30/4/12

El mayor error de la mayoría.


En todas las escuelas los profesores intentan pasar conocimientos científicos a sus alumnos, ya que es precisamente este tipo de conocimientos el que los hará progresar en su formación, preparándolos para afrontar en el futuro cualquier problema que se les presente. Así, por ejemplo, todo el mundo espera que un profesor de aritmética transmita a sus alumnos verdades científicas tales como que la suma de tres más cuatro son siete. Nadie entendería que el profesor enseñase otra cosa o que diese una solución diferente por válida.

Sin embargo, si en un principio preguntásemos a los alumnos cuál es el resultado de esa suma podríamos encontrarnos con algunas sorpresas. Algunos responderían, de forma correcta, que la solución es siete. Pero quizás otros muchos responderían que la solución es cinco, ocho, seis o cuatro y medio… Y si entonces hiciésemos una votación entre los alumnos, podríamos encontrarnos con que la solución más votada fuese, por ejemplo, ocho. Lógicamente, esto no debería hacer con que el profesor, para respetar la opinión mayoritaria de los alumnos, pasase a enseñar a partir de entonces que la solución correcta es ocho. Un auténtico profesor debería enseñar siempre que tres más cuatro son siete, y no otra cosa cualquiera.

No obstante, bien podría ser que, realizada esa votación, los alumnos se rebelasen entonces contra el profesor, rechazando la validez de su opinión científica y repudiando igualmente su intento autoritario de imponerla por la fuerza. Podrían incluso amenazar al profesor con expulsarle de la escuela si no aceptase la opinión mayoritaria, es decir, que tres más cuatro son ocho. Y siendo así, para salvar su empleo, el profesor al final no tendría quizás otro remedio que retractarse y enseñar, a partir de entonces, semejante falsedad. Con ello sacrificaría el valor científico de sus enseñanzas, pero también estaría sacrificando, lo que es peor, la capacidad de los propios alumnos para enfrentarse con éxito a los futuros problemas de su vida.

Esto mismo puede aplicarse también al campo de la política. Lo que se espera de un buen gobernante es que gobierne basándose en principios científicos, buscando en todo momento el bien común de la sociedad y de todos los ciudadanos. No se entendería que gobernase siguiendo unos principios erróneos o que favoreciesen únicamente a una determinada clase social. Un buen gobernante, tras el imprescindible debate público, debería aplicar siempre los principios científicos más adecuados a cada situación.

No obstante, esos principios pueden ser, en un determinado momento, diferentes de la opinión mayoritaria de los ciudadanos. Y si se hiciese entonces una votación, la opción mayoritaria podría ser diferente de aquella considerada como científica. Siendo así, el gobernante únicamente tendría dos opciones. La primera sería intentar continuar a aplicar los mismos principios científicos, siempre en la medida que su cada vez más comprometida legitimidad se lo permitiese. Y la segunda sería renunciar definitivamente a su cargo. Lo que nunca se entendería es que el gobernante cambiase de opinión y pasase a defender, por respeto a la opinión de la mayoría, unos principios opuestos.

Sin embargo, en no pocas ocasiones ocurre que determinados gobernantes, preciando más su cargo que cualquier otra cosa, son capaces de cambiar públicamente de opinión y de pasar a defender las opiniones mayoritarias, sean ellas cuales fueren, independientemente de su validez científica. El resultado lógico es un gobierno de tipo populista o electoralista, carente de ciencia y de ideología, cambiando de opinión como una veleta al sabor de los vientos. Y este gobierno, perpetuándose así en el poder, llevaría inevitablemente el país a la ruina, pues desviaría continuamente su futuro de la senda científica.

Así, el camino que lleva al progreso de una sociedad podrá ser a veces contrario a las opciones elegidas por la mayoría de los ciudadanos. En realidad, esta contradicción no hará más que revelar la existencia un mediocre o inadecuado nivel de instrucción científica de la población. Atenta a este posible conflicto, una buena constitución debería permitir articular adecuadamente tres aspectos diferentes: la acción del gobierno, la opinión mayoritaria de los ciudadanos y las ideas científicas, siendo que estas últimas podrían estar defendidas, por ejemplo, por un auténtico senado con funciones deliberativas. Además, confrontado con este tipo de conflicto, el gobernante debería poder contar siempre con un cierto margen de maniobra, evitándose así que el poder cayese inmediatamente en las manos de gobernantes populistas sin escrúpulos.

Y es que lo peor de todo sería negar principios científicos tan indiscutibles como que la suma de tres más cuatro son siete… Bueno, vale, si ustedes insisten tanto, ocho. ¿Quién puede cuestionar la opinión de la mayoría?