19/6/10

La incomprensible actitud de Pinocchio.


Pinocchio, el famoso muñeco de madera del cuento de Collodi (Carlo Lorenzini), veía crecer su nariz cada vez que decía una mentira. ¿Por qué entonces insistía en mentir una y otra vez? ¿Pensaba que haciéndolo evitaba tener un rostro demasiado vulgar, con un perfil excesivamente plano y anodino? ¿Tenía acaso la pretensión de llegar a todas partes antes que nadie? ¿O será, por el contrario, que Pinocchio tenía una percepción diferente, de carácter alternativo, de lo que era o no era verdad?

Hoy en día es bastante frecuente escuchar argumentos que cultivan el relativismo sobre lo que es la verdad, argumentos destinados a confundir o nublar el entendimiento. Porque lo cierto es que existe una única realidad y es, precisamente, dicha realidad la que determina lo que es o no verdad. Cualquier idea que se aproxime a la realidad deberá ser considerada como verdadera, mientras que cualquier idea que se aleje de la ella será evidentemente falsa. Y considerando diferentes ideas, unas más próximas que otras de la realidad, unas serán por ello más verdaderas y otras lo serán menos.

Existen ideas que se acercan a la realidad en un aspecto y no en otro, mientras que otras lo hacen justamente al contrario, siendo al mismo tiempo igualmente verdaderas e igualmente falsas. Y también hay ideas que, siendo verdaderas en un aspecto, están muy lejos de la realidad en otros, mientras que otras ideas, no estando cerca en ningún aspecto, tampoco están muy lejos en ninguno de ellos. Así, podemos decir que entre las ideas imperfectas existe la posibilidad de hacer todo tipo de comparaciones. Pero eso no debe confundirnos ni apartarnos de la necesaria búsqueda de la verdad, es decir, de aquellas ideas que se identifican perfecta y plenamente con la realidad.

El mecanismo lógico por el cual se va probando o arquitectando la veracidad de las ideas, ya sea en un aspecto particular o en todos ellos, es la discusión y el análisis. Si a través de ellos se demuestra que una idea, o una parte importante de ella, no es válida, esa idea pasa entonces a ser considerada una falsedad o una mentira. Y, por lógica, quien la defendió debería pasar a ser considerado como un falsario o un mentiroso.

Pero evidentemente esto no es así, ni mucho menos. La consideración que es dada al defensor de una idea que se revela como falsa dependerá siempre del carácter moral de esa persona. Al demostrarse la falsedad de una idea, debe permitirse siempre a quien la defendió que rectifique sus argumentos. Sólo en el caso de que, pese a la evidencia, continuase defendiendo los mismos argumentos falsos, esa persona debería ser considerada como mentirosa. Sólo entonces merecería que le creciese la nariz.

Pinocchio, a pesar de ser un muñeco de madera, no era tonto. Bien pronto comprendió cómo era el mundo en que se encontraba. Miró a su alrededor y vio a toda la gente, a la gente de carne y hueso, defender siempre, invariablemente, las mismas falsas ideas, sin retractarse jamás de ellas. Cierto es que, en medio de toda esa gente, había también unas pocas personas dedicadas al estudio y al conocimiento, esforzadas en demostrar la falsedad de las ideas comunes y en proponer otras más acordes con la realidad. Pero estos estudiosos eran siempre ignorados y despreciados por la mayoría. ¿Para qué iban a cambiar ahora de ideas, si las que tenían les habían servido siempre hasta ahora, ya fuese mucho, poco o nada?

Pinocchio, sintiendo gran admiración por aquellos pocos estudiosos, rompió su hucha y compró algunos de sus libros. Leyó con mucha atención e interés los tratados que demostraban, por ejemplo, que utilizar el petróleo de forma masiva alteraba el clima del planeta, que adoptar una economía basada en el lucro provocaba siempre una creciente injusticia social, que la práctica de una agricultura intensiva acababa por agotar la fertilidad del suelo, que destruir la naturaleza implicaba inevitablemente nuestra propia e impiedosa destrucción.

La verdad de aquellas ideas era evidente. Pero claro, él no podía defender esas nuevas ideas, por más próximas a la realidad que estuviesen. Él era un muñeco de madera y no podía correr riesgos. Si alguien se irritase con él, lo más seguro es que lo echasen al fuego. Pinocchio sabía muy bien que incluso personas de carne y hueso habían sido quemadas en el pasado por la misma razón. No, de nada sirve defender la verdad cuando de lo que se trata es de evitar ser devorado por las llamas.

Comprendiendo todo esto, Pinocchio comenzó a mentir. Mentía siempre y a todas horas. Tener una nariz en crecimiento no era en realidad un gran problema, pues incluso era vista como un símbolo de carácter y personalidad en su rudo perfil de muñeco de madera. Así fue como, a partir de entonces, Pinocchio prosperó en este mundo. Quién sabe si hoy en día no se habrá convertido en un ministro importante de cualquier país occidental. O quizás en un pedazo de leña.


2/6/10

Esclavitud mágica.

Algunos santuarios están situados en las escarpadas cumbres de las más altas montañas. Y es común afirmarse que quien realiza una peregrinación hasta ellos obtiene suerte y prosperidad para toda la vida. Claro que quien afirma esto deja convenientemente de lado, en sus cuentas, a todas aquellas personas que, intentando subir a la cumbre, acaban por morir despeñadas. O a aquellas otras que son llevadas por una súbita tormenta de nieve. Por no hablar de aquellas cuyo corazón no aguanta el esfuerzo del duro camino, o de aquellas otras que, tras realizar la peregrinación, acaban luego por llevar una vida llena de desgracias. Y aún hay otras personas que, sin nunca mejorar su vida, repiten una y otra vez la peregrinación con la esperanza de que finalmente suceda algo.

Lo cierto es que muchas personas piensan que realizar un determinado acto o poseer un cierto amuleto da suerte y que, gracias a ello, su vida va a mejorar súbitamente. Adoptando semejante forma de pensar, estas personas inician un largo y tortuoso camino que irremediablemente las conducirá a la pérdida de su libertad y, con frecuencia, a la propia esclavitud. Porque, contrariamente a lo que se suele decir, ser supersticioso no da suerte. Ser supersticioso es, en realidad, una verdadera desgracia.

Este camino que lleva a la progresiva pérdida de la libertad puede resumirse en cinco etapas: superstición, creencia, iluminación, sectarismo y religión. Y cada una de ellas implica un grado cada vez mayor de sumisión y de pérdida de la propia voluntad.

La primera etapa es la aparición de la superstición. Una persona puede convencerse, por ejemplo, de que tirar piedras a un río da suerte. Y la verdad es que, con ello, puede calmar en cierta medida su ansiedad ante determinados acontecimientos futuros que puedan quizás traerle dolor o infelicidad.

Pero las supersticiones son a menudo contagiosas. Y con ello se llega a la segunda etapa, que consiste en la aparición de la creencia colectiva. En poco tiempo, todos los vecinos del supersticioso pueden adoptar su hábito de tirar piedras al río. Y basta con que la fortuna sonría a uno de ellos inmediatamente después del lanzamiento de una piedra para que dicha creencia se afirme entonces como una verdad absoluta. Nadie va a dejar de tirar piedras a un río si, a cambio, puede con ello ganar fortuna en su vida.

Poco tiempo después aparece la siniestra figura del iluminado, dando inicio a una nueva etapa. El iluminado se nombra a sí mismo, o es nombrado por todos, como único interprete válido de la creencia. Así, sólo él sabe qué piedras pueden lanzarse, cuándo y cómo deben lanzarse y cómo se debe interpretar la forma en que caen al agua. Si hasta entonces la superstición o la creencia estaban determinadas por actos individuales, propios de cada persona, ahora todos estos actos pasan a estar determinados por el iluminado. Los supersticiosos deben obedecer ciegamente sus mandatos si quieren tener suerte. Con ello, el iluminado comienza a afirmar progresivamente su dominio y su poder sobre las otras personas.

Pero el iluminado no tarda mucho en formar discípulos, iniciados por él en el secreto arte de la magia. Comienza así una nueva etapa, caracterizada por a existencia de una casta social de brujos o sacerdotes que, juntamente con sus seguidores, constituye una secta religiosa. Los sacerdotes son ahora dueños de todas las piedras y los únicos que pueden lanzarlas al río. Y cualquiera que pretenda desafiar su dominio sufrirá sin falta las consecuencias de su imperdonable blasfemia. La secta es ya una forma de abuso y de represión de la libertad individual.

Se llega entonces a la última etapa, la religión. Tarde o temprano, el poder creado por la secta comienza a hacer sombra al poder del estado. El cacique o gobernante no puede permitir que exista otro poder que no sea el suyo. Y la secta no puede permitir que el estado ponga freno a su creciente poder. Así, ya sea de una forma pacífica o violenta, se llega a la única solución posible: la unión de ambos poderes. La secta se convierte entonces en la religión del estado. Cualquier otra secta que a partir de entonces pueda surgir deberá unirse a la religión ya existente o desaparecer.

El poder de la religión es absoluto. Determina para siempre la suerte, el destino y la propia vida de las personas. El individuo, ya sin voluntad propia, sin libertad de decidir su destino, se convierte en un simple esclavo del poder. Y como es lógico, la religión rápidamente aniquila cualquier posibilidad de que las personas dejen de ser supersticiosas, cualquier posibilidad de que dejen de estar bajo su poder. Así, aniquila atrozmente la cultura, la filosofía y la ciencia. Nada escapa a su represión.

Y usted, ¿piensa aún que utilizar aquella camisa blanca con botones azules le da suerte? ¿O que rascarse la nariz espanta los malos espíritus? Antes de intentar convencerse de ello, reflexione un poco. Caso contrario, usted puede convertirse en un esclavo y vivir para siempre en la más absoluta miseria física e intelectual.