17/9/10

Los colosos de la ciencia.


La estatua de Helios en la ciudad griega de Rodas era considerada una de las siete maravillas del mundo. Construida hace más de 2.200 años, utilizando hierro y bronce, se piensa que medía más de 30 metros de altura y que pesaba más de 70 toneladas. Sin embargo, a pesar de su altivo y magnífico porte, la estatua no resistió los efectos de un súbito temblor de tierra, que acabó por derribarla. En la actualidad, perdidos todos sus restos, no queda ya ni el menor rastro de ella. Un final muy diferente, por el contrario, es el que ha conocido la venus de Willendorf, una pequeña estatuilla de once centímetros descubierta en la localidad austriaca del mismo nombre. Esta simple y modesta escultura, creada hace más de 20.000 años en piedra caliza, permaneció perdida y enterrada a lo largo de innúmeros siglos hasta ser encontrada, hace cien años, durante unas excavaciones arqueológicas. Así, hoy en día, puede ser vista y admirada por cualquier persona.

Entre la arrogancia sin límites de una estatua de carácter colosal y la falta de pretensiones de una simple y pequeña estatuilla, el paso del tiempo acabó por premiar generosamente a esta última. A pesar de su tosco y orondo aspecto, ciertamente poco o nada envidiable, la venus de Willendorf consiguió sobrevivir sin problemas al paso de los siglos, al contrario de lo sucedido con la estatua del admirable Helios.

Podemos preguntarnos acerca de lo que movió al pueblo de Rodas a levantar, tan esforzadamente, su enorme y deslumbrante coloso. Y también acerca de lo que sintieron al ver cómo se derrumbaba, bastante poco tiempo después. La verdad es que los motivos que llevan a la construcción de un monumento de porte colosal, ya sea dedicado a un hecho, a una persona o a una idea, son casi siempre bastante mezquinos: son el miedo, la incerteza y la inseguridad. El verdadero objetivo que, en realidad, persigue quien levanta un enorme coloso es tener una buena sombra en la que poder esconderse, un abrigo bajo el cual poder protegerse de cualquier tipo de intemperie, ya sea física o intelectual. Sólo con el amparo de un imponente coloso ciertas personas consiguen sentirse tranquilas, rehuyendo todos sus temores y sus miedos.

Esta tendencia a construir grandes colosos está presente en todos los pueblos y en todas las actividades humanas. Y el mundo de la ciencia, el de los científicos, con todos los miedos e incertezas que estos arrastran, no es ninguna excepción. Así, contra más mediocres e incompetentes son los científicos, contra más necesitados están de una sombra en la que ocultarse de cualquier mirada crítica, más altos y soberbios son los colosos que levantan. En este caso, claro, dedicados al imponente dios de la verdad científica.

Parapetados tras estos enormes colosos, amparados por su altura divina e intimidatoria, los malos científicos se sienten finalmente seguros. Y así, sabiéndose intocables, pueden ya mostrar al mundo su actitud más vanidosa y arrogante. Pueden desarrollar ya todos sus falsos argumentos, esconder hábilmente sus dudas y sus mentiras, exagerar sus pocas certezas. Pueden envolver el vacío con grandes y lujosas palabras, desplegar la opacidad de sus lenguajes para proteger sus intelectos de la luz, alabarse y encumbrarse unos a otros en función de los mutuos favores que se prestan, mostrarse condescendientes con aquellos que no conocen sus doctas y falsas verdades. Pueden regocijarse de forma narcisista ante cualquier espejo, enojarse ante la simplicidad de las cosas, odiar a todo aquel que osa ignorarlos, vanagloriarse de la infinita dimensión de su pequeñez, adornarse con antiguos y marchitos oropeles. Pueden lanzarse al abismo de sus propios errores, reírse con desprecio de la bondad, horrorizarse ante los recuerdos de la infancia, confrontarse y luchar repetidamente contra lo innegable, morir una y otra vez de tedio…

Por supuesto, bastaría un estornudo para derribar y echar por tierra todos estos enormes colosos. Porque la verdad, la auténtica verdad científica, no es una altiva y petulante estatua. En realidad, la mayoría de las veces es como la venus de Willendorf, con su misma pequeñez y persistencia, y con su mismo insospechado poder. Es un conjunto de ideas que, siendo capaz de grandes logros, muchas veces es incapaz de explicar la más simple de las incógnitas, aunque abre siempre el camino hacia su resolución.

El método científico, en el cual se basa, es un compendio de métodos filosóficos que ayudan a ordenar y sistematizar la forma de adquisición del conocimiento, obligando a éste a aproximarse una y otra vez a la realidad, evitando así cualquier desvío. Utilizando este método, el estudioso consigue adquirir, de forma progresiva, un conocimiento lo más cercano posible del mundo y de la realidad en que vive, es decir, de la verdad.

No dude usted, por tanto, en apartarse de los defensores de los grandes libros, de los tratados incomprensibles, de las verdades exclusivas de las élites, de los grandes sabios que nada dicen ni dejan decir, de los eminentes doctores que no se dignan en explicar sus ideas... Apártese de este tipo de científicos y de sus altos y pesados colosos dedicados a la verdad científica. Apártese, en general, de cualquier tipo de coloso, pues así tendrá menos riesgo de quedar sepultado bajo uno de ellos.