30/6/21

Un juego cuyo premio es siempre perder


Imaginemos un juego tremendamente divertido. Imaginemos que lanzamos una moneda al aire y la dejamos caer al suelo. Si sale cara, nuestro adversario gana. Y si sale cruz, por el contrario, nosotros no ganamos, sino que el juego se repite y vuelve a lanzarse la moneda al aire. Ciertamente no parece un juego muy justo o equitativo. En realidad, nuestro adversario siempre acaba por ganar, ya sea en el primer lanzamiento o en cualquiera de los siguientes. Y nosotros, en consecuencia, siempre perdemos.

Imaginemos ahora una variante de este mismo juego, pero aún más divertida. Una única persona juega contra un numeroso grupo de personas del cual nosotros formamos parte. Las reglas son las mismas. Si sale cara esa persona gana y si sale cruz nuestro grupo no gana, sino que se repite nuevamente el lanzamiento. No hay duda de que se trata de un juego aún más injusto que el anterior, pues a lo absurdo de las reglas se le añade ahora la enorme desproporción existente entre la única persona que siempre gana y el conjunto de personas que siempre perdemos.

Pero intentemos que el juego sea todavía más divertido. Imaginemos ahora que en el lanzamiento nos apostamos nuestra salud o, llegado el momento, incluso nuestra propia vida. Si sale cara nuestro oponente gana y, por tanto, todos los del grupo perdemos la salud o la vida. Y si sale cruz no ganamos nada, sino que simplemente se lanza de nuevo la moneda al aire. Parece algo diabólico, ¿verdad? ¿Quién querría participar por propia voluntad en un juego tan absurdo y claramente suicida?

Imaginemos, sin embargo, que no jugamos voluntariamente, sino que nos obligan por la fuerza a jugar y a formar parte del grupo que siempre pierde. Para cualquier persona resultará evidente que ya no se trata de un juego sino, en todo caso, de un atentado contra nuestra libertad y nuestra salud, de un tremendo abuso de poder, de una acción de naturaleza criminal necesariamente perseguida y condenada por las leyes.

Sin embargo, si pensamos así estaremos completamente equivocados. En realidad, este juego cruel y despiadado es perfectamente legal. Y no sólo eso, sino que estamos sometidos a él todos los días, sin excepción. Todos los días, sin nosotros saberlo o desearlo, una moneda invisible gira continuamente en el aire sobre nuestras cabezas, una moneda con la que nos jugamos de forma permanente la salud y la vida. Y claro, evidentemente, siempre acabamos por perder.

Pero ¿cómo es esto posible? Pues bien, en realidad es muy fácil. Se trata de un juego que está a la vista de todos. Todos sabemos desde hace tiempo que determinados compuestos químicos artificiales llenan nuestro ambiente, nuestros campos, nuestros alimentos y también, de forma inevitable, nuestro propio cuerpo. Están por todas partes, cada vez en mayor número y en mayor concentración. Son centenares de productos con multitud de nombres extraños, como dioxinas, furanos, DDT, bisfenoles, PCB o ftalatos. Sabemos ahora, por ejemplo, que uno de ellos, el glifosato, un veneno utilizado como herbicida, se encuentra presente en la sangre del 80% de las personas de algunos países europeos. Siendo así, ¿cuál es el efecto que produce tener en nuestro cuerpo éste y todos los otros compuestos químicos antes mencionados? Pues bien, saberlo es, en realidad, lo que convierte a todo esto en un juego.

Por un lado, los científicos nos alertan continuamente de que muchos de estos compuestos son nocivos para la salud, a veces incluso cancerígenos, y que probablemente lleguen en ocasiones a costarnos incluso la vida. Por el otro lado, las grandes empresas que los producen, con el valioso respaldo de sus científicos a sueldo, contradicen todo lo anterior diciendo que en realidad no se ha conseguido nunca demostrar dicho efecto. Algo que aparentemente debería tranquilizarnos.

El juego, por tanto, está claro en todas sus reglas. Se lanza la moneda al aire. Si sale cara, si estos productos químicos son realmente peligrosos, las grandes empresas ganan. Ganan o habrán ganado dinero produciéndolos, incluso en el caso de que estos productos lleguen luego finalmente a prohibirse. Y nosotros inevitablemente perdemos. Más concretamente, la salud o la vida. Por el contrario, si sale cruz, si los compuestos al final no son peligrosos y no afectan a nuestra salud, nosotros no ganamos absolutamente nada con ello. Simplemente vemos cómo la moneda vuelve a lanzarse nuevamente al aire.

Vuelve a lanzarse y en cada lanzamiento nos vemos expuestos a nuevos compuestos o a una concentración mayor de los ya existentes, pues siendo aparentemente inocuos podrán producirse y utilizarse en mayor cantidad. Y mientras tanto lo único que podemos hacer es asistir, una y otra vez, al lanzamiento de estas o de nuevas monedas, esperando a que en cualquier momento salga finalmente cara, es decir, a caer definitivamente enfermos o muertos.

La pregunta se hace evidente: ¿por qué dejamos que nos sometan a este absurdo y criminal juego en el cual unos pocos ganan y todos los demás, no ganando nunca nada, arriesgamos incluso nuestra propia vida?

En primer lugar lo hacemos, desde luego, por nuestro desconocimiento e ignorancia. No sabemos, ni de lejos, qué tipo de compuestos están ya en el ambiente o en nuestro cuerpo, ni en qué cantidades, ni en qué concentraciones, ni qué tipo de riesgos implican, ni cómo nos afectan. Es decir, en gran medida ni siquiera sabemos que estamos participando en este diabólico juego.

Pero también lo hacemos porque nos lo ocultan. Quienes producen estos compuestos y deberían conocer sus efectos y el riesgo a que nos están sometiendo nunca nos informan de nada. Pero claro, ¿por qué irían a hacerlo? ¿Por qué irían a renunciar voluntariamente a un juego en el que siempre ganan? ¿Por qué irían a renunciar a su enorme y provechoso negocio? ¿Por escrúpulos de conciencia? Todos sabemos, por ejemplo, que en las grandes empresas todo es fruto de una larga cadena de decisiones. Cada agente toma una pequeña decisión, pero ninguno toma la decisión por entero. Nadie es, por tanto, realmente responsable de las consecuencias finales. Nadie se siente culpable ni puede sentir ningún tipo de remordimientos.

Aunque también jugamos, contra toda lógica, porque nos lo ocultan nuestras propias autoridades sanitarias, aquellas que precisamente tienen la obligación de vigilar, controlar y, sobre todo, prohibir todo aquello que afecta negativamente a la salud pública. Son ellas las que deberían defendernos y evitar que seamos sometidos a este criminal juego. Pero, por desgracia, en la actualidad dichas autoridades están casi siempre en manos del poder económico y de quienes lo manejan. Incluso no es raro ver determinados funcionarios trabajando alternadamente para las empresas que producen los compuestos y para los organismos públicos que los deberían controlar.

Sin embargo, también participamos en este juego porque nos engañan. Nos mienten sobre el verdadero significado de la ciencia y sobre algo tan importante como es el principio de precaución. Para empezar, intentan hacernos creer que los estudios pagados por las grandes empresas, muchas veces auténticos ejercicios de anticiencia, sólo por el hecho de ser realizados en laboratorios con máquinas muy caras y sofisticadas arrojan necesariamente verdades científicas incuestionables. Por el contrario, si un científico independiente y con menos dinero prueba otra cosa, rápidamente se le desautoriza, se le ataca o incluso se le hace perder su empleo. Como es evidente, nada de esto tiene que ver con la ciencia.

Por otra parte, el principio de precaución determina que para que un compuesto pueda ser comercializado primero debe demostrar de forma positiva que no tiene ningún efecto sobre la salud. Y tampoco podrá seguir produciéndose si posteriormente surge alguna duda, por mínima que sea, en relación a sus posibles efectos. No obstante, en la actualidad este principio se incumple por completo. A las empresas no se las obliga a presentar estudios que demuestren que los compuestos no afectan a la salud. Únicamente se las obliga a presentar estudios que afirmen que no han hallado ninguna relación. Es decir, no se las obliga a demostrar la inexistencia de esa relación, sino simplemente a decir que no la han encontrado, o bien que no han querido encontrarla.

Y peor aún, si un estudio independiente levanta luego dudas sobre un determinado compuesto, las autoridades, en vez de poner en cuarentena el producto, lo que hacen es poner en cuarentena ese estudio y esas dudas. Es decir, se pone en cuarentena el propio principio de precaución y la propia ciencia.

No, en realidad todo esto no es ningún juego. No deberíamos resignarnos por más tiempo a ser las víctimas silenciosas, las involuntarias cobayas del lucrativo negocio de unos pocos. No deberíamos dejar por más tiempo que nos mantengan en la ignorancia, que nos oculten la información, que nos desprotejan o que nos engañen. No deberíamos permitir que jueguen con nosotros y con nuestra vida. Y sobre todo, no deberíamos olvidar que tenemos todo el derecho del mundo a nuestra salud, a la salud de todos, a una salud universal que siempre, sin excepción, en todo momento debe ganar.


10/1/21

Viaje a la isla de los tontos, los ciegos y los torpes


Envuelta en la más misteriosa leyenda, oculta su memoria en el silencio y la bruma de los tiempos, murmurado su nombre apenas al calor de las más secretas conversaciones entre viejos y tullidos marineros, se narra en ocasiones, entre temerosos, furtivos y entrecortados susurros, la terrible historia de una isla que, sacudida por la feroz y despiadada fuerza de la naturaleza, acabó partida en dos.

Todo ocurrió en apenas una única, fatídica y estremecedora noche. Tras varios días seguidos en los cuales fue posible palpar en el aire una indescriptible e inquietante calma, de repente, en medio de la noche, un torbellino de fuego, de furia y de terror pareció agitarse en el interior mismo de las entrañas de la tierra. Y luego, casi de inmediato, un violento y devastador terremoto sacudió con fuerza cruel y desmedida hasta los más hondos y antiguos cimientos de la isla. En cuestión de pocos minutos el tremendo y ensordecedor temblor derribó las más altas, sólidas e imponentes montañas, arrasó al instante valles, planicies y llanuras y sembró por doquier el caos y la destrucción, todo ello en medio de la más demencial y despiadada pesadilla.

A la mañana siguiente, levantada ya la niebla, las cenizas y la desesperación de la noche anterior, la primitiva isla, tal como era conocida hasta entonces, había desaparecido por completo. Y en su lugar, allí donde se situaban otrora sus dos extremos más alejados, aparecían ahora dos nuevas islas de pequeño tamaño, esculpidas con abruptos y atormentados perfiles. Separándolas, el océano se abría entre ellas, con inusitada fuerza y bravura, a través de un ancho e impetuoso canal.

Cuentan los marineros que aquella infortunada isla se hallaba situada justo en mitad del océano, en medio de todos los vientos y de las mareas, a semanas de navegación de cualquier otra tierra firme conocida. Y según se dice, estaba habitada desde muy antiguo por unos seres fantásticos, con aspecto mitad hombre, mitad avestruz, aunque en verdad no es posible encontrar nunca dos relatos que describan a sus habitantes del mismo e igual modo. No obstante, casi todas las historias coinciden en afirmar que aquellos extraños seres habían conseguido desarrollar una civilización muy avanzada, en todo superior a las existentes en cualquier otro país o continente conocido en aquella época.

Debido quizás a su media parte de avestruz, o bien a otro motivo cualquiera, aquellos seres se dividían en dos formas bien características, siendo que esta división afectaba por igual tanto a hombres como a mujeres. Por un lado, estaban los individuos de aspecto más grácil, recubiertos de un denso y hermoso plumaje, caracterizados por ser todos ellos, sin excepción, enormemente cultos, bellos, refinados e inteligentes. Y por otro, estaban los individuos de aspecto más atolondrado, con el cuerpo casi lampiño, todos ellos de muy escasa y ruda inteligencia, fea y desagradable apariencia, formas mal proporcionadas, movimientos lentos y torpes, casi nula visión y muy escaso oído. Sin embargo, a pesar de estas notables diferencias, demostrando con ello el alto grado de civilización alcanzado, ambos tipos de seres convivían en la isla de forma fraternal, siempre en la mayor de las armonías.

Sucedió no obstante que, justo en la noche del terrible y devastador terremoto, ambos tipos de individuos se encontraban precisamente en los extremos más distantes de la isla. Todos los seres emplumados e inteligentes se encontraban en un extremo, asistiendo a un espectáculo poético y musical de gran refinamiento artístico. Y simultáneamente, todos los seres lampiños y tontos se encontraban en el extremo opuesto, asistiendo a una estúpida carrera de caracoles, espectáculo por el cual parecían mostrar un incomprensible y fervoroso entusiasmo. Ocurrió así que, como consecuencia del violento cataclismo, unos quedaron atrapados en una de las nuevas islas y los otros en la otra. Y sin tener la más mínima posibilidad de poder volver nuevamente a reunirse, pues las furiosas corrientes oceánicas que separaban ambas islas imposibilitaban cualquier viaje entre ellas.

Pasaron así los siglos, lenta y pausadamente, sin que nadie volviese a saber nada de las islas ni de sus infelices y desdichados habitantes. No obstante, trascurrido ese tiempo, se cuenta que un moderno navío de perfiles poderosos y audaces, tras ser arrastrado despiadadamente durante semanas por una tormenta de fuerza y crueldad nunca antes conocidas, acabó por llegar, de forma casual, hasta las aguas circundantes a las islas. Y no sin muchos y denodados esfuerzos, consiguió fondear primero en una isla y, días más tarde, en la otra.

Los marineros de aquel intrépido navío, muchos de ellos conocedores de la antigua y misteriosa leyenda, esperaban encontrar en la isla de los seres inteligentes una población próspera y feliz, continuadora de los muchos logros y maravillas conseguidos por la primitiva civilización. Por el contrario, pensaban que la isla de los seres tontos estaría sin duda completamente deshabitada, habida cuenta de la evidente incapacidad de aquellos pobres infelices para valerse por sí mismos.

Sin embargo, la sorpresa que se llevaron fue del todo indescriptible. Ninguno de ellos podía dar veraz crédito a lo que veían sus ojos. Al contrario de lo que pensaban, la isla de los seres inteligentes estaba completamente desierta. Y en cambio, la isla de los tontos, los ciegos y los torpes se hallaba feliz y prósperamente habitada. Y no sólo eso, sino que en ella encontraron una floreciente, soberbia y admirable civilización. Así, nada más desembarcar, los desgarbados moradores de la isla acudieron en tropel, de brazos abiertos, a recibir a los navegantes. Y al instante trataron de agasajarles con todos los fastos y honores que estaban al alcance de sus, no obstante, modestas capacidades.

Para empezar, organizaron innumerables carreras de caracoles por toda la isla en honra de los recién llegados. Y por suerte, debido a la muy escasa visión de los isleños, los famélicos y hambrientos marineros pudieron comerse todos los caracoles sin por ello despertar en ningún momento las sospechas o la ira de sus desconcertados anfitriones. En aquellos alegres momentos, todo en la isla parecía ser sólo fiesta y diversión.

Transcurrieron así las semanas siguientes con grandes y memorables jornadas, siempre en medio de otras muchas celebraciones y alegrías. Pero pasado ese tiempo, varios meses después, los valerosos marineros decidieron finalmente abandonar su tan grata y placentera estancia en la isla para volver nuevamente de regreso a casa. Gozando de un exaltado e inmejorable ánimo, los navegantes tenían además la bodega del barco bien cargada, casi a desbordar, con todos los enseres, lujos y riquezas que aquellos seres medio emplumados extrañamente despreciaban.

Así, momentos después de zarpar de la isla, por breves instantes, los marineros volvieron por última vez su mirada hacia atrás. Y fue entonces cuando sus ojos alcanzaron a ver, llenos de espanto y admiración, cómo una densa, opaca y misteriosa bruma se levantaba desde el mar y, en apenas un momento, abrazaba con fuerza, como si fuese ya para siempre, el débil y somnoliento contorno de las islas.

Y seguramente así, envueltas en aquella misma bruma blanca e impenetrable, deben continuar las misteriosas islas hasta el día de hoy, sin que nadie haya podido volver nunca a encontrarlas ni a vislumbrar sus atormentadas e inquietantes formas…

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Esta antigua leyenda sobre una mítica isla habitada por seres tontos, ciegos y torpes nos brinda una excelente oportunidad para reflexionar acerca de los caminos que sigue la evolución biológica en su continuo, complejo y fascinante devenir. Y muy especialmente, nos sirve para ilustrar uno de los mayores errores en los que, de forma continua y reiterada, caemos siempre que pensamos en ella.

Todos estamos habituados a pensar que la evolución biológica selecciona la excelencia de un determinado rasgo o característica cuando éste aparece finalmente en una especie. Creemos que, a partir de entonces, la evolución favorece inevitablemente a todos aquellos ejemplares que poseen dicho rasgo o bien lo desarrollan en un mayor grado. Así, por ejemplo, pensamos que, cuando estos caracteres aparecen, la evolución favorece inevitablemente a todos aquellos individuos que demuestran ser más inteligentes, más veloces, de mejor visión, más ágiles, más fuertes, de mayor tamaño, más hábiles, más invulnerables, más escurridizos o más temibles.

Y sin embargo, esto no es así en absoluto. De hecho, muy a menudo nos encontramos, para nuestra sorpresa, con que la selección natural en realidad parece favorecer a los individuos que demuestran ser exactamente lo contrario: más tontos, más lentos, más miopes, más torpes, más débiles, más enclenques o más mansos. Es decir, a menudo nos encontramos con una situación muy parecida con aquella que se encontraron los marineros de la leyenda al visitar las dos remotas y misteriosas islas.

Esta aparente contradicción no debería, sin embargo, sorprendernos lo más mínimo. En realidad, lo que debemos tener siempre bien claro es que la selección natural no favorece la excelencia en un determinado rasgo o característica. Lo que realmente favorece, eso sí, es a los ejemplares que mejor se adaptan al medio en que viven.

Y dependiendo del medio en que una determinada especie viva, su mejor adaptación podrá consistir en desarrollar o, por el contario, en no desarrollar un mismo y determinado rasgo. Así, la mejor adaptación podrá consistir, por ejemplo, en ser cada vez más inteligente o en ser cada vez más tonto, cada vez más rápido o cada vez más lento, cada vez más fuerte o cada vez más débil, cada vez más grande o cada vez más pequeño.

Pero ¿cómo es posible aceptar, por ejemplo, que ser más tonto pueda ser una mejor adaptación que ser más inteligente, muy especialmente cuando estamos acostumbrados a escuchar, hasta la saciedad y de forma muy poco científica, que la inteligencia es el máximo logro, la máxima meta y el máximo exponente de todo proceso evolutivo?

Para abordar esta cuestión deberíamos comenzar por considerar algo tan simple como son los costes y los beneficios que supone tener un cerebro muy desarrollado, un cerebro como, por ejemplo, el de nuestra especie, el moderno ser humano. Todos conocemos los maravillosos y extraordinarios beneficios que nuestro cerebro nos proporciona, como es la posibilidad de generar a nuestro alrededor, mediante el desarrollo de una determinada cultura o una civilización, un ambiente artificial enormemente propicio y favorable para nuestra supervivencia.

Pero, en cambio, muy pocas veces nos paramos a pensar en cuáles son los costes que nos supone poseer este cerebro tan complejo. Por ejemplo, sabemos ahora que nuestro cerebro consume aproximadamente una quinta parte de toda la energía consumida por nuestro organismo. Esto significa que nuestro cerebro nos obliga, por fuerza, a conseguir cada día una quinta parte más de energía. Es decir, nos obliga a destinar mucho más tiempo y esfuerzo para obtener a diario una mayor cantidad de alimento. Y si en cualquier momento no lo hacemos, si no conseguimos cada día todo ese alimento y toda esa energía extra demandada por nuestro cerebro, nuestro cuerpo desfallece y, agotadas nuestras reservas, acabamos por morir de inanición.

Mantener un cerebro como el nuestro es, por tanto, un negocio con elevados beneficios pero también con elevados costes. Pero también es, sobre todo, una apuesta arriesgada en la que nos jugamos nuestra propia supervivencia. Lo apostamos todo a que los beneficios de tener un cerebro complejo serán siempre, en todo momento, mayores o como mínimo equivalentes a los costes de mantenerlo. Y en caso contrario, en caso de perder la apuesta, deberemos pagar sin falta esta arriesgada elección con nuestra propia vida. Parece así bastante claro que, afortunadamente, en nuestro caso, en el caso del hombre moderno, los beneficios han conseguido siempre, en todo momento, superar los costes. De lo contrario ya estaríamos muertos y nos habríamos extinguido hace tiempo.

Sin embargo, para muchas otras especies sería del todo imposible asumir una apuesta semejante a la nuestra. Sabemos, por ejemplo, que un pequeño herbívoro pasa ya prácticamente todo el día alimentándose y, por tanto, no podría dedicar más horas y esfuerzos a obtener más comida con la que mantener un cerebro mayor. Además, esto le supondría pasar más tiempo expuesto a sus numerosos predadores, lo que aumentaría enormemente su probabilidad de morir. Tampoco una frenética musaraña, teniendo que comer ya cada día una cantidad de alimento equivalente a su propio peso, podría permitirse esta apuesta. Ni tampoco un pequeño animal de sangre fría, cuyo lento metabolismo le dificultaría mucho aumentar su actividad para poder procurar más alimento. Para todos estos tipos de animales, la mejor adaptación, su mayor posibilidad de supervivencia, consistirá en no desarrollar nunca un cerebro complejo.

Y este mismo principio lo podemos aplicar por igual a todo tipo de rasgos y características, no solamente al cerebro y a la inteligencia. Podemos aplicarlo a la velocidad, a la fortaleza, a la capacidad de visión, a la habilidad, al tamaño o a la capacidad de defensa. Para la mayoría de las especies, desarrollar todos estos rasgos, aparentemente tan útiles y favorables, aparentemente tan superiores, en realidad no sale nada a cuenta. Antes por el contrario, resulta del todo contraproducente.

Es más, a veces nos encontramos con algunos casos en los que la evolución parece ir justo al contrario, de una forma que nos resulta bastante difícil de comprender. Vemos, por ejemplo, especies de aves que al llegar a islas oceánicas pierden su capacidad de vuelo, insectos que al vivir en grutas subterráneas pierden sus ojos y su capacidad de visión, reptiles que tras adoptar un modo de vida zapador pierden todas sus extremidades, o incluso diminutos animales que al convertirse en parásitos internos de otras especies pierden la casi totalidad de sus propios órganos internos. Nos encontramos por tanto con animales que, en apariencia, pierden todos los avances evolutivos conseguidos por sus antepasados y vuelven a un estado anterior, mucho más primitivo. O incluso a un estado que fácilmente podríamos calificar como degenerado.

Pues bien, la forma de explicar este aparente retroceso, esta aparente regresión evolutiva, es otra vez la misma: perdiendo dichas capacidades, estas especies consiguen adaptarse mejor al medio en que viven. Pierden la excelencia en los caracteres, o incluso pierden éstos por completo, para ganar con ello la excelencia de una mejor y más completa adaptación al medio. Es decir, para ganar aquella excelencia que realmente selecciona la evolución.

Perder la capacidad de vuelo, la capacidad de visión, las extremidades o incluso los órganos internos es sin duda un buen negocio para estas especies. Reducen con ello los costes frente a unos beneficios que son ya inexistentes, pues han dejado de tener sentido en el nuevo medio en que viven. Perder todos estos rasgos y todos sus costes asociados es por tanto, para estos animales, una apuesta acertada para su supervivencia.

Es cierto que, si nos detenemos a observar la evolución biológica a gran escala, podremos observar cómo progresivamente aparecen seres cada vez más diversos, complejos y especializados, con nuevos y sorprendentes caracteres que muestran un grado de desarrollo cada vez más perfecto y sofisticado. Pero a pequeña escala, como adaptación a un determinado medio, lo cierto es que la evolución biológica únicamente crea especies que poseen exactamente los caracteres necesarios y en el grado de desarrollo exactamente necesario.

La evolución hace que toda especie desarrolle exactamente el cerebro que necesita, la visión ocular que necesita, la velocidad locomotora que necesita, el tamaño corporal que necesita o el tipo de defensas que necesita. Las especies ganan todas estas características en la medida que necesitan ganarlas. Y las pierden en la medida que necesitan perderlas.

Es por ello que, evolutivamente, no existe ninguna especie que sea superior a otra. Ni por poseer un rasgo muy desarrollado ni por dejar de tenerlo. En realidad, todas las especies vivientes son indiscutible y eminentemente superiores, pues todas poseen por igual la máxima excelencia en su adaptación al medio en que viven. Todas son las mejores y las más excelentes en el modo de vida que les ha sido asignado por la evolución.

Aunque, a decir verdad, esta excelencia no es del todo perfecta, sino casi perfecta. Y es precisamente por ello que la selección natural continúa avanzando lentamente, continúa modificando poco a poco las especies para adaptarlas mejor, siempre mejor, a un medio ambiente que además está en continua transformación. Y paradójicamente, gran parte de esta transformación se debe precisamente a los efectos causados sobre el medio por los propios seres vivos y su compleja y fascinante evolución biológica.