24/4/10

Respetables opiniones.

Según el cuento popular, en un lejano país había tres cerdos que temían el ataque del lobo. Así, cada uno de ellos decidió construir una casa bien fuerte y resistente en la que poder refugiarse ante el acoso de su feroz enemigo. Sin embargo, los tres cerdos tenían una opinión diferente sobre el tipo de casa que debían construir. Uno de ellos, el más joven e inexperiente, opinaba que una simple choza construida en adobe sería suficiente para resistir el ataque del lobo. Su hermano mayor, más precavido, optó por construir una cabaña de madera, mucho más resistente. Por último, el hermano mayor, bastante más sabio, decidió esforzarse en construir una casa con gruesos muros de piedra.

Cuando el lobo finalmente bajó de la montaña y atacó a los tres hermanos, dos de las casas revelaron ser un refugio completamente ineficaz. La casa de adobe prácticamente se desmoronó ante el aliento furioso del lobo. Y la cabaña de madera no tuvo mejor suerte ante los repetidos embates del enemigo. Únicamente la casa construida en piedra reveló ser eficaz ante los ataques del lobo. Y fue gracias a esta casa que los tres hermanos consiguieron sobrevivir.

Una de las cosas que este antiguo cuento popular nos enseña es que no todas las opiniones son igualmente correctas. También nos enseña que quien piensa y se esfuerza más en un determinado asunto llega a tener mejores ideas y a tomar las opciones más adecuadas. En ocasiones, salvando con ellas a sus hermanos o vecinos.

Sin embargo, nuestra sociedad moderna parece haber olvidado completamente estas simples enseñanzas. En la actualidad todas las opiniones, sean cuales fueren, se consideran iguales. No importa si para formularlas se ha hecho o no algún esfuerzo, si se han llegado o no a pensar o razonar. No importa si ya han demostrado ser incorrectas. No importa si se contradicen a sí mismas. En nuestra sociedad, se parte del principio errado de que el respeto que es debido a toda persona se hace extensible a sus opiniones.

Efectivamente, todas las personas merecen respeto (a menos que sean éticamente reprobables) y merecen en todo momento ser oídas. Pero eso no significa que sus opiniones sean todas de igual valor o que deban ser tratadas todas de igual forma. Las opiniones deben merecernos mayor o menor respeto en función de la calidad de su fundamentación y de su coherencia, y siempre después de haber sido discutidas de forma conveniente. En cambio, no se puede admitir que, con la excusa de un falso respeto democrático por las personas, se intente evitar cualquier valoración de sus opiniones, impidiéndose así cualquier discusión de los contenidos.

Esta actitud lo que en realidad pretende no es respetar a nadie, sino simplemente erradicar la existencia de todo pensamiento, de toda conciencia crítica. En un mundo en que todas las opiniones, por principio, son de igual valor, ¿de qué sirve ya discutirlas? ¿Para qué compararlas, razonarlas o demostrarlas si, al final, todas son igualmente válidas? ¿Para qué esforzarse en pensarlas? ¿Para qué molestarse en darles un mínimo de coherencia? ¿Para qué perder el tiempo en ver si contradicen hechos ya demostrados?

Un buen ejemplo de este feroz ataque a la conciencia crítica es el tratamiento social que se da a las grandes opciones políticas. En el campo de la llamada izquierda política, las opiniones están basadas en el estudio y desarrollo de la filosofía política, siendo analizadas en su aplicación práctica a lo largo de la historia. Por ello, estas opiniones serán siempre de mayor valor, estando además sujetas en todo momento al debate y a la corrección de cualquier incoherencia. En cambio, las opiniones de la llamada derecha política se destinan únicamente a mantener los privilegios conseguidos por una cierta clase social. Siendo su naturaleza axiomática, apenas están sujetos a cualquier tipo de debate o discusión.

A pesar de ello, en nuestra sociedad se pretende que ambos tipos de opiniones sean consideradas de igual valor. Se pretende que las veamos como meras opciones, siempre de naturaleza equiparable. Se pretende que nos inclinemos por unas o por otras según las modas o nuestros particulares gustos personales. Pero nunca por ser más o menos correctas.

Son muchos otros los ejemplos de ataque al pensamiento crítico, siempre apoyados, claro, por quien piensa menos y de forma más deficiente: se pretende, por ejemplo, que las creencias religiosas sean tan respetables como la ciencia; se pretende que la mentira o la propaganda sean tan respetables como la verdad o el rigor en la información; se pretende que el poder y la fuerza sean tan respetables como la razón; se pretende que el abuso sea tan respetable como la ética.

Cabe reafirmar una vez más que los tres cerdos del cuento popular deben merecernos siempre igual respeto. En cambio, sus ideas –las de cada uno de ellos– nunca deben merecernos, ni mucho menos, el mismo grado de respeto. Porque quien se beneficiaría de esta actitud acrítica sería únicamente el lobo.

27/3/10

Dando vueltas alrededor del consumismo.

Ver a un animal atado a una noria y tirando de ella, sacando el agua con su arduo y constante trabajo, tiene algo de hipnótico. El animal, que en muchas ocasiones es un burro, camina con paso cansino alrededor de la noria describiendo siempre, una y otra vez, el mismo círculo infinito. Sus pasos suenan débil y acompasadamente en un camino ya descarnado por el incesante golpear de los cascos. Al mismo tiempo, con algo de soberbia, el chirrido brusco de los engranajes desafía el calmo y regular caminar del animal. Ya sea bajo el sol o bajo la lluvia, el sudor escurre por el recio pelaje del burro. Y, a pesar de ello, el brillo de su mirada está puesto siempre en frente.

Su ansiosa mirada, llena de sofoco y de mal saciada hambre, está siempre fija en la zanahoria que cuelga delante de él, suspendida de un simple palo. La prometida recompensa está ahí, siempre al alcance de un paso. Sin embargo, por más que intenta una y otra vez aproximarse a ella, la zanahoria tiende obstinadamente a alejarse. En realidad, sólo al final de la jornada conseguirá quizás comerla, junto con el resto de su triste y escasa ración de alimento. Y de toda la cantidad de agua que sacó de la noria, sólo un cubo servirá para saciar su sed.

La imagen de un burro dando vueltas incesantemente alrededor de una noria es una bella y elegíaca metáfora del capitalismo. Y puede además servir también para explicar el desbordante consumismo que caracteriza a las sociedades actuales, rendidas casi por completo a los sutiles y refinados placeres del capital.

El sistema económico capitalista se basa en la propiedad privada de los medios de producción y, gracias a esta condición abusiva, en las jugosas plusvalías obtenidas del trabajo ajeno. Es algo muy simple de comprender: con cada vuelta que da a la noria, el burro consigue extraer del pozo diez litros de agua. Pero sólo uno de esos litros redunda en su beneficio. Los otros nueve son siempre para el dueño de la noria, que se arroga la propiedad del ingenio mecánico y de toda el agua extraída con él. Así, cada vuelta que da el burro a la noria supone para su propietario un beneficio absoluto.

Para el burro, cada nueva vuelta significa simplemente la posibilidad de alimentarse al final de la jornada, puesto que si no la diese no recibiría al final del día el alimento que le es esencial para sobrevivir. El burro es, por tanto, un mero engranaje de la máquina productiva, no teniendo ningún derecho sobre el resultado de su trabajo.

Como es evidente, contra más vueltas dé el burro, más beneficio obtiene el dueño. Por eso, los animales de las norias fueron siempre fustigados por los dueños para que andasen más deprisa y para que diesen más vueltas. Sin embargo, eso de agitar el látigo en el aire y descargarlo sobre el burro implica algún esfuerzo físico, algo a que los dueños, con el paso del tiempo, cada vez iban estando menos acostumbrados. Y así, un buen día, uno de ellos tuvo la ingeniosa ocurrencia de colgar una zanahoria a frente del burro. De esta forma, el animal, atraído por la promesa de este modesto pero sabroso manjar, comenzó a andar velozmente, sin parar, alrededor de la noria. Y contra más hambriento estaba, más aceleraba el paso.

Para que el burro andase aún más deprisa, bastaba con poner dos zanahorias a su frente. O incluso un manojo de ellas. Más tarde, alguien pensó que bastaba simplemente con poner a frente del animal la fotografía de un campo de zanahorias. De esta forma, sin necesidad de fustigarlos, los burros pasaron a andar rápidamente alrededor de las norias. Y a cada nueva vuelta que daban, ahora ya por su propia voluntad, mayor era el beneficio obtenido por los dueños. Fue así que nació la idea del consumismo.

En las economías capitalistas los obreros trabajan constantemente, tal como los burros en la noria. Y a pesar de ello, en la mayoría de los casos, nunca consiguen salir de la pobreza. El resultado de su trabajo redunda claramente en beneficio de los dueños de los medios de producción. Y cuanto más trabajan los obreros, más beneficio tienen sus patronos. Pocas posibilidades les son dadas para reclamar una parte más justa de su propio trabajo.

De igual forma que los burros, los obreros eran al principio fustigados para que trabajasen más. Pero también aquí alguien encontró una solución mucho más cómoda. Bastaba con colgar preciosos objetos de consumo a frente de ellos. Así, intentando conseguirlos, los obreros pasaron a trabajar más horas y siempre con más ahínco. Para un obrero de vida triste y vacía, la visión de un simple objeto de consumo, siempre de un modelo más moderno y avanzado, es lo mismo que la visión sublime y esplendorosa de un campo de zanahorias.

De esta forma, los obreros trabajan duramente para comprar mil y una cosas que en realidad no necesitan. Pero contra más trabajan para obtenerlas, contra más vueltas dan a la noria, más ganan los patronos, que son además los dueños y vendedores de esos mismos objetos de consumo. El consumismo crea riqueza... Pero sólo para algunos. Para el resto es siempre la misma miseria. Para el resto es siempre una noria a la que dar vueltas de forma hipnótica y sin sentido.

2/3/10

La solución como problema.

Existen principios arquitectónicos que parecen claros para todo el mundo, como los que se refieren al lugar apropiado para construir una edificación. Por ejemplo, construir una casa sobre el lecho de un río no parece ser una idea muy inteligente. Si la corriente no acaba por llevarse, piedra a piedra, todos los cimientos de la casa, cualquier crecida acabará por arrasarla por completo en cuestión de minutos. Así, si decidimos construir nuestra casa en medio del río es seguro que bien pronto nos quedaremos sin ella. Y la causa de ello será, como es evidente, nuestro error al elegir el lugar de su edificación. La solución a nuestro problema consistirá, por tanto, en construir otra casa, pero esta vez fuera del río, en tierra firme y segura.

Sin embargo, para la gran mayoría de las personas la solución a nuestro problema sería otra muy diferente. En su opinión, la solución más acertada no sería construir una nueva casa, sino construir una presa río arriba. De esta forma, impidiendo el paso de las aguas, el lecho del río se secaría y la casa construida en él estaría a salvo. Combatiendo no la causa, mas sí las consecuencias de construir la casa en un lugar inadecuado, el problema estaría aparentemente solucionado.

¿O quizás no? Porque el embalse, claro, poco a poco se iría llenando de agua y subiendo de nivel. Y cada año deberíamos ir aumentando la altura de la presa para que el agua no acabase por desbordar. Siempre con gran esfuerzo, año tras año, la presa debería ir creciendo más y más en altura. Hasta que un buen día, como es lógico, acabaría por reventar. Y la riada creada entonces por el reventamiento no sólo se llevaría nuestra casa, sino que arrasaría todo el valle y todas las casas construidas en él sobre tierra firme. Al final, combatir las consecuencias no sólo no solucionó el problema, sino que acabó por aumentar su dimensión.

Podemos decir así que cuando la solución que se aplica a un problema no ataca sus causas, sino únicamente sus consecuencias, dicha solución pasa a convertirse en parte del problema. Y esta solución puede incluso, como en el citado caso, aumentar la dimensión del problema hasta el punto de acabar por convertirlo en una terrible e inevitable catástrofe.

En nuestro mundo actual se adivina un gran número de catástrofes de este tipo. Por ejemplo, la relativa a la escasez de alimentos. Uno de los problemas más graves con que se enfrenta hoy la humanidad es conseguir una producción agrícola lo suficientemente elevada como para alimentar a toda la población. Se calcula que, en este momento, 1.000 millones de personas en todo el mundo están subnutridas o pasan hambre.

Para poder solucionar este problema, lo primero que debemos hacer es identificar correctamente la causa. Porque, al contrario de lo que se pueda pensar, la actual escasez de alimento no se debe a una menor productividad de los terrenos agrícolas. En realidad, dicha productividad ha venido siempre aumentando a lo largo de las últimas décadas. La verdadera y auténtica causa del problema es tener una población humana en continuo crecimiento. Así, cualquier cantidad de alimento producida, por mucho que aumente, acabará siempre por ser totalmente insuficiente. La solución sería, por tanto, controlar el aumento de la población, reduciendo progresivamente la natalidad en todos los países hasta conseguir una población estable y ambientalmente sostenible.

Sin embargo, en la actualidad se insiste en que la solución sea otra. Una y otra vez se insiste en atacar las consecuencias y no las causas. Así, todos los esfuerzos se centran en conseguir una producción agrícola cada vez mayor: se ganan nuevas tierras para la agricultura, se introducen nuevas técnicas, se sustituyen explotaciones extensivas por otras intensivas, se crean artificialmente nuevas plantas… Por desgracia, todos estos esfuerzos se encaminan, casi siempre, hacia un modelo de agricultura cada vez más insostenible y que agota progresivamente la fertilidad del suelo.

Pero aunque no fuese así, es evidente que los terrenos cultivables del planeta no son ilimitados y su productividad tampoco lo es. Tarde o temprano se acabarán las nuevas tierras y las viejas llegarán a su límite de producción. En ese momento el problema de la escasez de alimento acabará por desbordarse definitivamente. Y el hambre y las enfermedades no sólo barrerán algunos países, sino que acabarán con la población de continentes enteros y afectarán a la totalidad del mundo.

Se calcula que en la actualidad existen más de 6.000 millones de personas y que dentro de 20 años serán 8.000 millones. La población subnutrida, que es ahora de 1.000 millones, podrá ser entonces de 3.000 millones si no aumenta la producción agrícola. Y es de esperar que, siguiendo modelos cada vez más insostenibles, dicha producción comience a disminuir en un futuro próximo. Así, la opción de aumentar indefinidamente la producción agrícola acabará por convertirse no en la solución, sino en parte del problema de la escasez de alimentos. Atacando únicamente las consecuencias y no las causas, el hambre acabará por afectar a cada vez más millones de personas.

En la quietud de la noche, mientras usted duerme placenteramente en su casa construida en medio del río… ¿no le parece oír, a veces, el lejano e inquietante sonido del reventar de una presa?

18/2/10

Ilusión de riqueza.


La riqueza parece ser una de las aspiraciones más comunes y generalizadas dentro de nuestra sociedad. Todas las personas desean ser ricas. Incluso las ciudades, los países o los continentes desean ser ricos. En realidad, todo el mundo desea ser rico. Todos aspiran a vivir en la mayor opulencia, a nadar en la mayor abundancia posible de dinero. La pobreza, por el contrario, es vista siempre como un sinónimo de fracaso, como la última y postrera señal de decadencia. Se la considera siempre como algo vergonzoso, algo que debe esconderse en todo momento… incluso cuando no se tenga suficiente dinero para ocultarla de forma convincente.

Y ciertamente, debe admitirse que la pobreza es cosa de fracasados, pues no hay nada más fácil que convertirse en una persona rica. Andar siempre con los bolsillos a reventar de dinero es la cosa más sencilla del mundo. Para ello basta con seguir una serie de consejos elementales, todos ellos muy simples y fáciles de realizar. Recordemos aquí algunos de los más habituales y conocidos:

● ¿Tiene usted casa? Pues bien, pida entonces una hipoteca a un banco y al instante estará usted lleno de dinero. Una vez hecho esto, pida una segunda hipoteca para conseguir aún más dinero. Venda después todo lo que tenga dentro de la casa: los muebles, la ropa, los electrodomésticos… No dude en vender cualquier cosa que se encuentre en su interior y que no sea fundamental para que la casa se mantenga en pie.

● No se limite a su propia casa. Venda también las casas de otras personas. Aunque en el futuro vaya a tener algunos problemas judiciales, lo cierto es que de momento habrá obtenido una buena cantidad de dinero. Y no olvide que esas casas casi siempre tienen en su interior objetos valiosos. Róbelos y véndalos por un buen precio. Es lógico que al principio encuentre cierta oposición de sus dueños, pero no se desanime y persevere en todo momento.

● Pero nada de lo dicho es suficiente para ser aún más rico. Como todo el mundo, usted tiene dos riñones. ¿Para qué quiere los dos? Venda uno a quien pague mejor por él. ¿Y qué hacer con el resto de órganos? Ciertamente que no utiliza todos. Puede hacer un buen dinero vendiendo aquellos que tiene repetidos o que no utiliza así mucho.

● ¿Tiene usted hijos? Si los tiene, podrá ser aún más rico. Apodérese del dinero destinado a su educación. Y también del que estaba ahorrando para poder pagarles aquella operación en el hospital. Venda al instante todo el patrimonio que sus hijos pensaban heredar y que iba a constituir en el futuro su único sustento. Ponga a todos sus hijos a trabajar para usted y, cuando no le sirvan para nada, véndalos.

Sí, es verdad, todos estos consejos parecen completamente disparatados. Sin duda que seguirlos permitiría ganar algún dinero, pero no por ello dejan de ser un montón de ideas absurdas, obra de un idiota o de un loco… ¿O quizás no lo son?

Pues bien, en realidad, y por más sorprendente que pueda parecer, todos estos consejos aquí citados son seguidos a diario por… ¡todos nosotros!

Todos nosotros vivimos en un mundo que sigue un modelo económico de ideología neoliberal. Es decir, un mundo que sigue al pie de la letra todos los consejos aquí referidos. Sólo que estos consejos tienen habitualmente otro nombre, otras dimensiones y otra apariencia. Pero, en realidad, son exactamente los mismos.

● Todos nosotros vivimos en países que se endeudan una y otra vez a los bancos internacionales, convertidos ya en auténticos dueños del mundo. Endeudamiento externo, balanza comercial negativa, créditos financieros internacionales… son los nombres habituales que se da a una economía hipotecada varias veces. Y para obtener más dinero, los gobiernos no dudan luego en vender todo el patrimonio del país, todas sus empresas, toda su economía productiva… Todo lo que exista de valor.

● También acaban por vender a entidades privadas, ya sean nacionales o extranjeras, los sistemas públicos que garantizan el bienestar y la seguridad de los ciudadanos: la sanidad, la educación, la defensa, los servicios sociales… Parece que, al fin y al cabo, el país puede sobrevivir perfectamente sin algunos de sus órganos vitales.

● El asalto y saqueo de otros países constituye una larga y gloriosa tradición del mundo rico. Saqueo éste que continúa hoy en día, como bien demuestra el origen de las materias primas que alimentan a los países más ricos, casi siempre provenientes de países cada vez más y más pobres.

● Consumiendo de forma insostenible cualquier recurso natural o productivo, nuestros países son ahora cada vez más ricos. Pero lo son siempre a costa de la pobreza y de la miseria de las futuras generaciones, que además deberán pagar todas las deudas ambientales, ecológicas y financieras dejadas por sus desconsiderados progenitores.

Sí, todos nosotros vivimos en un mundo dorado lleno de riqueza. Pero es una riqueza ilusoria. Y es nuestra obra: la obra de un idiota o de un loco.


2/2/10

La voz de Casandra.

Llegar a ser escuchado no es a veces suficiente. Ni siquiera llega a ser suficiente que nos oigan con gran atención en todo aquello que decimos. Incluso en el caso de que consigamos transmitir correctamente el significado de todas y cada una de nuestras palabras, tampoco eso llega a ser suficiente. A veces es necesario algo más.

Eso es exactamente lo que constató Casandra, una de las hijas de Príamo, el legendario rey de Troya. Todo comenzó cuando el bello dios Apolo, seducido por la hermosura de Casandra, confirió a la princesa el maravilloso poder de la adivinación. Gracias a este don divino, la princesa fue capaz de prever, a partir de entonces, todo aquello que iba a suceder en el futuro. Su felicidad, sin embargo, no iba a durar mucho. Sintiéndose traicionado por Casandra, al no acceder ésta a sus caprichos, el dios Apolo condenó a la princesa a una terrible maldición. Sin retirarle el poder de la profecía que antes le había otorgado, la condenó a que, a partir de ese momento, nadie creyese nunca en sus palabras.

Así, durante la guerra de Troya, la princesa previó, entre otras cosas, la verdadera naturaleza e intención del famoso caballo de madera. Pero debido a la maldición del dios, nadie creyó en lo que decía. Por ello la ciudad de Troya fue invadida y derrotada. Nuevas profecías fueron una y otra vez enunciadas por el poder clarividente de Casandra, pero el resultado fue siempre el mismo. Ante la falta de crédito con que eran acogidas sus palabras, todos los desastres y tragedias que podían haberse evitado acabaron por consumarse.

La maldición del dios Apolo fue ciertamente terrible. Aunque, la verdad, si nos paramos a pensar un poco, quizás podamos tener algunas dudas sobre esta historia. Quizás el dios Apolo nunca llegase a lanzar esta maldición. En realidad, puede que tal maldición nunca existiese. Podría ser, simplemente, que los que escuchaban las clarividentes palabras de Casandra no quisiesen, por propia voluntad, creer en ellas. Quizás su propia estupidez y arrogancia les impidiese hacerlo. Podría ser que, voluntariamente ciegos y sordos, prefiriesen ignorarlas.

La historia de Casandra ilustra a la perfección la relación que existe, en nuestra sociedad, entre la ciencia y el poder político, entre los científicos y los gobernantes. La ciencia investiga la realidad que nos rodea y muchas veces, tal como la princesa troyana, prevé los desastres que van a suceder o que pueden suceder si no se toman las medidas necesarias para evitarlos. Los gobernantes, por su parte, parecen escuchar con atención lo que la ciencia les dice sobre el futuro. Sin embargo, tal como los troyanos, no creen o no quieren creer en sus palabras. Prefieren ignorarlas.

La gran mayoría de los gobernantes prefiere caminar hacia el desastre antes que esforzarse, aunque sea por una sola vez, en comprender el verdadero significado de las palabras y de los sucesos anunciados por la ciencia. Prefieren caminar hacia el suicidio, propio y colectivo, antes que reconocer que sus endebles y fútiles ideas, casi siempre contrarias a los más básicos principios científicos, puedan estar equivocadas. Si llegaron hasta donde están siguiendo esas mismas ideas, ¿cómo podrían pensar ahora que existen otras mucho mejores? Así, prefieren ignorarlas incluso cuando los primeros indicios del anunciado desastre están ya a la vista de todos.

Los gobernantes, sin embargo, saben cuidar bien de las apariencias. Cuando deben tomar una decisión importante sobre el destino de su país toman sus precauciones. En primer lugar, encargan un detallado estudio científico que analice todos los problemas relacionados con la cuestión y que enuncie detalladamente las posibles soluciones. Luego, una vez tienen finalmente el estudio en sus manos, lo guardan en un cajón y sacan del bolsillo su bola de cristal. Sí, porque es normalmente en su bola de cristal, siempre tan fácil de entender, siempre tan autocomplaciente, que los gobernantes encuentran la inspiración necesaria para tomar aquellas medidas que conducirán a su país directamente hacia el desastre.

Es de esta forma que asistimos en todo el mundo a nuevas y cada vez mayores tragedias. Y otras peores están aún por llegar. Podemos tomar como ejemplo los múltiples informes científicos sobre el efecto invernadero y la alteración del clima mundial. Ellos son, una vez más, la voz ignorada de Casandra. Las soluciones enunciadas por la ciencia para evitarlos son, desde luego, repetidamente ignoradas y despreciadas por los gobernantes. El desenlace es así inevitable. A menos, claro, que el mundo entero recupere la lucidez y consiga librarse de sus gobernantes. ¿Será también el dios Apolo quien nos lanzó esta terrible maldición? ¿Fue quizás este dios quien primero nos otorgó la libertad y luego, arrepentido, puso en el poder a nuestros actuales gobernantes?

10/12/09

El racionalismo sentimental.

No hay compañía más molesta que la de una persona que se deja llevar fácilmente por el sentimentalismo. Soportar sus humores exaltados, tan pronto valerosos y desbordantes como, momentos después, trágicos y desolados, resulta sumamente incómodo y desagradable. Aunque, en honor a la verdad, debemos decir que existe un tipo de persona cuya compañía resulta aún más insoportable: la compañía de un racionalista. Nada más tedioso que escuchar las largas, monótonas y detalladas teorías que los racionalistas utilizan para explicar su comportamiento en las acciones más nimias e intrascendentes. Y todo esto para comprobar, al final, cuán absurdas y equivocadas dichas acciones resultan ser.

Curiosamente, en nuestro mundo moderno el racionalismo es considerado como una maravillosa virtud, digna siempre del mayor elogio. En cambio, el sentimentalismo es criticado y denostado como un estado de morbidez del alma. Se piensa que las exaltadas ideas del racionalismo son perfectas por el hecho de elevarse por encima de la procaz materialidad del cuerpo. Y que la ética que resulta de ellas es así ejemplarmente noble e imperturbable. Por el contrario, las exaltadas pasiones del sentimentalismo son vistas como sombras vergonzosas y vulgares que nublan el entendimiento. Y la ética que nace de ellas es tratada como primitiva y animalesca.

Sin embargo, ambas formas de pensar y de comportarse, racionalismo y sentimentalismo, son terribles exageraciones que deben evitarse de igual forma. Porque el racionalismo es a la razón lo que el sentimentalismo es al sentimiento. Y mientras la razón y el sentimiento son las piedras angulares de la ética, sus exageraciones no pueden serlo de ningún modo.

Conviene aclarar, además, que no existe ningún motivo para pensar que la razón y el sentimiento deban sobreponerse, o que uno tenga preponderancia sobre el otro. Ambos conceptos se mueven en ámbitos diferentes y complementarios. Si bien que, en realidad, la razón puede considerarse accesoria o superflua en la mayoría de los casos.

Cuando en el transcurso de nuestras acciones debemos tomar una determinada decisión, recurrimos para ello a la información de tres posibles fuentes: la información genética que heredamos de nuestros antepasados, las enseñanzas culturales de generaciones anteriores (o de nuestra misma generación) y la experiencia personal que adquirimos a lo largo de nuestra vida. Así, al enfrentarnos a una decisión moral, la información genética nos impelerá siempre a actuar de una determinada forma. Su manifestación en nuestra mente es lo que llamamos sentimientos. Pero también las enseñanzas culturales y nuestra experiencia propia nos impelen, por su vez, a actuar de una forma determinada. Estas dos últimas se manifiestan ante nuestra mente como memorias.

Los sentimientos, también llamados deseos o instintos, nos proporcionan la información necesaria para decidir adecuadamente la mayoría de nuestros actos. Sin embargo, la respuesta que nos proporcionan siempre resulta ser bastante general o abstracta. Las memorias, por el contrario, pueden ofrecernos respuestas muy concretas a problemas específicos. Para la mayoría de los animales, que viven en ambientes bastante uniformes y realizan acciones simples y repetitivas, los sentimientos contienen casi toda la información necesaria para su supervivencia. Sin embargo, para una especie como la nuestra, que vive en un entorno muy complejo y variable, necesitando realizar a cada momento acciones muy específicas, el recurso a la memoria es imprescindible. Y también nos resulta muy ventajosa la capacidad de proyectar nuestras memorias hacia el futuro, de forma a afrontar problemas aún no encontrados, que es lo que se entiende por imaginar. O también la capacidad de elaborar y conjugar estas mismas memorias en conceptos más sólidos y generales, que es lo que se entiende por razonar.

Sentimiento y razón tienen, por tanto, ámbitos de aplicación diferentes. La razón debe llegar allí donde no llega el sentimiento: debe moderar los sentimientos, encauzarlos, sobreponerlos, confrontarlos o sustituirlos, especialmente en los asuntos más concretos o artificiales. Sin embargo, debe recordarse siempre que los sentimientos se basan en valores sólidos y seguros, mientras que los razonamientos se basan en valores en construcción, frecuentemente equivocados. Los sentimientos han sido seleccionados naturalmente a lo largo de una eternidad, durante cientos de millones de años, y han demostrado sobradamente su valor para asegurar nuestra supervivencia. Los razonamientos, en cambio, han surgido en el momento puntual de nuestra vida o, como mucho, de nuestra civilización. Y basta estudiar un poco la historia de las civilizaciones y de sus ideas para comprobar cómo ambas raramente consiguen asegurar su supervivencia. También nuestra civilización y sus ideas parecen ser un inminente ejemplo de esto.

Huyamos por tanto de todos los excesos. Huyamos del sentimentalista de humores siempre variables e inconstantes, falto de las necesarias riendas de la razón. Huyamos del tradicionalista que sólo contempla como verdaderas las enseñanzas culturales de sus antepasados. Huyamos del soñador cuya realidad es el mundo fantasioso de la imaginación. Y huyamos también, especialmente, del racionalista que pretende hacernos creer que sus elucubraciones y balbuceos mentales son una verdad etérea e incuestionable que debe imponerse al más simple y terrestre de los sentimientos.

19/11/09

La espiritualidad masoquista occidental.

Para un faquir de la India nada existe más saludable que levantarse cada día, bien de madrugada, de su confortable cama de pinchos y atravesarse el cuerpo con un par de puñales bien afilados. Acabado este simple ritual, es el momento oportuno de ingerir unos cuantos vidrios partidos para matar el hambre. Y luego, para hacer la necesaria digestión, nada mejor que unos sosegados momentos de reposo colgándose del techo por un pie. Sí, todos estos ejercicios ascéticos son, desde luego, poco recomendables para el común de los mortales. Sin embargo, su repetida realización permite al faquir superar algunos de los miedos que atormentan a la mayoría de la humanidad: el dolor, el hambre, la pobreza, el frío… Conviviendo a diario con todos estos miedos de una forma voluntaria, tratando de dominarlos, el faquir consigue librarse de cualquier influencia que estos puedan ejercer sobre su voluntad, logrando así un cierto tipo de libertad y de confianza en sí mismo.

Sin embargo, para todo existen ciertos límites que nunca deben ser rebasados. Un faquir de la India, acostumbrado a perforar todo su cuerpo con hierros candentes, jamás se atrevería, por ejemplo, a viajar a occidente y sufrir la terrible disciplina ascética a que son sometidos todos los habitantes de los países más modernos y desarrollados. Cualquier faquir palidecería de horror al contemplar los severos ejercicios de mortificación que los ciudadanos occidentales se infligen a sí mismos cada día. Esta espiritualidad masoquista occidental, tan superior y excesiva respecto a la oriental, es vulgarmente designada con el nombre de publicidad.

Desde que se levantan hasta que se acuestan, los ciudadanos occidentales se torturan cada día a sí mismos sometiéndose a las más sutiles y despiadadas formas de publicidad. Su campo visual es constantemente invadido por carteles publicitarios de colores y contenidos insufribles, sus oídos son perforados por repetitivos anuncios radiofónicos llenos de músicas obsesivas, sus cabezas son vaciadas de cualquier tipo de idea por las omnipresentes televisiones comerciales, sus gustos son anulados, sus aspiraciones falsificadas, sus deseos corrompidos… Nada escapa al terrible dominio de la publicidad.

Esta forma de tortura está tan interiorizada en el espíritu occidental que la mayoría de las personas, al ser interrogadas, negarán someterse voluntariamente a ella. Todos afirmarán que son sometidos a la publicidad en contra de su voluntad. Pero este argumento resulta totalmente ridículo. ¿Acaso puede alguien pensar que toda la ingente cantidad de dinero que cuesta la publicidad aparece de repente de la nada? Todo ese dinero, en realidad, es ofrecido religiosamente por las mismas personas que más tarde se quejan de esa publicidad. Porque, evidentemente, cada vez que una persona cualquiera compra un producto de consumo, una parte del dinero que paga se destina invariablemente a financiar la publicidad con que más tarde será torturada.

Y la cantidad de dinero que los occidentales pagan para ser torturados no es poca. Puede calcularse, como mínimo, en el orden de cientos de millones de euros cada año. De esta forma, si los ciudadanos no pagasen los costes de la publicidad al comprar sus productos, el precio que pagan por ellos bajaría de una forma considerable. En otras palabras, si no existiese la publicidad todo sería más barato.

Es bastante conocido, por ejemplo, que las empresas farmacéuticas gastan en la promoción de sus medicamentos casi el doble de lo que gastan en investigación y desarrollo. Si no existiese la publicidad, sin duda se descubrirían muchos más medicamentos para las más variadas enfermedades y todos ellos se venderían a un precio bastante menor que el actual.

La espiritualidad accidental, sin embargo, llega a ser mucho más perversa. Desde los órganos del poder, se intenta engañar continuamente a los ciudadanos haciéndoles creer que todo aquello que es financiado por la publicidad o por actividades comerciales resulta gratis. Por ejemplo, se dice que un canal estatal de televisión, financiado a través de los impuestos, resulta caro de mantener, mientras que un canal comercial es completamente gratis. En realidad, este último se financia a través de la publicidad, es decir, a través de lo que los ciudadanos pagan al consumir cualquier producto. Pero lo peor de todo es que el servicio suministrado por este tipo de canales no se guía por el interés público, sino que obedece a los oscuros propósitos de lucro y rentabilidad de una minoría. Lo mismo se puede decir de cualquier otro servicio, ya sea de televisión, de radio, de agencias estatales, de institutos privados, etc, que se financie por medio de la publicidad. Al final estos servicios gratuitos acaban por ser mucho más caros para el ciudadano. Y son además una inestimable fuente de tortura para la población.

Prohibir la publicidad sería una forma de liberar a los ciudadanos de una innoble y despiadada forma de tortura. Pero también sería una forma de bajar los precios de todos los productos, incluyendo los de mayor necesidad, que también son frecuentemente gravados por la publicidad. La promoción de los nuevos productos que aparecen en el mercado podría hacerse simplemente a través de revistas especializadas u otros medios de difusión dirigidos a los distribuidores comerciales. Y además, de esta forma el valor del nuevo producto sería medido únicamente por su calidad y no por la mayor o menor cantidad de dinero gastado en su promoción.

A pesar de atravesar su cuerpo con hierros candentes, la mayoría de los faquires no sabe la forma envidiable de vida que lleva.

10/11/09

La estrategia del parche.

Entrar en un restaurante y pedir un plato de sopa parece una cosa simple. Se trata, básicamente, de sentarse en una silla junto a una mesa sobre la cual, momentos más tarde, es servido un plato lleno de un caldo bien caliente y, utilizando de la mejor manera posible una cuchara, ingerir discretamente este sabroso alimento. Sin embargo, hoy en día, en un mundo moderno como el nuestro, un acto tan simple como éste puede convertirse en una auténtica pesadilla.

Imagine que, por un imperdonable descuido, entra usted en un restaurante que se asume como fervoroso seguidor de la modernidad y del progreso. Puede depararse, para su sorpresa, con que el plato que le ponen delante no tenga la habitual forma cóncava, sino una forma convexa. Este moderno diseño supone, sin duda, un importante avance tecnológico, pues facilita la posterior limpieza del plato y mejora las condiciones higiénicas. Sin embargo, cuando el camarero venga a servirle comprobará que la sopa escurre por la superficie del plato y se derrama inevitablemente por toda la mesa. Al final, este nuevo diseño no resulta ser tan ventajoso. Así, lo mejor sería reconocer el error y sustituir este plato por el tradicional plato cóncavo.

Pero no. Hacer esto sería atentar contra el progreso. Sería una intolerable vuelta al pasado, un retroceso histórico hacia el oscurantismo de otros tiempos. Debemos confiar siempre en la tecnología, capaz de solucionar este problema, o cualquier otro, de una forma moderna, eficaz e imaginativa. Efectivamente, bastará con añadir a la sopa un espesante químico fabricado, por ejemplo, con cualquier sustancia cancerígena, para que, al ser servida, la sopa solidifique al instante y no escurra por la superficie convexa del plato. Claro que, siendo sólida la sopa, la cuchara dejará entonces de ser eficaz. Pero esto puede solucionarse conectando la cuchara a la electricidad y acoplándole una resistencia que caliente el metal a una temperatura elevada. Así la cuchara conseguirá entrar fácilmente en la sopa y retirar pedazos de ella. Es evidente que usted se quemará la mano al coger esta cuchara, pero podrá evitarlo usando un grueso guante de amianto. Y como, usando este guante, perderá sensibilidad en los dedos, deberá utilizar una máquina automática que guíe su mano hasta la sopa y luego hasta su boca. Para evitar mancharse, pues la máquina será algo imprecisa, deberá ponerse también un embudo en la boca. Y como la sopa sólida seguramente se atascará en el embudo, tendrá que calentar el embudo con otra resistencia para volver otra vez líquida la sopa. Para evitar que el embudo caliente le queme la boca…

Sí, entrando en este restaurante y siguiendo todos estos procedimientos, usted se habrá convertido en una víctima de la estrategia del parche. Esta estrategia, tan común en nuestro tiempo, consiste en no reconocer nunca que se eligió un camino errado. Si el rumbo trazado se revela como equivocado, la única opción admisible es huir siempre hacia adelante, complicándolo todo aún más. Podemos decir que si errar es humano, reconocer que se erró es, para los seguidores de la estrategia del parche, algo totalmente sobrehumano. En vez de enfrentar y solucionar los errores, lo que se hace es ponerles un parche por encima, y sobre este parche otro, y otro, y otro.

En el mundo que vivimos, la estrategia del parche es claramente predominante. Podemos verla aplicada a cualquier asunto. Por ejemplo, en la agricultura vemos cómo las plantaciones extensivas fueron sustituidas por las intensivas. Siendo los abonos naturales insuficientes, se sustituyeron por los químicos, que alteraron el suelo. Para este suelo más pobre fue necesario crear nuevas variedades de plantas, más abonos y potentes herbicidas e insecticidas. Para poder adicionar aún más cantidad de estos venenos, se crearon entonces las plantas transgénicas, que consiguen resistirlos mejor. Pero el ambiente sucumbe ante esta enorme agresión química y se hará necesario inventar un nuevo y aberrante parche. Por su parte, la adopción de la ganadería intensiva también implicó una absurda y progresiva utilización de piensos sintéticos, de antibióticos, de hormonas… El alimento, producido de una forma cada vez más moderna, es ahora siempre de peor calidad y más peligroso para la salud humana.

En materia de energía, los combustibles fósiles se utilizaron para crear modelos de desarrollo completamente insostenibles. Cuando estos combustibles revelan ahora su impacto sobre el clima terrestre, se pretende ilusoriamente desviar los gases producidos hacia el subsuelo. Este enorme parche permitiría rehuir el problema y seguir consumiendo petróleo alegremente como hasta ahora. Y como el petróleo empieza también a escasear, se recurre también a otras fuentes de energía igualmente destructivas. Se arrasan los bosques para cultivar plantas productoras de biocombustibles, necesarios para mantener todos los coches en movimiento. Y también se utiliza aún más la energía nuclear, altamente contaminante, o se hace un uso ilógico y absurdo de la energía eólica e hidráulica. Todo ello para mantener el mismo modelo de sociedad basado en el abuso y el desperdicio energético.

En nuestro mundo actual, cualquier idea considerada moderna es siempre indiscutible y no tiene vuelta atrás, por más absurda y catastrófica que se revele. Y esto es así porque nada ni nadie puede frenar el progreso.

27/10/09

Democracia y carreras ecuestres.

La elección de buenos gobernantes ha sido, en todas las épocas, un problema de difícil solución. Muchas veces se han dado incluso casos bastante paradójicos. Hace dos mil años, por ejemplo, el cónsul romano Incitatus se convirtió en uno de los gobernantes más famosos y aclamados por el pueblo. Y sin embargo, objetivamente, podemos decir que no era un gobernante de grandes cualidades. No destacaba en leyes, ya que ni siquiera sabía escribir. Tampoco hacía grandes discursos, pues raramente hablaba. Decidir, en realidad nunca decidía nada. Y en cuanto a órdenes, parece que nunca dio ninguna. El único lugar en que brillaba con luz propia, entusiasmando al pueblo, era en las carreras de caballos. Y esto es así porque Incitatus era en realidad… un caballo. Incitatus era el caballo de carreras favorito del emperador Calígula, quien, en un momento de exaltación, o quizás de locura, recompensó a su brioso animal nombrándole cónsul y sacerdote del imperio romano.

Los tiempos avanzaron mucho desde entonces y, en la actualidad, no se permite que los caballos ocupen puestos de gobierno. En este momento sólo se permiten gobernantes que cumplan, al menos, dos requisitos básicos: pertenecer a la raza humana y ser decididamente democráticos. Distinguir a un hombre de un caballo resulta relativamente fácil, en la mayoría de los casos. Pero, en cambio, ¿qué significa exactamente ser democrático? ¿Cómo podemos caracterizar o definir adecuadamente la democracia?

La democracia, en primer lugar, se define por un objetivo: que el poder sea ejercido por el pueblo, siendo éste el único soberano. Cualquier gobierno democrático, como expresión de la voluntad de todos los ciudadanos, deberá defender el bien común, el bien que es de todos. Es decir, deberá gobernar tanto para satisfacer la voluntad general de la mayoría como para satisfacer las voluntades generales de las minorías, evitando que estas últimas puedan ser desplazadas o privadas de sus derechos.

Así, cuando un gobierno actúa en contra de los derechos de cualquier minoría, podrá decirse que no existe democracia o que ésta es un completo fracaso. Y también será un fracaso cuando, más frecuentemente, el gobierno siga exclusivamente los intereses de una determinada minoría, ignorando o despreciando los derechos de la mayoría de los ciudadanos. En este último caso estaremos ante una oligocracia (u oligarquía).

En segundo lugar, la democracia debe tener una forma: una constitución que defina las normas básicas de gobierno, garantizando en todo momento la existencia de un poder democrático. La constitución, fijando claramente los límites de cualquier acción política, evita que las acciones de gobierno se salgan de los moldes democráticos. Así, deslegitima las acciones de gobierno que no lleguen a los límites básicos, dejando al país sumido en algún tipo de anarquía. Y deslegitima también las acciones que excedan ciertos límites, anulando la democracia y sustituyéndola por algún tipo de tiranía.

Hay por tanto una serie de principios básicos que toda constitución democrática debe necesariamente garantizar a los ciudadanos: una alimentación suficiente y saludable, un trabajo respetable, una vivienda digna, una asistencia sanitaria solidaria, igualdad en el tratamiento social, acceso libre a la educación, etc. Cuando un gobierno no cumple o respeta estos principios fundamentales, o cuando cumple algunos sí y otros no, podemos afirmar que el gobierno y el país no son democráticos.

Y por último, la democracia debe tener una realización: debe desarrollarse en un necesario ambiente de libertad, de justicia y de transparencia. En ningún momento podrá garantizarse un régimen democrático si no hay una expresión libre de la voluntad política de los ciudadanos, una igualdad de todos ellos en relación al gobierno o un conocimiento público y veraz de todos los hechos.

Enunciadas estas tres condiciones, podemos ahora reflexionar sobre el carácter democrático de los actuales regímenes europeos y de sus gobernantes. Vemos, por ejemplo, cómo dichos gobiernos aumentan continuamente las desigualdades sociales, favoreciendo siempre a una minoría privilegiada y dejando de lado a la mayoría de la población. Vemos también cómo los derechos constitucionales son sistemáticamente olvidados, privando a una buena parte de los ciudadanos de sus derechos básicos. Vemos asimismo cómo las sociedades europeas se desarrollan en un ambiente de desigualdad y de poca transparencia, estando la información pública en manos de grupos financieros o bajo la interferencia de los gobiernos. Y vemos también, por último, la expresión política de los ciudadanos reducida al mínimo, limitada a unas elecciones simuladas basadas en la propaganda, la manipulación y la incultura. No parecen, por tanto, darse ninguna de las condiciones que caracterizan a la democracia. En cambio, sí parecen darse muchas, demasiadas, de las que caracterizan a las oligocracias.

Ante este panorama, podemos decir que es una lástima que Europa no esté dirigida por gobernantes mucho más esclarecidos y democráticos, como fue, sin duda, el noble cónsul Incitatus. Para el bien de Europa, digna heredera del antiguo imperio romano, resulta necesario que vuelva a permitirse gobernar a los caballos. ¡Antes un caballo mudo y veloz que una galopante pandilla de oligarcas!

15/10/09

Invocar al ángel de la perversidad.

Existe toda una serie de personajes, tanto históricos como imaginarios, que tradicionalmente han sido tratados con gran desprecio, a veces incluso con repugnancia, por la opinión pública más bien pensante. Podemos citar aquí algunos ejemplos: Atila, terrible rey de los hunos, la bruja malvada que aprisionó a Hänsel y Gretel en su cabaña de mazapán, el misterioso y siniestro Jack el Destripador, piratas crueles como el capitán Barbarroja, los famosos y siempre desalmados traficantes de esclavos, etc.

Hasta ahora, todos estos personajes eran vistos como monstruos despiadados y sanguinarios. Sin embargo, en la actualidad, esta visión negativa que se tenía de ellos está comenzando a cambiar. Y esto es así porque, a la luz de las ideas neoliberales que dominan el mundo actual, todos ellos comienzan a revelarse ante nuestros ojos como auténticos héroes. Todos ellos, de forma modesta y silenciosa, hicieron algo que favoreció el bienestar de todos los pueblos del mundo, aproximándolos al siempre tan ansiado objetivo de la riqueza universal. Sí, todos ellos… crearon puestos de trabajo.

No cabe la menor duda. Consideremos, por ejemplo, al bárbaro Atila. Este famoso caudillo contrataba un número ingente de soldados en cada una de sus sangrientas correrías, y cuando la mayoría moría, pocos días después, siempre reclutaba aún más. Gracias a él, no existían nunca personas desempleadas. Por su parte, la bruja de la cabaña de mazapán fue, en realidad, un ejemplo admirable de iniciativa empresarial. Su mesón, que tenía por especialidad gastronómica los niños asados, dinamizaba la economía del bosque y creaba muchos puestos de trabajo entre los duendes, empleados allí como camareros. ¿Y qué podemos decir del sanguinario Jack? Nunca el sector de las funerarias estuvo tan floreciente, empleando a tantos trabajadores. El pirata Barbarroja, por su parte, creó numerosos puestos de trabajo en el sector naval. Y los traficantes de esclavos, que transportaban a los trabajadores hasta las plantaciones, donde existía una gran demanda de mano de obra, no hacían otra cosa sino permitir la creación de empleo y estimular la economía.

Sí, porque en los días de hoy lo importante, lo admirable, es crear puestos de trabajo. No importa si, para ello, se comete algún pequeño crimen, o incluso uno un poco más grande o un poco más desmedido. Matar, comer, envenenar, explotar, asesinar a alguien… no dejan de ser pequeños detalles, algo que no se compara a la creación de empleo, ese bien tan precioso para la actual sociedad industrial. Nada existe, por tanto, más digno de admiración que los grandes creadores de empleo de la actualidad, eximios benefactores de la humanidad: los comerciantes internacionales de armas, los empresarios que buscan mano de obra del tercer mundo, los banqueros y financieros dedicados al fraude y a la usura, los gobernantes corruptos que llenan de cemento sus propios países, los promotores de grandes centrales nucleares… El bien supremo es siempre la creación de puestos de trabajo.

De todo esto se concluye que el mundo en que vivimos se olvidó de algunas cosas. Para comenzar, se olvidó de que los puestos de trabajo no son creados por una única persona. En realidad, son creados conjuntamente por diversos sujetos activos y pasivos: los trabajadores, el capital inversor, la gestión empresarial, los consumidores del producto, las leyes y usos laborales, etc. Quien toma la iniciativa de abrir y gestionar una empresa se limita a seguir, junto con los otros intervinientes, las indicaciones dadas por la realidad del mercado.

Y claro, su objetivo no es beneficiar a la humanidad creando empleo. Su objetivo es simplemente el lucro personal. Para ello no dudará, en muchos casos, y tal como se ve tantas veces, en explotar abusivamente a los trabajadores, en apoderarse de forma fraudulenta del capital de la empresa, en someter a los consumidores a una publicidad agresiva y persistente, o incluso en tratar de modificar las leyes laborales existentes… El supuesto benefactor de la humanidad no es, muchas veces, más que un tirano poseído por una avaricia desmedida.

Otra cosa olvidada por nuestro mundo actual es que el trabajo es un derecho constitucional. Corresponde, por tanto, al estado asegurar que todos los ciudadanos tienen trabajo, ya sea creando empresas o empleo público, ya sea favoreciendo la formación de empresas privadas que respeten las leyes. Sin embargo, los gobernantes neoliberales de la actualidad incumplen este mandato constitucional y renuncian a crear o a asegurar el empleo de los ciudadanos. La iniciativa privada pasa a ser, por tanto, la única en formar empresas, la única a partir de la cual se forma el poco empleo existente. Así, cualquier ciudadano que se incorpore a una de estas empresas privadas tiene la obligación de agradecer a la persona que lo contrata la dádiva de su puesto de trabajo. Y, claro, si no quiere quedar desempleado, debe perdonarle también todos sus pequeños o grandes crímenes. Aunque estos atenten contra su propia salud o dignidad.

Hoy en día, a cualquier criminal que es llevado ante el juez le basta con invocar a este nuevo ángel de la perversidad para, al instante, salir en completa libertad. Sólo necesita decir: yo creé puestos de trabajo.