31/5/11

La educación liberal.

Si tenemos la oportunidad de observar una manada de perros salvajes, podremos comprobar cómo todos ellos se tratan entre sí con gran ferocidad: empujándose, luchando de forma violenta, mordiéndose los unos a los otros… Sin embargo, cuando se ven confrontados con una amenaza externa, todos ellos olvidan rápidamente sus pasados enfrentamientos y se organizan como una unidad para repeler conjuntamente al enemigo. Así, aunque luchen continuamente entre ellos para defender su jerarquía dentro del grupo, son conscientes de que, cuando la manada pierde, todos y cada uno de ellos también pierde.

Ciertamente, todo individuo que forma parte de un grupo organizado debe velar por sus propios intereses personales. Pero debe velar igualmente por los intereses del grupo. De lo contrario, tanto el grupo como el propio individuo saldrían perjudicados. Así, la defensa de los intereses de cada individuo pasa también, necesariamente, por la defensa de los intereses comunes del grupo. Si un individuo, celando únicamente por sí mismo, comenzase a atacar los intereses del grupo daría origen a una ruina generalizada de todos ellos. Y aunque en un primer momento pudiera obtener algunas pequeñas ventajas, las graves consecuencias de la desaparición del grupo se harían, con el paso del tiempo, cada vez más evidentes. Optar por conseguir beneficios a corto plazo condenando con ello el futuro parece, sin duda, una opción muy poco inteligente.

Sorprendentemente, en nuestra sociedad actual asistimos a esta falta de inteligencia en múltiples y variados temas. Y uno de ellos es en el sistema educativo, que tiene sin duda en la enseñanza universitaria su exponente máximo. Desde siempre, las universidades se construyeron con la misión elevar el nivel científico y cultural del país. Es evidente que en las sociedades dominadas por la ignorancia, cualquier esfuerzo para mejorar las condiciones de vida resulta casi siempre penoso y estéril. Por el contrario, en las sociedades cultas este esfuerzo rápidamente se multiplica y alcanza fácilmente sus objetivos. Es por ello que la existencia de las universidades supone un incuestionable beneficio para todo el país y para todos sus ciudadanos. El principal valor social de las universidades consiste, por tanto, en formar científica y culturalmente al mayor número posible de personas.

Por desgracia, sobre el sistema educativo se abaten en la actualidad un conjunto de teorías neoliberales que insisten en ignorar por completo esta idea. Y con ello, arruinan progresivamente la enseñanza universitaria y amenazan incluso con arruinar al propio país. Estas teorías neoliberales niegan a las universidades el necesario apoyo financiero del estado y las obligan, por fuerza, a financiarse a sí mismas. Las universidades deben por tanto obtener dinero con todo lo que hacen y con cualquier servicio que presten a la sociedad. Deben velar únicamente por sus propios intereses, olvidando los del país de que forman parte. Y, claro está, deben vender y rentabilizar al máximo la enseñanza que imparten a sus alumnos, que se ven así reducidos a un número mínimo, es decir, a la pequeña élite que es aún capaz de pagar matrículas cada vez más y más elevadas.

En resumen, las universidades acaban así por olvidar su principal función y su propio valor social. Y mirando únicamente por sus propios intereses, van arruinando poco a poco el país y abriendo también el camino para su propia autodestrucción. Porque el dinero que las universidades cobran por prestar sus servicios no crea ninguna riqueza en el país. El dinero únicamente se limita a cambiar de manos. En cambio, cuando las universidades elevan el nivel de los ciudadanos, haciendo con que estos sean capaces de crear mayor riqueza, toda la sociedad gana: ganan los ciudadanos, gana el país y, como consecuencia de ello, ganan también las universidades, que pueden así recibir un mayor apoyo financiero del estado. Por eso, puede decirse que las universidades no ganan cobrando cada vez más y más dinero por la educación que prestan. Ganan, eso sí, formando un número cada vez mayor de ciudadanos instruidos.

Es en las universidades donde teóricamente debería residir el más elevado y culto de los saberes de una sociedad. Por ello, resulta triste vivir en un mundo en que las propias universidades se rigen, en realidad, por principios infantiles, miserables y absurdos, y son capaces de hundirse a sí mismas en una espiral de decadencia y autodestrucción.

11/5/11

El juicio de las almas.

Los antiguos egipcios creían que, cuando una persona fallecía, su alma era conducida ante un tribunal solemne de los dioses. Allí, el dios Anubis extraía el corazón inmaterial del difunto y lo colocaba sobre el plato de una balanza, poniendo en el otro plato, como contrapeso, una simple pluma. Si por ser impuro, el corazón resultase ser más pesado que la pluma, éste era lanzado inmediatamente a los cocodrilos. Y así, privado de corazón, el difunto perdía la posibilidad de gozar de la vida eterna. Los dioses egipcios, con gran ecuanimidad, aplicaban este mismo juicio por igual a todas las personas. Pero ¿sería realmente justo? ¿Será que todas las personas deben ser pesadas y castigadas exactamente de la misma forma, sin tener en cuenta sus características personales?

Para abordar este tema podemos realizar un pequeño experimento que consiste en encerrar tres animales: un conejo, un chimpancé y un búho, en tres salas diferentes, poniendo junto a cada uno de ellos una zanahoria. Siendo la finalidad del experimento evitar que coman este sabroso vegetal, los animales deberán ser advertidos de que si lo hacen recibirán un terrible castigo.

Los resultados serán bastante fáciles de prever. El conejo, animal vegetariano donde los haya, comerá siempre la zanahoria por más que le apliquemos el castigo una y otra vez. El búho, por el contrario, siendo exclusivamente carnívoro, ni siquiera tocará la zanahoria. El único animal sobre el cual las amenazas llegarán a tener algún efecto será el chimpancé. Este animal omnívoro, capaz de comer o no vegetales, rápidamente aprenderá, a fuerza de castigos, a no tocar la zanahoria. Así, podremos concluir que si castigar al conejo es una auténtica pérdida de tiempo, pues éste no es capaz de evitar comer cualquier vegetal que se le ponga por delante, sí que valdrá la pena castigar al chimpancé, a pesar de éste tener un apetito mucho menor por zanahorias.

Podemos quizás extrapolar estos resultados a tres tipos diferentes de personas, como por ejemplo un hombre violento, un hombre pacífico y un hombre pusilánime. Podemos preguntarnos: ¿será que sirve de algo punir a un hombre invariablemente violento por cometer un acto de violencia? Seguramente no servirá de mucho. En cambio, punir a un hombre pacífico por comportarse violentamente sí que tendrá un gran efecto. Teniendo la capacidad de ser o no violento, el hombre pacífico evitará la violencia para no ser castigado. El hombre pusilánime, por su parte, ni siquiera será capaz de realizarla.

Considerando que el castigo sólo tiene efecto sobre un hombre pacífico, ¿resultará justo castigar únicamente a los hombres pacíficos y no castigar, por resultar inútil, a los hombres violentos? ¿Puede considerarse justo punir a un hombre pacífico por cometer un único acto de violencia y no punir a uno violento por realizar continuos actos de violencia? Por otra parte, ¿será justo castigar a quien no puede dejar de ser violento?

Los egipcios pensaban que el carácter de una persona era determinado por su corazón. Y creían que éste tenía la capacidad de ser absolutamente bueno o absolutamente malo. Así siendo, todas las personas podían y debían ser castigadas, pues el castigo acabaría por tener efecto, tal como en el chimpancé. Sin embargo, en nuestros días sabemos que las cosas no son así. Para empezar, el carácter de una persona no está determinado por el corazón, sino por un conjunto complejo de mecanismos químicos, fisiológicos y neuronales. Y sabemos que buena parte de ellos está determinado por los genes. Así, una persona con genes que predispongan para la agresividad será siempre más violenta que otra. Y en un caso extremo, cuando determinen una agresividad constante, la aplicación de cualquier castigo resultará completamente inútil.

Siendo justo o no, lo cierto es que no podemos dejar de castigar a cualquier persona que cometa un acto injustificado de violencia. Sin embargo, debemos considerar que ese castigo será resultado, al mismo tiempo, de un juicio ético y de un juicio biológico. Será un juicio ético en la medida que se penalice el comportamiento de una persona que tiene la capacidad de realizar o no ese acto. Y será un juicio biológico en la medida que se penalicen los genes que predisponen, o que incluso determinan, la realización de ese mismo acto.

Al punir la violencia estaremos castigando, por un lado, los comportamientos violentos. Pero también, por el otro, estaremos castigando a los genes que predisponen a esa violencia. Y al combatir estos genes estaremos practicando un cierto tipo de selección artificial sobre nuestra propia especie. Estaremos realizando un cierto tipo de eugenesia, mecanismo evolutivo habitual en cualquier especie social.