31/1/11

La ideología de la ciencia.


Existen en este mundo altos e infranqueables muros que nos es del todo imposible franquear. Ante ellos, nuestra única opción es dar media vuelta y volver, sombríos y cabizbajos, por el mismo lugar por donde hemos venido. Uno de esos altos muros es, sin lugar a dudas, la llamada verdad científica. Cuando nos confrontamos con ella, con aquello que es considerado como verdadero por la ciencia, comprendemos de inmediato que no tenemos nada que hacer, si no abandonar o desistir.

Sabemos que la verdad científica es siempre objetiva, clara, concisa, firme, impoluta, sin posibilidad de ser contaminada por cualquier tipo de ideas o de ideologías. Así, cualquier otro pensamiento discordante debe doblegarse y rendirse ante una verdad que se considera incuestionable, muy por encima del pensamiento de cualquier persona particular. Por ello, es común aceptarse, por ejemplo, que cualquier idea filosófica no pasa de simple palabrería al ser comparada con la ciencia y con sus sólidas verdades. Y esto porque, como se sabe, la ciencia, en su diáfana pureza intelectual, está siempre exenta de cualquier ideología o de cualquier pensamiento filosófico.

Pues bien, en realidad esto es completamente falso. Toda la ciencia, así como cualquier verdad por ella obtenida, se basa siempre en una ideología, en una ideología muy concreta y característica. Esta ideología, este conjunto riguroso y orgánico de ideas, es el llamado método científico. Y únicamente aquellos enunciados alcanzados por medio de este método, de estas ideas, son considerados por la ciencia como verdades científicas. Porque dicho método científico, forjado y elaborado por la filosofía del conocimiento, tiene como único propósito conducir al estudioso a un conocimiento siempre lo más próximo posible de la realidad.

Conviene aclarar que el método científico no es, en realidad, un único método, sino un conjunto de metodologías. Las ciencias experimentales como la física, la química o la biología, aquellas que más fácilmente se asocian al concepto popular de ciencia, utilizan una de sus variedades, el llamado método empírico-analítico. Dicho método combina procedimientos propios de otros dos métodos científicos más simples: la lógica y el empirismo. Así, para que un determinado enunciado pueda ser considerado por ellas como verdad científica, deberá satisfacer tanto las exigencias teóricas propias de la lógica como las exigencias experimentales que son propias del empirismo.

El empirismo determina que un mismo experimento, partiendo de unas mismas condiciones iniciales, deberá dar siempre el mismo resultado. Sin embargo, cuando se analizan realidades complejas, sujetas a una gran cantidad de factores y variables, esta regla acaba por ser relativizada. Pasa entonces a aceptarse como verdad empírica aquel enunciado en cuya experimentación el resultado se repite casi siempre. Y son complicados cálculos estadísticos los encargados precisamente de determinar si una cosa se repite o no casi siempre. Así, el método científico acaba por añadir al suyo elementos de otro método o procedimiento: la estadística.

Por ejemplo, es frecuente considerar como verdad científica un enunciado lógico que, al ser experimentado más de 30 veces, da casi siempre el mismo resultado y que, cuando que no lo da, lo hace con una probabilidad estadística inferior al 5%. Esta verdad científica, así definida, asumiendo en sí misma una determinada probabilidad de error, puede parecernos en principio algo decepcionante. Pero no por ello dejan de ser, objetivamente, la más razonable forma de alcanzar la verdad.

No cabe duda de que el método científico, particularmente su elaborado y complejo método empírico-analitico, constituye el mejor método filosófico posible para llegar al conocimiento de la realidad, para alcanzar la verdad objetiva. Sus exigentes procedimientos, su compleja y fundamentada ideología, nos permiten afirmar que la verdad científica será siempre superior a cualquier otra verdad obtenida por cualquier otro método.

Resulta, sin embargo, sorprendente la actitud arrogante de muchos científicos experimentales que afirman frecuentemente que la ciencia, aquella que practican, es superior a la filosofía o a cualquier tipo de ideas o ideologías. Ignoran por completo, o bien desprecian, el hecho de que su ciencia, así como todas sus verdades científicas, se basan en conceptos y en ideas filosóficas, en una concreta y arbitraria ideología… Y es precisamente en la grandeza de esa ideología que reside la enorme grandeza de la ciencia.


17/1/11

El sinsentido de la vida.

Cuando miramos a las cosas que nos rodean comprobamos que todas ellas tienen un determinado color. Unas son azules, otras son rojas, otras amarillas, verdes, blancas… Podemos entonces preguntarnos cuál es la finalidad por la que todas las cosas ostentan un determinado color: para qué presenta el cielo un color azul, con qué finalidad la nieve es blanca, qué sentido tiene que la arena sea dorada o roja y no de otro color cualquiera, qué propósito lleva a una esmeralda a mostrar un vistoso color verde…

Todas las cosas tienen un color. Pero, como es evidente, ese color no posee ninguna finalidad, ningún propósito. Tiene, eso sí, una explicación: es el resultado del tipo de radiación luminosa que un objeto refleja, siendo diferente según las características físicas y químicas de ese objeto. Así, es debido a las propiedades del agua que el mar tiene un color azul y la nieve un color blanco. También es debido a sus propiedades que las esmeraldas son de color verde. Y lo mismo ocurre con todos los objetos que nos rodean. Existe, por tanto, una explicación para que cada cosa tenga su color, pero no existe en ese color ningún propósito, ninguna función, ninguna utilidad, ningún sentido.

No obstante, los seres vivos sí que son capaces de utilizar los colores para darles, en ocasiones, un determinado propósito o función. Por ejemplo, las flores ostentan pétalos de colores intensos y llamativos para atraer así a los insectos polinizadores. Esto se debe a que, durante la evolución, flores e insectos se pusieron de acuerdo para utilizar ciertos colores y para darles, a partir de entonces, una determinada función. Así, desde ese momento, aunque sólo para las flores y los insectos, los vivos colores de los pétalos adquirieron un propósito, pasaron a tener un determinado sentido.

Avanzando en estas reflexiones, y tal como nos preguntábamos acerca del propósito de los colores, podemos igualmente preguntarnos acerca del propósito de la existencia de todas las cosas que nos rodean, o incluso del propio mundo. Y también en este caso la respuesta será la misma. Ninguna de las cosas que tenemos a nuestro alrededor, ya sea el sol, el mar, los ríos o las montañas, tiene una razón de existir, un propósito, una función. Todas ellas tienen, eso sí, una explicación. Y a medida que la ciencia avanza nos es cada vez más fácil comprender cuál es, nos es cada vez más fácil entender cómo llegaron a formarse: qué fenómenos cósmicos crearon el sol y los planetas, qué fuerzas tectónicas generaron las montañas y los mares, qué leyes físicas son responsables de la formación de la lluvia y de los ríos…

Y también, a medida que la ciencia avanza, nos es cada vez más fácil comprender cómo se formó la vida, saber cómo se formaron, a través del proceso evolutivo, todos los seres vivos existentes en la actualidad. Y claro, también saber cómo nos formamos nosotros, conocer el proceso que llevó a nuestra aparición en el mundo y que determinó aquello que somos. Pero, tal como para todas las cosas que nos rodean, es evidente que no hay tampoco en nuestra existencia ningún sentido, ningún propósito o finalidad.

¿O quizás pueda haberlo? En realidad, al igual que flores dieron un sentido a los colores que exhiben en sus pétalos, también nosotros podemos dar un determinado sentido a nuestra existencia, a nuestra vida. Y aunque, en principio, ese sentido será únicamente válido para nosotros, con la perspectiva de nuestro propio y único interés, en algunas ocasiones será mucho más que eso. Tal como el lenguaje de las flores determinó la aparición de flores aún más vistosas y de insectos con una visión cada vez más apurada, también el sentido que nosotros demos a nuestra vida, o a lo que nos rodea, podrá determinar la aparición de nuevas cosas, de nuevas ideas o, incluso, de nuevos seres. Por ejemplo, si dedicamos nuestra vida a cultivar una planta podremos llegar a crear quizás una variedad que, de otra forma, nunca hubiese existido. También podemos pintar un cuadro capaz de inspirar, en futuros espectadores, pensamientos o emociones que quizás, sin ese cuadro, nunca hubiesen llegado a existir. Así, el sentido que voluntariamente damos a nuestra vida es capaz, en ocasiones, de trascender nuestros propios límites, extendiéndose a otros seres, objetos o cosas.

Está claro que nuestra vida, nuestra existencia, no tiene, en sí, ningún sentido o finalidad. Pero una parte importante de nuestra vida es aquello que hacemos. Y tenemos muchas veces, eso sí, la libre capacidad de dar a nuestras acciones una finalidad, un sentido. Podemos darnos un sentido a nosotros mismos, a nuestra vida. Pero también podemos dar un sentido a la vida de los otros, a los que nos acompañan, y a las cosas que nos rodean y que forman igualmente parte de nuestra vida y de nuestro futuro.

Así, no vale la pena buscar sentido a cosas que no lo tienen. Pero, en cambio, sí que vale la pena darles, otorgarles nosotros uno. Las estrellas, por ejemplo, no tienen ningún sentido. Pero nosotros podemos darles un sentido cuando, embelesados, las miramos sobre el firmamento momentos antes de quedarnos dormidos.