27/10/09

Democracia y carreras ecuestres.

La elección de buenos gobernantes ha sido, en todas las épocas, un problema de difícil solución. Muchas veces se han dado incluso casos bastante paradójicos. Hace dos mil años, por ejemplo, el cónsul romano Incitatus se convirtió en uno de los gobernantes más famosos y aclamados por el pueblo. Y sin embargo, objetivamente, podemos decir que no era un gobernante de grandes cualidades. No destacaba en leyes, ya que ni siquiera sabía escribir. Tampoco hacía grandes discursos, pues raramente hablaba. Decidir, en realidad nunca decidía nada. Y en cuanto a órdenes, parece que nunca dio ninguna. El único lugar en que brillaba con luz propia, entusiasmando al pueblo, era en las carreras de caballos. Y esto es así porque Incitatus era en realidad… un caballo. Incitatus era el caballo de carreras favorito del emperador Calígula, quien, en un momento de exaltación, o quizás de locura, recompensó a su brioso animal nombrándole cónsul y sacerdote del imperio romano.

Los tiempos avanzaron mucho desde entonces y, en la actualidad, no se permite que los caballos ocupen puestos de gobierno. En este momento sólo se permiten gobernantes que cumplan, al menos, dos requisitos básicos: pertenecer a la raza humana y ser decididamente democráticos. Distinguir a un hombre de un caballo resulta relativamente fácil, en la mayoría de los casos. Pero, en cambio, ¿qué significa exactamente ser democrático? ¿Cómo podemos caracterizar o definir adecuadamente la democracia?

La democracia, en primer lugar, se define por un objetivo: que el poder sea ejercido por el pueblo, siendo éste el único soberano. Cualquier gobierno democrático, como expresión de la voluntad de todos los ciudadanos, deberá defender el bien común, el bien que es de todos. Es decir, deberá gobernar tanto para satisfacer la voluntad general de la mayoría como para satisfacer las voluntades generales de las minorías, evitando que estas últimas puedan ser desplazadas o privadas de sus derechos.

Así, cuando un gobierno actúa en contra de los derechos de cualquier minoría, podrá decirse que no existe democracia o que ésta es un completo fracaso. Y también será un fracaso cuando, más frecuentemente, el gobierno siga exclusivamente los intereses de una determinada minoría, ignorando o despreciando los derechos de la mayoría de los ciudadanos. En este último caso estaremos ante una oligocracia (u oligarquía).

En segundo lugar, la democracia debe tener una forma: una constitución que defina las normas básicas de gobierno, garantizando en todo momento la existencia de un poder democrático. La constitución, fijando claramente los límites de cualquier acción política, evita que las acciones de gobierno se salgan de los moldes democráticos. Así, deslegitima las acciones de gobierno que no lleguen a los límites básicos, dejando al país sumido en algún tipo de anarquía. Y deslegitima también las acciones que excedan ciertos límites, anulando la democracia y sustituyéndola por algún tipo de tiranía.

Hay por tanto una serie de principios básicos que toda constitución democrática debe necesariamente garantizar a los ciudadanos: una alimentación suficiente y saludable, un trabajo respetable, una vivienda digna, una asistencia sanitaria solidaria, igualdad en el tratamiento social, acceso libre a la educación, etc. Cuando un gobierno no cumple o respeta estos principios fundamentales, o cuando cumple algunos sí y otros no, podemos afirmar que el gobierno y el país no son democráticos.

Y por último, la democracia debe tener una realización: debe desarrollarse en un necesario ambiente de libertad, de justicia y de transparencia. En ningún momento podrá garantizarse un régimen democrático si no hay una expresión libre de la voluntad política de los ciudadanos, una igualdad de todos ellos en relación al gobierno o un conocimiento público y veraz de todos los hechos.

Enunciadas estas tres condiciones, podemos ahora reflexionar sobre el carácter democrático de los actuales regímenes europeos y de sus gobernantes. Vemos, por ejemplo, cómo dichos gobiernos aumentan continuamente las desigualdades sociales, favoreciendo siempre a una minoría privilegiada y dejando de lado a la mayoría de la población. Vemos también cómo los derechos constitucionales son sistemáticamente olvidados, privando a una buena parte de los ciudadanos de sus derechos básicos. Vemos asimismo cómo las sociedades europeas se desarrollan en un ambiente de desigualdad y de poca transparencia, estando la información pública en manos de grupos financieros o bajo la interferencia de los gobiernos. Y vemos también, por último, la expresión política de los ciudadanos reducida al mínimo, limitada a unas elecciones simuladas basadas en la propaganda, la manipulación y la incultura. No parecen, por tanto, darse ninguna de las condiciones que caracterizan a la democracia. En cambio, sí parecen darse muchas, demasiadas, de las que caracterizan a las oligocracias.

Ante este panorama, podemos decir que es una lástima que Europa no esté dirigida por gobernantes mucho más esclarecidos y democráticos, como fue, sin duda, el noble cónsul Incitatus. Para el bien de Europa, digna heredera del antiguo imperio romano, resulta necesario que vuelva a permitirse gobernar a los caballos. ¡Antes un caballo mudo y veloz que una galopante pandilla de oligarcas!

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