13/12/23

La filosofía como el arte de conocer, pensar y actuar


En un día muy nublado, con el cielo presentando un aspecto sombrío y amenazador, lo más habitual es que antes de salir de casa nos asomemos a la ventana, observemos atentamente las nubes y extendamos la mano para comprobar si cae o no alguna gota de lluvia. En función de esta breve y sencilla observación, tomaremos seguramente una decisión y actuaremos de una determinada forma o de otra. Si en ese momento la lluvia que cae es débil o moderada, podemos simplemente dirigirnos al armario para coger un paraguas que nos evite mojarnos. Pero si llueve de forma cada vez más intensa, podemos optar por quedarnos en casa hasta que pase el mal tiempo. Y con esta simple decisión estaremos evitando el riesgo de contraer algún enfriamiento o resfriado, salvaguardando prudentemente nuestra salud. O en el peor de los casos, ante un posible recrudecimiento de la tormenta, podremos incluso estar evitando morir bajo la furia imprevisible y desbocada de los elementos.

Con esta simple y habitual rutina estaremos dando forma a la más fundamental de las premisas: obtener información del medio en que vivimos, comprender su significado y actuar en consecuencia para mejorar o preservar nuestra vida. Y a pesar de la aparente simplicidad de su enunciado, podemos decir que en esta premisa reside precisamente el propósito esencial y la razón de ser de todo nuestro pensamiento, de nuestra conciencia, de nuestra voluntad. Todo nuestro empeño en la vida se puede resumir, básicamente, en el cumplimiento de dicha premisa y en la continua y sucesiva ejecución de los tres principios fundamentales que se recogen en ella: conocer, pensar y actuar.

En consecuencia, podemos esperar también que la filosofía, como desarrollo intelectual de nuestro pensamiento, se centre en cada uno de estos tres principios fundamentales y labre sus diversos campos de estudio partiendo de ellos. En base a esta idea y atendiendo siempre a los tres principios antes referidos, podríamos dividir las ciencias filosóficas en tres grandes apartados: las ciencias naturales, que tienen por objeto obtener información del medio en que vivimos, las ciencias éticas, también identificables como ciencias sociales o comportamentales, que tratan de adecuar nuestras acciones a la mejora de nuestras condiciones de vida, y las ciencias formales, que nos capacitan para elaborar la información obtenida del medio y proyectarla adecuadamente sobre nuestras acciones.

Partiendo de esta división, podemos caracterizar brevemente cada uno de estos tres grandes apartados y reflexionar en alguna medida sobre cómo es tratado y abordado cada uno de ellos en la actualidad.

Comenzando por las ciencias naturales, debemos recordar que dichas ciencias, en su inicio, estaban plenamente integradas en el campo general de estudio de la filosofía. Sin embargo, debido al gran desarrollo que lograron alcanzar a lo largo de los últimos siglos, en gran parte debido a importantes avances técnicos, fueron independizándose progresivamente del resto de las ciencias filosóficas, acabando así por crear campos propios y especializados del saber como, por ejemplo, la física, la química, la geología o la biología.

Por desgracia, este enorme desarrollo, con la creación incluso de nuevas áreas especializadas dentro de cada una de ellas, ha ido llevando a las ciencias naturales a un progresivo aislamiento y a una pérdida de conexión con el resto de las ciencias filosóficas. Tanto es así que las ciencias naturales muchas veces se interpretan, en la actualidad, como ciencias completamente ajenas a la filosofía y al resto de sus ciencias, sin poseer ninguna relación directa o indirecta con ellas. Es decir, las ciencias naturales y la filosofía, en su generalidad, son vistas como saberes divergentes, ajenos o excluyentes.

La triste consecuencia de esta situación es que muchas veces el conocimiento y la información obtenidos mediante las ciencias naturales no son pensados ni aplicados en acciones que mejoren nuestra vida. En ocasiones, se emplean incluso en exactamente todo lo contrario, es decir, en empeorarla. Ya sea por simple ignorancia o inconsciencia, ya sea de una forma premeditada, estúpida e irreflexiva, lo cierto es que la información obtenida por las ciencias naturales a menudo se utiliza al margen o incluso en contra de cualquier tipo de principio ético. Y con esto, como es evidente, se rompe con la premisa fundamental que rige nuestra actividad intelectual, que queda así incompleta y carente por completo de sentido.

Cuando esto sucede, cuando las ciencias naturales se aplican para empeorar nuestras vidas, se convierten en anticiencia. Y no sólo constituyen una clara negación de nuestra conciencia y de nuestro pensamiento, sino que se convierten en un obstáculo para el desarrollo de nuestra vida. O incluso, en el peor de los casos, llevadas por el más ciego fanatismo, en enemigas directas de nuestra propia supervivencia.

Al abordar el apartado siguiente, el de las ciencias éticas, hay que considerar, antes de nada, que nuestras acciones responden a diversos mecanismos, por lo que conviene separarlas en al menos dos grupos diferentes. En primer lugar, están aquellas acciones que obedecen a mecanismos determinados genéticamente. Algunos de estos mecanismos son responsables de simples reflejos, de tipo involuntario. Pero muchos otros son responsables de acciones y conductas complejas, que afloran y se manifiestan en nuestra conciencia bajo la forma de sentimientos, impulsos o instintos. En segundo lugar, están aquellas acciones que obedecen a mecanismos elaborados por nuestra mente, sin una determinación genética directa, y que se desarrollan en nuestra conciencia bajo la forma de ideas y pensamientos.

La parte de nuestras acciones determinada por los genes, gobernada por tanto por nuestros sentimientos, impulsos o instintos, es estudiada por diferentes campos del saber. Al menos en parte de su ámbito y en algunos de sus aspectos, es tratada por ciencias como la antropología, la psicología o la estética. En cambio, la parte de nuestras acciones determinada por nuestra mente, basada en nuestras ideas y pensamientos, es estudiada por ciencias como la ética, la política o las restantes ciencias sociales.

Entre estas últimas, la ética se ocupa del estudio y la elaboración de normas para el comportamiento individual, mientras que la política o filosofía política se ocupa del estudio y la elaboración de normas aplicables al comportamiento de un grupo social. Por su parte, el estudio detallado de las leyes y de la justicia, de la organización equilibrada e igualitaria de las sociedades, de la economía real y productiva, de la historia y la evolución social, así como de muchas otras áreas relacionadas con diversos aspectos del comportamiento de los grupos humanos, dan su forma y completan el conjunto de las diferentes ciencias sociales.

De igual forma que el aislamiento de las ciencias naturales con respecto a las ciencias éticas conduce a las primeras al abismo de la anticiencia, también podemos observar este mismo fenómeno en sentido contrario. Moviéndose ambos tipos de saberes en mundos cada vez más separados y excluyentes, es frecuente en la actualidad encontrar formulaciones éticas que ignoran por completo los grandes descubrimientos y avances conseguidos por las ciencias naturales, situándose por completo al margen de ellos. Las ciencias éticas quedan así muchas veces ancladas en el pasado, manejando conceptos ampliamente superados y sin sentido, en un ejercicio voluntario o involuntario de oscurantismo.

Negando o ignorando la realidad, rompiendo igualmente, de esta forma, con la premisa fundamental que caracteriza nuestro pensamiento, las ciencias éticas se convierten en algo que, de forma equivalente, podríamos denominar como antiética. Y sus consecuencias resultan ser igualmente catastróficas, constituyendo un claro obstáculo para nuestra vida y también, con excesiva frecuencia, para nuestra propia supervivencia.

Llegados al apartado de las ciencias formales, debemos destacar que dichas ciencias poseen una situación central, de intermediación, entre las ciencias tratadas en los dos apartados anteriores. Sería imposible adquirir información o desarrollar formas adecuadas de comportamiento si no convirtiésemos previamente nuestro mundo y todo nuestro entorno en algo tan simple y manejable por nuestra mente como son los conceptos. Pero además, para que estos conceptos nos sean realmente útiles, debemos organizarlos y relacionarlos entre sí de la forma más clara y precisa posible.

Son diversos los campos de estudio que tratan sobre la conceptualización de la realidad y la organización de los conceptos e ideas resultantes de ella. Como ciencias relacionadas en mayor o menor medida con este tema, podemos citar la epistemología, que estudia los límites de la percepción y de nuestros sentidos, el lenguaje, que analiza la transmisión de ideas entre individuos, la lógica, que trata de la organización y relación entre los conceptos, o las matemáticas, que parten, en ciertas áreas, del intento de cuantificación de esa misma realidad.

Dentro también de este apartado, resulta de particular importancia la llamada filosofía de la ciencia, un campo formal del saber que establece y determina el método científico, utilizado por todas las ciencias naturales. Es precisamente este método, en realidad un conjunto de métodos, el que nos permite ajustar al máximo nuestro conocimiento a la realidad que nos rodea, adquiriendo de esta forma una información lo más útil, consistente y veraz posible.

Al margen de los tres apartados citados anteriormente, fuera por tanto del campo de las ciencias naturales, éticas o formales, se citan a menudo otras ciencias filosóficas que a lo largo de la historia han llegado a tener un cierto desarrollo. Sin embargo, dichas ciencias, que podríamos agrupar en su conjunto bajo el nombre de metafísicas, han dejado de tener sentido o razón de ser en la actualidad debido al avance logrado tanto en el conocimiento general como en la caracterización de nuestra propia percepción. Estas ciencias, por tanto, han quedado reducidas a meros ejercicios especulativos, sin una base real.

Por otra parte, debido al continuo ataque perpetrado históricamente contra la filosofía, a menudo han llegado a incluirse en ella diversas falsas ciencias o pseudociencias, algo que por desgracia todavía sucede en la actualidad con demasiada frecuencia. Estas falsas ciencias suelen estar generalmente relacionadas con las religiones, que son las responsables, en la mayoría de los casos, de crearlas e imponerlas. Todas ellas se basan en un determinado pensamiento mágico que ignora o niega directamente la realidad, cuando no se opone frontalmente a ella. De igual forma, niegan y combaten la ética, tratando siempre de sustituirla por unas determinadas normas de conducta de tipo dogmático. El evidente propósito de estas falsas ciencias, a un determinado nivel, consiste en destruir o corromper la filosofía para con ello conseguir imponer más fácilmente un determinado orden social.

Podemos afirmar que la filosofía es, por definición, la ciencia objetiva y universal. Sin embargo, debemos tener en cuenta que, a pesar de ello, su desarrollo y aplicación no necesariamente lo son. Por ejemplo, aunque la información obtenida por las ciencias naturales, utilizando el método científico, es siempre objetiva, cuando éstas centran su atención únicamente en una determinada materia e ignoran al mismo tiempo todas las demás pueden llegar a proporcionarnos una visión bastante distorsionada y engañosa de la realidad. De igual forma, aunque la ética es siempre universal en sus principios, su aplicación y su práctica resultan ser siempre particulares. Un mismo principio ético puede dar lugar a acciones aparentemente opuestas según el medio o la circunstancia en que se aplique. Y diferentes culturas, creadas en ambientes distintos, pueden desarrollar normas de comportamiento diferentes incluso aplicando unos mismos principios.

Lo que es evidente es que todas las ciencias filosóficas son necesarias. Y aunque no siempre seamos plenamente conscientes de ello, todas forman parte indisociable de nuestra actividad intelectual. Incluso de nuestros actos más habituales y cotidianos. Volviendo de nuevo al ejemplo inicial, puede ser que hoy u otro día cualquiera el cielo se encuentre nublado y empiece a llover. Pues bien, si nosotros conseguimos identificar la lluvia como una precipitación de vapor de agua condensado, si sabemos en qué condiciones atmosféricas se produce, si extendemos la mano a través de la ventana para comprobar su posible precipitación, si sabemos proyectar en nuestra mente los efectos que estar expuestos a la lluvia puede producir sobre nuestra salud, si somos además conscientes de todas las diversas acciones que podemos realizar y de cuáles serán sus posibles consecuencias, si hacemos todo esto, estaremos realizando un profundo, elaborado y complejo ejercicio de filosofía.

Y así, mientras paseamos bajo la lluvia cómodamente resguardados bajo un paraguas, pisando alegre y despreocupadamente todos los charcos, podemos tener la satisfacción de saber que, con sólo mirar al cielo y abrir un modesto y vulgar utensilio, hemos dado fiel cumplimiento a la premisa fundamental que caracteriza nuestra voluntad y nuestra conciencia. El simple ejercicio de conocer, pensar y actuar nos es suficiente para dar completo sentido y plenitud a nuestro pensamiento y para adentrarnos de inmediato en el admirable arte de la filosofía.