20/2/12

El ocaso de los dioses.


En tiempos pasados la lluvia era considerada por el hombre como un auténtico misterio. No se sabía por qué motivo el agua caía del cielo, ni tampoco por qué llovía sólo en determinados periodos de tiempo y no en otros. Debido a ello, intentando buscar una explicación lo más sencilla posible, el hombre imaginó la existencia de un ser sobrenatural que, gobernando la inmensidad de los cielos, decidía entonces cuándo, cómo y dónde debía llover. Y este dios era necesariamente humano, o al menos de mentalidad humana, pues sólo de esta forma en época de inclemencias sus caprichos podrían ser comprendidos por el hombre y su furia convenientemente aplacada.

Más tarde, con los avances de la ciencia, se descubrió que la lluvia se debía realmente a un complicado proceso atmosférico en el cual el agua, tras evaporarse con el calor del sol, volvía a condensarse y a precipitar bajo determinadas condiciones. No había por tanto ningún dios que gobernase la lluvia. Ni tampoco, por desgracia, había forma de aplacar la furia desencadenada, de forma mecánica, por los elementos.

La lluvia estaba explicada. Pero faltaban por explicar otros misterios aún mayores: la existencia de la tierra, del cielo, del mar... la propia existencia del mundo. Nuevamente la invención de un dios permitió dar una respuesta simple a todos estos enigmas. La voluntad caprichosa de un dios todopoderoso, creador del mundo, explicaba fácilmente la existencia de cualquier aspecto o característica de la naturaleza. Y este dios era, una vez más, humano. Nadie sería capaz de entender y aplacar los caprichos de una deidad que fuese una hormiga gigante, una tortuga de seis patas o un enorme gusano devorador de cieno. En cambio, es bien fácil comprender los caprichos de otro ser humano. Por eso el dios creador del mundo tenía que ser también humano. Incluso convenía que fuese el padre de todos los hombres y su más fiel, aunque ciertamente algo distraído, protector.

Nuevamente llegó la ciencia para desmentir esta explicación llena de seres sobrenaturales y todopoderosos. En realidad, nuestro planeta se formó juntamente con el sistema solar y sobre su corteza se asientan naturalmente mares y atmósferas cambiantes. No existe por tanto ningún dios creador del cielo, del mar o de la tierra.

Pero rápidamente surgió entonces una nueva pregunta: ¿y dónde se encuentra este sistema solar? ¿En un universo infinito lleno de millones de estrellas y galaxias? ¿Y por qué existe entonces este universo? Una vez más, la solución más sencilla para este problema fue inventar un nuevo dios, esta vez un dios creador del universo. Y humano, claro. Un dios alienígena nos sería completamente incomprensible y no nos serviría para nada. Debería ser un dios terrestre y además humano, a ser posible con nuestra misma mentalidad, nuestras mismas pasiones y nuestro mismo sentido de la realidad, tal como eran los desaparecidos dioses de la lluvia, del cielo y de los mares.

La ciencia empieza ahora a explicarnos que el origen del universo se debió a una gran explosión de materia y energía, que desde entonces continúan a expandirse sin fin por un espacio ilimitado. Definitivamente no hay ningún dios, ningún ser abstracto ni sobrenatural, en ninguna parte. Sin embargo, aun así, los dioses se resisten hoy en día, obstinadamente, a morir. Parece incluso que andan por ahí preguntando distraídamente: ¿y quién prendió la mecha de esa tal explosión?

El ser humano es una ínfima especie dentro del inmenso conjunto de los seres vivos de nuestro planeta. Vive además en un periodo ínfimo de la prácticamente eterna historia de la Tierra. Por otra parte, nuestro ínfimo planeta gira alrededor de una estrella que es ínfima en el conjunto de la galaxia, que a su vez es ínfima en el conjunto de todas las galaxias del universo. Sin embargo, el dios que originó toda esa infinidad, esa inmensidad del universo, es humano. Tiene que ser forzosamente humano, tal como nosotros. Así es: el ser humano es una ínfima creación de un universo infinito, pero aun así es lo bastante arrogante para crear, a su vez, al dios que creó todo ese universo.

En realidad, era de esperar que el avance de la ciencia provocase el definitivo ocaso de los dioses, la desaparición de todos estos seres fantasiosos creados por la fértil imaginación humana. Pero en vez de eso, lo único que la ciencia ha conseguido es que nuestros dioses sean cada vez más poderosos y arrogantes. Ya no son sólo capaces de crear la lluvia, el cielo, el mar o la tierra. Ahora son capaces de crear el sol, las estrellas, las galaxias e incluso la totalidad del universo.

¿Qué tendrá que hacer ya la ciencia para demostrar que no existen los dioses, ni los horóscopos, ni cualquier otro tipo de superstición? Pues bien, seguramente nada. Porque en realidad ninguna de las armas de la ciencia es capaz de derribar al auténtico y más poderoso dios que gobierna al ser humano: la pereza mental.