9/7/09

La eterna culpabilidad de los dioses.

Se cuenta que una vez, en unas lejanas montañas, un joven pastor tenía a su cargo el cuidado de un enorme rebaño de ovejas. Debido a la presencia numerosa de lobos, cuyas manadas rondaban incesantemente las montañas, el pastor se veía obligado a guardar cada noche las ovejas en el interior de un cercado de altas y firmes paredes. De esta forma, las ovejas permanecían seguras, sin riesgo de ser robadas por los lobos.

Los lobos, hartos de pasar hambre, se reunieron una noche y, tras mucho discutir, decidieron poner en práctica un astuto plan. Acordaron que, a partir de entonces, cada vez que encontrasen al pastor deberían fingirse asustados y huir dando grandes aullidos de pavor. El objetivo era hacer pensar al pastor que tenían un enorme miedo de él. Y fue de este modo, a partir de entonces, que los lobos empezaron a engañar al pastor, mostrándose siempre asustados cuando lo veían. Pasado algún tiempo, el joven pastor comenzó a mostrarse cada vez menos receloso de los lobos y, envalentonado, llegó a creer que, si se lo propusiese, podría acabar con todos ellos de un solo golpe de su cayado.

Sucedió una noche que el pastor, ya en exceso confiado, no se molestó en cerrar la puerta del cercado. Y, claro, al día siguiente se encontró con que el cercado estaba completamente vacío. Los lobos, que habían estado esperando ansiosamente ese momento, habían robado todo el rebaño durante la noche.

Cuando los habitantes de la aldea, llenos de indignación, se enteraron de que habían perdido todas sus ovejas fueron a ver al pastor. Éste, para sorpresa de todos, los recibió con gran tranquilidad y les explicó que él no era responsable por la pérdida del rebaño. “Fue la voluntad de los dioses”, dijo con una gran humildad. Los dioses, esos sí, eran los auténticos culpables de la pérdida de las ovejas. El hecho de que él hubiese dejado abierta la puerta del cercado, dejando el camino libre a los lobos, carecía de importancia. Fueron los dioses quienes decidieron que inevitablemente ocurriese esta desgracia.

Los aldeanos, todos muy devotos de los dioses, aceptaron la explicación del pastor y se lamentaron amargamente de que las divinidades hubiesen decidido privarles de sus ovejas. Tuvieron también pena del pastor, víctima inocente de los ineludibles mandatos divinos. Por ello, decidieron recompensarle generosamente, gracias a lo cual el joven pastor prosperó.

Varios siglos después, un descendiente de ese pastor llegó a ocupar la jefatura del gobierno de aquel país. Este gobernante, lleno siempre de una pastoril inocencia, escuchó un buen día los exaltados discursos de los grandes predicadores del neoliberalismo económico. Fascinado entonces por las enormes posibilidades que las mercancías y el capital extranjero supuestamente podrían dar a la economía del país, decidió probar tales ideas. Y así, poco tiempo después, viendo la llegada de tantos nuevos productos y la visita de tantos inversores extranjeros, llegó a la conclusión de que el libre comercio sin duda aseguraría al país un futuro próspero y radioso. Perdiendo así todos sus recelos, decidió abrir al comercio todas las fronteras del país.

Años más tarde, el descendiente del pastor se levantó de su cama y, asomándose a la ventana del palacio de gobierno, miró hacia fuera y comprobó que de la economía del país ya no quedaba nada. Los grandes comerciantes y los inversores extranjeros, no se sabía muy bien por qué, se habían marchado a otra parte y se lo habían llevado todo. Durante los últimos años se habían adueñado de la economía del país, habían utilizado a los obreros para enriquecerse, habían agotado todos los recursos disponibles, habían recibido con agrado la cuantiosa ayuda financiera del estado, siempre deseoso de apoyar la actividad industrial… Y ahora, sin más ni menos, se habían ido a otra parte. La economía, tal como el país, se había quedado vacía y completamente arruinada.

Los ciudadanos del país, llenos de indignación, fueron entonces a ver a su gobernante para exigirle explicaciones sobre lo sucedido. Éste, para sorpresa de todos, los recibió con gran tranquilidad y les explicó que él no era responsable por la pérdida de la economía del país. “Fueron los designios de la crisis económica internacional”, dijo con una gran humildad. La crisis, esa sí, era la auténtica culpable de la ruina del país. El hecho de haber dejado abiertas las fronteras, dejando el camino libre a la voluntad de las grandes y poderosas compañías multinacionales, carecía de importancia. Fue la crisis internacional la que decidió que inevitablemente ocurriese esta desgracia.

Los ciudadanos, todos muy devotos, aceptaron la explicación del gobernante y se lamentaron amargamente de que la crisis hubiese decidido arruinarles su economía. Tuvieron también pena del gobernante, víctima inocente de los ineludibles mandatos de la crisis internacional. Por ello, decidieron recompensarle generosamente, gracias a lo cual el gobernante prosperó aún más.

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