detalles, es capaz de helarnos la sangre en las venas.

Aunque, en realidad… bien, quizás no sea para tanto. ¿Hemos dicho terrible y escalofriante? ¿Siniestro y demencial? ¿Inconcebible y aterrador? Bueno, quizás estemos exagerando un poco. Puede que al final, simplemente, no estemos abordando el asunto desde la perspectiva más correcta. O puede que no estemos analizando la situación utilizando los conceptos más adecuados para este tipo de circunstancias.

Porque, en realidad, todo lo referido hasta ahora, a pesar de su terrible y estremecedora apariencia, es algo perfectamente trivial e intrascendente, algo propio y característico de todos los seres vivos. Si somos realmente conscientes de cómo funciona cualquier organismo vivo, ya sea animal o vegetal, nada de lo dicho anteriormente debería sorprendernos, inquietarnos o atemorizarnos lo más mínimo.

Es cierto, cambiamos regularmente de cuerpo. Pero es que lo realmente preocupante sería que no lo hiciésemos. Eso sí que sería terrible. Como organismos vivos que somos, necesitamos sustituir periódicamente todo nuestro cuerpo por otro y eso es precisamente lo que hacemos. Todos los organismos vivos, sin excepción, se renuevan. Todos mueren y nacen a cada momento. Todos, en definitiva, están formados por células que mueren y nacen de forma continua, sin interrupción.

También nosotros, como seres vivos que somos, estamos formados por miles de millones de células que están sujetas a una permanente y continua renovación. A cada instante, mueren y nacen miles de células en nuestro organismo. Y es precisamente por este motivo que, al cabo de cierto tiempo, inevitablemente, todas las células de nuestro cuerpo habrán muerto y habrán sido sustituidas por otras.

Sin embargo, esta renovación no es uniforme en todo nuestro organismo, se produce a diferentes tiempos y velocidades. Por ejemplo, las células que recubren el interior de nuestro aparato digestivo se renuevan cada semana, por lo que al fin de cada pocos días dicha parte de nuestro cuerpo estará formada por células completamente nuevas. También la capa más externa de nuestra piel se renueva rápidamente, tardando apenas un mes en regenerarse. El hígado, un órgano tan importante y fundamental para el funcionamiento de nuestro organismo, se renueva y se convierte en un órgano completamente nuevo cada pocos meses. Por el contrario, otras partes de nuestro organismo se renuevan mucho más lentamente, como las fibras musculares, que pueden hacerlo cada veinte o más años. Y luego están aquellas células, como las neuronales, las más longevas, que apenas se renuevan durante el tiempo de vida del organismo.

Podemos imaginar así nuestro cuerpo como si fuese una casa a la que regularmente, cada cierto tiempo, le cambian todos los muebles y los sustituyen por otros exactamente iguales. Con menos frecuencia, le cambian también las paredes, el suelo, las tuberías, las vigas o el tejado por otros idénticos a los anteriores, manteniendo quizás sólo una parte de la instalación eléctrica. Siendo así, es evidente que cada cierto tiempo la casa es otra. Pero como todas las sustituciones se han hecho progresivamente y con piezas del todo idénticas a las anteriores, nos parece que la casa sea siempre la misma.

De igual forma, nosotros creemos que somos siempre el mismo individuo, inalterado e inmutable. Pero la verdad es que, cada cierto tiempo, nuestro cuerpo es otro completamente diferente. Cada cierto número de años somos sustituidos por otro organismo exactamente igual al nuestro, un nuevo organismo que crece en nuestro interior a medida que el original va lentamente muriendo y desapareciendo.

Los pocos cambios que conseguimos percibir en nuestro cuerpo, tales como el envejecimiento o las lesiones acumuladas, son apenas una consecuencia de la imperfección que existe en la sustitución de un cuerpo por otro. Pasado un tiempo, los órganos más viejos o lesionados no son ya capaces de generar nuevos órganos con las mismas características que los originales. Esto es debido a que, tras continuas e interminables divisiones, las células de nuestro cuerpo comienzan a acusar un progresivo desgaste que hace con que vaya disminuyendo su capacidad de regeneración. Y es precisamente esta pérdida de capacidad de regeneración la que provocará al final, con los años, el inevitable colapso y la muerte del organismo.

Ante este fatídico e irremediable acontecimiento, la solución que emplean todos los seres vivos consiste en generar un nuevo organismo completamente de raíz, partiendo de una única célula germinal. Es decir, recurren a la reproducción. A partir de una célula cuidadosamente preservada, inmune al desgaste, se genera otra vez la totalidad de las células y de los componentes del organismo, dando lugar a un ser vivo exactamente igual al anterior. Aunque en el caso de haber reproducción sexual, como en nuestra especie, el nuevo organismo en realidad no será idéntico, sino que tendrá características intermedias entre los dos progenitores.

Siendo del todo cierto que morimos y somos sustituidos por otro organismo cada cierto tiempo, ¿por qué no somos conscientes de ello? ¿Por qué pensamos que somos siempre exactamente la misma persona? Y de forma quizás aún más sorprendente, ¿por qué cuando vemos a un recién nacido crecer, cambiar sucesivamente de tamaño y de proporciones, multiplicar varias veces su peso, seguimos pensando que, al llegar a adulto, es la misma persona? ¿Cómo podemos pasar por alto que el cuerpo inicial del recién nacido ha sido sustituido por otro diferente y mucho mayor?

La explicación para esta sorprendente incapacidad de ver algo tan obvio consiste en que para nosotros, para nuestra mente, una persona es, en cierto modo, un concepto. Para nosotros una persona es una entidad viva que presenta una continuidad física a lo largo del tiempo y que, alcanzada la edad adulta, mantiene de forma permanente unas determinadas características, aunque siempre sujetas al lento y progresivo cambio provocado por el envejecimiento.

Pensamos, por tanto, que una persona es una y siempre la misma. Y si pensamos así es porque nuestra perspectiva es, inevitablemente, la de un ser pluricelular. Si tuviésemos, por ejemplo, la perspectiva de una bacteria, de un ser unicelular, nos veríamos a nosotros mismos no como a una persona, sino como a un conjunto de miles de millones de personas. Aunque incluso dentro de los seres pluricelulares puede haber también diferentes perspectivas. Para una mariposa, que llega a adulta tras sufrir una metamorfosis, nosotros seríamos sólo media persona, pues no llegamos nunca a transformarnos. Y para un vegetal que mediante estolones crea nuevas plantas, nosotros seríamos sólo el inicio de una persona, defectuosos por ser incapaces de multiplicarnos en numerosos clones independientes.

Nuestra mente piensa en todo momento que somos una única persona. Y menos mal que piensa exactamente así, porque de otra forma sería incapaz de tomar cualquiera de las decisiones que son necesarias para la supervivencia del organismo. Nuestra mente fue creada precisamente para coordinar nuestras células y nuestros órganos como si se tratasen de un único ser vivo. Y es gracias a esta visión integradora que el organismo, y con ello la totalidad de las células y órganos que lo componen, consiguen sobrevivir en su conjunto.

Sin embargo, esta perspectiva no es exclusiva de nuestra mente, la comparten también todos los órganos y sistemas que forman nuestro cuerpo. Todos ellos funcionan como si fuésemos un único individuo, trabajando, desarrollándose o sacrificándose por el organismo como un todo. Algo completamente lógico si pensamos que todas las células de nuestro cuerpo son clones, es decir, células con el mismo material genético, células hermanas descendientes de una única célula inicial. De cierta forma, podríamos considerar nuestro organismo pluricelular como una célula que se ha hipertrofiado, generando millones de clones, de otras células, pero que mantiene en todo momento una única funcionalidad y propósito en su conjunto.

Así, resumiendo lo anterior, podemos decir que todas nuestras células mueren y nacen continuamente, tal como también lo hacen cada cierto tiempo, debido a ello, todos nuestros órganos. En consecuencia, nuestro cuerpo muere y nace en su totalidad cada cierto número de años. Y al mismo tiempo, al reproducirnos y más tarde morir, nuestro organismo, como un todo, nace y muere con cada generación. Sin embargo, a pesar de todo esto, debido a nuestra particular perspectiva propia de un ser pluricelular, percibimos todas estas realidades de una determinada forma, justamente de aquella que nos resulta más adecuada para asegurar nuestra supervivencia.

Si, por el contrario, nuestra mente utilizase una perspectiva diferente, nos resultaría incómodo pensar, por ejemplo, que hemos muerto varias veces. Y que lo mismo les ha ocurrido a todas las personas que conocemos y que están a nuestro alrededor. Nos resultaría difícil pensar que hemos sido o que seremos otra persona. Y que ninguna de ellas es la auténtica y, al mismo tiempo, todas lo son. Nos resultaría igualmente confuso imaginar que nuestro cuerpo, mientras muere, genera y alimenta al cuerpo siguiente. O también, en otro orden de cosas, que los alimentos que ingerimos constituyen la materia que dará forma a nuestro siguiente organismo, es decir, que los alimentos se convertirán en nosotros mismos.

Todos nosotros nos consideramos una entidad fija, constante e inmutable. Pero en realidad somos un ser difuso, múltiple, cambiante e inacabado. Somos al mismo tiempo una y muchas personas, todas ellas en continuo cambio, en permanente renovación. Y todo esto va mucho más allá de lo que podamos comprender utilizando unos conceptos excesivamente reductores y simplistas como aquellos que habitualmente empleamos, como son, por ejemplo, vida, muerte, nacimiento o reproducción.

Así es, aceptémoslo de una vez por todas: hemos muerto y hemos sido sustituidos por una persona exactamente igual a nosotros. Pero, siendo éste un hecho inevitable, sin solución posible, esforcémonos al menos por que nuestro nuevo ser sea mejor que el anterior. Y no dejemos de celebrar, a cada momento, que nuestra continua muerte significa al mismo tiempo nuestro continuo renacimiento.


11/7/23

La superior inteligencia del gusano acéfalo


Los gusanos nematodos son seres tremendamente admirables. Llevan una vida simple, modesta, humilde, tranquila, sin grandes estridencias ni preocupaciones. Pasan la mayor parte del tiempo moviéndose calmamente en el reducido espacio que conforma su hogar, entregándose en todo momento al disfrute de una existencia lo más cómoda y placentera posible. En ningún caso se dejan llevar por vanas y engañosas ilusiones. Ni piensan tampoco en alcanzar grandes logros en la vida. Aunque, a decir verdad, los nematodos no piensan, pues no tienen cerebro. En realidad, por no tener, ni tan siquiera tienen cabeza. Y a pesar de todo, pese a estas notables e importantes carencias físicas, estos gusanos constituyen la forma de vida animal más extendida y prolífica de todo el planeta, aquella que ha conseguido un mayor éxito evolutivo.

Pero quizás lo más admirable de los nematodos sea su indiscutible y superior inteligencia. Sí, es cierto que su sistema nervioso no parece gran cosa. De hecho, consta apenas de un simple anillo neuronal alrededor del esófago y de unos pocos nervios que recorren a lo largo su cuerpo. Pero sorprendentemente, con apenas unos tan rudimentarios órganos, incomparablemente más simples que el complejo y voluminoso cerebro que posee nuestra especie, los nematodos consiguen superar ampliamente a los seres humanos en inteligencia. Y esta superioridad la abordan además con una extrema modestia, sin alardear nunca de ella, sin vanagloriarse en ningún momento, sin ni tan siquiera ridiculizar de forma humillante a seres inferiores como nosotros. Es por ello que los nematodos son, sin duda, seres doblemente admirables.

Pero, al final, ¿cómo es posible que estos simples y modestos gusanos sean más inteligentes que nosotros? ¿De qué forma pueden tener una inteligencia superior a la nuestra, si ni tan siquiera tienen cerebro? ¿Cómo puede ser que, sin presentar el menor asomo de capacidad intelectual, estos diminutos seres lleguen a superarnos en una tan sofisticada cualidad? Parece una idea absurda si pensamos, por ejemplo, en la extrema y portentosa complejidad de nuestro cerebro, en nuestros conocidos y fructíferos esfuerzos por desarrollar todas las aptitudes y capacidades de nuestra mente o también en los grandes logros intelectuales, científicos y artísticos conseguidos por el ser humano a lo largo de los siglos. ¿Cómo es posible sostener entonces una afirmación semejante?

Para responder a esta interesante cuestión debemos analizar, en primer lugar, en qué consiste realmente la inteligencia. No hay duda de que desde muy antiguo se han propuesto muchas, diversas y variadas fórmulas para definir un concepto tan difícil y complejo de caracterizar. Pero, en esencia, podemos definir la inteligencia como la capacidad que tiene un individuo de obtener información del medio en que vive para, a partir de ella, modificar su comportamiento y conseguir una mejor y más completa adaptación a él, aumentando con ello su capacidad de supervivencia. Por tanto, tal como se desprende de esta definición, está claro que para poseer algún grado de inteligencia son imprescindibles dos requisitos básicos: tener capacidad de obtener información del medio y tener capacidad de modificar el propio comportamiento.

Sin embargo, antes de abordar este tema con más detalle debemos tener en cuenta que, para sobrevivir, dichos requisitos y, en definitiva, la propia inteligencia no son siempre, ni mucho menos, estrictamente necesarios. Esto es así porque todos los seres vivos nacemos ya con una información y unos comportamientos básicos codificados en nuestros genes. Y gracias a ellos somos perfectamente capaces de sobrevivir en un medio ambiente ideal, es decir, en un medio ambiente propicio, uniforme y sin ningún tipo cambios. En otras palabras, gracias a la evolución nuestros genes ya saben, en lo fundamental, cuáles son las características propias de nuestro ambiente más primordial y cómo debemos comportarnos en él. Así que, encontrándonos en dicho medio, no necesitamos obtener nueva información ni tampoco modificar para nada nuestro comportamiento. No necesitamos, por tanto, desarrollar ningún tipo de inteligencia.

Y esto es exactamente lo que ocurre en el microscópico, tranquilo y monótono mundo de los nematodos. Teniendo una existencia que transcurre básicamente en un medio uniforme, podríamos decir que casi primordial, los nematodos, gracias a sus genes, no necesitan obtener apenas información adicional del medio en que viven ni tampoco necesitan cambiar o modificar su habitual forma de actuar.

Por el contrario, aquellas especies que, como la nuestra, viven en un ambiente complejo, altamente cambiante e impredecible, necesitan obtener continuamente información del medio para, de esta forma, poder reaccionar de forma adecuada a cada nueva y particular circunstancia. Las limitadas informaciones y conductas codificadas en nuestros genes no son suficientes. Así que, para sobrevivir, tenemos que observar nuestro entorno y replantearnos continuamente nuestro comportamiento. Y este propósito llega tan lejos en nuestra especie que incluso somos capaces transmitir las nuevas formas de actuar de unos individuos a otros o de una generación a la siguiente, creando aquello que conocemos como cultura.

Podemos decir, por tanto, que los nematodos poseen prácticamente toda la información que necesitan en sus genes, por lo que de nada les serviría tener una cabeza, un cerebro o desarrollar cualquier tipo de inteligencia, algo que para ellos no sería más que una carga y una complicación del todo inútil e innecesaria. Por el contrario, nuestra especie sí que necesita poseer un sistema nervioso complejo, lo suficientemente desarrollado como para poder procesar toda la información que recoge del medio y elaborar, a partir de ella, acciones y comportamientos igualmente complejos. Por eso hemos desarrollado evolutivamente una cabeza y un cerebro voluminoso y somos capaces, gracias a él, de generar formas de actuar tan adaptables, elaboradas y diversas.

En buena lógica deberíamos concluir, por tanto, que nuestra especie es mucho más inteligente de lo que son los nematodos, pues no hay duda de que, en relación a ellos, poseemos una mayor capacidad de obtener información del medio y de aplicarla de forma mucho más diversa en nuestro comportamiento. Entonces, ¿cómo es posible, contra toda evidencia, afirmar que los nematodos poseen una inteligencia superior?

Pues bien, la explicación en realidad es bastante simple. Lo que ocurre es que, casi sin darnos cuenta, nos hemos pasado por alto algo del todo fundamental. Y para entenderlo debemos fijarnos con más atención en la definición de inteligencia, más concretamente en la parte que dice que toda la capacidad de obtener información y de crear nuevos comportamientos, aquello mismo que caracteriza a la inteligencia, tiene una finalidad. Y esta finalidad no es otra que la de adaptarnos mejor al medio en que vivimos para, de esta forma, aumentar nuestra capacidad de supervivencia.

Por tanto, es precisamente consiguiendo una mayor capacidad de supervivencia como, al fin y al cabo, se demuestra un mayor o menor grado de inteligencia. Si obteniendo información del medio y elaborando nuevos comportamientos conseguimos sobrevivir mejor, seremos inteligentes. Si, por el contrario, con ello no aumentamos para nada nuestra capacidad de supervivencia, no seremos en absoluto inteligentes. En otras palabras, por muchos receptores sensoriales que tengamos, por muchas extensas redes neuronales, por mucho encéfalo desarrollado, por mucha variación de conductas individuales o grupales, por mucha cultura transmisible, por muchos avances científicos, por muchos logros intelectuales que consigamos, si con todo esto no aumentamos nuestra capacidad de supervivencia no podemos decir que seamos inteligentes.

Es más, si lo que conseguimos es exactamente lo contrario, es decir, si con ello únicamente conseguimos reducir nuestra capacidad de supervivencia, no sólo no seremos inteligentes, sino que seremos rematadamente tontos. Y en el caso concreto de nuestra especie, considerando nuestro complejo cerebro y nuestra enorme potencialidad para cambiar nuestros comportamientos, lo que demostraríamos es que, además de tontos, somos completamente ridículos, algo así como los payasos de la evolución.

No cabe duda de que nuestra especie ha conseguido cosas portentosas e inimaginables. Pero al mismo tiempo ha ido creando una sucesión de civilizaciones de características agresivas, destructoras y suicidas que, a pesar de unos comienzos prometedores, siempre han acabado por reducir progresivamente la capacidad de supervivencia de sus poblaciones. Y si nos fijamos en el presente, en la más reciente actualidad, vemos de la forma más clara posible, sin ningún margen para la duda, cómo nuestra más moderna, flamante y soberbia civilización está sumiendo a todos sus habitantes, y junto con ellos a la totalidad del planeta, en la más completa, progresiva y total autodestrucción.

Sí, es cierto que las comparaciones son muchas veces odiosas, pero tenemos que aceptar la indiscutible realidad. Los nematodos no han creado civilizaciones suicidas ni se dedican a destruir el planeta en que viven y que sustenta a todos los seres vivos. Y aunque no consigan aumentar su capacidad de supervivencia mediante una inteligencia que en realidad no poseen, lo cierto es que tampoco la disminuyen. Es decir, que si hacemos un balance de su inteligencia éste arrojará un resultado nulo, como no podría ser de otra forma en un gusano acéfalo.

En cambio, el balance que podemos hacer de la inteligencia de nuestra especie arroja un resultado muy diferente y para nada halagador. Al disminuir siempre con nuestras acciones nuestra capacidad de supervivencia, haciéndolo además de una forma tan incomprensible, insistente, casi fanática, el balance de nuestra inteligencia resulta ser claramente negativo y nos sitúa, sin lugar a dudas, en el campo de los rematadamente tontos. En consecuencia, respondiendo finalmente a la cuestión que nos planteábamos en un principio, resulta evidente que la inteligencia de los nematodos, aunque no sea por méritos propios, es indiscutiblemente muy superior a la nuestra.

Pero no nos desanimemos por ello, ni dejemos tampoco de soñar y de encarar el futuro con optimismo. Porque ¿qué pasaría si nuestra especie, afectada de repente por una súbita e inexplicable lucidez, por una extraña demencia, utilizase su complejo cerebro y su enorme capacidad intelectual no para disminuir sino para aumentar su supervivencia, si los emplease para crear civilizaciones prósperas y duraderas, para cuidar de nuestro planeta, para convivir finalmente en paz y armonía con todos los seres vivos? ¿No se convertiría entonces, de repente, en la especie más inteligente de todas las que existen?

Aunque también, por otra parte, si dejásemos de ser los payasos de la evolución, ¿de quién nos iríamos a reír? Y muy especialmente, ¿de quién nos iríamos a reír, a grandes carcajadas, en el momento final y más cómico de nuestra propia autodestrucción?


23/6/23

El horror de la mente ante el vacío


Los doce leones que custodian la famosa fuente de la Alhambra de Granada miran atentamente en todas las direcciones. A su alrededor, las viejas paredes del patio, recubiertas hasta la extenuación por todo tipo de complejas ornamentaciones, se extienden ante ellos sin dejar en su superficie ni un solo espacio en blanco, sin ceder el más mínimo resquicio al vacío. En realidad, los profusos y delirantes adornos del patio constituyen un ejemplo paradigmático de un tipo de decoración, frecuente en el arte andalusí, dominado por el horror vacui, el miedo al vacío, que llevaba a los artistas a no dejar en su obra ni un solo espacio, por mínimo que fuese, sin rellenar.

Para los doce leones no hay, por tanto, ni un solo espacio en blanco en que poder reposar su calma y sosegada mirada, ni un solo rincón donde acomodar su fantasiosa y ensoñadora imaginación, ni un solo retazo de piedra lisa y pulida en que dar forma a sus aletargados pensamientos y sensaciones. Aunque quizás, a pesar de todo, no necesiten nada de todo esto. Puede que incluso se sientan cómodos ante la visión de una tan exuberante y recargada complejidad.

Porque, en realidad, las impresiones recogidas por la mirada de los leones también acabarán por adornarse y revestirse, inevitablemente, de una extrema complejidad. Sin ser conscientes de ello, su mirada, tal como todos sus otros sentidos, sufren el mismo horror al vacío que dominaba a los artistas que crearon las arrebatadoras paredes del patio. Y esto es algo que no sólo les ocurre a los viejos leones, sino que nos ocurre también a todos nosotros y a todos nuestros sentidos.

Cuando un estímulo sensorial, siempre inevitablemente limitado, llega a nuestra mente, ésta de inmediato se encarga de completarlo con toda aquella información que de alguna forma entiende que le falta, con toda una serie de datos que, en realidad, no nos aportan los sentidos. Y es precisamente gracias a ello que, a partir de un simple estímulo, acaba por formarse en nosotros la ilusión de una impresión sensorial plena y acabada. Allí donde nuestros ojos apenas detectan el borde de una silueta, nuestra mente nos revela una figura y un objeto entero y al completo. Allí donde el oído recoge un determinado sonido estridente y agudo, sentimos el estallido de una pieza de vidrio al caer contra el suelo. Allí donde olemos un cierto aroma acre e intenso, nos alertamos al instante ante la presencia del fuego. Allí donde nuestras manos acarician las formas de un objeto conocido, sentimos las proporciones e incluso los colores que, en realidad, es nuestra memoria quien nos desvela.

Los más simples y limitados estímulos acaban siempre por ser completados por nuestra mente de forma precisa y eficaz para crear las impresiones sensoriales plenas que todos conocemos. Y para conseguirlo la mente no duda en añadir todo aquello que espera encontrar y a lo que está habituada, todo aquello que, en definitiva, le dicta de alguna forma la memoria y la experiencia previa. Es por ello que, en aquellos raros casos en que los estímulos no se corresponden con nada de lo que hayamos visto, oído o percibido anteriormente, nos sentimos de repente confusos y perdidos, como si nuestros sentidos no nos proporcionasen la más mínima información, como si incluso nos estuviesen traicionando. Ante esta situación, no nos queda otro remedio que esforzarnos en prestar la máxima atención a dicho estímulo e intentar crear, a partir de él, una nueva sensación o memoria en nuestra mente.

Esta capacidad de crear impresiones plenas a partir de unos pocos estímulos sensoriales constituye para nosotros, en realidad, una auténtica e imperiosa necesidad. Nunca podríamos realizar nuestras más simples y habituales actividades si tuviésemos que dedicar una atención completa y exhaustiva a todo nuestro entorno, si tuviésemos que aplicar al máximo nuestros sentidos a todo lo que está a nuestro alrededor, procesando a cada momento toda aquella información que son capaces o no de recoger. Por una simple cuestión de economía de la información, de racionalidad, nos movemos por el mundo utilizando la mínima cantidad posible de estímulos e impresiones. Nos limitamos, por tanto, a recoger del exterior el menor número posible de estímulos sensoriales que nos permita crear en nuestra mente una impresión sensorial plena que sea correcta, coherente y ajustada a la realidad. Todo el resto de información nos resulta superfluo y recogerlo sólo entorpecería o dificultaría nuestras acciones.

Sin embargo, aunque en general necesitemos pocos estímulos para crear una impresión plena, no en todos los casos llegamos a conseguir ese mínimo imprescindible. En ese caso, ¿qué hace nuestra mente para rellenar y completar unos estímulos que son claramente insuficientes? ¿Qué hace, por ejemplo, cuando miramos una hoja en blanco? O por el contrario, ¿qué ocurre cuando hay muchos y abundantes estímulos pero nuestra mente no es capaz de interpretarlos? ¿Qué hace, por ejemplo, si la hoja que miramos no está en blanco, sino que tiene un texto escrito en un lenguaje completamente desconocido? La verdad es que nuestra mente, por más que se esfuerce, por más vueltas que le dé, no es capaz de rellenar un espacio que esté en blanco ni de interpretar unos estímulos sin ningún significado aparente.

Siendo así, ante una situación de amenaza o peligro, ¿cómo nos sentiríamos si de repente nos encontrásemos inmersos en un espacio en blanco, sin nada a nuestro alrededor? ¿O en la más absoluta oscuridad y el más completo silencio? ¿O cómo nos sentiríamos en medio de un espacio abigarrado y ensordecedor, lleno de abundantes estímulos completamente indescifrables e imposibles de interpretar? ¿Qué haría nuestra mente, en una situación de peligro, para rellenar de información el más arrebatador vacío o el más absoluto desconcierto? ¿Cómo se enfrentaría al desespero o incluso al delirio de no encontrar, por más que se esforzase, ningún recuerdo o experiencia útil que pudiese aplicar para dar forma a una realidad sin sentido? ¿Cómo reaccionaría nuestra mente sometida al más intenso y desbordante horror vacui?

Aunque lo cierto es que, ya sea confundidos por la incapacidad de los sentidos o, muy especialmente, de las ideas, no hace falta que nos encontremos en una situación de peligro para caer en esa misma desesperación. Basta, en general, con que nos enfrentemos a un hecho angustioso que nunca antes hayamos vivido. O que nos deparemos con un suceso que, mereciendo nuestra más absoluta y obsesiva atención, no seamos capaces de comprender en modo alguno, por más que nos esforcemos en ello.

En este tipo de situaciones, incapaz de hallar una solución, nuestra mente intenta desesperadamente encontrar un camino de escape. Trata de buscar cualquier cosa que le permita de alguna forma rellenar ese espacio vacío o sin significado que nos amenaza. Y para ello no duda en utilizar cualquier información previa que le parezca mínimamente semejante o incluso simplemente aceptable con tal de poder generar una confortable ilusión de entendimiento.

En ese camino de huida, arrastrados por una vorágine de ilusión, engaño y complacencia, somos a veces capaces de llegar a límites extremos. Sin darnos cuenta, fácilmente podemos caer en las supersticiones, en las creencias, en las fantasías, en los rituales, en las mitologías o en los hechizos. Incluso, en los peores casos, en las mentiras colectivas y multitudinarias, con la obediencia ciega a las religiones y sus sacerdotes. En esa huida desesperada, cualquier cosa sirve a la mente para rellenar el vacío generado por el desconocimiento o la falta de comprensión. Y no importa si ese contenido es evidentemente falso o incluso, en ocasiones, contradictorio con todo aquello que sabemos y conocemos hasta ese momento. La única urgencia es aplacar el sobrecogedor horror al vacío que invade la mente.

Pero, como es evidente, todas estas falsedades a menudo tienen unos costes muy elevados. Con frecuencia se vuelven contra nosotros y nos perjudican, con consecuencias mucho peores que el desconcierto que, en apariencia, consiguieron solucionar. Porque aunque no entendamos cuál es exactamente la realidad que nos rodea, ésta desde luego existe y no es, desde luego, aquella que construye nuestra mente en base a cómodas falsedades. Ni estas mismas falsedades nos indican tampoco, en la mayoría de casos, el mejor camino a seguir.

Las mentiras creadas por nuestra mente pueden incluso llegar a apoderarse de nosotros. Entre otras razones porque, mientras las seguimos y las damos como válidas, nos esforzamos muy poco o incluso nada en absoluto en averiguar cuál es la verdad. Y luego, pasado el tiempo, cuando esa verdad se abre paso hasta nosotros, no la vemos llegar como una liberadora de nuestros miedos, sino, por el contrario, como una enemiga hostil que viene a derribar el entramado de mentiras que nos reconfortan. En esos momentos, por desgracia, el inevitable impulso de nuestra mente consiste en cerrar la puerta a la verdad, en quedarse atrapada voluntariamente en su agradable e ilusoria mentira.

Sin embargo, la verdad acaba siempre por imponerse y las falsedades en algún momento terminan por derrumbarse y quedar atrás. Vemos esto, por ejemplo, al analizar la historia del conocimiento humano. Nuestra comprensión del mundo ha ido aumentando con el tiempo y, en consecuencia, todas nuestras cómodas creencias y supersticiones del pasado han ido cayendo, desapareciendo una tras otra, para quedar definitivamente enterradas en el olvido. Muchos de los enormes e insondables espacios vacíos que antes nos angustiaban se nos muestran ahora llenos de conocimiento, rebosantes de un contenido veraz y comprensible que deja poco lugar al engaño y la falsedad.

No obstante, también es cierto que a medida que nuestro conocimiento del mundo aumenta también crecen sus fronteras y, por tanto, cada vez nos encontramos ante nuevas y mayores extensiones de territorio desconocido, de vacío absoluto. Cada vez somos más conscientes, por ejemplo, de la infinitud del universo, de la inmensidad de astros, estrellas y galaxias, cuyas dimensiones y edad exceden con creces cualquier escala puramente humana. Y nuestro asombro y desesperación se hacen cada vez mayores al intuir que, atrapados en nuestra insignificancia, nunca podremos llegar a dar respuesta a la mayoría de cuestiones que nos plantean.

Así, ante una naturaleza que se nos revela cada vez más en toda su desbordante y absoluta inmensidad, ante un universo que sabemos que supera y superará siempre nuestro poder de entendimiento, somos conscientes de que nuestro horror al vacío adquirirá, sin remedio, unas dimensiones descomunales e infinitas. Por mucho que avancemos en el conocimiento, la inmensidad de la naturaleza siempre sacudirá nuestra insignificante mente con un vértigo y un vacío inconmensurables.

Sabemos, por tanto, que una y otra vez nuestra mente intentará llenar ese inmenso vacío con una falsedad cualquiera, con una creencia irracional e indemostrable, con una superstición absurda y más o menos ingeniosa. Y sabemos que con ello obtendremos seguramente una agradable y placentera sensación de paz y sosiego. No obstante, también somos conscientes de que la mentira, a pesar de calmar nuestra mente, no nos hará ni más sabios, ni más libres, ni mejores. Y que fácilmente podrá apoderarse de nosotros o incluso corromper las verdades que ya conocemos y que nos ayudan a enfrentar la realidad. Nuestra única opción, por tanto, nuestra única oportunidad, en último término, de supervivencia, consistirá en resistirnos a esa inevitable tendencia, en huir siempre de cualquier engañosa y reconfortante falsedad.

La única solución que tenemos será aceptar el horror al vacío, convivir con él, mantener la paz de nuestra mente incluso en medio del más insoportable espacio en blanco o de la más aterradora confusión. En cierto modo, nuestra actitud debería imitar la de aquellos exploradores, avezados, temerarios o simplemente dementes, que se enfrentan por propia voluntad a los límites más extremos del mundo físico. Deberíamos adoptar la misma actitud de quienes, por ejemplo, se sumergen en las profundidades del océano para observar su negro y frío lecho, de quienes penosamente atraviesan a pie las blancas y gélidas regiones polares, de quienes sobrevuelan las mayores alturas en una pequeña y frágil aeronave o de quienes, sometiendo tenazmente su voluntad, atraviesan con determinación el más abrasador, mortífero y cegador desierto.

Quienes resisten estas terribles pruebas aprenden, por fuerza, a vencer y superar el horror al vacío. Atrapados en la más absoluta inmensidad, consiguen seguir siempre adelante sin caer nunca en la desesperación, sin ceder en ningún momento a la tentación de substituir el aterrador vacío que les rodea por el falso consuelo de unos caminos imaginarios que no existen y que, al final, les llevarían directamente a la perdición y la muerte. Del mismo modo, nuestra mente debería aprender a no dejarse perturbar por el horror. Debería fluir siempre serena, tal como el agua de una vieja, acogedora y plácida fuente…

Como todos los días, amanece en el cielo de la Alhambra. En su eterno y tranquilo patio, los leones, que hasta ese momento dormían sosegadamente, van abriendo lentamente sus ojos para enfrentarse a unas paredes dominadas aún por el peso de la oscuridad y las sombras. Poco después, con un débil y silencioso suspiro, alzan su mirada hacia arriba, hacia el nuevo y resplandeciente firmamento. En el creciente azul del cielo sus tranquilos ojos distinguen, sin ningún esfuerzo, la más inmensa e infinita dimensión del vacío. Y ese desmedido vacío les parece que únicamente hace con que las complejas y desbordantes decoraciones que llenan las paredes del patio resulten, si cabe, más bellas y agradables, más cálidas, delicadas y susurrantes, más ligeras y volátiles. Es en ese preciso instante cuando los leones cierran de nuevo los ojos y escuchan atentamente cómo el agua sigue fluyendo, lenta y pausadamente, a través de la vieja fuente, desafiando la infinitud del tiempo y el paso indolente de todos los siglos precedentes y venideros. Y lo que los viejos leones sienten entonces, aquello que alienta su sobrio y comedido espíritu, no es en modo alguno el horror, sino simplemente el suave e imperecedero murmullo del agua y la cálida paz de la piedra antigua.


11/2/23

Derechos ganados y derechos otorgados


En el ámbito jurídico es bastante frecuente oír hablar de los derechos y las obligaciones que todo ciudadano tiene ante la ley. O también de que todos los ciudadanos, tal como los colectivos que forman, son sujetos de derecho, pues a ellos les son aplicables las leyes vigentes. Sin embargo, todo este variado conjunto de términos jurídicos, sin una correspondencia directa con el lenguaje común, acaba generando a menudo un considerable grado de confusión. Es por ello que, para comprender estos conceptos e intentar evitar equívocos, es conveniente, en primer lugar, identificar los elementos básicos que participan en todo proceso jurídico y entender cómo se organizan entre sí.

Como en cualquier otro tipo de acción, también en una acción de naturaleza jurídica pueden distinguirse cuatro elementos básicos: un sujeto que actúa, un destinatario que recibe la acción, un ámbito en que dicha acción tiene lugar y una razón o causa que justifica la existencia de dicha acción. En otras palabras, en cualquier acción, derecho u obligación de tipo jurídico podemos identificar: quién la aplica, sobre quién se aplica, dónde y cuándo se aplica y por qué se aplica.

Y estos cuatro elementos deberemos tenerlos aún más claros, si cabe, en aquellos casos en que la acción jurídica se extienda o pueda extenderse más allá de los límites estrictos de la sociedad o de las propias personas. Así, considerando precisamente estos casos extremos, moviéndonos por tanto dentro de una perspectiva lo más general posible, podríamos caracterizar de la siguiente manera cada uno de estos elementos.

1) Podemos empezar, por ejemplo, por considerar el ámbito de la acción, es decir, dónde y cuándo se aplican las leyes. Ante todo, debemos tener claro que cualquier legislación existente es, lógicamente, obra del ser humano. Está hecha por y para el hombre y carece de sentido más allá de su propio ámbito. Por tanto, son necesariamente las sociedades humanas, cada una en particular, el lugar en donde se aplican las leyes y en el momento en que ellas así lo determinen.

Sin embargo, tal como la acción del hombre tiene influencia en el mundo que le rodea, también las leyes que él utiliza participan, en la misma medida, de esa misma influencia y repercusión. Por tanto, si bien las leyes se refieren al propio hombre y a sus sociedades, acaban también por afectar a todos los ámbitos ajenos a él con los que necesaria, regular u ocasionalmente se relaciona. En realidad, como es fácil comprobar, las leyes no se limitan a regular las relaciones existentes dentro de la sociedad, sino que también se extienden a regular las relaciones de la sociedad con otras sociedades y, especialmente, con su entorno más inmediato.

2) Podemos pensar, a continuación, en el sujeto de la acción, en quién aplica las leyes. Si analizamos quién es el actor o elemento activo de una acción jurídica, resulta bastante obvio que ese actor únicamente puede ser el hombre, más concretamente, el ciudadano. Sin embargo, debemos tener claro que en una determinada acción jurídica no todos los ciudadanos actúan, pueden actuar o deben actuar en la misma medida. No todos se ven obligados a seguir, aplicar o cumplir las leyes de igual modo, en todo momento y circunstancia.

En realidad, en términos generales, sólo son actores o sujetos activos plenos aquellos ciudadanos adultos que viven dentro del área de jurisdicción de las leyes, siendo ellos los únicos que tienen el deber y la obligación de seguir, aplicar o cumplir, en todo momento y circunstancia, la totalidad de las normas jurídicas. Por el contrario, quienes, por ejemplo, sean menores de edad, sean ancianos o padezcan una enfermedad grave normalmente están eximidos de seguirlas, ya sea parcial o totalmente, por lo que, en función de sus capacidades, son sólo actores o sujetos activos parciales. Por su parte, los extranjeros sin ciudadanía o los simples viajeros tampoco están obligados a seguir todas las normas, aunque se les suele exigir que cumplan las principales, siendo actores incompletos u ocasionales.

3) Resulta importante analizar, a continuación, quiénes son los destinatarios de la acción, a quién se dirige el efecto de las leyes, es decir, quién es el objeto pasivo o beneficiario de ellas. También aquí, no cabe duda de que los principales beneficiarios, aunque no los únicos, son los propios ciudadanos, los propios actores, ya sean plenos, parciales u ocasionales, de esas mismas leyes.

Considerando esto último, resulta fácil concluir que a los ciudadanos adultos sí que se les aplica el conocido binomio que asocia derechos y obligaciones. Reciben y se benefician de los derechos en la misma medida en que también actúan y cumplen plenamente con sus obligaciones, pues ambas condiciones se les aplican en su totalidad. En cambio, los menores de edad, los ancianos o los enfermos reciben, en términos generales, idénticos derechos a pesar de no desempeñar plenamente o en absoluto las mismas obligaciones. Y los extranjeros, por su parte, suelen recibir sólo ciertos derechos, casi siempre en función de las obligaciones que se les exige o que desempeñan.

No obstante, en las sociedades modernas existe un determinado tipo de leyes que siempre otorga derechos sin importar el cumplimiento o no de posibles obligaciones. Dichas leyes constituyen lo que, en su conjunto, se denomina como derecho natural y dentro del cual, como ejemplo destacado, podemos citar la Declaración Universal de los Derechos Humanos, una legislación de ámbito internacional compartida por gran parte de los países del mundo. El derecho natural, por tanto, otorga unos derechos básicos y universales a toda persona al margen de su ciudadanía, del país del que proceda, de la jurisdicción en que se encuentre o de cualquier otro tipo de característica, condición o circunstancia. Puede decirse que toda persona es beneficiaria de este tipo de leyes sólo por el hecho de vivir en este mundo.

Pero el derecho natural no es, ni mucho menos, el único tipo de leyes en que se establece una completa disociación entre derechos y obligaciones. Y esto es así, simplemente, porque el objeto o beneficiario de las leyes no tiene en realidad por qué ser humano. Puede ser, por ejemplo, un cierto tipo de animal, de quien nunca se esperará, lógicamente, que pueda ser al mismo tiempo un actor jurídico. Así, en efecto, existen muchos países en la actualidad que otorgan protección o derechos a ciertos animales domésticos, integrados en las sociedades humanas, o también a animales silvestres, protegiendo, por ejemplo, una determinada especie amenazada o en peligro de desaparición. Y lo mismo sucede, según otras leyes, con algunas especies de plantas o con otros tipos de seres vivos. O incluso con determinados ecosistemas, que se entiende que se deben conservar y a los que se otorga igualmente protección o derechos mediante las leyes.

Aunque, en realidad, el beneficiario de las leyes ni siquiera tiene por qué ser una entidad viviente. Existen numerosas leyes que otorgan protección a paisajes, a lugares geográficos, a monumentos, a obras de arte, al patrimonio arquitectónico o a cualquier objeto material que se considere que tiene un especial valor. Y no sólo a objetos materiales, sino también a ideas, a conceptos, a saberes, a memorias o a tradiciones. Es decir, tanto los seres humanos como los animales, los seres vivos, los lugares, los objetos o determinados conceptos inmateriales pueden ser, todos ellos, beneficiarios de las leyes.

En relación a los términos utilizados, conviene aclarar que en estas leyes sólo en ciertos casos se habla de derechos. Así, cuando el objeto de las leyes son personas, suele hablarse de derechos. En cambio, en el caso de los animales, en ocasiones se habla de derechos y en otras no. Y cuando se trata de otro tipo de ser vivo o bien de un objeto material o inmaterial no se habla de derechos, sino simplemente de leyes de protección o de conservación. Por tanto, las leyes suelen ser de derechos para el hombre, de derechos o bien de protección para los animales y de protección o conservación para todos los demás beneficiarios. Si bien que, de forma excepcional, también se habla hoy en día de derechos refiriéndose al conjunto del medio natural, es decir, de derechos de la naturaleza.

En consecuencia, el beneficio que recibe quien es objeto pasivo de las leyes tanto puede ser denominado derecho como puede ser denominado de otras formas, en general dependiendo de las características culturalmente atribuidas a su destinatario. Pero no por ello deja de tratarse siempre, en todos los casos, del mismo concepto.

4) Finalmente, podemos preguntarnos acerca de la razón de la acción, de por qué se aplican las leyes. Debemos entender que en todos los casos, ya se trate de leyes de derechos o de conservación, ya se trate de leyes particulares o universales, todas las leyes existen por decisión humana y para provecho humano. Es el ser humano y sus sociedades las que entienden que dar derechos y proteger con sus leyes a sus propios ciudadanos, a cualquier ser humano, a otros seres vivos, a la naturaleza o a simples objetos inanimados redunda en su propio beneficio, ya sea a corto, medio o largo plazo. Por tanto, es siempre la ética del ser humano y, más concretamente, la ética de sus sociedades la que determina la acción y la existencia de las leyes.

Podemos resumir todo lo anteriormente expuesto diciendo que las leyes son normas de conducta aplicadas y seguidas por un sujeto que es el propio hombre, en especial los ciudadanos adultos. Tienen un beneficiario que en general es el propio ser humano, pero que puede ser igualmente cualquier tipo de ser vivo o cualquier entidad material o inmaterial relacionada con él. Siendo normas de conducta humana, la razón última de las leyes se basa y fundamenta en la ética. Y por último, aunque están hechas por y para el hombre, las leyes inevitablemente afectan a su entorno y a todos los ámbitos con los que él se relaciona.

Para intentar ejemplificar quizás algunos de estos conceptos, podemos imaginar, por un momento, una flor de extraordinaria belleza que crezca únicamente en la cumbre de la montaña más alta, remota e inaccesible. Dicha flor no conoce al hombre ni mucho menos conoce sus leyes, no necesita ni ha necesitado nunca cualquier tipo de legislación para poder sobrevivir, no tiene obligaciones con el ser humano, no forma parte de su mundo y, desde luego, no decide ni quiere decidir la forma en que él debe comportarse. Sin embargo, a pesar de ello, dicha flor puede estar protegida por una ley que le otorgue derechos, tal como pueden estarlo quizás otras plantas que, como ella, crezcan en la cumbre de esa montaña. La flor, sin saberlo, imaginarlo o mucho menos desearlo, puede ser beneficiaria de una ley que la proteja y que, por tanto, regule estrictamente cualquier acción humana relacionada con ella.

Y esto será así, esta ley existirá, si el hombre considera en ese momento que es importante cuidar y proteger esa flor. Si cree, en definitiva, que necesita la flor, tal como necesita toda la naturaleza, para poder sobrevivir en este mundo. O bien, simplemente, porque está convencido de que necesita esa flor para poder vivir de una forma mucho más plena, saludable y feliz.

Así, aunque la ley proteja la flor, en última instancia a quien protege en realidad es al propio ser humano. Otorga derechos a la flor pero siempre en beneficio del hombre, quien en ese momento piensa que no puede o no quiere vivir sin ella. Porque, en definitiva, toda ley que protege a otros seres, ya sean humanos o no, ya sean ciudadanos o extranjeros, ya sean amigos o enemigos, no es más que una forma sabia e inteligente que tienen el hombre y el conjunto de los ciudadanos de protegerse a sí mismos. Y esta es, sin duda, la razón última y principal de todas las leyes.


20/1/23

Derechos naturales e imprescriptibles


El juego de palma o juego de pelota era un deporte tremendamente popular en los tiempos de la antigua Francia. Dicho juego, que consistía básicamente en golpear una pelota con la mano o con una raqueta para lanzarla al campo contrario pasando por encima de una red, gozó durante mucho tiempo de una enorme y entusiasta afición en este país. No obstante, a partir del siglo XVII su popularidad comenzó lentamente a declinar y, tiempo después, acabó finalmente por desaparecer, aunque no sin antes dar lugar a una variedad de otros juegos, algunos de ellos también bastante populares en la actualidad, como el moderno juego del tenis.

Parece bastante difícil imaginar que pueda existir alguna relación, por mínima que sea, entre el antiguo juego de pelota y una moderna conquista política y social como es la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Sin embargo, sus caminos se cruzaron, de forma sorprendente e inesperada, en un determinado momento de nuestra historia. Más concretamente, en los inicios de la Revolución Francesa, con la celebración de una turbulenta reunión política.

Sucedió precisamente el 20 de junio de 1789, cuando los diputados franceses que participaban en los Estados Generales decidieron reunirse en una improvisada asamblea con el fin de comprometerse públicamente en la redacción de una Constitución para el país. Debido a una serie de circunstancias, dicha asamblea acabó por celebrarse en un modesto y humilde recinto deportivo situado en Versalles. Y este recinto era, en efecto, la Sala del Juego de Pelota. La vieja sala dedicada a la práctica de este juego fue la única que en aquellos momentos ofreció su espacio y sus puertas abiertas a los fervorosos revolucionarios. Y precisamente debido a ello, el compromiso allí alcanzado pasó a ser conocido como el Juramento del Juego de Pelota.

Poco después, fieles a este juramento, los diputados franceses se reunieron en una Asamblea Constituyente. Y, antes de iniciar su magna labor, decidieron redactar una declaración política que estuviese a la altura de aquel importante momento y que recogiese en esencia el espíritu y los anhelos revolucionarios de los ciudadanos. Se trataba, en definitiva, de redactar un preámbulo a la Constitución que enumerase detalladamente todos aquellos derechos que, a partir de entonces, debían ser considerados como “derechos naturales e imprescriptibles” de toda persona. Y este texto, tras ser discutido y aprobado en la Asamblea, recibió el nombre de Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.

Esta declaración, incluida luego en la Constitución de 1791, ya desde sus inicios gozó de una gran popularidad y rápidamente comenzó a ganar un destacado protagonismo por sí misma. Por ello, los valores que en ella se defendían pasaron a ser, a partir de entonces, una referencia destacada en todas las luchas por la libertad y la justicia que tuvieron lugar a lo largo de las décadas siguientes.

Ya algo más tarde, en pleno siglo XX, dicha declaración acabaría también por inspirar la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en el año 1948. Este nuevo texto, de carácter y ámbito mundial, ha gozado igualmente de un enorme prestigio desde sus inicios, un prestigio que no ha dejado de crecer hasta los días de hoy. Tanto es así que en la actualidad se considera, de forma consensual, como una norma legal cuyos valores esenciales deben estar obligatoriamente incluidos en las constituciones y en la legislación de todos los países del mundo.

Este importante paradigma que defiende la existencia de unas leyes de carácter universal, con rango superior a las leyes vigentes en cualquier país o lugar del mundo, no es en realidad nada nuevo. Es muy anterior a la Revolución Francesa, remontándose a los tiempos de la antigüedad clásica. El propio Aristóteles defendía ya, sobre este tema, la existencia de una justicia natural, es decir, de un ideal de justicia de carácter universal compartido por todos los pueblos y países del mundo y superior a cualquier tipo de leyes vigentes. Y es que, en definitiva, siempre ha sido fácil comprender, en cualquier época, que las leyes existentes en un determinado tiempo y lugar tanto pueden ser justas como injustas, tanto pueden estar próximas como alejadas del más elemental ideal de bondad, equidad o justicia.

Como es lógico, la percepción de la justicia o injusticia de las leyes dependerá del grado de desigualdad que éstas generen o de la capacidad de juicio de quien las analice. Una ley infame fácilmente se revelará como injusta para el común de los ciudadanos, mientras que otras más engañosas únicamente se revelarán como tales para aquellas personas más sabias o instruidas. Aunque todas ellas revelarán su verdadero carácter bajo el detallado análisis y el juicio crítico de la ciencia filosófica. Es por ello que, también ya desde tiempos antiguos, se considera que los filósofos de cualquier país o lugar son capaces de revelar el auténtico carácter de las leyes, pues todos ellos, en base al común uso de la razón, acaban por tener y compartir, en la práctica, un mismo o similar ideal de justicia.

Es precisamente la aproximación a este ideal común de justicia, estudiado desde siempre por la filosofía, el que nos permite en la actualidad elaborar y enunciar unas normas legales básicas de carácter universal que, en su conjunto, configuran el moderno concepto de derecho natural. Básicamente, como derecho natural se entiende un conjunto de normas, de rango superior a cualquier otra ley existente, en las que se recogen una serie de valores básicos que en todo momento deben amparar a las personas de cualquier lugar del mundo, sin importar su situación personal o las condiciones jurídicas concretas a que puedan estar sujetas. La citada Declaración Universal de los Derechos Humanos podría considerarse, por tanto, como una de las principales concreciones de este derecho natural.

Siendo así, se considera que si la legislación de un determinado país contradice el derecho natural, dicha legislación carece de autoridad y no puede ser considerada válida. Y mucho menos aún puede ser impuesta por la fuerza a la población. Es más, ante una situación semejante, la imperiosa obligación de cualquier ciudadano deberá ser desobedecer y rebelarse con firmeza contra dichas leyes.

Como se hace evidente a partir de esta última afirmación, resulta de la máxima importancia determinar entonces, con la mayor claridad y exactitud posible, en qué consiste el derecho natural y cuáles son los derechos universales que posee toda persona. Pues sólo así podrá decidirse, en consecuencia, qué legislación es válida y cuál no lo es. Y sólo así podrá también decidirse, en definitiva, qué legislación debe ser seguida y respetada y cuál, por el contrario, debe ser necesariamente desobedecida. Pero ¿será posible determinar con la suficiente claridad, objetividad y coherencia unos principios que, bajo esta perspectiva, poseen una tan fundamental importancia?

En cierto modo, cuando se habla de derecho natural, es decir, de un derecho que aparentemente proviene de la propia naturaleza, parece que se quiere dar a entender que este derecho es anterior y preexistente al propio ser humano. Y también, en consecuencia, que este derecho es único e invariable a lo largo de todos los tiempos.

Esta interpretación, no carente de lógica, parece no obstante bastante difícil de defender en la práctica. Si el derecho natural tiene un carácter preexistente, si se trata de una norma social precedente a la propia sociedad, será en definitiva poco menos que indemostrable a partir de ella. Y si además tiene un carácter único e inmutable, será por tanto una norma de carácter axiomático, lo que dificultará enormemente cualquier posible discusión sobre su contenido. Por otra parte, mirando nuestra historia, parece bastante claro que el derecho natural defendido durante la Revolución Francesa no es el mismo derecho natural que defiende la declaración de las Naciones Unidas, ni tampoco el mismo derecho natural que nosotros entendemos que debe defenderse en la actualidad.

Así, aunque sea sólo en términos prácticos, parece razonable aceptar que el derecho natural está formado por una serie de principios que cambian a lo largo del tiempo y de las épocas. Es decir, que el derecho natural no es único, no es invariable y tampoco es preexistente a su propia formulación.

Por tanto, la discusión que debe abordarse sobre esta materia no es aquella que tenga por objetivo identificar unos derechos naturales de carácter eterno e inmutable, sino aquella que se esfuerce por formular unos derechos naturales acordes con el desarrollo del pensamiento de la época y, desde luego, acordes también con el avance de la ciencia filosófica.

En resumen, podemos decir que corresponde a los ciudadanos, a la sociedad y a los filósofos de cada época enunciar, en cada momento, un determinado derecho natural. Y tanto por el deseable desarrollo histórico y social como también por el inevitable avance de la filosofía, parece lógico pensar que a lo largo del tiempo dichas normas deberán ir aumentando tanto en número como en contenido, calidad y exigencia.

Muchas de esas nuevas normas que acaban por incorporarse al derecho natural podemos verlas surgir o manifestarse con mayor claridad en el momento álgido de los ciclos históricos más progresistas, como sucedió, por ejemplo, durante la Revolución Francesa. Es en esos momentos, a menudo convulsos, cuando aparecen nuevos valores acerca de la justicia que con el tiempo acabarán por convertirse en materia de consenso social, correspondiendo a la filosofía alentar y acompañar estas ideas para proporcionarles una forma coherente y duradera.

Queda claro, por tanto, que ya sea participando en el progreso social o en el desarrollo de la filosofía está siempre en nuestra mano elevar el nivel de las normas consideradas como derechos naturales del ser humano. Está siempre en nuestra mano dar un paso más para acabar definitivamente con cualquier tipo de esclavitud, con los estamentos y las clases sociales, con las desigualdades, con la riqueza y con la miseria, con las guerras, con la destrucción de nuestro entorno y de nuestra salud o con la negación de nuestra inteligencia y de nuestra memoria. Acabar, en definitiva, con cualquier tipo de indignidad existente en nuestro mundo.

Practiquemos o no el juego de pelota, estemos o no reunidos en un humilde pabellón deportivo, hierva o no en nuestra sangre el espíritu ilustrado y revolucionario de antaño, lo cierto es que todos deberíamos comprometernos en un nuevo juramento colectivo. Todos deberíamos unirnos para formular y defender la creación de nuevos y más elevados derechos. Unos derechos que lleguen a poseer un alcance universal e imperecedero y que sean considerados, desde ese momento y ya para siempre, como derechos naturales e imprescriptibles de todo ser humano.