28/5/09

Dormir sobre los laureles produce siempre pesadillas.

En la antigüedad, los generales victoriosos eran aclamados y coronados con hojas de laurel. Una vez celebrada su gloriosa recepción, los generales podían entonces partir hacia nuevas batallas, para mantener seguros los límites del imperio, o bien podían retirarse para dormir sobre sus laureles. En este caso era casi seguro que las tierras conquistadas acababan siempre por perderse ante los reiterados ataques del enemigo.

Puede decirse que en el campo social impera, sin duda, el mismo principio. Cualquier avance que lleva a una sociedad más justa constituye únicamente un triunfo temporal. Para poder mantenerlo, es necesario seguir luchando continuamente. De lo contrario, durmiéndose uno sobre los laureles, es casi seguro que acaba por perderse.

La razón de esta insidiosa inercia, contraria siempre a cualquier avance social, es sin duda la evidente dificultad que supone mantener sistemas complejos. Cuando el hombre abandonó su organización tribal y empezó a crear ciudades y sociedades con algún grado de complejidad tuvo que inventar la filosofía, la política, los tribunales, etc. Pero nada de todo esto es realmente espontáneo o natural. Su mantenimiento necesita de un constante y reiterado esfuerzo. Sin ese empeño constante, cualquier sociedad compleja tiende inevitablemente hacia el caos y la barbarie.

Así, la historia está llena de repetidos avances y retrocesos en la lógica aspiración de crear sociedades más justas y más libres. Ninguna conquista alcanzada parece durar mucho tiempo: toda ley acaba, tarde o temprano, por no aplicarse, toda constitución acaba por degenerar, todo imperio acaba por caer. Así ha sido también durante los últimos siglos, en que los defensores de la justicia social y sus inevitables antagonistas, los defensores de los privilegios, digladiaron siempre de forma cruenta. A cualquier victoria de los primeros siguió siempre una furiosa reacción de los segundos. Y cabe decir que esta reacción siempre fue algo desagradable: matanzas, aniquilamientos, torturas, tiranías…

Pero todos estos aspectos desagradables son ya cosa del pasado. Los partidarios de los privilegios, hartos de estar siempre lavando sus ropas, manchadas con salpicaduras de sangre, comprendieron finalmente que toda esta violencia no era necesaria. No es necesario armar más ejércitos, ni financiar movimientos retrógrados, ni apoyar férreos órdenes sociales. No, nada de esto es necesario. La solución para acabar con cualquier avance en materia de justicia social es mucho más fácil.

Así es. La solución consiste simplemente en plantar miles de laureles y entonar, a todas horas, dulces e irresistibles canciones de cuna. En estas condiciones, no faltarán nunca pueblos enteros que se duerman, llenos de placer, sobre sus propios laureles.

Es por ello que los partidarios de los privilegios compraron ya todos los medios de comunicación existentes. Y, por supuesto… la televisión. ¡Qué gran invento éste de la televisión! Con ella casi da vergüenza, de tan fácil que es, imponer la injusticia en el mundo. ¡Qué fácil y qué rápidamente se duerme ahora todo el mundo sobre sus laureles! Y ni tan siquiera hay que preocuparse con que las canciones de cuna tengan la más mínima calidad, pues siempre surten efecto.

Así, satisfechos con los escasos avances sociales del pasado, los ingenuos ciudadanos sueñan ahora vivir en un mundo donde la libertad y la justicia están siempre aseguradas. Donde son eternas. En los breves momentos en que despiertan no dudan en patalear con fuerza al ver desaparecer otro avance social. Pero también es verdad que cada vez hacen menos para luchar por él.

Están convencidos, en el fondo, de que es imposible perder esas conquistas. Viviendo en un régimen de justicia social asegurada, ¿por qué iban a preocuparse? Sin duda que los problemas se solucionarán por sí mismos. O en todo caso, alguien vendrá en el último momento, no se sabe muy bien de dónde, para solucionar todos los problemas del mundo y asegurar la justicia.

Y mientras tanto, mientras ese alguien llega, van cerrando los ojos y acomodándose en su cómodo lecho de hojas de laurel. Sus sueños son dulces. Cuando despierten, sin embargo, posiblemente encuentren ante sí una pesadilla.

Así que la solución es bien fácil, ¿no le parece? Vea siempre la televisión y no despierte nunca.

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