19/11/09

La espiritualidad masoquista occidental.

Para un faquir de la India nada existe más saludable que levantarse cada día, bien de madrugada, de su confortable cama de pinchos y atravesarse el cuerpo con un par de puñales bien afilados. Acabado este simple ritual, es el momento oportuno de ingerir unos cuantos vidrios partidos para matar el hambre. Y luego, para hacer la necesaria digestión, nada mejor que unos sosegados momentos de reposo colgándose del techo por un pie. Sí, todos estos ejercicios ascéticos son, desde luego, poco recomendables para el común de los mortales. Sin embargo, su repetida realización permite al faquir superar algunos de los miedos que atormentan a la mayoría de la humanidad: el dolor, el hambre, la pobreza, el frío… Conviviendo a diario con todos estos miedos de una forma voluntaria, tratando de dominarlos, el faquir consigue librarse de cualquier influencia que estos puedan ejercer sobre su voluntad, logrando así un cierto tipo de libertad y de confianza en sí mismo.

Sin embargo, para todo existen ciertos límites que nunca deben ser rebasados. Un faquir de la India, acostumbrado a perforar todo su cuerpo con hierros candentes, jamás se atrevería, por ejemplo, a viajar a occidente y sufrir la terrible disciplina ascética a que son sometidos todos los habitantes de los países más modernos y desarrollados. Cualquier faquir palidecería de horror al contemplar los severos ejercicios de mortificación que los ciudadanos occidentales se infligen a sí mismos cada día. Esta espiritualidad masoquista occidental, tan superior y excesiva respecto a la oriental, es vulgarmente designada con el nombre de publicidad.

Desde que se levantan hasta que se acuestan, los ciudadanos occidentales se torturan cada día a sí mismos sometiéndose a las más sutiles y despiadadas formas de publicidad. Su campo visual es constantemente invadido por carteles publicitarios de colores y contenidos insufribles, sus oídos son perforados por repetitivos anuncios radiofónicos llenos de músicas obsesivas, sus cabezas son vaciadas de cualquier tipo de idea por las omnipresentes televisiones comerciales, sus gustos son anulados, sus aspiraciones falsificadas, sus deseos corrompidos… Nada escapa al terrible dominio de la publicidad.

Esta forma de tortura está tan interiorizada en el espíritu occidental que la mayoría de las personas, al ser interrogadas, negarán someterse voluntariamente a ella. Todos afirmarán que son sometidos a la publicidad en contra de su voluntad. Pero este argumento resulta totalmente ridículo. ¿Acaso puede alguien pensar que toda la ingente cantidad de dinero que cuesta la publicidad aparece de repente de la nada? Todo ese dinero, en realidad, es ofrecido religiosamente por las mismas personas que más tarde se quejan de esa publicidad. Porque, evidentemente, cada vez que una persona cualquiera compra un producto de consumo, una parte del dinero que paga se destina invariablemente a financiar la publicidad con que más tarde será torturada.

Y la cantidad de dinero que los occidentales pagan para ser torturados no es poca. Puede calcularse, como mínimo, en el orden de cientos de millones de euros cada año. De esta forma, si los ciudadanos no pagasen los costes de la publicidad al comprar sus productos, el precio que pagan por ellos bajaría de una forma considerable. En otras palabras, si no existiese la publicidad todo sería más barato.

Es bastante conocido, por ejemplo, que las empresas farmacéuticas gastan en la promoción de sus medicamentos casi el doble de lo que gastan en investigación y desarrollo. Si no existiese la publicidad, sin duda se descubrirían muchos más medicamentos para las más variadas enfermedades y todos ellos se venderían a un precio bastante menor que el actual.

La espiritualidad accidental, sin embargo, llega a ser mucho más perversa. Desde los órganos del poder, se intenta engañar continuamente a los ciudadanos haciéndoles creer que todo aquello que es financiado por la publicidad o por actividades comerciales resulta gratis. Por ejemplo, se dice que un canal estatal de televisión, financiado a través de los impuestos, resulta caro de mantener, mientras que un canal comercial es completamente gratis. En realidad, este último se financia a través de la publicidad, es decir, a través de lo que los ciudadanos pagan al consumir cualquier producto. Pero lo peor de todo es que el servicio suministrado por este tipo de canales no se guía por el interés público, sino que obedece a los oscuros propósitos de lucro y rentabilidad de una minoría. Lo mismo se puede decir de cualquier otro servicio, ya sea de televisión, de radio, de agencias estatales, de institutos privados, etc, que se financie por medio de la publicidad. Al final estos servicios gratuitos acaban por ser mucho más caros para el ciudadano. Y son además una inestimable fuente de tortura para la población.

Prohibir la publicidad sería una forma de liberar a los ciudadanos de una innoble y despiadada forma de tortura. Pero también sería una forma de bajar los precios de todos los productos, incluyendo los de mayor necesidad, que también son frecuentemente gravados por la publicidad. La promoción de los nuevos productos que aparecen en el mercado podría hacerse simplemente a través de revistas especializadas u otros medios de difusión dirigidos a los distribuidores comerciales. Y además, de esta forma el valor del nuevo producto sería medido únicamente por su calidad y no por la mayor o menor cantidad de dinero gastado en su promoción.

A pesar de atravesar su cuerpo con hierros candentes, la mayoría de los faquires no sabe la forma envidiable de vida que lleva.

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