11/2/23

Derechos ganados y derechos otorgados


En el ámbito jurídico es bastante frecuente oír hablar de los derechos y las obligaciones que todo ciudadano tiene ante la ley. O también de que todos los ciudadanos, tal como los colectivos que forman, son sujetos de derecho, pues a ellos les son aplicables las leyes vigentes. Sin embargo, todo este variado conjunto de términos jurídicos, sin una correspondencia directa con el lenguaje común, acaba generando a menudo un considerable grado de confusión. Es por ello que, para comprender estos conceptos e intentar evitar equívocos, es conveniente, en primer lugar, identificar los elementos básicos que participan en todo proceso jurídico y entender cómo se organizan entre sí.

Como en cualquier otro tipo de acción, también en una acción de naturaleza jurídica pueden distinguirse cuatro elementos básicos: un sujeto que actúa, un destinatario que recibe la acción, un ámbito en que dicha acción tiene lugar y una razón o causa que justifica la existencia de dicha acción. En otras palabras, en cualquier acción, derecho u obligación de tipo jurídico podemos identificar: quién la aplica, sobre quién se aplica, dónde y cuándo se aplica y por qué se aplica.

Y estos cuatro elementos deberemos tenerlos aún más claros, si cabe, en aquellos casos en que la acción jurídica se extienda o pueda extenderse más allá de los límites estrictos de la sociedad o de las propias personas. Así, considerando precisamente estos casos extremos, moviéndonos por tanto dentro de una perspectiva lo más general posible, podríamos caracterizar de la siguiente manera cada uno de estos elementos.

1) Podemos empezar, por ejemplo, por considerar el ámbito de la acción, es decir, dónde y cuándo se aplican las leyes. Ante todo, debemos tener claro que cualquier legislación existente es, lógicamente, obra del ser humano. Está hecha por y para el hombre y carece de sentido más allá de su propio ámbito. Por tanto, son necesariamente las sociedades humanas, cada una en particular, el lugar en donde se aplican las leyes y en el momento en que ellas así lo determinen.

Sin embargo, tal como la acción del hombre tiene influencia en el mundo que le rodea, también las leyes que él utiliza participan, en la misma medida, de esa misma influencia y repercusión. Por tanto, si bien las leyes se refieren al propio hombre y a sus sociedades, acaban también por afectar a todos los ámbitos ajenos a él con los que necesaria, regular u ocasionalmente se relaciona. En realidad, como es fácil comprobar, las leyes no se limitan a regular las relaciones existentes dentro de la sociedad, sino que también se extienden a regular las relaciones de la sociedad con otras sociedades y, especialmente, con su entorno más inmediato.

2) Podemos pensar, a continuación, en el sujeto de la acción, en quién aplica las leyes. Si analizamos quién es el actor o elemento activo de una acción jurídica, resulta bastante obvio que ese actor únicamente puede ser el hombre, más concretamente, el ciudadano. Sin embargo, debemos tener claro que en una determinada acción jurídica no todos los ciudadanos actúan, pueden actuar o deben actuar en la misma medida. No todos se ven obligados a seguir, aplicar o cumplir las leyes de igual modo, en todo momento y circunstancia.

En realidad, en términos generales, sólo son actores o sujetos activos plenos aquellos ciudadanos adultos que viven dentro del área de jurisdicción de las leyes, siendo ellos los únicos que tienen el deber y la obligación de seguir, aplicar o cumplir, en todo momento y circunstancia, la totalidad de las normas jurídicas. Por el contrario, quienes, por ejemplo, sean menores de edad, sean ancianos o padezcan una enfermedad grave normalmente están eximidos de seguirlas, ya sea parcial o totalmente, por lo que, en función de sus capacidades, son sólo actores o sujetos activos parciales. Por su parte, los extranjeros sin ciudadanía o los simples viajeros tampoco están obligados a seguir todas las normas, aunque se les suele exigir que cumplan las principales, siendo actores incompletos u ocasionales.

3) Resulta importante analizar, a continuación, quiénes son los destinatarios de la acción, a quién se dirige el efecto de las leyes, es decir, quién es el objeto pasivo o beneficiario de ellas. También aquí, no cabe duda de que los principales beneficiarios, aunque no los únicos, son los propios ciudadanos, los propios actores, ya sean plenos, parciales u ocasionales, de esas mismas leyes.

Considerando esto último, resulta fácil concluir que a los ciudadanos adultos sí que se les aplica el conocido binomio que asocia derechos y obligaciones. Reciben y se benefician de los derechos en la misma medida en que también actúan y cumplen plenamente con sus obligaciones, pues ambas condiciones se les aplican en su totalidad. En cambio, los menores de edad, los ancianos o los enfermos reciben, en términos generales, idénticos derechos a pesar de no desempeñar plenamente o en absoluto las mismas obligaciones. Y los extranjeros, por su parte, suelen recibir sólo ciertos derechos, casi siempre en función de las obligaciones que se les exige o que desempeñan.

No obstante, en las sociedades modernas existe un determinado tipo de leyes que siempre otorga derechos sin importar el cumplimiento o no de posibles obligaciones. Dichas leyes constituyen lo que, en su conjunto, se denomina como derecho natural y dentro del cual, como ejemplo destacado, podemos citar la Declaración Universal de los Derechos Humanos, una legislación de ámbito internacional compartida por gran parte de los países del mundo. El derecho natural, por tanto, otorga unos derechos básicos y universales a toda persona al margen de su ciudadanía, del país del que proceda, de la jurisdicción en que se encuentre o de cualquier otro tipo de característica, condición o circunstancia. Puede decirse que toda persona es beneficiaria de este tipo de leyes sólo por el hecho de vivir en este mundo.

Pero el derecho natural no es, ni mucho menos, el único tipo de leyes en que se establece una completa disociación entre derechos y obligaciones. Y esto es así, simplemente, porque el objeto o beneficiario de las leyes no tiene en realidad por qué ser humano. Puede ser, por ejemplo, un cierto tipo de animal, de quien nunca se esperará, lógicamente, que pueda ser al mismo tiempo un actor jurídico. Así, en efecto, existen muchos países en la actualidad que otorgan protección o derechos a ciertos animales domésticos, integrados en las sociedades humanas, o también a animales silvestres, protegiendo, por ejemplo, una determinada especie amenazada o en peligro de desaparición. Y lo mismo sucede, según otras leyes, con algunas especies de plantas o con otros tipos de seres vivos. O incluso con determinados ecosistemas, que se entiende que se deben conservar y a los que se otorga igualmente protección o derechos mediante las leyes.

Aunque, en realidad, el beneficiario de las leyes ni siquiera tiene por qué ser una entidad viviente. Existen numerosas leyes que otorgan protección a paisajes, a lugares geográficos, a monumentos, a obras de arte, al patrimonio arquitectónico o a cualquier objeto material que se considere que tiene un especial valor. Y no sólo a objetos materiales, sino también a ideas, a conceptos, a saberes, a memorias o a tradiciones. Es decir, tanto los seres humanos como los animales, los seres vivos, los lugares, los objetos o determinados conceptos inmateriales pueden ser, todos ellos, beneficiarios de las leyes.

En relación a los términos utilizados, conviene aclarar que en estas leyes sólo en ciertos casos se habla de derechos. Así, cuando el objeto de las leyes son personas, suele hablarse de derechos. En cambio, en el caso de los animales, en ocasiones se habla de derechos y en otras no. Y cuando se trata de otro tipo de ser vivo o bien de un objeto material o inmaterial no se habla de derechos, sino simplemente de leyes de protección o de conservación. Por tanto, las leyes suelen ser de derechos para el hombre, de derechos o bien de protección para los animales y de protección o conservación para todos los demás beneficiarios. Si bien que, de forma excepcional, también se habla hoy en día de derechos refiriéndose al conjunto del medio natural, es decir, de derechos de la naturaleza.

En consecuencia, el beneficio que recibe quien es objeto pasivo de las leyes tanto puede ser denominado derecho como puede ser denominado de otras formas, en general dependiendo de las características culturalmente atribuidas a su destinatario. Pero no por ello deja de tratarse siempre, en todos los casos, del mismo concepto.

4) Finalmente, podemos preguntarnos acerca de la razón de la acción, de por qué se aplican las leyes. Debemos entender que en todos los casos, ya se trate de leyes de derechos o de conservación, ya se trate de leyes particulares o universales, todas las leyes existen por decisión humana y para provecho humano. Es el ser humano y sus sociedades las que entienden que dar derechos y proteger con sus leyes a sus propios ciudadanos, a cualquier ser humano, a otros seres vivos, a la naturaleza o a simples objetos inanimados redunda en su propio beneficio, ya sea a corto, medio o largo plazo. Por tanto, es siempre la ética del ser humano y, más concretamente, la ética de sus sociedades la que determina la acción y la existencia de las leyes.

Podemos resumir todo lo anteriormente expuesto diciendo que las leyes son normas de conducta aplicadas y seguidas por un sujeto que es el propio hombre, en especial los ciudadanos adultos. Tienen un beneficiario que en general es el propio ser humano, pero que puede ser igualmente cualquier tipo de ser vivo o cualquier entidad material o inmaterial relacionada con él. Siendo normas de conducta humana, la razón última de las leyes se basa y fundamenta en la ética. Y por último, aunque están hechas por y para el hombre, las leyes inevitablemente afectan a su entorno y a todos los ámbitos con los que él se relaciona.

Para intentar ejemplificar quizás algunos de estos conceptos, podemos imaginar, por un momento, una flor de extraordinaria belleza que crezca únicamente en la cumbre de la montaña más alta, remota e inaccesible. Dicha flor no conoce al hombre ni mucho menos conoce sus leyes, no necesita ni ha necesitado nunca cualquier tipo de legislación para poder sobrevivir, no tiene obligaciones con el ser humano, no forma parte de su mundo y, desde luego, no decide ni quiere decidir la forma en que él debe comportarse. Sin embargo, a pesar de ello, dicha flor puede estar protegida por una ley que le otorgue derechos, tal como pueden estarlo quizás otras plantas que, como ella, crezcan en la cumbre de esa montaña. La flor, sin saberlo, imaginarlo o mucho menos desearlo, puede ser beneficiaria de una ley que la proteja y que, por tanto, regule estrictamente cualquier acción humana relacionada con ella.

Y esto será así, esta ley existirá, si el hombre considera en ese momento que es importante cuidar y proteger esa flor. Si cree, en definitiva, que necesita la flor, tal como necesita toda la naturaleza, para poder sobrevivir en este mundo. O bien, simplemente, porque está convencido de que necesita esa flor para poder vivir de una forma mucho más plena, saludable y feliz.

Así, aunque la ley proteja la flor, en última instancia a quien protege en realidad es al propio ser humano. Otorga derechos a la flor pero siempre en beneficio del hombre, quien en ese momento piensa que no puede o no quiere vivir sin ella. Porque, en definitiva, toda ley que protege a otros seres, ya sean humanos o no, ya sean ciudadanos o extranjeros, ya sean amigos o enemigos, no es más que una forma sabia e inteligente que tienen el hombre y el conjunto de los ciudadanos de protegerse a sí mismos. Y esta es, sin duda, la razón última y principal de todas las leyes.