15/10/10

Libertad para la ignorancia.

Por mucho respeto que tengamos por las otras personas, hay determinadas actitudes que no pueden dejar de resultarnos completamente inaceptables. Pensemos, por ejemplo, en un ladrón que, defendiéndose ante un tribunal, alegase motivos de conciencia para justificar su larga lista de robos y otros crímenes. Por mucho que intentase justificarse diciendo que el crimen constituye su pasión, su forma de vida, su actitud personal frente al mundo, lo cierto es que nunca podríamos aceptar, ni mucho menos respetar, tan ridículos y absurdos argumentos. Para nosotros, y para cualquier juez, su destino inevitable debería ser la cárcel, o cualquier otra penalidad.

Otro ejemplo sería un estudiante de matemática que, escribiendo en un examen que dos y dos son cinco, reclamase luego su derecho a optar libremente por unas matemáticas propias y alternativas en que tal suma fuese correcta. Esta reclamación sería evidentemente inaceptable y nada debería salvar al estudiante de un buen y merecido suspenso. Tampoco aceptaríamos los lamentos de un mentiroso que, confrontado con la evidencia de sus falsedades, defendiese su inocencia diciendo que únicamente se limitaba a repetir lo que una voz interior, de naturaleza divina, le decía en su cabeza. Nunca podríamos, por mucho que insistiese, aceptar una explicación tan ridícula. Y mucho menos la inocencia de su comportamiento.

Decididamente, este tipo de actitudes resulta inaceptable y nunca puede merecernos el menor respeto. Ni a nosotros ni a la sociedad de la que formamos parte. Así, es lógico y necesario que la sociedad castigue o penalice a quien atenta contra los otros, a quien niega descaradamente una evidencia científica o a quien tergiversa o miente sobre la realidad de los hechos. Así debería ser.

Pero la verdad es que… no siempre es así. Los estados actuales arrastran consigo pesadas tradiciones que impiden muchas veces que sus leyes penalicen o prohíban lo que es inaceptable. En realidad, en muchas ocasiones lo permiten o incluso lo favorecen. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la llamada libertad religiosa.

Poco se puede decir a favor de las religiones. Las supersticiones y creencias, ya sean propias del individuo o impuestas y transmitidas por una determinada religión, siempre se oponen descaradamente a toda evidencia científica. Aceptarlas sería lo mismo que aceptar que dos y dos son cinco. Además, las religiones mienten sobre la realidad, cuando no ficcionan de forma alucinada sobre ella. Y estas mentiras o ficciones, impuestas como verdades incuestionables, únicamente son reveladas al pueblo por los sacerdotes, unos sacerdotes que dicen limitarse a transmitir la voluntad de los dioses a través de una voz que sólo ellos oyen en su interior. ¿Quién podría culparlos, por tanto, de sus mentiras? Por si fuera poco, las religiones suelen aprovechar su poder para acaparar tierras, riquezas o posesiones entre sus seguidores. Y aún peor, pues a menudo les roban su libertad convirtiéndolos en simples súbditos, cuando no esclavos, de los dioses. Lo que es lo mismo que decir que se convierten en esclavos de sus representantes terrenales, los sacerdotes.

A pesar de ello, los estados actuales no castigan ni penalizan a las religiones o a sus sacerdotes. Antes por el contrario, los apoyan invocando la llamada libertad religiosa. El estado, en vez de sustituir activamente las supersticiones por la educación científica, las mentiras místicas por la realidad, los dudosos preceptos morales por sólidos valores éticos, en vez de sustituir las ansiedades espirituales por una saludable socialización, los ilusorios equilibrios entre el bien y el mal por la lucha activa a favor de la justicia, los miedos y falsos consuelos por enérgicas actitudes de valor y coraje, en vez de sustituir las promesas de otras vidas por la promesa de una vida real mejor y más plena, los tormentos eternos de los rebeldes por el fomento de un espíritu libre de obediencias, el temor y odio a la muerte por un profundo amor a la vida, en vez de sustituir la esclavitud a preceptos místicos por una libertad luminosa, diáfana y verdadera… en vez de todo esto, en vez de desterrar la religión, lo que hacen los estados es dictar leyes donde se obliga a respetar a las religiones y a la libertad religiosa. Es decir, donde se respeta la libertad de ser ignorante y de escoger, además, la forma de ignorancia entre las varias disponibles.

Es cierto que la libertad de un individuo se define en gran parte por la posibilidad de elegir su propio destino, de tomar sus propias decisiones, de realizar sus opciones en completa conformidad con su pensamiento. Y es cierto que un estado que defienda la libertad de sus ciudadanos debe intentar respetar, en todo momento, esas opciones y pensamientos. Pero, como queda claro, no todas las opciones merecen respeto. No lo merecen ladrones, mentirosos o prevaricadores. Tampoco lo merecen las religiones.

Cualquier tipo de respeto tiene siempre un límite, que es definido por un juicio o valoración de carácter ético. Y las religiones están, objetiva e históricamente, más allá de ese límite. La libertad religiosa es otro caso en que liberalismo y libertinaje intentan disfrazarse de libertad.

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