23/6/23

El horror de la mente ante el vacío


Los doce leones que custodian la famosa fuente de la Alhambra de Granada miran atentamente en todas las direcciones. A su alrededor, las viejas paredes del patio, recubiertas hasta la extenuación por todo tipo de complejas ornamentaciones, se extienden ante ellos sin dejar en su superficie ni un solo espacio en blanco, sin ceder el más mínimo resquicio al vacío. En realidad, los profusos y delirantes adornos del patio constituyen un ejemplo paradigmático de un tipo de decoración, frecuente en el arte andalusí, dominado por el horror vacui, el miedo al vacío, que llevaba a los artistas a no dejar en su obra ni un solo espacio, por mínimo que fuese, sin rellenar.

Para los doce leones no hay, por tanto, ni un solo espacio en blanco en que poder reposar su calma y sosegada mirada, ni un solo rincón donde acomodar su fantasiosa y ensoñadora imaginación, ni un solo retazo de piedra lisa y pulida en que dar forma a sus aletargados pensamientos y sensaciones. Aunque quizás, a pesar de todo, no necesiten nada de todo esto. Puede que incluso se sientan cómodos ante la visión de una tan exuberante y recargada complejidad.

Porque, en realidad, las impresiones recogidas por la mirada de los leones también acabarán por adornarse y revestirse, inevitablemente, de una extrema complejidad. Sin ser conscientes de ello, su mirada, tal como todos sus otros sentidos, sufren el mismo horror al vacío que dominaba a los artistas que crearon las arrebatadoras paredes del patio. Y esto es algo que no sólo les ocurre a los viejos leones, sino que nos ocurre también a todos nosotros y a todos nuestros sentidos.

Cuando un estímulo sensorial, siempre inevitablemente limitado, llega a nuestra mente, ésta de inmediato se encarga de completarlo con toda aquella información que de alguna forma entiende que le falta, con toda una serie de datos que, en realidad, no nos aportan los sentidos. Y es precisamente gracias a ello que, a partir de un simple estímulo, acaba por formarse en nosotros la ilusión de una impresión sensorial plena y acabada. Allí donde nuestros ojos apenas detectan el borde de una silueta, nuestra mente nos revela una figura y un objeto entero y al completo. Allí donde el oído recoge un determinado sonido estridente y agudo, sentimos el estallido de una pieza de vidrio al caer contra el suelo. Allí donde olemos un cierto aroma acre e intenso, nos alertamos al instante ante la presencia del fuego. Allí donde nuestras manos acarician las formas de un objeto conocido, sentimos las proporciones e incluso los colores que, en realidad, es nuestra memoria quien nos desvela.

Los más simples y limitados estímulos acaban siempre por ser completados por nuestra mente de forma precisa y eficaz para crear las impresiones sensoriales plenas que todos conocemos. Y para conseguirlo la mente no duda en añadir todo aquello que espera encontrar y a lo que está habituada, todo aquello que, en definitiva, le dicta de alguna forma la memoria y la experiencia previa. Es por ello que, en aquellos raros casos en que los estímulos no se corresponden con nada de lo que hayamos visto, oído o percibido anteriormente, nos sentimos de repente confusos y perdidos, como si nuestros sentidos no nos proporcionasen la más mínima información, como si incluso nos estuviesen traicionando. Ante esta situación, no nos queda otro remedio que esforzarnos en prestar la máxima atención a dicho estímulo e intentar crear, a partir de él, una nueva sensación o memoria en nuestra mente.

Esta capacidad de crear impresiones plenas a partir de unos pocos estímulos sensoriales constituye para nosotros, en realidad, una auténtica e imperiosa necesidad. Nunca podríamos realizar nuestras más simples y habituales actividades si tuviésemos que dedicar una atención completa y exhaustiva a todo nuestro entorno, si tuviésemos que aplicar al máximo nuestros sentidos a todo lo que está a nuestro alrededor, procesando a cada momento toda aquella información que son capaces o no de recoger. Por una simple cuestión de economía de la información, de racionalidad, nos movemos por el mundo utilizando la mínima cantidad posible de estímulos e impresiones. Nos limitamos, por tanto, a recoger del exterior el menor número posible de estímulos sensoriales que nos permita crear en nuestra mente una impresión sensorial plena que sea correcta, coherente y ajustada a la realidad. Todo el resto de información nos resulta superfluo y recogerlo sólo entorpecería o dificultaría nuestras acciones.

Sin embargo, aunque en general necesitemos pocos estímulos para crear una impresión plena, no en todos los casos llegamos a conseguir ese mínimo imprescindible. En ese caso, ¿qué hace nuestra mente para rellenar y completar unos estímulos que son claramente insuficientes? ¿Qué hace, por ejemplo, cuando miramos una hoja en blanco? O por el contrario, ¿qué ocurre cuando hay muchos y abundantes estímulos pero nuestra mente no es capaz de interpretarlos? ¿Qué hace, por ejemplo, si la hoja que miramos no está en blanco, sino que tiene un texto escrito en un lenguaje completamente desconocido? La verdad es que nuestra mente, por más que se esfuerce, por más vueltas que le dé, no es capaz de rellenar un espacio que esté en blanco ni de interpretar unos estímulos sin ningún significado aparente.

Siendo así, ante una situación de amenaza o peligro, ¿cómo nos sentiríamos si de repente nos encontrásemos inmersos en un espacio en blanco, sin nada a nuestro alrededor? ¿O en la más absoluta oscuridad y el más completo silencio? ¿O cómo nos sentiríamos en medio de un espacio abigarrado y ensordecedor, lleno de abundantes estímulos completamente indescifrables e imposibles de interpretar? ¿Qué haría nuestra mente, en una situación de peligro, para rellenar de información el más arrebatador vacío o el más absoluto desconcierto? ¿Cómo se enfrentaría al desespero o incluso al delirio de no encontrar, por más que se esforzase, ningún recuerdo o experiencia útil que pudiese aplicar para dar forma a una realidad sin sentido? ¿Cómo reaccionaría nuestra mente sometida al más intenso y desbordante horror vacui?

Aunque lo cierto es que, ya sea confundidos por la incapacidad de los sentidos o, muy especialmente, de las ideas, no hace falta que nos encontremos en una situación de peligro para caer en esa misma desesperación. Basta, en general, con que nos enfrentemos a un hecho angustioso que nunca antes hayamos vivido. O que nos deparemos con un suceso que, mereciendo nuestra más absoluta y obsesiva atención, no seamos capaces de comprender en modo alguno, por más que nos esforcemos en ello.

En este tipo de situaciones, incapaz de hallar una solución, nuestra mente intenta desesperadamente encontrar un camino de escape. Trata de buscar cualquier cosa que le permita de alguna forma rellenar ese espacio vacío o sin significado que nos amenaza. Y para ello no duda en utilizar cualquier información previa que le parezca mínimamente semejante o incluso simplemente aceptable con tal de poder generar una confortable ilusión de entendimiento.

En ese camino de huida, arrastrados por una vorágine de ilusión, engaño y complacencia, somos a veces capaces de llegar a límites extremos. Sin darnos cuenta, fácilmente podemos caer en las supersticiones, en las creencias, en las fantasías, en los rituales, en las mitologías o en los hechizos. Incluso, en los peores casos, en las mentiras colectivas y multitudinarias, con la obediencia ciega a las religiones y sus sacerdotes. En esa huida desesperada, cualquier cosa sirve a la mente para rellenar el vacío generado por el desconocimiento o la falta de comprensión. Y no importa si ese contenido es evidentemente falso o incluso, en ocasiones, contradictorio con todo aquello que sabemos y conocemos hasta ese momento. La única urgencia es aplacar el sobrecogedor horror al vacío que invade la mente.

Pero, como es evidente, todas estas falsedades a menudo tienen unos costes muy elevados. Con frecuencia se vuelven contra nosotros y nos perjudican, con consecuencias mucho peores que el desconcierto que, en apariencia, consiguieron solucionar. Porque aunque no entendamos cuál es exactamente la realidad que nos rodea, ésta desde luego existe y no es, desde luego, aquella que construye nuestra mente en base a cómodas falsedades. Ni estas mismas falsedades nos indican tampoco, en la mayoría de casos, el mejor camino a seguir.

Las mentiras creadas por nuestra mente pueden incluso llegar a apoderarse de nosotros. Entre otras razones porque, mientras las seguimos y las damos como válidas, nos esforzamos muy poco o incluso nada en absoluto en averiguar cuál es la verdad. Y luego, pasado el tiempo, cuando esa verdad se abre paso hasta nosotros, no la vemos llegar como una liberadora de nuestros miedos, sino, por el contrario, como una enemiga hostil que viene a derribar el entramado de mentiras que nos reconfortan. En esos momentos, por desgracia, el inevitable impulso de nuestra mente consiste en cerrar la puerta a la verdad, en quedarse atrapada voluntariamente en su agradable e ilusoria mentira.

Sin embargo, la verdad acaba siempre por imponerse y las falsedades en algún momento terminan por derrumbarse y quedar atrás. Vemos esto, por ejemplo, al analizar la historia del conocimiento humano. Nuestra comprensión del mundo ha ido aumentando con el tiempo y, en consecuencia, todas nuestras cómodas creencias y supersticiones del pasado han ido cayendo, desapareciendo una tras otra, para quedar definitivamente enterradas en el olvido. Muchos de los enormes e insondables espacios vacíos que antes nos angustiaban se nos muestran ahora llenos de conocimiento, rebosantes de un contenido veraz y comprensible que deja poco lugar al engaño y la falsedad.

No obstante, también es cierto que a medida que nuestro conocimiento del mundo aumenta también crecen sus fronteras y, por tanto, cada vez nos encontramos ante nuevas y mayores extensiones de territorio desconocido, de vacío absoluto. Cada vez somos más conscientes, por ejemplo, de la infinitud del universo, de la inmensidad de astros, estrellas y galaxias, cuyas dimensiones y edad exceden con creces cualquier escala puramente humana. Y nuestro asombro y desesperación se hacen cada vez mayores al intuir que, atrapados en nuestra insignificancia, nunca podremos llegar a dar respuesta a la mayoría de cuestiones que nos plantean.

Así, ante una naturaleza que se nos revela cada vez más en toda su desbordante y absoluta inmensidad, ante un universo que sabemos que supera y superará siempre nuestro poder de entendimiento, somos conscientes de que nuestro horror al vacío adquirirá, sin remedio, unas dimensiones descomunales e infinitas. Por mucho que avancemos en el conocimiento, la inmensidad de la naturaleza siempre sacudirá nuestra insignificante mente con un vértigo y un vacío inconmensurables.

Sabemos, por tanto, que una y otra vez nuestra mente intentará llenar ese inmenso vacío con una falsedad cualquiera, con una creencia irracional e indemostrable, con una superstición absurda y más o menos ingeniosa. Y sabemos que con ello obtendremos seguramente una agradable y placentera sensación de paz y sosiego. No obstante, también somos conscientes de que la mentira, a pesar de calmar nuestra mente, no nos hará ni más sabios, ni más libres, ni mejores. Y que fácilmente podrá apoderarse de nosotros o incluso corromper las verdades que ya conocemos y que nos ayudan a enfrentar la realidad. Nuestra única opción, por tanto, nuestra única oportunidad, en último término, de supervivencia, consistirá en resistirnos a esa inevitable tendencia, en huir siempre de cualquier engañosa y reconfortante falsedad.

La única solución que tenemos será aceptar el horror al vacío, convivir con él, mantener la paz de nuestra mente incluso en medio del más insoportable espacio en blanco o de la más aterradora confusión. En cierto modo, nuestra actitud debería imitar la de aquellos exploradores, avezados, temerarios o simplemente dementes, que se enfrentan por propia voluntad a los límites más extremos del mundo físico. Deberíamos adoptar la misma actitud de quienes, por ejemplo, se sumergen en las profundidades del océano para observar su negro y frío lecho, de quienes penosamente atraviesan a pie las blancas y gélidas regiones polares, de quienes sobrevuelan las mayores alturas en una pequeña y frágil aeronave o de quienes, sometiendo tenazmente su voluntad, atraviesan con determinación el más abrasador, mortífero y cegador desierto.

Quienes resisten estas terribles pruebas aprenden, por fuerza, a vencer y superar el horror al vacío. Atrapados en la más absoluta inmensidad, consiguen seguir siempre adelante sin caer nunca en la desesperación, sin ceder en ningún momento a la tentación de substituir el aterrador vacío que les rodea por el falso consuelo de unos caminos imaginarios que no existen y que, al final, les llevarían directamente a la perdición y la muerte. Del mismo modo, nuestra mente debería aprender a no dejarse perturbar por el horror. Debería fluir siempre serena, tal como el agua de una vieja, acogedora y plácida fuente…

Como todos los días, amanece en el cielo de la Alhambra. En su eterno y tranquilo patio, los leones, que hasta ese momento dormían sosegadamente, van abriendo lentamente sus ojos para enfrentarse a unas paredes dominadas aún por el peso de la oscuridad y las sombras. Poco después, con un débil y silencioso suspiro, alzan su mirada hacia arriba, hacia el nuevo y resplandeciente firmamento. En el creciente azul del cielo sus tranquilos ojos distinguen, sin ningún esfuerzo, la más inmensa e infinita dimensión del vacío. Y ese desmedido vacío les parece que únicamente hace con que las complejas y desbordantes decoraciones que llenan las paredes del patio resulten, si cabe, más bellas y agradables, más cálidas, delicadas y susurrantes, más ligeras y volátiles. Es en ese preciso instante cuando los leones cierran de nuevo los ojos y escuchan atentamente cómo el agua sigue fluyendo, lenta y pausadamente, a través de la vieja fuente, desafiando la infinitud del tiempo y el paso indolente de todos los siglos precedentes y venideros. Y lo que los viejos leones sienten entonces, aquello que alienta su sobrio y comedido espíritu, no es en modo alguno el horror, sino simplemente el suave e imperecedero murmullo del agua y la cálida paz de la piedra antigua.