10/12/09

El racionalismo sentimental.

No hay compañía más molesta que la de una persona que se deja llevar fácilmente por el sentimentalismo. Soportar sus humores exaltados, tan pronto valerosos y desbordantes como, momentos después, trágicos y desolados, resulta sumamente incómodo y desagradable. Aunque, en honor a la verdad, debemos decir que existe un tipo de persona cuya compañía resulta aún más insoportable: la compañía de un racionalista. Nada más tedioso que escuchar las largas, monótonas y detalladas teorías que los racionalistas utilizan para explicar su comportamiento en las acciones más nimias e intrascendentes. Y todo esto para comprobar, al final, cuán absurdas y equivocadas dichas acciones resultan ser.

Curiosamente, en nuestro mundo moderno el racionalismo es considerado como una maravillosa virtud, digna siempre del mayor elogio. En cambio, el sentimentalismo es criticado y denostado como un estado de morbidez del alma. Se piensa que las exaltadas ideas del racionalismo son perfectas por el hecho de elevarse por encima de la procaz materialidad del cuerpo. Y que la ética que resulta de ellas es así ejemplarmente noble e imperturbable. Por el contrario, las exaltadas pasiones del sentimentalismo son vistas como sombras vergonzosas y vulgares que nublan el entendimiento. Y la ética que nace de ellas es tratada como primitiva y animalesca.

Sin embargo, ambas formas de pensar y de comportarse, racionalismo y sentimentalismo, son terribles exageraciones que deben evitarse de igual forma. Porque el racionalismo es a la razón lo que el sentimentalismo es al sentimiento. Y mientras la razón y el sentimiento son las piedras angulares de la ética, sus exageraciones no pueden serlo de ningún modo.

Conviene aclarar, además, que no existe ningún motivo para pensar que la razón y el sentimiento deban sobreponerse, o que uno tenga preponderancia sobre el otro. Ambos conceptos se mueven en ámbitos diferentes y complementarios. Si bien que, en realidad, la razón puede considerarse accesoria o superflua en la mayoría de los casos.

Cuando en el transcurso de nuestras acciones debemos tomar una determinada decisión, recurrimos para ello a la información de tres posibles fuentes: la información genética que heredamos de nuestros antepasados, las enseñanzas culturales de generaciones anteriores (o de nuestra misma generación) y la experiencia personal que adquirimos a lo largo de nuestra vida. Así, al enfrentarnos a una decisión moral, la información genética nos impelerá siempre a actuar de una determinada forma. Su manifestación en nuestra mente es lo que llamamos sentimientos. Pero también las enseñanzas culturales y nuestra experiencia propia nos impelen, por su vez, a actuar de una forma determinada. Estas dos últimas se manifiestan ante nuestra mente como memorias.

Los sentimientos, también llamados deseos o instintos, nos proporcionan la información necesaria para decidir adecuadamente la mayoría de nuestros actos. Sin embargo, la respuesta que nos proporcionan siempre resulta ser bastante general o abstracta. Las memorias, por el contrario, pueden ofrecernos respuestas muy concretas a problemas específicos. Para la mayoría de los animales, que viven en ambientes bastante uniformes y realizan acciones simples y repetitivas, los sentimientos contienen casi toda la información necesaria para su supervivencia. Sin embargo, para una especie como la nuestra, que vive en un entorno muy complejo y variable, necesitando realizar a cada momento acciones muy específicas, el recurso a la memoria es imprescindible. Y también nos resulta muy ventajosa la capacidad de proyectar nuestras memorias hacia el futuro, de forma a afrontar problemas aún no encontrados, que es lo que se entiende por imaginar. O también la capacidad de elaborar y conjugar estas mismas memorias en conceptos más sólidos y generales, que es lo que se entiende por razonar.

Sentimiento y razón tienen, por tanto, ámbitos de aplicación diferentes. La razón debe llegar allí donde no llega el sentimiento: debe moderar los sentimientos, encauzarlos, sobreponerlos, confrontarlos o sustituirlos, especialmente en los asuntos más concretos o artificiales. Sin embargo, debe recordarse siempre que los sentimientos se basan en valores sólidos y seguros, mientras que los razonamientos se basan en valores en construcción, frecuentemente equivocados. Los sentimientos han sido seleccionados naturalmente a lo largo de una eternidad, durante cientos de millones de años, y han demostrado sobradamente su valor para asegurar nuestra supervivencia. Los razonamientos, en cambio, han surgido en el momento puntual de nuestra vida o, como mucho, de nuestra civilización. Y basta estudiar un poco la historia de las civilizaciones y de sus ideas para comprobar cómo ambas raramente consiguen asegurar su supervivencia. También nuestra civilización y sus ideas parecen ser un inminente ejemplo de esto.

Huyamos por tanto de todos los excesos. Huyamos del sentimentalista de humores siempre variables e inconstantes, falto de las necesarias riendas de la razón. Huyamos del tradicionalista que sólo contempla como verdaderas las enseñanzas culturales de sus antepasados. Huyamos del soñador cuya realidad es el mundo fantasioso de la imaginación. Y huyamos también, especialmente, del racionalista que pretende hacernos creer que sus elucubraciones y balbuceos mentales son una verdad etérea e incuestionable que debe imponerse al más simple y terrestre de los sentimientos.