30/3/11

Rebeldes de conciencia.


Lo seres vivos más simples se desarrollan, por lo general, en ambientes relativamente constantes, previsibles, sujetos a pocas alteraciones. Por ello, a lo largo del lento y continuo proceso evolutivo, llegaron a reunir en su código genético toda la información que les es necesaria para su supervivencia. En el caso de los animales más complejos, sin embargo, la situación es muy diferente. Destinados a vivir y a buscar su alimento en un medio cambiante, variable e imprevisible, su código genético nunca podría reunir, pues eso equivaldría prácticamente a adivinar, todas las informaciones que les son necesarias para su supervivencia. Por ello, estos animales necesitan adquirir constantemente nuevas informaciones que, almacenadas en su cerebro, les permiten enfrentarse con éxito a sus condiciones particulares e irrepetibles de vida.

En los seres humanos, estas informaciones pueden ser adquiridas de dos formas diferentes: mediante el propio aprendizaje individual o mediante las enseñanzas transmitidas por los progenitores o su grupo social. Así, en total podemos distinguir en una persona tres tipos diferentes de información, que pueden considerarse como tres niveles superpuestos de conciencia: la información definida por el código genético, la información transmitida socialmente por medio de la cultura y la información adquirida individualmente mediante la propia experiencia personal.

La información existente en el código genético determina la casi totalidad de una persona. Además de todas sus características físicas, determina también la base de su comportamiento, de sus sentimientos y de su personalidad, pues estos se hallan en gran medida condicionados por los genes. Este tipo de información tiene la característica de ser fija e inmutable para cada individuo, pues es siempre la misma a lo largo de toda su vida. Los genes únicamente cambian de persona para persona y, evolutivamente, de generación en generación, pero nunca dentro del propio individuo.

Sobre esta información genética se sobrepone otro nivel de conciencia: la información transmitida culturalmente por los progenitores u otras personas. Estas enseñanzas tienen una gran importancia en el ser humano, pues nuestra especie hace mucho que abandonó su hábitat original, colonizando nuevas tierras en las que el desarrollo de una cultura adaptada al nuevo ambiente resulta prácticamente imprescindible para la supervivencia. A diferencia de la información genética, este tipo de información puede ser modificada por el propio individuo. Y es precisamente debido a ello que la cultura se transmite siempre de forma algo diferente a la siguiente generación. La cultura va así modificándose y transformándose a lo largo de las generaciones, asociada a un determinado grupo humano, etnia o civilización.

Por último, la experiencia personal proporciona al individuo una información, una conciencia, que se sobrepone a las anteriores y que permite a cada persona afrontar todas aquellas situaciones que ni los genes ni la cultura podrían definir, adivinar o precaver. Esta información tiene la característica de ser continuamente modificada, creciendo y desarrollándose a lo largo de toda la vida del individuo.

Pero, ¿será que las informaciones aportadas por estos tres niveles diferentes de conciencia pueden entrar alguna vez en conflicto u oposición? Y si fuese así, si hubiese una contradicción entre genes, cultura y experiencia, ¿cómo debería actuar en ese caso el individuo?

Para empezar, puede decirse que ningún acto dictaminado por la cultura o por la experiencia puede ir directamente en contra de la propia base genética, pues tal sería una autonegación del propio individuo y, en última instancia, una especie de suicidio. La información genética es fija e irrenunciable para cada individuo. El papel de la cultura y la experiencia consiste únicamente en complementar, regular o modular la información existente en los genes, adaptándola a cada situación concreta. Y también en evitar, a veces, las fatales consecuencias que podría tener su aplicación directa e irreflexiva. Pero de ninguna forma pueden pretender sustituirla, pues, por el hecho de ser fija, la información genética no es sustituible.

Sin embargo, en el caso de haber contradicción entre cultura y experiencia, la situación es muy diferente. El papel de la experiencia es, en un primer momento, complementar la cultura y sus siempre genéricos conocimientos. Pero a medida que la experiencia se va desarrollando, llega un momento en que ésta debe comenzar a cuestionar la cultura. Y más tarde, debe modificarla, completarla o rectificarla. Porque la cultura es, en realidad, una especie de compendio de las experiencias adquiridas por las generaciones anteriores. Y por ello, para desarrollarse, la cultura necesita que en cada generación los individuos cuestionen, amplíen o transformen el bagaje cultural que han heredado.

Así, partiendo de una determinada cultura, el individuo debe rebelarse contra ella y mejorarla utilizando toda su experiencia e intelecto. Pero no puede rebelarse contra su propia naturaleza genética, que únicamente puede complementar de la mejor manera llevando con acierto las riendas de su cultura. El individuo debe tomar con fuerza las riendas del viejo centauro para poder cabalgar cada vez más briosa y velozmente.


3/3/11

Tres niveles de conciencia.


Todos los objetos pueden ser descritos o resumidos mediante algún tipo de código que permita, con posterioridad, reproducir ese mismo objeto de una forma idéntica o parecida al original. Una figura geométrica, por ejemplo, puede ser descrita mediante fórmulas matemáticas y ser luego reproducida innúmeras veces. El mecanismo de un reloj puede ser delineado sobre un papel, permitiendo a cualquier relojero crear una copia idéntica de él. También una zona geográfica puede ser representada en un mapa, con sus formas y relieves, y posteriormente reproducida en modelos tridimensionales.

Pero, ¿será igualmente posible describir un ser vivo mediante algún tipo de código, de forma que sea luego posible crear una copia exacta de él? Pues bien, podemos decir que esto es realmente posible para la inmensa mayoría de los seres vivos. Casi todos ellos pueden ser descritos con total exactitud utilizando un código existente en la naturaleza: el código genético. Presente en las células de todos los seres vivos, este código determina con exactitud la totalidad de las características de un organismo: su forma, su estructura, sus órganos, su metabolismo, sus funciones…

De hecho, este código es el utilizado por todos los seres vivos en el momento propio de su reproducción. Así, cuando una bacteria pretende reproducirse, lo primero que hace es crear una copia completa de su código genético para, al dividirse en dos, formar una nueva bacteria exactamente igual a ella (excepto en el caso de haber mutaciones). Y esto mismo puede ser hecho artificialmente. Mediante modernas técnicas de laboratorio, podemos crear una copia exacta del código genético de una bacteria para luego, juntando los componentes químicos necesarios, crear una copia idéntica de ella.

Pero, ¿será que esto se aplica también a seres vivos más complejos, como es el caso del hombre? ¿Será posible hacer una copia exacta de nosotros mismos? En las novelas de ciencia-ficción parece ser habitual que los seres humanos sean codificados y transferidos de un lugar a otro, donde son reconstituidos con total exactitud. Pero, ¿es esto posible en la realidad? Los seres humanos también tienen su código genético y, teóricamente, éste puede ser analizado y copiado innumerables veces. Pero, a diferencia de lo que ocurre en seres más simples, la forma de vida y el comportamiento de los animales complejos no están determinados únicamente por el código genético y la información contenida en él. Están también determinados por otro tipo de informaciones, igualmente valiosas para su supervivencia, que van acumulando, a lo largo de su vida, en zonas del cerebro especialmente destinadas a esa función.

Por ser resultado de la propia experiencia, irrepetible, de cada individuo, estas informaciones son siempre diferentes en cada uno de nosotros. Incluso los hermanos gemelos, idénticos en su código genético, acaban siempre por manifestar personalidades diferentes. Todas estas informaciones adquiridas son acumuladas en el cerebro mediante una red de uniones neuronales de una extraordinaria complejidad y de un número casi infinito, de tal forma que resulta completamente imposible intentar describirlas o codificarlas. Además existe el hecho incuestionable de que estas informaciones están siempre en permanente cambio y evolución. Por consiguiente, podemos concluir que es del todo imposible hacer una copia exacta de un animal complejo como es el hombre.

Por otra parte, en los seres humanos este tipo de informaciones pueden ser adquiridas de dos formas diferentes. En primer lugar, a partir de la educación y costumbres transmitidas al individuo por sus progenitores, o por su grupo social. Y en segundo lugar, a partir del aprendizaje obtenido por el individuo mediante sus propias experiencias personales. Así, si pretendiésemos definir o codificar totalmente a una persona deberíamos considerar, al menos, tres tipos de informaciones existentes en ella: la información contenida en su código genético, la información que le es transmitida a través de la cultura y la información que aprende mediante su propia experiencia.

Estos tres tipos de información pueden considerarse como tres niveles superpuestos de conciencia. En primer lugar, la información genética determina la casi totalidad del individuo, pues además de todas sus características físicas determina también las bases de sus sentimientos, de su carácter y de su personalidad. Sobre este nivel de conciencia se sobrepone otro: la información transmitida culturalmente, que es en general una serie de conocimientos, forjados a lo largo de generaciones, destinados a adaptarse a las condiciones de un determinado ámbito geográfico. Y por último, superpuesta a las anteriores, se sitúa la experiencia personal, un nivel de conciencia que va creciendo y desarrollándose con el paso del tiempo y que permite al individuo una mejor y más completa adaptación al medio y a las circunstancias concretas en que vive.

Así, es gracias a nuestra cultura y experiencia que podemos decir que todos nosotros somos únicos e irrepetibles, imposibles de copiar. Nuestra egolatría tiene así buenas razones para justificarse a sí misma.


31/1/11

La ideología de la ciencia.


Existen en este mundo altos e infranqueables muros que nos es del todo imposible franquear. Ante ellos, nuestra única opción es dar media vuelta y volver, sombríos y cabizbajos, por el mismo lugar por donde hemos venido. Uno de esos altos muros es, sin lugar a dudas, la llamada verdad científica. Cuando nos confrontamos con ella, con aquello que es considerado como verdadero por la ciencia, comprendemos de inmediato que no tenemos nada que hacer, si no abandonar o desistir.

Sabemos que la verdad científica es siempre objetiva, clara, concisa, firme, impoluta, sin posibilidad de ser contaminada por cualquier tipo de ideas o de ideologías. Así, cualquier otro pensamiento discordante debe doblegarse y rendirse ante una verdad que se considera incuestionable, muy por encima del pensamiento de cualquier persona particular. Por ello, es común aceptarse, por ejemplo, que cualquier idea filosófica no pasa de simple palabrería al ser comparada con la ciencia y con sus sólidas verdades. Y esto porque, como se sabe, la ciencia, en su diáfana pureza intelectual, está siempre exenta de cualquier ideología o de cualquier pensamiento filosófico.

Pues bien, en realidad esto es completamente falso. Toda la ciencia, así como cualquier verdad por ella obtenida, se basa siempre en una ideología, en una ideología muy concreta y característica. Esta ideología, este conjunto riguroso y orgánico de ideas, es el llamado método científico. Y únicamente aquellos enunciados alcanzados por medio de este método, de estas ideas, son considerados por la ciencia como verdades científicas. Porque dicho método científico, forjado y elaborado por la filosofía del conocimiento, tiene como único propósito conducir al estudioso a un conocimiento siempre lo más próximo posible de la realidad.

Conviene aclarar que el método científico no es, en realidad, un único método, sino un conjunto de metodologías. Las ciencias experimentales como la física, la química o la biología, aquellas que más fácilmente se asocian al concepto popular de ciencia, utilizan una de sus variedades, el llamado método empírico-analítico. Dicho método combina procedimientos propios de otros dos métodos científicos más simples: la lógica y el empirismo. Así, para que un determinado enunciado pueda ser considerado por ellas como verdad científica, deberá satisfacer tanto las exigencias teóricas propias de la lógica como las exigencias experimentales que son propias del empirismo.

El empirismo determina que un mismo experimento, partiendo de unas mismas condiciones iniciales, deberá dar siempre el mismo resultado. Sin embargo, cuando se analizan realidades complejas, sujetas a una gran cantidad de factores y variables, esta regla acaba por ser relativizada. Pasa entonces a aceptarse como verdad empírica aquel enunciado en cuya experimentación el resultado se repite casi siempre. Y son complicados cálculos estadísticos los encargados precisamente de determinar si una cosa se repite o no casi siempre. Así, el método científico acaba por añadir al suyo elementos de otro método o procedimiento: la estadística.

Por ejemplo, es frecuente considerar como verdad científica un enunciado lógico que, al ser experimentado más de 30 veces, da casi siempre el mismo resultado y que, cuando que no lo da, lo hace con una probabilidad estadística inferior al 5%. Esta verdad científica, así definida, asumiendo en sí misma una determinada probabilidad de error, puede parecernos en principio algo decepcionante. Pero no por ello dejan de ser, objetivamente, la más razonable forma de alcanzar la verdad.

No cabe duda de que el método científico, particularmente su elaborado y complejo método empírico-analitico, constituye el mejor método filosófico posible para llegar al conocimiento de la realidad, para alcanzar la verdad objetiva. Sus exigentes procedimientos, su compleja y fundamentada ideología, nos permiten afirmar que la verdad científica será siempre superior a cualquier otra verdad obtenida por cualquier otro método.

Resulta, sin embargo, sorprendente la actitud arrogante de muchos científicos experimentales que afirman frecuentemente que la ciencia, aquella que practican, es superior a la filosofía o a cualquier tipo de ideas o ideologías. Ignoran por completo, o bien desprecian, el hecho de que su ciencia, así como todas sus verdades científicas, se basan en conceptos y en ideas filosóficas, en una concreta y arbitraria ideología… Y es precisamente en la grandeza de esa ideología que reside la enorme grandeza de la ciencia.


17/1/11

El sinsentido de la vida.

Cuando miramos a las cosas que nos rodean comprobamos que todas ellas tienen un determinado color. Unas son azules, otras son rojas, otras amarillas, verdes, blancas… Podemos entonces preguntarnos cuál es la finalidad por la que todas las cosas ostentan un determinado color: para qué presenta el cielo un color azul, con qué finalidad la nieve es blanca, qué sentido tiene que la arena sea dorada o roja y no de otro color cualquiera, qué propósito lleva a una esmeralda a mostrar un vistoso color verde…

Todas las cosas tienen un color. Pero, como es evidente, ese color no posee ninguna finalidad, ningún propósito. Tiene, eso sí, una explicación: es el resultado del tipo de radiación luminosa que un objeto refleja, siendo diferente según las características físicas y químicas de ese objeto. Así, es debido a las propiedades del agua que el mar tiene un color azul y la nieve un color blanco. También es debido a sus propiedades que las esmeraldas son de color verde. Y lo mismo ocurre con todos los objetos que nos rodean. Existe, por tanto, una explicación para que cada cosa tenga su color, pero no existe en ese color ningún propósito, ninguna función, ninguna utilidad, ningún sentido.

No obstante, los seres vivos sí que son capaces de utilizar los colores para darles, en ocasiones, un determinado propósito o función. Por ejemplo, las flores ostentan pétalos de colores intensos y llamativos para atraer así a los insectos polinizadores. Esto se debe a que, durante la evolución, flores e insectos se pusieron de acuerdo para utilizar ciertos colores y para darles, a partir de entonces, una determinada función. Así, desde ese momento, aunque sólo para las flores y los insectos, los vivos colores de los pétalos adquirieron un propósito, pasaron a tener un determinado sentido.

Avanzando en estas reflexiones, y tal como nos preguntábamos acerca del propósito de los colores, podemos igualmente preguntarnos acerca del propósito de la existencia de todas las cosas que nos rodean, o incluso del propio mundo. Y también en este caso la respuesta será la misma. Ninguna de las cosas que tenemos a nuestro alrededor, ya sea el sol, el mar, los ríos o las montañas, tiene una razón de existir, un propósito, una función. Todas ellas tienen, eso sí, una explicación. Y a medida que la ciencia avanza nos es cada vez más fácil comprender cuál es, nos es cada vez más fácil entender cómo llegaron a formarse: qué fenómenos cósmicos crearon el sol y los planetas, qué fuerzas tectónicas generaron las montañas y los mares, qué leyes físicas son responsables de la formación de la lluvia y de los ríos…

Y también, a medida que la ciencia avanza, nos es cada vez más fácil comprender cómo se formó la vida, saber cómo se formaron, a través del proceso evolutivo, todos los seres vivos existentes en la actualidad. Y claro, también saber cómo nos formamos nosotros, conocer el proceso que llevó a nuestra aparición en el mundo y que determinó aquello que somos. Pero, tal como para todas las cosas que nos rodean, es evidente que no hay tampoco en nuestra existencia ningún sentido, ningún propósito o finalidad.

¿O quizás pueda haberlo? En realidad, al igual que flores dieron un sentido a los colores que exhiben en sus pétalos, también nosotros podemos dar un determinado sentido a nuestra existencia, a nuestra vida. Y aunque, en principio, ese sentido será únicamente válido para nosotros, con la perspectiva de nuestro propio y único interés, en algunas ocasiones será mucho más que eso. Tal como el lenguaje de las flores determinó la aparición de flores aún más vistosas y de insectos con una visión cada vez más apurada, también el sentido que nosotros demos a nuestra vida, o a lo que nos rodea, podrá determinar la aparición de nuevas cosas, de nuevas ideas o, incluso, de nuevos seres. Por ejemplo, si dedicamos nuestra vida a cultivar una planta podremos llegar a crear quizás una variedad que, de otra forma, nunca hubiese existido. También podemos pintar un cuadro capaz de inspirar, en futuros espectadores, pensamientos o emociones que quizás, sin ese cuadro, nunca hubiesen llegado a existir. Así, el sentido que voluntariamente damos a nuestra vida es capaz, en ocasiones, de trascender nuestros propios límites, extendiéndose a otros seres, objetos o cosas.

Está claro que nuestra vida, nuestra existencia, no tiene, en sí, ningún sentido o finalidad. Pero una parte importante de nuestra vida es aquello que hacemos. Y tenemos muchas veces, eso sí, la libre capacidad de dar a nuestras acciones una finalidad, un sentido. Podemos darnos un sentido a nosotros mismos, a nuestra vida. Pero también podemos dar un sentido a la vida de los otros, a los que nos acompañan, y a las cosas que nos rodean y que forman igualmente parte de nuestra vida y de nuestro futuro.

Así, no vale la pena buscar sentido a cosas que no lo tienen. Pero, en cambio, sí que vale la pena darles, otorgarles nosotros uno. Las estrellas, por ejemplo, no tienen ningún sentido. Pero nosotros podemos darles un sentido cuando, embelesados, las miramos sobre el firmamento momentos antes de quedarnos dormidos.

25/11/10

En las cumbres de la evolución.

En la base del árbol de la evolución se sitúan ciertos organismos unicelulares que dieron lugar a todos los demás seres vivos existentes en la actualidad. Estos organismos desaparecieron hace ya mucho tiempo, pero aún hoy es posible encontrar algunos organismos relativamente parecidos, con parte de sus características: son los llamados microorganismos termófilos, seres unicelulares que viven principalmente en fuentes termales, ocupando medios de elevada temperatura o acidez.

De aquellos organismos primigenios, similares a los actuales termófilos, surgieron tres grandes ramas evolutivas que dieron lugar a los tres grandes grupos de organismos existentes en la actualidad: las arqueas, las bacterias y los eucariotas. Los primeros, las Arqueas, son organismos unicelulares poco abundantes que habitan también medios muy extremos, como fuentes termales y ambientes salinos.

Las Bacterias, que son igualmente organismos unicelulares, se destacan por ser los seres vivos más abundantes de todos. Así, pueden ser encontrados en cualquier tipo de medio. Una parte significativa de las bacterias realiza la fotosíntesis y se alimenta de la luz solar, como ocurre con las llamadas cianobacterias. De éstas puede decirse que, hace miles de millones de años, fueron las inventoras de la fotosíntesis. Y así, produciendo oxígeno de una forma masiva, llegaron a cambiar la composición de la atmósfera terrestre. En realidad, aún hoy continúan siendo las principales productoras de oxígeno, estando presentes sobre todo en el fitoplancton marino.

El tercer grupo, los Eucariotas, generalmente unicelulares, tienen como principal característica el haberse formado a partir de la simbiosis de varios organismos unicelulares primitivos. Así, la célula típica de un eucariota posee en su interior mitocondrias y cloroplastos, que son, en realidad, dos tipos de bacterias simbiontes que fueron incorporadas, hace miles de millones de años, dentro de una célula eucariota primitiva. Los cloroplastos son bacterias muy próximas y semejantes a las cianobacterias. Las mitocondrias, en cambio, no tienen actualmente parientes vivos. Ni cloroplastos ni mitocondrias serían ya capaces de vivir sin formar parte de las células eucariotas.

Los eucariotas, sin embargo, no son únicamente seres unicelulares. Forman también organismos pluricelulares, como las plantas, los animales y los hongos. Y mientras las plantas conservaron los cloroplastos y realizan, por tanto, la fotosíntesis, los animales y los hongos los perdieron. Por ello, para alimentarse necesitan consumir la materia orgánica creada por otros organismos, como las plantas. Pero los tres grupos, plantas, animales y hongos, conservan las mitocondrias, responsables por la respiración, es decir, por la obtención de energía a partir compuestos químicos y de oxígeno.

Centrándonos en los animales, los más abundantes son los artrópodos, y dentro ellos las hormigas. Pero aquellos animales que llegan a alcanzar mayor tamaño son los vertebrados, como los antiguos dinosaurios y los modernos mamíferos. Estos últimos evolucionaron a partir de pequeños animales insectívoros, similares a musarañas, llegando a formar seres tan evolucionados como los cetáceos, donde se incluyen delfines y ballenas. Por el contrario, bastante próximo a aquellos pequeños insectívoros se encuentra el grupo de los primates, al cual pertenece el hombre.

Todo lo que se sabe sobre la evolución de los seres vivos se basa en descubrimientos científicos recientes, enunciados a lo largo de poco más de un siglo. Por ello, en el imaginario de muchas personas continúan persistiendo, aún hoy en día, toda una serie de leyendas y supersticiones acerca del origen de los seres vivos, de los animales y del hombre. Durante milenios, los seres humanos pensaron ser una creación de los dioses, en ocasiones incluso su creación favorita. De ahí que, al ser finalmente enunciada la teoría de la evolución, los hombres, por una cuestión de orgullo, intentaron de alguna forma conservar ese privilegio que ostentaban. Y así, se pasó a defender que el ser humano era la cumbre de la evolución.

Y mucha gente continúa a creer hoy en día en esta idea, a pesar de ser científicamente absurda. No existe, en realidad, ninguna cumbre en la evolución, pues la vida constituye una unidad, con todas las especies emparentadas y dependiendo unas de otras a través de los ecosistemas que ellas mismas crean. Además, si quisiésemos buscar algún protagonista, convendría recordar que, tanto en número como en importancia, las bacterias continúan siendo las formas de vida dominantes en nuestro planeta.

Aun así, si pretendiésemos poner al hombre en lo alto de alguna falsa cumbre evolutiva, convendría, al menos, decidir en qué cumbre querríamos ponerlo. Porque todas nuestras células tienen dos componentes esenciales: uno de ellos, el cuerpo y núcleo celular, procede de una célula eucariota primitiva; el otro, las mitocondrias, no son otra cosa sino bacterias. ¿El hombre sería, entonces, la cumbre de la evolución de los eucariotas primitivos o sería la cumbre de la evolución de las bacterias?

19/11/10

Los cangrejos adictos al progreso.

Se entiende por progreso la “acción de ir hacia adelante”. Esto significa, por ejemplo, que un corredor progresa cuando avanza en dirección a la meta, lugar dorado donde espera alcanzar el triunfo al cual aspira. Pero también, de igual forma, se puede decir que un suicida, asomado al borde de un precipicio, progresa cuando da un paso en frente, arrojándose al abismo en cuyas profundidades se perderá para siempre.

En ambos casos existe un avance. Y en ambos casos existe, por tanto, un progreso. Pero, como está claro, estos dos progresos se realizan en direcciones y con objetivos diferentes. En un caso, se progresa hacia la victoria y el triunfo. En otro, se progresa hacia la muerte y la tragedia. Por ello, resulta evidente que mucho más importante que progresar o no progresar, que saber si se avanza o no se avanza, es saber en qué dirección se está avanzando o bien se pretende avanzar. Mucho más importante que progresar o no es saber si, con nuestro progreso, nos dirigimos hacia el triunfo o hacia la tragedia.

Así, resulta de la mayor importancia analizar, con detenimiento, qué rumbo estamos siguiendo. Y especialmente, qué rumbo sigue el mundo y la sociedad en que vivimos. Pues bien, haciéndolo, tarde o temprano tendremos que analizar un cierto rumbo y una cierta idea de progreso que, desde hace largos años, parece dominar nuestra sociedad. Esta idea consiste en identificar el progreso con la consecución de nuevos y modernos avances tecnológicos, cualesquiera que estos sean. Así, cualquier innovación tecnológica que surja, por más inútil o absurda que parezca, por más carente de sentido que sea, marcará siempre el rumbo que inevitablemente deberá seguir nuestra sociedad para conseguir su progreso. Según esta idea, cualquier avance tecnológico es un progreso. Y rechazar este avance supondría renunciar a ese progreso y, en general, a todos ellos.

Esta idea parece bastante absurda, pues afirma que, en lo referente a la tecnología, cualquier camino, cualquier dirección, lleva siempre e inevitablemente hacia el triunfo. Nunca hacia la tragedia. Y, consecuentemente, defiende que se debe avanzar lo más rápidamente posible, para así alcanzar cuanto antes esa victoria. Debe avanzarse en cualquier dirección, sin pensar, sin reflexionar. Nuestra voluntad carece de importancia comparada con los altos designios de la tecnología y su desarrollo, a los cuales debemos siempre prestar sumisa obediencia.

Así, la tecnología, que no es otra cosa que un medio, una herramienta, para conseguir un determinado fin, en nuestros días se ha convertido en un fin en sí misma. Debemos seguir cualquier rumbo que ella marque, renunciando a nuestros propios deseos y aspiraciones, pues ella nunca se equivoca. Y claro, esto tanto se aplica a una determinada tecnología como a la contraria. Pues, en realidad, todas ellas son buenas. ¡Todos los caminos posibles, incluso los contrarios, son inevitablemente buenos!

Esta enorme y absurda demostración de pensamiento acrítico puede llevarnos, por el contrario, a la peor de las tragedias. Y además, lo más rápidamente posible. Conviene analizar, de una vez por todas, el rumbo que determinan las nuevas tecnologías que surgen y, a partir de ahí, juzgar cuáles son buenas y cuáles no lo son. Conviene juzgar qué tecnologías nos interesan para conseguir el futuro que queremos y deseamos y cuáles otras son incompatibles con él. Conviene juzgar qué tecnologías nos permitirán llegar a nuestra meta, al triunfo, y cuáles podrán empujarnos ciegamente hacia el más hondo de los abismos.

Según consta en el imaginario popular, los cangrejos son animales que, al desplazarse, caminan siempre hacia atrás. Por tanto, para un cangrejo parece inevitable avanzar en dirección contraria a aquella a la cual pretende ir. Y si, por ejemplo, pretendiese huir de la red de un pescador, inevitablemente acabaría por caer en ella.

Resulta fácil, por tanto, comprender la enorme tragedia que constituiría para un cangrejo ser un adicto del progreso. Un cangrejo empeñado en avanzar continuamente, en avanzar siempre y en todo momento, lo único que conseguiría es alejarse cada vez más de aquello que esperaba alcanzar. En realidad, un cangrejo progresista, caminando de forma constante, sin remedio, hacia un lugar al cual no desea llegar, y del cual muchas veces debería huir, sería un cangrejo condenado.

Pues bien, andando ciegamente hacia donde la tecnología nos lleva, ¿no estaremos también nosotros condenados? ¿No seremos también nosotros como los cangrejos progresistas, avanzando siempre en dirección contraria a nuestra meta y a nuestra felicidad?… Que levante su pinza quien, de entre nosotros, crea no serlo.

28/10/10

Saturno devora nuevamente a sus hijos.

Durante los últimos años de su vida, el pintor romántico Francisco de Goya pintó sobre los muros de su casa unos frescos, las llamadas pinturas negras, en las que, a través de una serie de escenas tétricas, sombrías y alucinadas, nos transporta hacia un mundo inquietante dominado por la locura y el terror. Una de esas pinturas, quizás la más famosa de todas, es la conocida como “Saturno devorando a un hijo”. Con esta horrenda pintura, basada en la historia del antiguo mito griego, Goya consiguió retratar una parte del alma de la sociedad de su tiempo, una sociedad llena por entonces de oscuras sombras, de crueldad y de odio. Sin embargo, para desgracia de todos nosotros, esta pintura se ha convertido también, en los días de hoy, en una imagen profética del presente y del futuro próximo de la humanidad.

Tal como en la grotesca pintura de Goya, la humanidad de hoy devora a la humanidad del mañana. En este caso no es por temor de ser destronada por la siguiente generación, como le ocurría al dios Saturno, pues en el mundo real, en el mundo de los seres mortales, los hijos acaban siempre, inevitablemente, por sustituir a sus progenitores. La razón por la cual la humanidad actual devora a la del mañana es tan sólo por codicia, por comodidad, por egoísmo, por incapacidad, por arrogancia, por vicio, por falta de inteligencia.

La humanidad de hoy está a apropiarse, a robar, el futuro de la humanidad del mañana. Roba sus recursos, su aire, sus aguas, sus tierras, su alimento, sus casas, sus bienes, sus trabajos, su sustento. Poseída por la misma locura que el dios Saturno, la generación actual devora los recursos pertenecientes a las próximas generaciones y, al hacerlo, engulle también todas sus posibilidades de supervivencia. Bien puede decirse que lejos, muy lejos, van ya aquellos tiempos en que una generación se preocupaba por el bienestar y la supervivencia de las siguientes, aquello a lo que hoy se llama solidaridad intergeneracional.

En tiempos pasados, las personas plantaban árboles que sabían que sólo sus hijos, o sus nietos, iban a llegar a ver crecer y fructificar. Araban y aplanaban terrenos agrestes para que sus descendientes pudiesen realizar en ellos sus siembras. Seleccionaban con paciencia las mejores semillas para que en el futuro sus hijos tuviesen abundantes cosechas. Construían canales para llevar el agua a las ciudades y los campos, asegurando el sustento de las generaciones siguientes. Levantaban muros y fortificaciones que se mantenían en pie durante siglos, dando protección a todos sus habitantes. Edificaban sólidas casas que pasaban de padres a hijos. Construían puentes y diques que domaban los ríos y sus periódicas crecidas… Todo cuanto los antiguos hacían, o al menos gran parte de ello, constituía un valioso legado que dejaban en herencia a sus descendientes. Y seguramente, se sentían muy orgullosos de ello.

Hoy en día las cosas son muy diferentes. ¿Qué es lo que, en verdad, nuestra generación deja en herencia a las siguientes generaciones? ¿Es algo quizás de lo que podamos sentirnos satisfechos y orgullosos? Ciertamente, no.

Lo que nuestra generación deja a las siguientes son los residuos radioactivos de las centrales nucleares. Son los metales y compuestos químicos, de carácter venenoso, vertidos diariamente en los suelos, en los ríos, en los lagos y en el mar. Son los antiguos suelos fértiles ahora desertificados y áridos, agotados por una explotación agrícola intensiva basada en el petróleo y en fertilizantes artificiales. Son los mares vacíos de pesca y sin alimento, con las especies piscatorias llevadas hasta el exterminio. Son las nuevas enfermedades nacidas de la miseria, más todas aquellas otras antiguas que volverán debido al mal uso y agotamiento de los antibióticos. Es el cambio climático producido por la contaminación de la atmósfera, amenazando de mil formas terribles el futuro, entre ellas nuevas sequías, catástrofes y más desolación. Es la desforestación de todos los bosques del mundo. Es la ausencia de centenares de especies vivientes que son exterminadas a cada día que pasa y que nunca más volverán a existir. Son todos los ecosistemas alterados y heridos de muerte, incapaces de captar de forma fecunda y sostenible la energía del sol. Son los recursos naturales asaltados, agotados y destruidos. Es un mundo superpoblado y condenado a una progresiva degradación. Es, en resumen, un futuro negro y sin atisbos posibles de supervivencia. Al final, ¿qué es lo que puede mover a un odio tan profundo hacia las siguientes generaciones?

A pesar de haber sido realizada hace dos siglos, la pintura de Goya retrata fielmente el escenario de locura y de muerte del mundo de hoy. Un mundo absurdo donde el padre devora golosamente el futuro de sus hijos y, escarbándose los dientes con un palillo, eructa de satisfacción.

15/10/10

Libertad para la ignorancia.

Por mucho respeto que tengamos por las otras personas, hay determinadas actitudes que no pueden dejar de resultarnos completamente inaceptables. Pensemos, por ejemplo, en un ladrón que, defendiéndose ante un tribunal, alegase motivos de conciencia para justificar su larga lista de robos y otros crímenes. Por mucho que intentase justificarse diciendo que el crimen constituye su pasión, su forma de vida, su actitud personal frente al mundo, lo cierto es que nunca podríamos aceptar, ni mucho menos respetar, tan ridículos y absurdos argumentos. Para nosotros, y para cualquier juez, su destino inevitable debería ser la cárcel, o cualquier otra penalidad.

Otro ejemplo sería un estudiante de matemática que, escribiendo en un examen que dos y dos son cinco, reclamase luego su derecho a optar libremente por unas matemáticas propias y alternativas en que tal suma fuese correcta. Esta reclamación sería evidentemente inaceptable y nada debería salvar al estudiante de un buen y merecido suspenso. Tampoco aceptaríamos los lamentos de un mentiroso que, confrontado con la evidencia de sus falsedades, defendiese su inocencia diciendo que únicamente se limitaba a repetir lo que una voz interior, de naturaleza divina, le decía en su cabeza. Nunca podríamos, por mucho que insistiese, aceptar una explicación tan ridícula. Y mucho menos la inocencia de su comportamiento.

Decididamente, este tipo de actitudes resulta inaceptable y nunca puede merecernos el menor respeto. Ni a nosotros ni a la sociedad de la que formamos parte. Así, es lógico y necesario que la sociedad castigue o penalice a quien atenta contra los otros, a quien niega descaradamente una evidencia científica o a quien tergiversa o miente sobre la realidad de los hechos. Así debería ser.

Pero la verdad es que… no siempre es así. Los estados actuales arrastran consigo pesadas tradiciones que impiden muchas veces que sus leyes penalicen o prohíban lo que es inaceptable. En realidad, en muchas ocasiones lo permiten o incluso lo favorecen. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la llamada libertad religiosa.

Poco se puede decir a favor de las religiones. Las supersticiones y creencias, ya sean propias del individuo o impuestas y transmitidas por una determinada religión, siempre se oponen descaradamente a toda evidencia científica. Aceptarlas sería lo mismo que aceptar que dos y dos son cinco. Además, las religiones mienten sobre la realidad, cuando no ficcionan de forma alucinada sobre ella. Y estas mentiras o ficciones, impuestas como verdades incuestionables, únicamente son reveladas al pueblo por los sacerdotes, unos sacerdotes que dicen limitarse a transmitir la voluntad de los dioses a través de una voz que sólo ellos oyen en su interior. ¿Quién podría culparlos, por tanto, de sus mentiras? Por si fuera poco, las religiones suelen aprovechar su poder para acaparar tierras, riquezas o posesiones entre sus seguidores. Y aún peor, pues a menudo les roban su libertad convirtiéndolos en simples súbditos, cuando no esclavos, de los dioses. Lo que es lo mismo que decir que se convierten en esclavos de sus representantes terrenales, los sacerdotes.

A pesar de ello, los estados actuales no castigan ni penalizan a las religiones o a sus sacerdotes. Antes por el contrario, los apoyan invocando la llamada libertad religiosa. El estado, en vez de sustituir activamente las supersticiones por la educación científica, las mentiras místicas por la realidad, los dudosos preceptos morales por sólidos valores éticos, en vez de sustituir las ansiedades espirituales por una saludable socialización, los ilusorios equilibrios entre el bien y el mal por la lucha activa a favor de la justicia, los miedos y falsos consuelos por enérgicas actitudes de valor y coraje, en vez de sustituir las promesas de otras vidas por la promesa de una vida real mejor y más plena, los tormentos eternos de los rebeldes por el fomento de un espíritu libre de obediencias, el temor y odio a la muerte por un profundo amor a la vida, en vez de sustituir la esclavitud a preceptos místicos por una libertad luminosa, diáfana y verdadera… en vez de todo esto, en vez de desterrar la religión, lo que hacen los estados es dictar leyes donde se obliga a respetar a las religiones y a la libertad religiosa. Es decir, donde se respeta la libertad de ser ignorante y de escoger, además, la forma de ignorancia entre las varias disponibles.

Es cierto que la libertad de un individuo se define en gran parte por la posibilidad de elegir su propio destino, de tomar sus propias decisiones, de realizar sus opciones en completa conformidad con su pensamiento. Y es cierto que un estado que defienda la libertad de sus ciudadanos debe intentar respetar, en todo momento, esas opciones y pensamientos. Pero, como queda claro, no todas las opciones merecen respeto. No lo merecen ladrones, mentirosos o prevaricadores. Tampoco lo merecen las religiones.

Cualquier tipo de respeto tiene siempre un límite, que es definido por un juicio o valoración de carácter ético. Y las religiones están, objetiva e históricamente, más allá de ese límite. La libertad religiosa es otro caso en que liberalismo y libertinaje intentan disfrazarse de libertad.

17/9/10

Los colosos de la ciencia.


La estatua de Helios en la ciudad griega de Rodas era considerada una de las siete maravillas del mundo. Construida hace más de 2.200 años, utilizando hierro y bronce, se piensa que medía más de 30 metros de altura y que pesaba más de 70 toneladas. Sin embargo, a pesar de su altivo y magnífico porte, la estatua no resistió los efectos de un súbito temblor de tierra, que acabó por derribarla. En la actualidad, perdidos todos sus restos, no queda ya ni el menor rastro de ella. Un final muy diferente, por el contrario, es el que ha conocido la venus de Willendorf, una pequeña estatuilla de once centímetros descubierta en la localidad austriaca del mismo nombre. Esta simple y modesta escultura, creada hace más de 20.000 años en piedra caliza, permaneció perdida y enterrada a lo largo de innúmeros siglos hasta ser encontrada, hace cien años, durante unas excavaciones arqueológicas. Así, hoy en día, puede ser vista y admirada por cualquier persona.

Entre la arrogancia sin límites de una estatua de carácter colosal y la falta de pretensiones de una simple y pequeña estatuilla, el paso del tiempo acabó por premiar generosamente a esta última. A pesar de su tosco y orondo aspecto, ciertamente poco o nada envidiable, la venus de Willendorf consiguió sobrevivir sin problemas al paso de los siglos, al contrario de lo sucedido con la estatua del admirable Helios.

Podemos preguntarnos acerca de lo que movió al pueblo de Rodas a levantar, tan esforzadamente, su enorme y deslumbrante coloso. Y también acerca de lo que sintieron al ver cómo se derrumbaba, bastante poco tiempo después. La verdad es que los motivos que llevan a la construcción de un monumento de porte colosal, ya sea dedicado a un hecho, a una persona o a una idea, son casi siempre bastante mezquinos: son el miedo, la incerteza y la inseguridad. El verdadero objetivo que, en realidad, persigue quien levanta un enorme coloso es tener una buena sombra en la que poder esconderse, un abrigo bajo el cual poder protegerse de cualquier tipo de intemperie, ya sea física o intelectual. Sólo con el amparo de un imponente coloso ciertas personas consiguen sentirse tranquilas, rehuyendo todos sus temores y sus miedos.

Esta tendencia a construir grandes colosos está presente en todos los pueblos y en todas las actividades humanas. Y el mundo de la ciencia, el de los científicos, con todos los miedos e incertezas que estos arrastran, no es ninguna excepción. Así, contra más mediocres e incompetentes son los científicos, contra más necesitados están de una sombra en la que ocultarse de cualquier mirada crítica, más altos y soberbios son los colosos que levantan. En este caso, claro, dedicados al imponente dios de la verdad científica.

Parapetados tras estos enormes colosos, amparados por su altura divina e intimidatoria, los malos científicos se sienten finalmente seguros. Y así, sabiéndose intocables, pueden ya mostrar al mundo su actitud más vanidosa y arrogante. Pueden desarrollar ya todos sus falsos argumentos, esconder hábilmente sus dudas y sus mentiras, exagerar sus pocas certezas. Pueden envolver el vacío con grandes y lujosas palabras, desplegar la opacidad de sus lenguajes para proteger sus intelectos de la luz, alabarse y encumbrarse unos a otros en función de los mutuos favores que se prestan, mostrarse condescendientes con aquellos que no conocen sus doctas y falsas verdades. Pueden regocijarse de forma narcisista ante cualquier espejo, enojarse ante la simplicidad de las cosas, odiar a todo aquel que osa ignorarlos, vanagloriarse de la infinita dimensión de su pequeñez, adornarse con antiguos y marchitos oropeles. Pueden lanzarse al abismo de sus propios errores, reírse con desprecio de la bondad, horrorizarse ante los recuerdos de la infancia, confrontarse y luchar repetidamente contra lo innegable, morir una y otra vez de tedio…

Por supuesto, bastaría un estornudo para derribar y echar por tierra todos estos enormes colosos. Porque la verdad, la auténtica verdad científica, no es una altiva y petulante estatua. En realidad, la mayoría de las veces es como la venus de Willendorf, con su misma pequeñez y persistencia, y con su mismo insospechado poder. Es un conjunto de ideas que, siendo capaz de grandes logros, muchas veces es incapaz de explicar la más simple de las incógnitas, aunque abre siempre el camino hacia su resolución.

El método científico, en el cual se basa, es un compendio de métodos filosóficos que ayudan a ordenar y sistematizar la forma de adquisición del conocimiento, obligando a éste a aproximarse una y otra vez a la realidad, evitando así cualquier desvío. Utilizando este método, el estudioso consigue adquirir, de forma progresiva, un conocimiento lo más cercano posible del mundo y de la realidad en que vive, es decir, de la verdad.

No dude usted, por tanto, en apartarse de los defensores de los grandes libros, de los tratados incomprensibles, de las verdades exclusivas de las élites, de los grandes sabios que nada dicen ni dejan decir, de los eminentes doctores que no se dignan en explicar sus ideas... Apártese de este tipo de científicos y de sus altos y pesados colosos dedicados a la verdad científica. Apártese, en general, de cualquier tipo de coloso, pues así tendrá menos riesgo de quedar sepultado bajo uno de ellos.


1/7/10

Elecciones o democracia.


Una y otra vez oímos decir que las elecciones son la característica esencial y, sobre todo, definitoria de un sistema democrático. Y de tantas veces repetido, parece que esto sea realmente verdad. Sin embargo, lo cierto es que la relación que existe entre las elecciones y la democracia es casi siempre de carácter circunstancial, cuando no claramente antagónica.

En primer lugar, conviene aclarar que no todos los países que realizan elecciones son democráticos. Analizando los variados regímenes políticos existentes en la actualidad, o en un pasado reciente, vemos que raro es aquel que no realiza algún tipo de elecciones. Desde los regímenes más tiránicos o dictatoriales a aquellos otros de carácter más popular o republicano, en casi todos ellos se realiza algún tipo de acto electoral para escoger representantes. Además, no podemos olvidar que el advenimiento de ciertos regímenes tiránicos, claramente antidemocráticos, fue en ocasiones resultado de unas elecciones consideradas libres y democráticas. Tal como sucedió por ejemplo en la Europa de los años 30, algunas elecciones pueden acabar por sepultar cualquier tipo de valores democráticos.

Y en segundo lugar, aclaremos que no todos los países que son democráticos realizan elecciones. En realidad, los que son puramente democráticos nunca las realizan. Tal como explica Aristóteles y otros filósofos, en las democracias más genuinas los cargos públicos no son elegidos mediante elecciones, sino por sorteo. Esto es así porque, en una democracia, todos los ciudadanos son considerados de igual valor e igualmente capacitados, por lo que sólo es aceptable que sea el azar quien determine qué persona debe ocupar un determinado cargo público. Caso contrario, se estaría incurriendo en algún tipo de distinción, preferencia o discriminación entre ciudadanos.

En realidad, según Aristóteles, las elecciones son un procedimiento característico de los regímenes oligárquicos, donde existe una clase social privilegiada que suministra los candidatos y una o varias clases sociales que los eligen. Y esto es así incluso cuando algunos candidatos, fomentando el populismo, se hayan ido a buscar entre las clases más bajas. De forma sorprendente, en nuestras sociedades modernas, claramente oligárquicas, el carácter elitista de los candidatos resulta más que evidente. En ellas, los candidatos forman parte de una determinada casta social, la de los políticos, mientras que el pueblo llano, los electores, permanecen voluntariamente excluidos y enajenados de los cargos públicos, renunciando así a cualquier participación democrática.

Teniendo en cuenta que las elecciones no caracterizan a la democracia y que la democracia no se caracteriza, en realidad, por tener elecciones, podemos afirmar, sin embargo, que las elecciones, junto con los referendos, son instrumentos de gobernación útiles y necesarios para cualquier régimen basado en la soberanía popular. Pero, como simples instrumentos que son, está claro que siempre pueden ser bien o mal empleados.

Las elecciones serán mal empleadas: cuando suplanten progresivamente la participación directa de los ciudadanos en la política, cuando los representantes elegidos formen una clase social propia y cada vez más elitista, cuando dichos representantes usurpen de alguna forma el poder y la soberanía de los representados, cuando las elecciones sirvan únicamente para dar empleo público a una parte de esa élite, cuando en vez de ideas únicamente se discuta la validez de los candidatos para un determinado cargo.

Por el contrario, las elecciones serán bien empleadas: cuando incentiven la permanente y activa participación de los ciudadanos en la vida pública, cuando sirvan para debatir ideas, cuando estimulen la realización de reuniones y asambleas públicas, cuando haya una continua renovación de los representantes, cuando los cargos públicos sean ocupados por los ciudadanos más sabios y capacitados, cuando las personas se sientan identificadas con sus representantes.

Resulta muy fácil, por tanto, saber si en nuestra sociedad las elecciones son empleadas para el bien o para el mal, saber si vivimos en un régimen de soberanía popular o en un régimen cada vez más oligocrático. Así, por ejemplo, cuando existan clases sociales, cuando el reparto de la riqueza entre esas clases sea cada vez más desigual, cuando la participación en los partidos políticos sea cada vez menor, cuando la abstención electoral sea cada vez más abrumadora, cuando no exista discusión ideológica en las elecciones, cuando los elegidos sean siempre los mismos… será evidente que vivimos en una oligocracia y que ésta utiliza las elecciones para aumentar su poder.

Y estaremos en un régimen de soberanía popular si… ¿de verdad cree que alguna vez iban a permitirle eso?