10/1/24

El rapto de la filosofía


En aquel fatídico día, el aire entero retumbaba y se estremecía a cada pocos instantes ante pavoroso, cruel y ensordecedor rugido de los cañones. Era el mes de mayo del año 1453 y la inmortal Constantinopla, la antigua y gloriosa capital del imperio romano de oriente, se enfrentaba a sus últimas y postreras horas antes de caer definitivamente en manos del poderoso imperio otomano, que por aquellos instantes había iniciado el asalto final a la ciudad. En esos angustiosos y trágicos momentos, en medio del terror, la destrucción y la muerte, se cuenta que las más preclaras mentes de la ciudad, los más grandes intelectuales y filósofos, refugiados tras unas murallas que por instantes se desmoronaban hechas pedazos, tuvieron por bien reunirse para discutir una de las más importantes y urgentes cuestiones que, en aquella situación tan trascendental y decisiva, más preocupaba al conjunto de la población.

Y esta decisiva y apremiante cuestión, como es lógico suponer, no era otra que la siguiente: ¿será que los ángeles tienen sexo? Es decir, ¿será que las incorpóreas entidades celestiales propias de la mitología oriental son, en sí mismas, de naturaleza masculina o, por el contrario, carecen de esa o cualquier otra naturaleza? ¿Será aceptable pensar que estos imaginarios seres alados, que tan alegremente revolotean por los más sublimes espacios etéreos son, debido a su perfección, a su carencia de todo tipo de sentimientos y pasiones terrenales, seres privados por completo de género?

Pues bien, a pesar del enorme empeño demostrado en aquellos momentos por los eminentes y sabios filósofos, a pesar de la gran y deslumbrante complejidad de sus argumentos, de su elaborada e impecable dialéctica, de su admirable, perfecta y sutil oratoria, el resultado de la discusión, de forma incomprensible, acabó por no ser del todo concluyente. Así, cuando las gruesas y poderosas murallas de la ciudad finalmente se derrumbaron por completo ante el furioso e imparable ímpetu de los atacantes, el sexo de los ángeles continuaba siendo, tal como hoy en día, un misterio irresoluble.

Tan irresoluble como incomprensible puede parecernos ahora la razón por la que aquellos sabios, según se cuenta, dedicaron su tiempo a discutir una cuestión tan frívola, ridícula y anodina en un momento tan trascendental para la ciudad. Sin embargo, por más que nos resulte sorprendente, lo cierto es que en aquella época este tipo de debates absurdos no era en absoluto una excepción. Las discusiones más disparatadas, fanáticas y vehementes, las famosas discusiones bizantinas, eran de lo más común por aquel entonces, constituyendo el núcleo central de toda actividad filosófica y su principal razón de ser.

Ante episodios tan tristes y bochornosos como éste, nos vienen inevitablemente a la mente algunas preguntas. ¿En qué preciso momento, por aquellos lejanos tiempos, la filosofía dejó de preocuparse por las cuestiones del mundo real? ¿Cómo pasó a convertirse, de repente, en una interminable sucesión de acaloradas discusiones acerca de ideas simplemente etéreas e incomprensibles? ¿Por qué fue remplazada sin remedio por el cántico disonante y desafinado de una cohorte de falsos sabios cuyos intereses parecían corresponderse más con la pureza del ámbito celestial que con la realidad palpable del mundo terrenal? ¿Cómo es que, por aquel entonces, la auténtica y verdadera filosofía había desaparecido casi por completo? ¿Y por qué, por desgracia, sigue estando aún desaparecida, en buena medida, en los días de hoy?

La verdad es que si intentamos analizar esta cuestión con algún detalle, debemos concluir que ese momento de desaparición de la auténtica filosofía en realidad se dio mucho antes. Y de hecho, parece haber ocurrido no una sino repetidas veces, en diversos grados y circunstancias, a lo largo de toda la historia, casi desde los mismos inicios de nuestra civilización. Nada que deba extrañarnos en absoluto si pensamos que, admirados y odiados a un tiempo, los filósofos y sus enseñanzas siempre fueron las primeras víctimas en caer bajo los arrolladores y funestos intereses del poder y los poderosos.

No cabe duda de que, en cualquier época y lugar, mantener una situación de privilegio y de profunda desigualdad social es, en todos los sentidos, algo bastante incómodo para todas las partes implicadas. Los privilegiados, desde sus lujosos, relucientes y dorados palacios, se ven forzados a hacer toda clase de cosas desagradables, a veces crueles y despiadadas, en ocasiones incluso sangrientas, con tal de mantener todo su poder o de aumentarlo todavía más, siempre sin ningún tipo aparente de freno o mesura. Y las sufridas víctimas, con tal de sobrevivir a los continuos abusos de los poderosos, a menudo se ven forzadas a renunciar a su humanidad, a mostrarse serviles, a transigir, a dar la razón, a perdonar o incluso glorificar los actos de mayor crueldad de sus opresores, unos actos que, dentro de esa lógica perversa, reciben muy merecidamente.

El problema está en que no todas las víctimas se muestran siempre tan sumisas. En ocasiones algunas de ellas se rebelan, de una forma o de otra, contra el poder establecido. Y si se rebelan es porque, en cierta medida, tienen conciencia de la situación de servilismo y de esclavitud a la que injustamente son sometidas. Por tanto, el principal problema para el poder es precisamente el surgimiento de esa conciencia y su más peligroso y declarado enemigo no es otro que la filosofía, que inevitablemente la despierta, fomenta y desarrolla. Así, el poder y los poderosos no tienen otro remedio que atacar la filosofía, acabar con ella, aniquilarla y destruirla.

Aunque, en realidad, mejor que destruirla por completo, lo ideal es domesticarla y mantenerla bajo una férrea y estricta vigilancia. Lo más rentable para los oscuros intereses de los opresores es reducir la filosofía al mínimo y permitir que desarrolle únicamente aquellos campos de conocimiento que les resultan más útiles, aquellos que precisamente les ayudarán a aumentar y perpetuar aún más su dominio. Al tiempo que se impide, por supuesto, el desarrollo de cualquier otro tipo de saber capaz de proporcionar algún atisbo de libertad a sus víctimas.

Si se quiere acabar con la filosofía o simplemente domesticarla, lo mejor es, en primer lugar, estimular y potenciar toda la ignorancia que aún arrastramos dentro de nosotros, todo ese penoso lastre del que hasta ahora no hemos conseguido desprendernos. Pero también, siempre que sea posible, rescatar toda la ignorancia que ya habíamos dejado atrás y a la que, por pura sensatez, nunca deberíamos volver. Una vez conseguido ese objetivo, se hace necesario entonces consagrar e institucionalizar toda esa ignorancia de forma que sea imposible, en toda y cualquier circunstancia, poder escapar a ella.

Fue precisamente con este propósito que se crearon las grandes religiones, juntamente con todo su entramado de preceptos y costumbres inmutables, incuestionables y sagradas. Con ellas fue solemnemente entronizada, glorificada y consagrada la ignorancia. El conocimiento de la realidad fue sustituido por la obligatoria creencia en los fantasiosos e incoherentes preceptos divinos. Y la ética más elemental fue sustituida por la rígida sumisión a las normas dictadas por el poder religioso y la jerarquía social dominante. En algunas ocasiones, en un alarde de arrogancia, los propios gobernantes se erigieron a sí mismos en dioses. Pero con más frecuencia, ante la dificultad de ocultar su innegable condición mortal, se limitaron simplemente a instituirse como los máximos representantes e intérpretes de las divinidades. Por tanto, la obediencia a los poderosos no sólo era ya obligatoria como antes, sino que además pasó a convertirse en sagrada y, en consecuencia, del todo incuestionable.

El mundo y la realidad se deformaron a la medida del poder. La mayoría de las enseñanzas de los antiguos filósofos fueron destruidas, desterradas o bien recluidas en oscuras e inaccesibles bibliotecas. Y las pocas restantes, aquellas aún permitidas, fueron transformadas y corrompidas para adaptarlas a los indiscutibles axiomas del poder y los aberrantes postulados de las religiones. En esta nueva, falsa y domesticada filosofía, toda actividad intelectual se redujo a una interminable serie de absurdas elucubraciones, siempre estériles y sin sentido, como las ya referidas discusiones bizantinas. Y los filósofos fueron progresivamente marginados y sustituidos por dóciles sacerdotes, siempre dispuestos a ignorar la realidad y a alabar el poder.

No obstante, esta nueva situación ocasionaba también algunos lógicos problemas. Las enseñanzas de los sacerdotes, al generarse siempre a partir de creencias subjetivas e indemostrables, imposibles de ser contrastadas con la realidad, no coincidían casi nunca entre sí, ni era probable que pudiesen hacerlo. De modo que, para tratar de reducir esas divergencias, todos ellos eran obligados a acatar las sentencias de la más alta autoridad religiosa, sometiéndose de forma inquebrantable a la ortodoxia dominante.

Sin embargo, en ocasiones esas divergencias no desaparecían y se convertían, de repente, en algo más que puro fuego de artificio dialéctico. Debido a las continuas luchas por el poder, era frecuente que cada facción rival, levantada en armas, decidiese apoyar un determinado postulado religioso, desde ese momento irreconciliable y opuesto a todos los demás. De este modo, las luchas entre facciones opuestas se convertían en guerras de religión, responsables a lo largo de la historia de todo tipo de masacres y de actos atroces.

Por este motivo, la aparición de cualquier nuevo postulado al margen de la ortodoxia dominante era rápidamente combatida por el poder. Y fácilmente podía llevar a quien lo enunciase o defendiese a sufrir un castigo y una muerte violenta. El mismo tipo de condena que ya era aplicada a todo intelectual o filósofo que defendiese un principio científico incómodo para la religión y los poderosos.

A pesar de esta continua marginación, a pesar de todas las condenas, masacres, torturas y destierros, la filosofía siempre consiguió, no obstante, encontrar un camino para ir abriéndose paso a lo largo del tiempo. Sus avances incluso llegaron a cobrar un especial impulso en aquellos periodos históricos en que el poder se transformaba, es decir, cuando se gestaba un nuevo orden social y económico, un nuevo equilibrio de poderes. En esos momentos la filosofía incluso podía ser utilizada como un arma contra el orden anterior, con lo que de repente ganaba una inusitada protección y un enorme desarrollo. Su mirada solía volverse entonces hacia el pasado, hacia el mundo clásico, intentando retomar la actividad intelectual desde una época previa al oscurantismo de las religiones. Pero tal como era de esperar, pasados estos breves periodos, el nuevo poder dominante rápidamente reprimía de forma sangrienta gran parte de los avances conseguidos, especialmente los relacionados con los aspectos sociales.

En nuestra época más reciente, ante el continuo surgimiento de nuevos recursos y de nuevos poderes, se han ido sucediendo importantes avances y tremendos retrocesos, con guerras cada vez más crueles y destructivas. Debido a la creciente dificultad para seguir contraponiendo las fantasías con la realidad, se ha ido produciendo una progresiva pérdida de importancia de las religiones, aunque no siempre ni en todas partes. Pero a pesar de ello, con dioses o sin dioses, la visión del mundo sigue siendo muy parecida. Y la firme creencia en la sumisión a una jerarquía social dominante y en el obligado cumplimiento de sus normas sigue imperando en la actualidad.

Los mecanismos para imponer el poder son otros, pero igualmente efectivos. La realidad sigue siendo deformada para justificar el dominio absoluto del poder. Las víctimas siguen siendo obligadas a mostrarse obedientes y serviles con sus opresores. Las divergencias con respecto a la ortodoxia siguen siendo condenadas a la marginalidad y al fracaso. Y la rebelión sigue siendo combatida con la destrucción y la muerte.

La filosofía continúa domesticada, corrompida y cercenada, dominada en gran parte por una cohorte de sabios ocupada en la discusión de conceptos abstractos que no interesan a nadie. Y aunque no se debata sobre el sexo de los ángeles, sus discusiones continúan siendo igualmente inútiles y absurdas. Lejos de cuestionar el presente, los sabios actuales parecen complacerse en mirar hacia atrás y analizar, con exagerado rigor, todo el pasado de la filosofía, hundiéndose sin remedio en el polvo y las telarañas. Lejos de criticar la realidad, ignoran premeditadamente los avances conseguidos en el conocimiento o incluso llegan a relativizarlos, defendiendo supuestas verdades alternativas. Lejos de enfrentarse al poder, alaban un futuro prometedor que, de forma mágica, nos salvará de todos los males posibles, siempre sin necesidad de cambiar nuestros actos o la estructura de nuestras sociedades.

Sin embargo, tal como nos demuestra la historia, nada puede parar el avance del conocimiento. Y aunque la filosofía siga en buena parte raptada, sustituida por el culto al poder instituido, aunque nuestros oídos se ensordezcan cada día con continuas e insoportables alabanzas al mejor de los mundos posibles, siempre nos queda la remota esperanza, en nuestras más secretas ensoñaciones, de que en algún momento esos misteriosos y enigmáticos ángeles, sean del sexo que sean, bajen del cielo para salvarnos. Y que se lleven consigo, hacia los etéreos e impolutos reinos celestiales, a todos aquellos que quieren privarnos de pensar libremente.