24/11/14

El poder diabólico de la red de cerebros.


Gracias a las novelas y a las películas de ciencia-ficción sabemos exactamente en qué momento debemos comenzar a tener miedo de los robots. Mientras ellos son simpáticas e inocentes máquinas ocupadas en realizar tareas simples y rutinarias no debemos temer nada. Debemos comenzar a tener ya algún cuidado cuando los robots comienzan a pensar, a crear sus propias tareas o incluso a contradecir algunas de las órdenes que les damos. Pero cuando realmente debemos asustarnos y huir de ellos lo más rápidamente posible es cuando los robots empiezan a comunicar entre sí y logran conectar sus cerebros en red, formando una superestructura cibernética. Es en ese momento, según las novelas, cuando los robots se rebelan contra sus creadores, protagonizan un asalto apocalíptico al poder y ocasionan el fin de la civilización humana.

Pero esto no es sólo ciencia-ficción. Esta misma situación apocalíptica, o al menos una muy parecida, sucedió en el mundo real hace unos cuantos miles de años. En ese momento una nueva raza de androides conectó sus cerebros en red y comenzó a arrasar el mundo conocido, transformándolo y tiranizándolo para siempre. Sólo que esos androides no estaban hechos de metal, cables o circuitos, sino que eran de carne y hueso. Esos androides eran en realidad los propios seres humanos.

No hay duda de que en tiempos primitivos los seres humanos eran bastante inofensivos, tal como lo son ahora nuestros simpáticos robots. Realizaban cada día sus tareas rutinarias sin provocar grandes sobresaltos en el ambiente ni en los otros seres vivos. El problema surgió cuando los hombres se agruparon para formar pequeñas sociedades y, como consecuencia de la especialización, algunos de ellos empezaron a inventar y crear nuevos tipos de tareas y rutinas, como por ejemplo cuidar del fuego, construir refugios, fabricar tejidos o crear utensilios. Todas estas actividades eran tareas completamente nuevas para las cuales, en realidad, los hombres nunca habían sido programados.

Y entonces ocurrió la tan esperada catástrofe: los seres humanos comenzaron a conectar sus mentes y a crear una terrible y diabólica red de cerebros. Hasta ese momento las formas de comunicación empleadas por los hombres eran muy rudimentarias, basadas en el lenguaje facial y corporal. Un semblante triste, una actitud nerviosa o un simple bostezo rápidamente se transmitían y contagiaban a los restantes miembros del grupo, que compartían así esas mismas emociones de tristeza, miedo o somnolencia. Pero la especialización de los individuos y la invención de nuevas e importantes tareas sociales llevaron a la necesidad urgente de crear un nuevo tipo de comunicación, mucho más complejo, capaz de trasmitir todo el conjunto de ideas asociadas a esas tareas y para las cuales el lenguaje facial y corporal no estaba preparado.

Fue así como surgió y se desarrolló el lenguaje hablado, permitiendo a los hombres transmitir fácilmente cualquier nuevo tipo de ideas, de informaciones, de experiencias, de sensaciones o de conocimientos. Los hombres comunicaban ahora entre sí como nunca antes lo habían hecho. Sus cerebros estaban definitivamente conectados en red, tal como los cerebros de los robots en las novelas de ciencia-ficción. A partir de entonces, el fin del mundo conocido era casi inevitable.

Y eso fue exactamente lo que ocurrió. Los seres humanos rápidamente asaltaron el poder y se rebelaron contra la propia naturaleza que los había creado. Comenzaron a modificar, controlar y destruir gran parte de su entorno. Y comenzaron también a tiranizar a todos los otros seres vivos, que empezaron así a sufrir el poder desenfrenado y despótico de la diabólica superestructura mental humana.

En nuestros días, atrapados todavía en esta tremenda vorágine destructora que comenzó hace apenas unos pocos milenios, los propios seres humanos sentimos la urgente necesidad de interrogarnos sobre cuál será el futuro del mundo. ¿Podremos sobrevivir al tremendo caos generado por la súbita y terrible rebelión de nuestra propia especie?

En este punto los relatos de ciencia-ficción suelen ofrecernos diferentes y posibles desenlaces. En algunos relatos, las tiránicas sociedades de robots, obsesionadas con sus viejas rutinas cibernéticas, acaban por destruir ciegamente todo el planeta. Sin embargo, en otros relatos, los robots consiguen adquirir un nuevo tipo de inteligencia superior a la de los hombres y logran así salvar el planeta, amenazado hasta ese momento por la locura humana, por las guerras, el hambre y la autodestrucción. En estos relatos los robots son, en realidad, los salvadores del mundo.

Para nosotros ambos desenlaces son igualmente posibles: podemos efectivamente destruir el mundo siguiendo nuestras viejas y absurdas rutinas o, por el contrario, podemos aprender a vivir pacíficamente en él adoptando un nuevo y superior tipo de conciencia. La decisión es nuestra. Nuestros cerebros conectados en red permiten tanto una cosa como otra.

También con la aparición de las hormigas, de sus sociedades complejas y sus pequeños cerebros conectados en red, nada en el mundo podía continuar a ser como era antes. Pero las hormigas, hoy en día los animales más abundantes del planeta, aprendieron a vivir en paz y armonía con el mundo, sin llegar a destruirlo. Y si ellas lo consiguieron, ¿por qué no podríamos nosotros, con cerebros más complejos, hacerlo también?

Debemos conectar nuestros cerebros para vivir pacíficamente en este planeta, para ser una parte fundamental de su futuro, no para destruirlo. Y claro… mientras tanto, no dejemos de vigilar a nuestros simpáticos robots. Incluso por la noche, cuando ellos creen que nadie los observa.


25/7/14

El empacho humano y la destrucción del mundo.

En ocasiones los lagos y otros ecosistemas de agua dulce sufren una profunda alteración debido a la llegada masiva de nutrientes a sus aguas. Estos nutrientes, como por ejemplo el nitrógeno o el fósforo, provienen generalmente de los fertilizantes químicos utilizados en la agricultura y que más tarde son arrastrados por las lluvias desde los campos hasta ríos y lagos. Su presencia en exceso desencadena entonces una alteración, muchas veces irreversible, en las características biológicas, químicas y físicas de las aguas de los lagos mediante un proceso que se conoce como eutrofización.

La llegada de estos nutrientes provoca que unas pocas especies de algas comiencen a crecer descontroladamente hasta cubrir por completo toda la superficie del lago y ocupar también toda la parte superior de las aguas. Las algas captan entonces toda la luz del sol e impiden que ésta pueda llegar a más profundidad, donde otras especies de algas y los animales, no teniendo ni luz ni oxígeno, acaban por morir, descomponiéndose y degradando aún más la calidad del agua. Mientras tanto, las algas continúan a crecer sin control, generando una creciente cantidad de materia orgánica cuyas capas más inferiores entran también en descomposición. Las aguas del lago acaban así, poco a poco, sepultadas bajo esta creciente masa de materia orgánica. El lago se convierte primero en un pantano y luego, con su lecho ya totalmente colmatado, acaba por perder el agua y secarse por completo. El lago, por tanto, muere y desaparece.

Podemos decir que con la eutrofización el lago muere de empacho. La dieta saludable que llevaba hasta entonces, con un moderado aporte de nutrientes, favorecía la limpidez de las aguas, el desarrollo de una gran variedad de formas de vida y la manutención de un ecosistema bien equilibrado. Con la llegada del exceso de nutrientes el lago pasa a disponer de mucho más alimento, lo que aparentemente sería bueno para el desarrollo de la vida. Y efectivamente esto es así para algunas algas, que proliferan sin control. Sin embargo, debido a esa misma proliferación, mueren luego todas las otras algas y los animales, se destruye el equilibrio ecológico y la biodiversidad y se provoca finalmente la desaparición física y material del propio lago.

El proceso de eutrofización de los lagos es un interesante ejemplo que nos permite comprender mucho mejor qué es lo que en la actualidad está acabando con todos los ecosistemas naturales a nivel mundial. Podemos decir que el planeta sufre hoy en día un proceso muy semejante al de la eutrofización. Pero en este caso no se debe a un crecimiento descontrolado de algas causado por un aporte masivo de nutrientes. En este caso se debe, por el contrario, a un crecimiento descontrolado de la población humana causado por un aporte masivo de energía.

No hay duda de que en la actualidad la población humana prolifera descontroladamente. Y lo hace debido al aporte masivo de energía que le proporcionan los combustibles fósiles. Son millones de años de energía solar los que están almacenados en el subsuelo bajo la forma de carbón y petróleo y que están ahora a ser utilizados, de manera súbita y desenfrenada, por las sociedades humanas.

Pero no sólo el hombre prolifera gracias a la eutrofización energética. También lo hacen todas las especies asociadas a él a través de la agricultura y la ganadería. El mundo está lleno ahora de seres humanos, pero también lo está, en mucha mayor proporción, de trigo, de maíz, de arroz, de soja, de cerdos, de vacas, de gallinas, de perros... El hombre y sus especies asociadas crecieron tanto en número y en extensión que en la actualidad llegan a cubrir ya la mayor parte de la superficie fértil del planeta. Y todas las otras especies, sin acceso a esta superficie o sin ni tan siquiera muchas veces espacio físico para existir, están muriendo y desapareciendo. Así, asistimos hoy en día a un rápido y alarmante desplome de la biodiversidad a nivel mundial.

El planeta está muriendo de puro empacho. El exceso de energía y el consiguiente crecimiento del paisaje humanizado están sepultando y eliminando todos los ecosistemas naturales. Y con ello el desastre, tal como en el caso de los lagos, está asegurado. La desaparición de los ecosistemas hace que el planeta sea cada vez más inhabitable y estéril. Y con la progresiva reducción de las condiciones de vida y de la fertilidad de la tierra no hay duda de que en un determinado momento la población humana acabará también por perecer, por mucha energía de que disponga. Aunque ni siquiera será mucha, pues los combustibles fósiles, tan rápidamente como aparecieron, acabarán por agotarse y desaparecer.

Podríamos pensar que con el fin de los combustibles fósiles y la disipación de su energía volveremos a la situación inicial. Pero lo que nos encontraremos entonces será un escenario ya demasiado catastrófico, con la mayoría de los ecosistemas destruidos, arrasados o muertos. Gran parte de las especies habrá sucumbido. Y las pocas que proliferaron, sin la energía que hasta ahora las sustentaba, cubrirán la tierra con sus cadáveres, alterando quizás por última vez los ecosistemas.

Los combustibles fósiles no son, como siempre se ha creído, una fuente barata, útil y benéfica de energía. En realidad son, como todo lo que es en exceso, un veneno de características destruidoras. Amenazan con acabar con el planeta condenándolo a una muerte lenta por empacho en el que la humanidad no es otra cosa que el alimento indigesto que se atraviesa en su estómago. Y contra más energía fósil utilicemos y gastemos, mayor será esa indigestión. Piense en esto cada vez que consume carbón o petróleo, es decir, a cada momento.


18/6/14

La polución de los elementos.


Tierra, agua, aire y fuego eran los cuatro elementos primordiales que, según los antiguos filósofos, constituían la materia. Estos cuatro elementos, combinados en una determinada proporción, eran los responsables de la formación de todas las cosas. Sin embargo, tres de ellos dominaban claramente nuestro mundo: la tierra, formando los continentes, las montañas y las islas; el agua, formando los océanos, los mares, los lagos y los ríos; y el aire, formando el cielo, el viento y la atmósfera que respiramos.

Y precisamente por ser dominantes en nuestro mundo, la tierra, el agua y el aire han sido también las principales víctimas de la creciente polución generada por las sociedades humanas industrializadas. Si en un primer momento la polución era acumulada casi exclusivamente en tierra, en depósitos y basureros, ésta no tardó en extenderse también a los otros dos elementos. Ríos y mares comenzaron así a recibir todo tipo de residuos a través de crecientes sistemas de drenaje, de cloacas y emisores. Y el aire se convirtió en nuestros días en el destino inevitable de cualquier residuo combustible y capaz de convertirse en material gaseoso.

En la antigüedad estos tres elementos naturales parecían infinitos, ilimitados. Podían ser contaminados sin ningún tipo de preocupación, pues siempre parecía haber más tierra, más mar y más aire impolutos. Pero actualmente, por el contrario, nuestra visión es muy diferente. Hoy en día vemos la tierra, el agua y el aire saturados de contaminación, de enfermedad y, en muchos casos, de muerte. Ya no hay casi ningún territorio en donde no encontremos nuestra propia basura. Los océanos están tan contaminados de plásticos y metales pesados que llegan incluso a envenenar la pesca y nuestra propia alimentación. Y la atmósfera, herida incluso en su capa de ozono, se degrada sin remedio por la continua emisión de compuestos tóxicos y de gases de efecto invernadero que alteran por completo el clima del planeta.

En la naturaleza, todos los ecosistemas existentes se caracterizan por ser ciclos cerrados. Teniendo como único aporte externo la energía solar, los ecosistemas naturales utilizan y reciclan constantemente todos sus elementos. La materia orgánica es descompuesta y reutilizada para crear nueva materia orgánica. Elementos como el nitrógeno, el fósforo o el azufre circulan una y otra vez en el mismo ciclo de la vida. E incluso el dióxido de carbono que se crea es rápidamente reabsorbido por la fotosíntesis. Por el contrario, el modelo de civilización industrial creado por el hombre se basa en ciclos abiertos, en ciclos falsos e incompletos que no llegan nunca a cerrarse. Son, por tanto, ciclos incapaces de alimentarse a sí mismos, incapaces de recuperar y reutilizar los elementos que utilizan y que son siempre desechados y apartados del proceso.

Así, en el modelo de sociedad industrial poco o casi nada es reutilizado, reaprovechado o regenerado. La vegetación es quemada y el suelo fértil destruido antes de que puedan volver a regenerarse. La materia orgánica es lanzada a los mares sin que pueda originar un nuevo crecimiento en tierra. Los minerales del subsuelo son extraídos y esparcidos por tierras y mares, acumulándose y envenenando los ecosistemas. Y el carbono fósil, también extraído del subsuelo como carbón o petróleo, es quemado e inyectado sin descanso en la cada vez más maltrecha atmósfera.

Tratándose de un modelo de ciclo abierto, disipativo y despilfarrador, la civilización industrial necesita ser continuamente alimentada para poder mantenerse y subsistir. Es por tanto un modelo devorador y destructor de la naturaleza, insustentable a corto, medio o largo plazo. Constituye un modelo suicida que además, en su autodestrucción, arrastra consigo a todos los ecosistemas naturales y atenta contra la propia vida en el planeta.

Para rectificar este modelo mucho podríamos aprender, por ejemplo, de nuestros abuelos, que no vivían en un mundo industrial, ni con el actual e irresponsable despilfarro de materia y energía. Ellos intentaban reutilizar una y otra vez todo lo que tenían, desechando únicamente aquello que ya no podía ser arreglado, reparado o reconvertido. La materia orgánica servía para hacer abono y fertilizar la tierra. La leña de los bosques era una fuente de energía casi renovable. Y los minerales extraídos del subsuelo eran empleados y refundidos innumerables veces. Su modelo de sociedad se aproximaba por tanto a un modelo de ciclo cerrado, mucho más sustentable y equilibrado con la naturaleza que el nuestro.

No hay duda de que la terrible contaminación de la naturaleza y de los elementos a que asistimos hoy en día se debe a un modelo de sociedad ciego e insustentable, a un ciclo abierto devorador insaciable de recursos naturales y productor impenitente de desechos. Si no conseguimos rectificar o alterar este modelo, el mundo continuará a ser el basurero donde arrojamos cada día nuestra creciente falta de inteligencia y nuestra incapacidad para crear sociedades sanas y sustentables.


11/3/14

La sumisa obediencia a la libertad.


Cuando analizamos detenidamente el concepto de libertad llegamos fácilmente a la conclusión de que, en última instancia, lo que realmente nos hace libres es el conocimiento. Una vez que hemos conseguido la primordial libertad de acción y la libertad de elegir conforme a la verdad, el valor esencial que nos permite avanzar por el camino de la libertad es el conocimiento. Así, llegaremos a ser más libres cuanto más conocimiento tengamos en nuestro poder y cuanta más experiencia hayamos adquirido a lo largo de nuestra vida.

Sin embargo, es innegable que nacemos sin ningún tipo de conocimiento, sin ninguna experiencia, privados de libertad. Y que es a lo largo de nuestra vida que iremos desarrollando nuestra capacidad para poder ser libres. Será durante la infancia que ganaremos nuestra conciencia, durante la juventud que conformaremos nuestras voluntades y nuestros deseos y durante la edad adulta que obtendremos la experiencia necesaria para vivir y establecer lazos sociales en condiciones de igualdad. Iremos de este modo ganando libertad hasta llegar al lógico declive impuesto por la vejez.

Durante la infancia depositamos toda nuestra suerte en los cuidados y desvelos de nuestros progenitores. Ellos son los que deciden nuestra voluntad y nuestras necesidades. Y lo hacen de la forma más apropiada posible por estar vocacionados para ello por sólidos lazos de sangre. Así, de forma natural, todo infante acepta ver delegada su libertad en la autoridad y el buen juicio materno o paterno.

Ya en la juventud, durante nuestro proceso de aprendizaje e instrucción, confiamos gran parte de nuestra libertad en nuestros maestros y en las perspectivas que ellos nos abren. Así, iniciamos muchas de nuestras decisiones más importantes apoyándonos en el conocimiento, las enseñanzas o los modelos que nos proporcionan nuestros maestros, nuestros parientes cercanos o simplemente nuestros ídolos.

Llegados por fin a la edad adulta, adquiridas nuestras plenas capacidades, comprendemos entonces que nuestros conocimientos son y serán siempre muy limitados. Nuestra formación nos permite saber sólo sobre determinadas materias y siempre hasta unos ciertos límites. Sin embargo, observamos que en el seno de nuestra sociedad existen personas con diferentes grados de conocimiento y de experiencia en las más diversas áreas, materias o profesiones, ejerciéndolas con mérito y competencia. Son, por ejemplo, excelentes agricultores, profesores, artesanos, médicos, jueces, arquitectos, mecánicos o legisladores, a los que reconocemos ser grandes profesionales.

Así, siempre que nos es posible, recurrimos a ellos en el momento de tomar una decisión sobre una determinada materia. Solicitamos o contratamos su ayuda porque entendemos que pueden indicarnos siempre el camino más correcto. Y muchas veces, reconociéndoles un claro mérito o superioridad en esa materia, aceptamos sus indicaciones como si fuesen una obligación. Así por ejemplo, todos aceptamos como si de un mandato se tratase las indicaciones dadas por un explorador que conoce bien el terreno, por un médico que nos prescribe un medicamento o por un marinero que nos dice cuándo debemos embarcar. Y estas opciones que nos son dadas por otros, a veces en contra de nuestro propio entendimiento, se dice que las tomamos o aceptamos libremente. Es por tanto, de cierta forma, una sumisión que aceptamos voluntariamente para conseguir o aumentar nuestra libertad. En realidad, para incluir en nuestra libertad el conocimiento de otros.

Podemos así hablar de libertad asistida cuando nos apoyamos o reconocemos la autoridad de otras personas en el momento de tomar nuestras decisiones. O también de libertad cooperativa cuando, compartiendo nuestra autoridad con la de otras personas, nos apoyamos mutuamente en la toma de decisiones. Y si bien es cierto que cuando otras personas toman nuestras decisiones perdemos aparentemente libertad, también es cierto que son las otras personas las que nos pueden permitir ser más libres al asistirnos en la toma de mejores decisiones. No es, como muchas veces se piensa, cayendo en el aislamiento o en el individualismo que se consigue tener una mayor y más plena libertad.

Pero como es lógico, confiar nuestra libertad en la autoridad o superioridad de otras personas supone correr siempre graves riesgos y peligros. Muchas tiranías, por ejemplo, tratan de revestirse con un manto de paternalismo e intentan hacer creer al pueblo que el tirano se preocupa por ellos de la misma forma que un progenitor se preocupa por sus hijos, cuando en realidad lo que hace es usurpar por la fuerza todas sus decisiones y su libertad individual.

Pero muchas veces, bien tristemente, ni siquiera es necesario el empleo de la fuerza o del engaño para privarnos de la libertad. Basta para ello con que caigamos en la apatía social, que aceptemos acríticamente cualquier decisión tomada por quien detenta el poder o que actuemos miméticamente con nuestros vecinos. Caeremos de esta forma en el borreguismo, delegando estúpidamente nuestra libertad y nuestras decisiones en personas sin ningún mérito, pero que no dudarán en asumir el poder con que las investe nuestra enorme pereza.


5/2/14

Los falsos caminos de la libertad.


Todo el mundo ansía por la libertad y está dispuesto a luchar, o incluso a morir, por ella. Pero ¿qué es exactamente la libertad? ¿O cuál es el tipo de libertad que deseamos? Son muchas las definiciones que existen de libertad y también son muchas las formas en que sentimos su presencia o su ausencia. E incluso, a veces, lo que es sentido por algunas personas como libertad no pasa, para otras, de una simple y penosa forma de esclavitud. Así, ¿qué debemos entender entonces por libertad?

En general, podemos definir la libertad como la ausencia de obstáculos, levantados o ejercidos por otras personas, que nos impidan buscar o alcanzar nuestra propia felicidad. Así, diremos que nos falta la libertad cuando alguien consigue dificultar o impedirnos la realización ya sea de nuestra voluntad, de nuestros actos o de nuestros pensamientos. Y como ciertamente son muchos y de muy diferente tipo los obstáculos que se pueden levantar contra nosotros, deberemos definir varios tipos o grados de libertad.

Podremos, no obstante, decir que son tres los tipos más básicos de libertad e incluso podremos tratar de describirlos recurriendo a un simple ejemplo. Para ello nos bastará imaginar que nos encontramos en una encrucijada. Ante nosotros se abren tres diferentes caminos y tres posibles opciones. Pero sólo uno de ellos nos conducirá a nuestra felicidad, representada aquí por nuestra casa y nuestra familia. Los otros dos caminos nos alejarán de ellas, conduciéndonos por oscuros parajes y condenándonos a una vida llena de desgracia y falta de esperanza.

1) La encrucijada. En un primer momento intentamos acercarnos a la encrucijada, pero comprobamos entonces que unas fuertes cadenas de hierro nos prenden al suelo de la senda por la que acabamos de llegar, impidiéndonos cualquier avance. No podemos llegar a escoger ninguno de los tres caminos porque ni siquiera tenemos la posibilidad de hacerlo. Nos falta la libertad más básica: la libertad de acción.

Cuando finalmente consigamos romper esas cadenas seremos libres de actuar. Pero al realizar cualquier acción estaremos lógicamente sometidos a las reglas de la ética. Así, si actuamos para nuestro bien y para el bien de los otros estaremos actuando verdaderamente en libertad. Pero si, por el contrario, actuamos para nuestro mal o para el mal de los otros estaremos cayendo en uno de los dos precipicios que se abren a nuestros lados: respectivamente, el vicio y el libertinaje.

2) Derecha. Libres ya de nuestras cadenas y a salvo de caer en estos precipicios, observamos el camino de la derecha. Junto a él, una señal de grandes dimensiones nos indica que este es el camino correcto para llegar a nuestra casa. La señal nos invita a tomar esta dirección prometiéndonos con ello una rápida consecución de nuestra felicidad.

Pero desgraciadamente es mentira. Quien colocó la señal nos está engañando y, con ello, pone un obstáculo insalvable a nuestra felicidad. Iniciado el camino, rápidamente nos daremos cuenta de que nos hemos convertido en esclavos de quien colocó la señal. Y en verdad son muchas las personas que, en la actualidad, se encuentran esclavizadas por haber seguido este camino. Son muchas las personas privadas de libertad, condenadas a una vida sin esperanza, por haber decidido seguir el camino indicado por las diversas formas de la mentira, como son los medios de comunicación totalitarios, las religiones, los gobiernos tiránicos, las tradiciones oprobiosas o, simplemente, la promesa de los vendedores de falsas esperanzas. Librarse de este tipo de engaño es ganar una libertad auténtica y fundamental: la libertad de elección.

3) Centro. Evitado el engaño, pisando ya firmemente el terreno de la verdad, nos queda elegir entre los otros dos caminos. Y probablemente escogeremos el del centro, pues en un primer momento nos parece más llano y prometedor. Pero por desgracia es la opción equivocada. Si hubiésemos sabido ver, por ejemplo, que los árboles que bordean este camino son robles y no castaños, tal como lo son aquellos que bordean el camino de la izquierda y también los bosques que envuelven nuestra casa, no nos habríamos equivocado de camino. Hemos sido víctimas por tanto de nuestra propia ignorancia.

Pero no seríamos tan ignorantes si hubiésemos recibido una buena instrucción durante nuestra infancia y nuestra juventud. Y no hay duda de que quien impide la existencia de escuelas y de un buen sistema educativo está creando fuertes obstáculos para que las personas alcancen su propia felicidad. Contra menos instrucción exista, más fácilmente las personas estarán condenadas a escoger el camino equivocado y más fácilmente podrán ser esclavizadas. No será necesario engañarlas, pues serán ellas mismas las que se engañen. Bien por el contrario, contra más instrucción y cultura reciban las personas más libres serán, pues en definitiva es el conocimiento el que nos hace libres. Y así ganaremos el tipo más decisivo de libertad: la libertad de discernimiento.

4) Izquierda. Siendo libres para actuar, libres también de elegir por no ser apartados de la verdad y libres igualmente para, mediante el conocimiento, discernir entre el error y el acierto, elegimos finalmente el camino de la izquierda, el único que nos llevará hasta nuestra casa y hasta nuestra plena felicidad. Nadie nos está poniendo ahora obstáculos, por lo que podemos decir que somos definitivamente libres.

Pero, sin duda, en nuestro camino nos enfrentaremos a obstáculos materiales que, no habiendo sido creados por otras personas, harán con que podamos alcanzar o no la felicidad. La furia de una tormenta devastadora, la falta de agua o de comida o la abertura de un precipicio en medio de nuestra senda podrán acabar fácilmente con todas nuestras esperanzas. Y es que todos nosotros emprendemos continuamente caminos sin fin en la búsqueda incansable de nuestra felicidad. Y al recorrerlos, incluso dentro de la más pura libertad, nuestro rumbo siempre incierto acaba por convertirnos en esclavos de nuestro propio destino.