26/10/19
La terrible crueldad de la eugenesia y la cacogenesia
Cuando Charles Darwin enunció su teoría de la evolución mediante la selección natural tenía bien claro el alcance y las posibilidades de otro mecanismo artificial, creado por el hombre, que ya por entonces era aplicado a diferentes animales domésticos. Se trataba de la selección artificial. Durante años, el científico observó con atención el trabajo realizado por los criadores de animales domésticos, viendo la forma como cruzaban y seleccionaban sus ejemplares. Incluso él mismo llegó a hacer algunos experimentos. Pudo así comprobar cómo, mediante la selección artificial, los criadores llegaban a transformar una determinada especie en otra aparentemente nueva seleccionando y alterando apenas unas pocas características.
Mediante este extraordinario proceso, un lobo pasaba a ser un perro y éste, a su vez, se transformaba en toda una variedad de razas caninas, tan diferentes entre sí que casi no parecían guardar relación alguna entre ellas. Los gatos africanos, por su parte, se convertían en gatos domésticos de todos los colores. Y del gallo indio se obtenía toda una colección de extrañas razas de gallinas domésticas.
Partiendo de estos ejemplos, Darwin percibió que la naturaleza obraba de forma parecida, aunque mucho más lentamente, ejerciendo una leve y constante selección que acababa, al final, por transformar unas especies en otras. Y no sólo alteraba algunas de sus características externas, sino que conseguía cambiar cualquier rasgo de la anatomía de las especies, de su fisiología o incluso de su complejo papel en el ecosistema.
Viendo cómo la selección artificial se aplica a los animales domésticos, podríamos pensar que ésta también podría ser aplicada, en teoría, al propio ser humano. Desde luego, sería impensable que un grupo de seres humanos criase a otro grupo y seleccionase en él determinadas características. Pero sí que se ha llegado a especular sobre la posibilidad de que los seres humanos se seleccionen a sí mismos, que apliquen al propio grupo humano del que forman parte un determinado grado de selección.
Fueron éstas las ideas que plantearon, en su tiempo, los defensores de un grupo de teorías conocido como eugenesia. El propósito de las teorías eugenésicas era que la sociedad se aplicase a sí misma una serie de medidas, en realidad un cierto tipo de selección artificial, con el fin de conseguir que las próximas generaciones tuviesen unas características genéticas mejores que aquellas de las generaciones precedentes.
Pero los principios defendidos por la eugenesia, además de éticamente peligrosos y socialmente inaceptables, se sabe hoy en día que se basaban en criterios científicos equivocados o falsos. Muchas veces las características que se pretendía potenciar o eliminar no estaban ni siquiera en los genes. Y si lo estaban, no dependían de un único gen, sino de la compleja interacción de todo un conjunto de genes, con lo que su hipotética selección o erradicación era prácticamente imposible. Además, muchas veces se consideraba que los caracteres eran buenos o malos en función de conceptos puramente culturales o, en los peores casos, de ideas de claro corte racista.
En la actualidad, por tanto, se sabe que ni la eugenesia ni la selección artificial son capaces de crear seres humanos superiores, ni más saludables, ni más inteligentes, ni más bellos. Pero entonces, considerando esto, podemos preguntarnos qué es lo que en realidad se pretende con la aplicación de la selección artificial a los animales domésticos. ¿Es que en ellos, por el contrario, se consigue crear razas de características superiores, más proporcionadas, más admirables, más perfectas?
Pues, en realidad, no. Los criadores de animales simplemente pretenden crear razas domésticas que tengan una mayor utilidad económica para ellos. Por ejemplo, vacas que den más leche, caballos que soporten más carga o cerdos que produzcan más carne. No buscan encontrar o seleccionar características superiores para la especie, sino simplemente potenciar aquellas que son más útiles para sus intereses. Y todo esto lo hacen ignorando y despreciando, sin ningún tipo de escrúpulos, la salud y el bienestar de los propios animales. Así, la mayoría de las veces, el resultado final y casi inevitable del proceso de selección artificial acaba siendo la creación de razas exageradamente torpes, desproporcionadas, enfermizas o simplemente aberrantes.
Pero quizás el mayor grado de deformidad se alcanza en aquellas razas domésticas que son destinadas a servir como animales de compañía. Aquí la finalidad de los criadores no es propiamente obtener un mayor beneficio económico, sino crear ejemplares que tengan, simplemente, un aspecto cómico, gracioso o divertido. La finalidad es transformar un ser vivo en algo parecido a un juguete viviente, en un remedo de bufón, patético y adorable, del cual podamos reírnos con fingida ternura. Así, una especie como el lobo, de imponentes características, ha acabado transformada en poco menos que una broma de mal gusto, tal como puede ser un ridículo perro caniche, un deforme perro salchicha o un ínfimo perro chihuahua.
Como es lógico, los individuos de muchas de estas razas artificiales padecen durante toda su vida graves enfermedades y deficiencias de salud derivadas de sus deformes y aberrantes morfologías. Pero a pesar de ello, con gran ensañamiento por parte de sus propietarios, se sigue insistiendo en forzar su cría e incluso, cuando es posible, en aumentar aún más el grado de deformidad de sus razas.
No podemos decir que este tipo de selección artificial se parezca o siga los principios de la eugenesia, pues ni siquiera se persigue lo superior o lo bello. Por el contrario, parece perseguirse lo feo, lo enfermizo, lo extravagante. Se busca premeditadamente la más cruel deformidad. Así, parecería más apropiado hablar de cacogenesia.
Carentes de cualquier tipo de consideración ética hacia los animales, a los que fuerzan continuamente al incesto y a la endogamia para mantener la integridad y pureza de la raza creada, los propietarios de estos animales disfrutan y se regocijan con las crueles aberraciones que poco a poco van creando. Y de forma cínica, fingen amarlos y preocuparse con ellos, tal como quizás pueda quererse a un muñeco de trapo de la infancia o a un esclavo dócil, sumiso y obediente.
Ante la existencia de estas vergonzosas prácticas, podemos pensar si los seres humanos no seremos también víctimas involuntarias de la cacogenesia. Puede que quizás, sin darnos cuenta, distraídamente, nos hayamos ido cruzando con los peores ejemplares de nuestra especie hasta convertirnos en una triste sombra de lo que éramos. Quizás nos hayamos transformado, sin quererlo, en unos seres incapaces de pensar y de respetar a los otros seres vivos, a nuestros hermanos, a los que tratamos ya, de forma infantil y caprichosa, como simples juguetes. En realidad, puede que nosotros mismos nos estemos convirtiendo en una especie de bufones, patéticos y sin gracia, del planeta.
11/10/19
El mundo triste e infeliz de la eugenesia
Todos somos conscientes del diferente valor que, según nuestros propios criterios, otorgamos a cada persona. Vemos cada día a nuestro alrededor personas admirables, inteligentes, simpáticas y bellas que nos llenan de orgullo y cuya compañía nos satisface. Otras personas, por el contrario, nos parecen del todo detestables. Algunas por ser demasiado estúpidas, otras por resultarnos tremendamente antipáticas, otras por parecernos brutas e incivilizadas y algunas otras por poseer un aspecto físico en exceso desagradable. Lo cierto es que, de forma más o menos consciente, acabamos por intentar evitar a estas personas o incluso cruzarnos en su camino.
Muchas veces nos preguntamos: ¿por qué no serán todas las personas bellas, simpáticas e inteligentes? Sí, porque quizás por pura modestia olvidamos enunciar la pregunta en su forma completa, esto es: ¿por qué no serán todas las personas bellas, simpáticas e inteligentes como lo soy yo? Ciertamente, cuánto mejor sería el mundo si estuviese habitado sólo por personas como nosotros y no tuviésemos que sufrir a tanta gente estúpida, a tanto engendro, a tanto maleante, a tanto ser huraño y malcarado.
Pues bien, en primer lugar deberíamos pensar que si todas estas personas indeseables forman parte de nuestro mundo es porque son nuestros hermanos, nuestros primos, nuestros parientes, nuestros vecinos, nuestros conciudadanos, aquellos con los que convivimos desde siempre. Si de alguna forma tenemos que cargar con ellos es simplemente porque son una parte de nosotros mismos. Y, aunque nos cueste mucho aceptarlo, quizás ellos también estén cargando, a su vez, con nosotros. Por otra parte, si pudiésemos crear un mundo ideal habitado sólo por personas perfectas y maravillosas, ese mundo tendría, al final, un solo y único habitante.
Siendo por tanto muy conscientes del enorme subjetivismo con el que juzgamos las cualidades de otras personas, también es cierto que en ese juicio siempre podemos emplear algunos criterios mínimamente objetivos. Existe objetivamente poca belleza en las personas que poseen graves defectos físicos. Existe sin duda poca inteligencia en las personas incapaces de resolver los problemas más básicos para su propia supervivencia. Hay personas que sufren perturbaciones mentales y son de carácter claramente intratable. Y otras tienen una conducta tan perversa que resultan del todo perjudiciales para sus conciudadanos.
En estos casos extremos resulta fácil ser objetivo al juzgar aspectos concretos de una persona. Pero, evidentemente, esto será mucho más difícil cuando no nos enfrentemos a casos extremos o cuando tengamos que integrar todos los diferentes aspectos de una persona en un único juicio de valor. Y así, suponiendo que alguna vez alcanzásemos un grado de objetividad lo suficientemente aceptable para poder juzgar a determinadas personas como indeseables o perjudiciales, ¿será que, de alguna forma, podríamos librarnos de ellas para poder vivir en un supuesto mundo feliz?
Para empezar, deberíamos plantearnos la siguiente pregunta: ¿estamos de verdad seguros de que, librándonos de estas personas, no volverían a aparecer al poco tiempo nuevas personas igual de indeseables que las anteriores? En realidad, sabemos muy bien que las características y el comportamiento de cada individuo están determinados por factores extrínsecos, como por ejemplo la educación o la instrucción recibidas, y por otros intrínsecos, como puede ser el propio acervo genético.
Parece claro que si mantenemos siempre los mismos factores extrínsecos, como por ejemplo una educación deplorable o una mala instrucción pública, continuaremos a crear personas estúpidas, brutas o malvadas. Y aunque pudiésemos libramos de algunas de ellas, rápidamente surgirían otras nuevas de idénticas características. Por el contrario, si nos decidiésemos a mejorar dichos factores posiblemente podríamos llegar a crear, no sin poco esfuerzo, un mundo y unas personas mucho mejores.
Pero, ¿y en relación a los factores intrínsecos? ¿Podríamos también mejorar nuestro acervo genético? ¿Podríamos librarnos quizás, aunque sólo sea, de una parte indeseable y perjudicial de nuestros genes? Pues bien, lo cierto es que al contrario de lo que ocurre con los factores extrínsecos, en esta materia podemos hacer más bien poco.
Hace poco más de un siglo surgieron diversas teorías, conocidas bajo el nombre de eugenesia (no confundir con la espantosa y racista doctrina del eugenismo), que partían del principio de que acabando con determinados genes, que se consideraban defectuosos, se acabaría también con la existencia, entre nosotros, de determinadas características y comportamientos indeseables.
Pero lo cierto es que esos genes y esos defectos no desaparecen. La mayoría de los caracteres de cada persona no son determinados por un único gen, sino que son el resultado de la suma e interacción simultánea de muchos genes. Y esos genes se combinan de forma diferente e impredecible en cada nuevo individuo y en cada nueva generación. Así, progenitores sin defectos pueden generar hijos con o sin defectos que a su vez pueden generar nietos con o sin defectos. Es decir, que en general vamos a encontrar exactamente los mismos genes en ambos tipos de personas.
La única forma de conseguir quizás algún cambio en nuestros genes, logrando combinaciones algo diferentes, sería sometiéndonos voluntariamente, durante varias generaciones, a un proceso de selección artificial. Este es un proceso que se utiliza con frecuencia en los animales domésticos y en el que, para conseguir fijar unas determinadas características, se aplica activamente el incesto y la endogamia a miembros seleccionados de una población. Su éxito depende así, entre otras cosas, de evitar que exista cualquier cruzamiento fortuito con el exterior.
Sin embargo, al margen de la evidente aberración que supondría aplicarnos este terrible proceso, lo cierto es que la selección artificial nos llevaría a una significativa degeneración en todos los aspectos, ya que este tipo de selección, en realidad, tiene precisamente como objetivo y como efecto reducir la diversidad genética. Y con una diversidad genética menguada nuestras posibilidades de supervivencia se verían seriamente afectadas.
Si es cierto, como se ha dicho, que la mayoría de caracteres son el resultado de la suma y de la interacción de muchos genes, en unas pocas ocasiones esto no es así. A veces una característica depende de un único gen, como sucede, por ejemplo, con determinadas enfermedades genéticas graves. En estos casos, excepcionalmente, la eugenesia sí tiene sentido. Resulta del todo deseable evitar que nazcan individuos con ese gen y con esa enfermedad. Y para ello es posible recurrir a métodos como el diagnóstico prenatal, una hipotética alteración del gen o, simplemente, una renuncia voluntaria a reproducirse, siendo precisamente éstos los únicos casos de eugenesia y de técnicas eugenésicas que tienen sentido y que se aceptan en la actualidad.
Aunque, para ser más exactos, la eugenesia también está implícita en otro mecanismo que forma parte de la evolución y del cual la mayoría de las veces no somos muy conscientes: la selección sexual. Al reproducirse, una persona trata de elegir una pareja que posea las mejores características genéticas, despreciando otras que considera de peor calidad. Por tanto, al elegir una pareja y no otra estamos seleccionando, de hecho, tal como en la eugenesia, los genes que queremos pasar a la siguiente generación. Y a pesar de que, como se ha dicho, esto no altere significativamente la composición genética de la nueva generación, lo cierto es que la selección sexual es un proceso que funciona a escala evolutiva y, como tal, podrá generar cambios significativos al cabo de un sinfín de generaciones.
En resumen, aunque podamos mejorar muchos de los males crónicos de nuestra sociedad cambiando los factores extrínsecos que modelan el comportamiento de las personas, lo cierto es que, por culpa de los genes y de su obstinada persistencia, tendremos que seguir soportando la presencia de todo tipo de personas indeseables en nuestra vida. Y ellas tendrán también que soportarnos a nosotros, aunque, claro, ellas lo tienen mucho más fácil, pues nosotros somos casi perfectos.
12/7/19
La lucha entre el buen salvaje y el científico loco
Todos nosotros leemos o escuchamos noticias a diario, pues nos gusta estar informados de todo cuanto ocurre a nuestro alrededor, especialmente de todo aquello que pueda de alguna forma afectar a nuestras vidas. Y al hacerlo mostramos nuestra preferencia por unos determinados medios de comunicación que, de forma más o menos consciente, seleccionamos porque consideramos que son más fiables o adecuados para que nos transmitan esas noticias que nos interesan o que simplemente consumimos.
Esta labor de analizar, comparar y finalmente seleccionar nuestras fuentes de información es algo que realmente tiene gran importancia para nosotros, pues ni todas las fuentes son iguales, ni tienen todas el mismo valor, ni merecen todas la misma confianza. Somos bien conscientes de que, con demasiada frecuencia, determinados medios de comunicación recogen noticias falsas, dan pábulo a rumores infundados, tergiversan torpemente los hechos o, simplemente, se inventan historias fantasiosas con inconfesables propósitos comerciales o de cualquier otro tipo.
Es por tanto evidente que todo tipo de verdades, de medias verdades, de falsedades o de simples mentiras crecen, se multiplican y se atropellan cada día tumultuosamente a nuestro alrededor. Y para sobrevivir en medio de esta vorágine, para llegar a vislumbrar al menos una parte de la verdad de las cosas, tenemos que aprender a lidiar con todas ellas. Para empezar, evaluando continuamente la veracidad de la información que nos llega y quién nos la transmite.
Así, no pasará mucho tiempo antes de que nos hagamos la siguiente pregunta: ¿en quién debemos confiar más, en una persona que nos dice siempre veinte verdades sobre cualquier tema o en una persona que nos dice tan solo cinco verdades?
Parece lógico que escojamos siempre la primera, que escojamos a quien nos proporciona una mayor cantidad de información y además conforme a la realidad de los hechos. Sin embargo, ¿qué ocurriría si la persona que nos dice veinte verdades nos dice siempre también, al mismo tiempo, veinte mentiras? ¿Y si la persona que nos dice sólo cinco verdades, en cambio, no nos dice nunca ninguna mentira? Si así fuese, ¿en quién deberíamos realmente confiar más? Parece ahora evidente que deberíamos confiar más en la segunda persona, pues no nos miente nunca, mientras que la primera nos miente la mitad de las veces.
Considerando la información que recibimos y cómo la recibimos, deberemos aceptar una máxima o principio básico. Deberemos aceptar que nuestro conocimiento no es la suma de la información que recibimos, sino que es el resultado de un simple cómputo matemático. Nuestro conocimiento es, en realidad, la suma de las verdades que adquirimos menos la suma de las mentiras que erróneamente aceptamos.
La suma de las informaciones verdaderas menos la suma de las informaciones falsas es la que nos da la auténtica medida de nuestro nivel de conocimiento. Es cierto que, de forma algo ingenua, podríamos pensar inicialmente que, para ser más sabios, nuestro mayor interés consiste en saber el mayor número posible de cosas, en tener un conjunto de informaciones lo más amplio y extenso posible, en convertirnos en un vasta enciclopedia de hechos y sucesos.
Pero esto no es así. No nos basta con tener mucha información. Nos interesa también, al mismo tiempo, que entre las informaciones que adquirimos y aceptamos como verdaderas haya el menor número posible de mentiras. Y sabiendo que existen pequeñas y grandes verdades tanto como pequeñas y grandes mentiras, concluiremos que tener más y mejor conocimiento consiste, en realidad, en adquirir un mayor número de grandes verdades y un menor número de grandes mentiras.
El cómputo entre verdades y mentiras nos permite, por ejemplo, comprender por qué vivimos en un mundo que tiene cada vez más conocimiento científico y técnico y, al mismo tiempo, paradójicamente, en un mundo que tiene cada vez peores condiciones de vida, al menos para la mayor parte de sus habitantes, o que se enfrenta a catástrofes ambientales y ecológicas de una gravedad extrema y sin precedentes.
Parece como si, en realidad, el mundo avanzase en sentido opuesto al que debería dictar el enorme progreso existente en el conocimiento científico. Pero esto no nos debe resultar extraño si recurrimos a nuestro cómputo de conocimiento. No cabe duda que nuestras sociedades modernas están desbordantes de nuevos y deslumbrantes descubrimientos, pero al mismo tiempo, por desgracia, están aún dominadas por enormes y terribles mentiras que se agarran a nuestro pensamiento y que, parasitándolo, nos impiden avanzar.
Víctimas, a nuestro pesar, de un enorme conjunto de ideas antiguas, desfasadas y, sobre todo, falsas, cada nuevo descubrimiento parece, en realidad, destinado únicamente a potenciar y aumentar los efectos de las ideas trasnochadas que dominan nuestras mentes. Cada nuevo avance se pone inevitablemente al servicio de las antiguas y grandes mentiras, sin ser nunca capaz de vencer o de escapar a su pesado lastre, siempre cada vez más pesado. Baste citar, como ejemplo paradigmático, la rapidez con que el descubrimiento de la física nuclear se aplicó en algo tan primitivo como la guerra y con consecuencias tan devastadoras para la propia humanidad.
Utilizando el cómputo de verdades y mentiras podemos también comprender fácilmente el mito del buen salvaje, el mito del individuo primitivo sin casi ningún conocimiento pero, al mismo tiempo, sin ningún rastro de maldad. El buen salvaje es, en realidad, un individuo ingenuo que conoce unas pocas verdades y ninguna mentira, ya que en ningún momento ha sido corrompido por nuestra sociedad. Así, a pesar de tener poca experiencia y un escaso volumen de información, el cómputo de su conocimiento es siempre enormemente positivo.
Y podemos igualmente comprender el mito del científico loco, el mito del individuo poseedor de un portentoso conocimiento y una erudición sin límites pero que, al mismo tiempo, se halla completamente dominado por la maldad, pues ha sido corrompido por las más grandes mentiras y vicios de nuestra sociedad. Así, a pesar de poseer un vasto y admirable volumen de información, el cómputo de conocimiento del científico loco es siempre tremendamente negativo.
Evidentemente, podemos rehuir del modelo simplista creado por estos dos ejemplos tan extremos. Podemos pensar, por ejemplo, en la existencia de un científico benévolo, guiado únicamente por la verdad, que se revela continua y corajosamente contra toda maldad, mentira o superstición propia de nuestra sociedad. Y podemos pensar también en que no sólo existen buenos salvajes, sino que también puede haber salvajes malvados o perversos, dominados por unas pocas pero abominables mentiras. En resumen, podemos concluir que, independientemente del mayor o menor volumen de información que posea una persona, el cómputo de sus ideas tanto puede ser, en cada caso, de signo positivo como negativo.
Sin embargo, si analizamos con detenimiento la realidad de nuestras sociedades modernas podemos concluir, no sin cierto pesar, que parecen caracterizarse por lo peor de los dos mitos, de estos dos extremos. Nuestras sociedades podrían quizás definirse como un bando de científicos locos y suicidas guiando tras de sí a una horda descerebrada de bárbaros salvajes.
No cabe duda de que el volumen de conocimiento de nuestra sociedad moderna es muy elevado, cada vez mayor. Pero al mismo tiempo, el cómputo, la relación entre la suma de las verdades y las mentiras, parecer ser terriblemente negativo.
10/6/19
La fábula de la sobreexplotación
Mucho más allá de las montañas, a una distancia no inferior a veinte vuelos de águila, treinta estampidas de bisonte o cien cantos de ruiseñor, existía una gran llanura en cuyo mismo centro se levantaba un viejo y frondoso bosque, el cual daba cobijo y sustento a un sinfín de pequeños animales que en él vivían placenteramente, viendo pasar los días con la mayor calma y serenidad, agradeciendo al sol del mediodía su calor, a los árboles cargados de hojas su delicada sombra, al rocío de la noche su vívido y renovado frescor y agradeciéndose igualmente, de unos para otros, la fortuna de la grata y recíproca compañía, no siempre exenta de sus pequeñas cuitas, zozobras y disputas.
Quisieron los vientos y las tormentas abrir en el mismo corazón del bosque un pequeño claro donde tenían a bien solazarse con la mayor asiduidad los más de sus habitantes. Allí acudían, de pecho hinchado, los siempre ufanos y presumidos petirrojos, allí enseñaban las arañas más viejas a tejer los delicados puntos de sus telas a aquellas otras más jóvenes y allí se reunían, a cada tarde, los bulliciosos grillos para entablar sus interminables, vehementes y monótonas conversaciones.
Para salvaguarda de los apremios de la sed, especialmente sofocante en las cálidas tardes del verano, hacía tiempo que en el claro del bosque se había horadado la tierra y se habían construido tres pozos de dulce y refrescante agua. Y para cuidar de ellos se había atribuido su guarda y propiedad a tres de los más antiguos y renombrados moradores del lugar: a una cigarra bien conocida por ser gran amiga del canto y de las artes, a una hormiga de todos admirada por su ejemplar laboriosidad y a una mantis a quien todo el mundo en el bosque respetaba, cuando no temía, y a quien nadie osaba bajo ningún concepto en nada contradecir.
Fue generosa la naturaleza llenando los pozos con agua abundante, aunque no sin ciertas limitaciones. Así, cada pozo conseguía acumular hasta tres litros de agua, aunque a cada año brotaba de su fondo un nuevo litro que venía a reponer con sobrado margen el agua consumida por los pequeños animales. Y con la venta de ese litro, cada uno de los propietarios podía recibir a cambio hasta cien monedas acuñadas en delicada piedra de aguamarina.
Aunque no solía ser así para la alegre y confiada cigarra, para quien ni el pozo ni el dinero fueron nunca una verdadera preocupación. Dedicada por entero a hacer más bella y placentera la vida de sus conciudadanos, entonando a diario sus melodiosas canciones o recitando al sol sus inspiradas odas y versos, la cigarra vendía a sus sedientos vecinos únicamente el agua que estos le pedían y las más de las veces se olvidaba incluso de cobrarles por razón de ello el debido peaje.
No ocurría así con la hormiga, que, envidiosa del talento y la admiración que la cigarra alcanzaba a cada día en el desempeño de sus artes, decidió compensar sus escasas dotes para las musas centrando sus preocupaciones en asuntos mucho más prosaicos y terrenales. Y así pensó en ganar una cierta fortuna dedicándose al comercio y a la venta de agua. Para ello, tras largas y cuidadosas consideraciones, decidió que lo mejor era emprender la tarea de explotar intensivamente el pozo que era de su propiedad.
Como bien sabía la hormiga, la explotación de un recurso permite obtener más dinero cuanto mayor sea la cantidad que fuere vendida. Y como aquello con que la tierra proveía al pozo era de un litro de agua cada año, la hormiga decidió vender la totalidad de ese litro para conseguir el máximo de beneficio. Con todo esto no le fue mal a la hormiga en su propósito y ya en ese mismo año vendió la totalidad de esa agua, ganando con ello cien monedas, dinero con que inició su pequeña fortuna.
Gran envidiosa de la riqueza que estaba alcanzando la hormiga, la mantis no hallaba forma de emular el éxito alcanzado por aquella, mirando con gran codicia las monedas por ella obtenidas y deseando en todo momento ganar muchas más. Aunque la mantis no poseía ciertamente la laboriosidad y el empeño propios de la hormiga, contaba sin embargo con una gran inteligencia y con una astucia sibilina. Y así, tras mucho rumiarlo, halló finalmente la solución para su secreto propósito, concluyendo que la mejor forma para conseguirlo era sobreexplotar su pozo.
Como muy bien sabía la mantis, aumentar la explotación de un recurso da más dinero, pero sobreexplotarlo da mucho más, a pesar de que con ello se acabe por llevar inevitablemente el negocio a la ruina. Así, poniendo en práctica su astuto plan, la mantis vendió ese año dos litros de agua de su pozo y con ello ganó doscientas monedas. Y al año siguiente vendió otros dos, ganando otro tanto, aunque con ello el pozo acabó por secarse definitivamente. Pero eso no le importó en absoluto a la mantis, que en ese momento disponía ya de cuatrocientas monedas en su nutrida arca.
Siguiendo su elaborado plan, al año siguiente la mantis compró a la hormiga su pozo por trescientas monedas, una oferta que la hormiga no pudo rechazar, pues dicha cantidad suponía nada menos que el trabajo y las ventas de tres años. Cerrado el negocio, con este pozo hizo la mantis otro tanto que con el suyo. Vendió dos litros a cada año hasta secarlo por completo y con ello ganó fácilmente otras cuatrocientas monedas.
No tardó al año siguiente en acudir a comprar el pozo a la cigarra, que, poco interesada por los negocios, se lo vendió por apenas cien monedas. Y tal como antes, en sólo dos años la mantis secó también este otro pozo ganado con ello una cantidad de dinero equivalente. Haciendo cuentas, la mantis poseía ahora una fortuna total de ochocientas monedas de aguamarina, más de lo que poseyó nunca ningún otro habitante del bosque. Y siendo la más rica del lugar, bien podía decirse que tenía ahora a todo el bosque y sus habitantes sometidos al dictado de sus más mínimos caprichos y voluntades.
Sin embargo, al año siguiente llegó la inevitable y esperada catástrofe, pues privados de toda agua de los pozos, ahora completamente secos, con la llegada del calor estival la mayoría de los animales del bosque acabaron por ir debilitándose, enfermando y muriendo lentamente de sed. Aunque, a decir verdad, la mantis no pasó en todo ese tiempo ni sed ni hambre alguna, pues uno a uno se los fue comiendo a todos ellos a medida que desfallecían. Y entre sus primeros y más deliciosos ágapes se hallaron, claro está, la cigarra y la hormiga.
Llegado el final del estío, con todos los animales muertos y habiendo acabado ya su copioso y opíparo banquete, la mantis decidió marcharse del bosque llevando consigo toda su enorme fortuna. Y con ella no tardó en encontrar lugar y asiento en otros bosques vecinos, dedicándose siempre al exitoso y respetable negocio de la sobreexplotación de recursos. Con ello, a cada año que pasaba, la mantis prosperó y se enriqueció aún más, dejando por toda la región un enorme y creciente rastro de muerte y destrucción, siempre para mayor gloria de los elevados y nobles ideales del capitalismo.
Siendo nosotros conocedores del trágico destino sufrido por los desdichados animales del bosque, tengamos por bien aprender la diferencia existente entre el uso, la explotación y la sobreexplotación de un recurso natural. Pues fijando nuestro interés únicamente en el beneficio que de él podamos extraer, corremos el riesgo de caer en el vicio de la explotación, tal como hizo la hormiga, lo que nos llevará al mismo borde de la desgracia.
Pero si además olvidamos todo lo demás y nos abandonamos a los más fríos dictados del dinero, siguiendo vilmente las normas del capitalismo, tal como hizo la mantis, caeremos en la tragedia de la sobreexplotación e, inevitablemente, nos veremos abocados a la más terrible y mortal de las catástrofes. Pues no debemos olvidar nunca que la sobreexplotación es siempre rentable, la más rentable de las opciones… hasta llegar al momento mismo del colapso final.
23/5/19
Sobrevivir luchando con, contra o para la naturaleza
Todos experimentamos a lo largo de nuestra vida relaciones complejas que son guiadas, alternadamente, por sentimientos aparentemente tan contradictorios como el amor, el odio o la indiferencia. Así por ejemplo, sabemos que una persona muy glotona, amante incondicional de la comida, en un principio disfrutará zampándose cualquier tipo de alimento que caiga en sus manos. Sin embargo, más tarde, ante los inevitables síntomas del empacho, podrá pasar de repente a odiar todo tipo de comida, no soportando ver ante sí ningún atisbo de alimento. Finalmente, escarmentada quizás por sus excesos, esa misma persona podrá pasar a comer con moderación o incluso a mostrarse completamente indiferente ante cualquier tipo de alimento, por muy tentador que sea.
Así, dicha persona habrá pasado sucesivamente por el amor, el odio y la indiferencia ante la comida. Pero la verdad es que siempre, en todo momento, ha necesitado y necesitará alimentarse, pues la comida es imprescindible para conservar la vida y todos los procesos biológicos del organismo. Lo único que en realidad ha cambiado, creando para él toda una serie de problemas y dificultades, ha sido su actitud ante ella.
Pues bien, esto mismo es lo que nos ocurre con la naturaleza. Todos necesitamos a la naturaleza para sobrevivir, pues sólo ella es capaz de mantener con vida a todos y cada uno de los seres vivos existentes, incluidos nosotros, los seres humanos. Sin embargo nuestra actitud hacia la naturaleza ha ido cambiando a lo largo del tiempo, especialmente en los últimos milenios, alternando entre el amor, el odio o la indiferencia. Y todo ello como consecuencia, una vez más, de nuestros vicios y excesos, de nuestra inagotable avaricia y glotonería.
En un primer momento, durante el periodo paleolítico, el hombre vivía plenamente integrado en la naturaleza, tal como cualquier otro ser vivo. Todo cuanto el hombre necesitaba se lo daba la naturaleza. Y todo aquello que afectaba a la naturaleza le afectaba a él, pues el hombre compartía con ella un único destino. Su mundo era la propia naturaleza. Así pues, el hombre vivía y sobrevivía luchando junto con la naturaleza.
Sin embargo, llegado el período neolítico, el hombre comenzó a desarrollar su particular talento y a crear novedosos hábitos culturales con el fin de mejorar sus siempre precarias condiciones de vida. Empezó de esta forma a desarrollar la agricultura y la ganadería con el fin de facilitar, mejorar y aumentar su alimentación, sorteando así, a partir de ese momento, los impredecibles periodos de escasez de alimento a los que ocasionalmente le sometía la naturaleza. Comenzó por tanto a transformar la tierra que le rodeaba creando campos para el cultivo de sus plantas y pastos para la cría de sus animales domésticos. El ser humano empezó, de esta forma, a crear un pequeño mundo artificial a su alrededor.
No obstante, este pequeño mundo artificial entró inmediatamente en conflicto con el mundo natural en cuyo seno se encontraba. Los animales salvajes no tardaron en entrar en los pastos y en los cultivos para alimentarse tanto de los vegetales como de los animales que con tanto esfuerzo cuidaban y criaban los hombres. De igual forma, todo tipo de plantas silvestres invadieron ese mundo artificial dificultando o malogrando buena parte los laboriosos esfuerzos del hombre. Los animales salvajes eran el enemigo y había que matarlos o librarse de ellos. E igualmente, las plantas silvestres debían ser segadas, taladas o quemadas en todo el perímetro envolvente.
Tampoco los fenómenos naturales se compadecían del pequeño mundo artificial creado por el hombre. Las lluvias intensas, que con tanta facilidad acogía la vegetación natural, provocaban enormes destrozos en los cultivos. Unas pérdidas semejantes a aquellas que, por el contrario, producía también la ausencia de lluvia y los largos periodos de sequía. Era por tanto necesario transformar física y materialmente la propia naturaleza envolvente. Era necesario, por ejemplo, desviar el agua de los ríos hacia los cultivos o levantar muros y diques para luchar contra las inundaciones.
A pesar de todas estas tremendas dificultades, el hombre del neolítico consiguió prosperar. Pero ahora sentía miedo, angustia y, sobretodo, odio hacia la naturaleza. Y es que, en cualquier momento, la naturaleza podía diezmar o arruinar todo su pequeño mundo artificial. En cualquier momento podía condenar al hambre o a la muerte a toda su población, ahora cada vez más numerosa y difícil de mantener. La naturaleza era el enemigo y era preciso aislarse y defenderse contra ella. Así, el hombre pasó a vivir y sobrevivir luchando contra la naturaleza.
Sin embargo, en la actualidad el pequeño mundo artificial creado por el hombre ha crecido de forma inimaginable y ha pasado a convertirse en el gran mundo. Las tierras ocupadas y transformadas por el hombre, cuya población no ha dejado nunca de crecer, acaparan hoy en día la mayor parte de los territorios fértiles de todo el planeta. El mundo artificial se ha extendido hasta tal punto que, en la actualidad, amenaza la propia existencia del mundo natural que constituye su base y su sustento. Porque en realidad el mundo artificial nunca ha estado fuera del mundo natural. El mundo artificial nunca ha dejado realmente de depender por completo de la naturaleza y de necesitar de ella a cada momento para sobrevivir.
Si es verdad que, en un principio, luchar contra la naturaleza podía tener algún sentido dentro de los límites de ese mundo artificial que se intentaba construir, esa misma lucha resultaba entonces y resulta hoy por completo absurda, incluso suicida, más allá de los límites de ese mundo y, sobre todo, más allá del alcance material de lo que la naturaleza buenamente puede aguantar, aportar o sustentar. Así, debido a la creciente y masiva destrucción de la naturaleza, nuestro gran mundo artificial, tan industrial e hiperenergético, tan orgulloso, prepotente y ensimismado, se está quedando actualmente sin la base física y material que constituye su propio sustento.
Ante una naturaleza cada vez más degradada y agonizante, nuestro mundo artificial declina ya sin remedio. Y esto a pesar de que continuamos apostando, con furioso e incontenible empeño, en una ciega e imperiosa huida hacia delante. Sin embargo, cada vez resulta más difícil de negar que las bases de nuestro mundo artificial se tambalean y que nos enfrentamos a catástrofes cada vez más frecuentes. La amenaza se extiende incluso al futuro de nuestras grandes cosechas, abriendo el paso, sobre todo en los países dominados y más pobres, al fantasma del hambre, la miseria y las enfermedades.
Ante este sombrío panorama, el hombre actual empieza a darse cuenta de que para sobrevivir es necesario luchar para salvaguardar la naturaleza. Se da cuenta por fin, de forma inevitable, de que sólo puede vivir y sobrevivir luchando para la naturaleza.
En efecto, el hombre siempre ha necesitado a la naturaleza para vivir, pero a lo largo del tiempo se ha relacionado con ella de formas diferentes: primero luchando junto con ella, más tarde luchando contra ella y finalmente, cada vez más, luchando para ella, luchando a su favor. Porque luchar por la naturaleza es al mismo tiempo luchar por nuestra propia supervivencia. Y la necesidad de esta lucha parece más urgente y apremiante a cada día que pasa.
19/2/19
La desbordante dimensión del poder
Las muñecas rusas o matrioshkas son una serie de figuras huecas de madera, de tamaño progresivamente creciente, en las que cada figura puede introducirse en el interior de aquella otra que es inmediatamente mayor. Las muñecas pueden ir así encajándose sucesivamente unas dentro de otras, ganando cada vez más en tamaño, hasta conseguir al final aquello que en apariencia es una única gran muñeca. Pero, en realidad, ésta no es otra cosa que un conjunto de varias muñecas reivindicando un mismo y único espacio desde la pluralidad de sus diferentes dimensiones.
De igual forma que las muñecas rusas, también los diferentes poderes públicos existentes en una sociedad, tales como el poder local, el poder regional o el poder estatal, teniendo diferentes y progresivos tamaños, consiguen ir encajando sucesivamente unos dentro de otros. Y tal como las muñecas, todos ellos tratan de reivindicar y de ejercer su poder en un mismo y único espacio desde la pluralidad de sus diferentes dimensiones.
Sabemos que todo poder, cualquiera que sea su tamaño o dimensión, es capaz de degradarse y corromperse, especialmente en el seno de una sociedad decadente e ideológicamente a la deriva. Y también que la única solución para evitarlo es tener en todo momento una sociedad fuertemente instruida e ideologizada, inmune a la corrupción y decidida a defender esforzadamente su libertad.
Pero, de igual forma, para evitar esa deriva y esa corrupción puede ser de gran ayuda tener un poder público dividido en varios niveles y que funcionen de forma simultánea. Ayudará tener al mismo tiempo un poder local, un poder regional y un poder estatal que mantengan un equilibrio constante entre ellos, interactuando y vigilándose mutuamente, reforzándose para tratar de impedir que aflore en cualquiera de ellos la corrupción, la decadencia o el dominio de uno sobre otro.
Se podrá conseguir así un equilibrio que pueda evitar la aparición de centralismos estatales, de nacionalismos regionales o de caciquismos locales, o también de abusos y discriminaciones entre diferentes regiones o localidades. Aunque deberá tenerse en cuenta que, ante todo, la primera y primordial función de los diferentes poderes deberá ser siempre cooperar para crear y arraigar en la sociedad una fuerte ideología en defensa del bien público y de la libertad.
Teniendo todo esto en cuenta, ¿cuál debería ser entonces la medida y la extensión adecuada de cada uno de estos poderes? ¿Y de qué forma deberían encajar unos dentro de otros para conseguir una única, múltiple y armoniosa matrioshka?
Un buen punto de partida para abordar este problema sería adoptar, en primer lugar, el principio de autosuficiencia. Debería residir en el poder local todo aquello que una comunidad local sea capaz de resolver por sí misma. Y en el poder regional únicamente aquello que el poder local no consiga asegurar. Siguiendo la misma lógica, el poder estatal únicamente debería ocuparse de aquello que estuviese por encima de las posibilidades del poder regional. El principio de autosuficiencia es por tanto un principio de tipo centrífugo, que otorga siempre preponderancia a los poderes periféricos y de menor dimensión. Sin embargo, sobre él deberemos aplicar luego otros principios contrarios, de tipo centrípeto, que otorgan preponderancia a los poderes centrales y de mayor dimensión.
Uno de ellos sería el principio de economía institucional, según el cual no debería replicarse o multiplicarse en un poder inferior aquello que se ejecuta de forma más fácil, eficiente y económica en un poder superior. Está claro que mantener instituciones de carácter complejo y especializado, como puede ser por ejemplo una universidad o un hospital, supondrá siempre un enorme esfuerzo a nivel local, pero supondrá mucho menor esfuerzo a nivel regional y aún menos a nivel nacional.
Otro principio es el de integración. La eliminación de fronteras, cualquiera que sea la razón primordial a que éstas obedezcan, favorece la comunicación, el intercambio, la ayuda, la cooperación, la libertad y la paz. Así, dentro siempre de la más exigente defensa de la justicia y la igualdad, deberán crearse unidades y niveles de poder lo más grandes y extensos posibles. Y en ese proceso de integración cualquier particularidad o diferencia no fundamentada debería ser generosamente dejada atrás.
No menos importante es el principio de adaptación al medio. La propia dimensión del medio físico y de los recursos naturales es la que determina la dimensión del poder que deberá hacerse cargo de todo lo que se relaciona con ellos. Una cuenca fluvial, por ejemplo, deberá estar bajo la jurisdicción de un nivel de poder que englobe la totalidad de la extensión física de este recurso natural, pues de otra forma cualquier intento de gobierno o de gestión de ella resultaría completamente inútil e ineficaz.
Utilizando estos y otros principios, podría esbozarse un sistema político en que, por encima del poder local autosuficiente, se estableciese un poder regional que asegurase, por ejemplo, la existencia de universidades, de hospitales, de tribunales, la ejecución de las leyes o la elaboración de reglamentos. Y por encima de él, un poder estatal que asegurase, por ejemplo, le existencia de una red de universidades y hospitales, los tribunales superiores, las policías, la función legislativa o la protección de los recursos naturales.
Pero a ellos fácilmente podríamos añadir aún otro poder de un nivel superior, un poder de dimensión interestatal o continental. Este nivel de poder, gracias a su mayor extensión, sería el más adecuado para asegurar, por ejemplo, la creación de una red armoniosa de políticas que defendiese la preservación de la naturaleza y sus ecosistemas, los derechos sociales fundamentales, la defensa o la paz.
Sin embargo, cada vez resulta más evidente la urgente necesidad de que exista un poder o una gobernanza aún mucho mayor, de nivel mundial. El mundo se enfrenta actualmente a terribles problemas ambientales, como por ejemplo la degradación de la capa de ozono, el calentamiento global, la contaminación de mares y océanos o la pérdida de biodiversidad. Todos estos problemas afectan al planeta entero como a un todo y, por tanto, sólo pueden resolverse a la misma escala, con un gobierno de dimensión mundial. Cualquier poder de escala inferior sería completamente incapaz de resolverlos y de asegurar por tanto la supervivencia, hoy tan gravemente amenazada, de sus ciudadanos.
Está claro que para superar esta terrible situación, en la cual unos países comprometen y amenazan la vida en todos los otros, es imperativo llegar a construir un gobierno mundial cuya compleja composición y articulación, más allá de los modestos tratados y convenios internacionales actualmente existentes, nunca ha sido realmente formulada, ideada o reglamentada. Sin embargo, no podemos olvidar que existirá entonces otro peligro. Debe alertarse de que este hipotético y complejo gobierno mundial, si no se toman en todo momento las medidas más correctas y adecuadas, podría eventualmente derivar hacia un poder tiránico absoluto de unas dimensiones nunca antes vistas ni imaginadas.
21/1/19
La poliédrica dimensión del poder
Aparentemente existe siempre una dimensión adecuada para todas las cosas. ¿Podría acaso existir un elefante muy pequeño, de tamaño ínfimo y microscópico? ¿O una pulga enorme, de dimensiones descomunales y hercúleas? ¿Tendrían acaso algún sentido animales de semejantes proporciones? Lo cierto es que sólo cuando la grandeza y la pequeñez, en su eterna e imperecedera lucha, alcanzan un satisfactorio equilibrio es cuando las cosas obtienen sus dimensiones perfectas, dando siempre lugar, por ejemplo, a un elefante grande o a una pulga pequeña.
Considerando la existencia de este constante equilibrio entre lo grande y lo pequeño, ¿existirá también una dimensión perfecta para las estructuras de poder que gobiernan o deben gobernar una sociedad? ¿Será más perfecto, por ejemplo, un poder de pequeña dimensión, como el poder local, que otro de una dimensión mayor, como el poder regional o estatal? Y si uno de ellos es más perfecto, ¿cuál deberá ser su dimensión exacta?
El debate sobre la adecuada dimensión del poder no es nada nuevo. En términos históricos, ya estuvo presente, por ejemplo, en el mismo inicio de la ideología socialista, cuando las dos principales corrientes, la comunista y la anarquista, se enfrentaron entre sí. Aunque ambas tenían un mismo objetivo, es decir, conseguir una sociedad basada en la igualdad y la justicia, las dos diferían precisamente en cuanto a la dimensión del poder político que debía guiar el cambio hacia esa sociedad mejor. Así, los comunistas pretendían conquistar el poder estatal existente para, desde él, poder deshacer todas las injusticias, dejando luego que ese mismo poder estatal se disolviese paulatinamente. Por el contrario, los anarquistas no aceptaban la existencia de ningún poder de dimensión estatal, ni siquiera de forma temporal. Sólo admitían, desde el principio, la existencia y el protagonismo absoluto de un poder de dimensión local.
Está claro que cuando no existe un poder público sólido, cuando hay un vacío de poder, la sociedad queda expuesta a la posibilidad de un ataque externo o interno. Esa sociedad podrá ser fácilmente conquistada y el poder rápidamente usurpado, acabando por instalarse, con toda probabilidad, una tiranía que utilice todo el poder para beneficio de una nueva y recién llegada minoría opresora.
Por el contrario, con la existencia de un poder público sólido, la sociedad se encuentra mucho mejor protegida contra los ataques. No obstante, en este caso aparecerá lógicamente un nuevo y quizás más alarmante peligro. Existirá el riesgo de que ese poder público, inicialmente defensor del bien común, acabe con el tiempo por corromperse y convertirse en un poder despótico al servicio únicamente de sí mismo y de una minoría opresora. El resultado podrá será, por tanto, igualmente, la aparición de una nueva tiranía.
Así, tanto si el detentor el poder proviene de un ataque o de un proceso político interno, el peligro de que una sociedad caiga víctima de la tiranía siempre existe. Podemos decir, no obstante, que tras un ataque la tiranía suele ser inmediata, mientras que cuando se origina a partir de la corrupción su aparición suele ser gradual, como una amenaza que va creciendo y extendiéndose lentamente, día a día.
Partiendo así del principio de que siempre parece una mejor opción disponer de un poder público sólido, podemos preguntarnos entonces cuál será la dimensión ideal de ese poder, especialmente de forma a evitar que pueda llegar a corromperse con facilidad. ¿Será más resistente a la corrupción, por ejemplo, un poder de dimensión local o quizás un poder mayor, de dimensión regional o estatal?
En una sociedad sumida en la decadencia, parece claro que un poder de dimensión estatal fácilmente podrá tender a convertirse en un estado autoritario, adoptando una lógica centralista en relación a cualquier otro posible poder existente, ya sea regional o local. Por su parte, un poder local también podrá fácilmente degradarse y caer en el caciquismo, adoptando frente a otros poderes una lógica autárquica y aislacionista. Y lo mismo podemos decir sobre el poder regional, que podrá caer en el nacionalismo, combinando una lógica centralista frente al poder local y secesionista frente al poder estatal.
Básicamente debemos aceptar que, en una sociedad decadente, el poder, cualesquiera que sean sus formas y dimensiones, siempre podrá fácilmente llegar a corromperse. Y en la mayoría de los casos, ese poder decadente se manifestará frente a los otros poderes adoptando las formas habituales de centralismo, de secesionismo o de aislacionismo.
Así, en una sociedad a la deriva, tanto el camino proyectado inicialmente por los comunistas como por los anarquistas estaría irremediablemente abocado al fracaso. Si el poder estatal, conquistado por los comunistas, se prolongase indefinidamente en el tiempo se daría oportunidad a que surgiese, tarde o temprano, una nueva élite privilegiada y una nueva forma de tiranía bajo la forma de un estado totalitario y centralista. Por su parte, nada impediría tampoco que el poder local, defendido por los anarquistas, pasado cierto tiempo, se degradase y cayese en el más puro caciquismo, dando lugar a una asfixiante y totalitaria tiranía que intentaría deshacerse rápidamente del contrapeso de cualquier nivel superior de poder.
En resumen, ninguna dimensión del poder parece ser capaz de evitar mejor que otra la aparición de la tiranía o la progresiva deriva hacia un poder tiránico. Ninguna permite asegurar mejor que otra el afianzamiento de una sociedad más justa y más libre. Por otra parte, considerando su escala, no parece existir una dimensión máxima del poder lo suficientemente grande para evitar un asalto desde el exterior, ni una dimensión mínima lo suficientemente pequeña para evitar una usurpación desde el interior.
En realidad, la única solución posible para este problema consiste en mantener en todo momento una sociedad fuertemente instruida e ideologizada, inmune a la deriva de la corrupción, decidida en todo momento a mantener esforzadamente su rumbo, capaz de luchar sin descanso contra cualquier amenaza exterior o interior que pueda poner en peligro su libertad. Y esto independientemente de la dimensión del poder existente.
La única solución posible es, en otras palabras, entrar en una nueva dimensión del poder, pero no en una dimensión de orden física sino en una nueva, superior y esperanzadora dimensión de orden intelectual.
29/11/18
Financie la esclavitud mientras hace las compras
El mar está lleno de peces de todos los tamaños, unos más grandes y otros más pequeños. Y comúnmente se acepta que entre ellos sólo rige una única e invariable norma: la ley de que el pez grande se come al pequeño. Esto significa, en resumen, que el pez grande se come a uno pequeño, que se come a su vez a otro aún más pequeño, que se come a su vez a otro aún menor, y así sucesivamente. Así, en virtud de esta simple ley, el mar se convierte en un mundo idílico, en perfecta armonía, donde unos comen y otros se dejan comer.
Sin embargo, en algunos mares más profundos y escondidos estalla a veces la rebelión. En ellos, los peces pequeños deciden no dejarse comer y se unen valerosamente para defenderse contra los peces más grandes. En ocasiones, incluso llegan a convencer a otros peces algo más grandes a unirse a ellos y luchar juntos contra los peces mayores, aquellos que, según el orden social establecido, se los comen a todos. El caos y el desorden se apoderan así, sin remedio, de estos ocultos y procelosos mares.
Podemos decir que en las sociedades humanas ocurre poco más o menos lo mismo que sucede en el mar. Las personas más ricas y poderosas se enriquecen y ganan poder a costa de las que tienen menos. Y entre éstas, las mejor situadas abusan de las que son más pobres, que a su vez abusan de las que son aún más pobres. Es decir, el pez grande se come al pequeño, que se come a otro más pequeño, y así por delante. Y este recatado y admirable modelo social llega a la más exquisita perfección en las florecientes sociedades capitalistas, donde todos viven felices, unos robando y explotando y otros dejándose robar y explotar.
Podemos preguntarnos si en las sociedades humanas no existirán también regiones remotas y desconocidas donde las personas más pobres se rebelen y luchen contra su explotación. Ciertamente existen. Pero por lo general el caos dura poco tiempo y el orden social es luego rápidamente reestablecido. Los ricos acaban otra vez más ricos y los pobres más pobres, llegando algunos de ellos, los más miserables, a convertirse incluso en esclavos. Y es que con la continua negación de derechos y libertades, con su ataque a la dignidad de las personas, el capitalismo empuja inevitablemente a los más pobres a vivir sumidos en la esclavitud.
Podemos entender por qué los esclavos no suelen rebelarse contra los más ricos, pues no suelen tener las más mínimas condiciones materiales para hacerlo. Ni siquiera las fuerzas anímicas necesarias para emprender lo que es, casi siempre, poco menos que un suicidio. Pero ¿por qué las personas menos pobres no se unen a ellos para luchar juntos contra los más ricos? ¿No derrotarían fácilmente, de esta forma, a sus comunes opresores? Pues bien, seguramente sí.
Pero lo que suele ocurrir es que los peces medianos, en vez de volverse contra los más grandes, intentan compensar su desgracia atacando con más fuerza a los más pequeños. En vez atacar a quien se los come, deciden atacar, con mayor empeño y fiereza, a aquellos que pueden comerse. Y es lógico que así sea, porque los peces pequeños están completamente indefensos, mientras que los grandes suelen estar fuertemente armados. Pero también porque los peces grandes hacen lo posible para convencerles, o incluso obligarles, a actuar de esta forma.
Es tristemente frecuente ver como el capitalismo alienta entre las clases medias un consumismo que, llenando sus vidas de cosas inútiles, las lleva a hacerse creer que son más ricas, más opulentas, como peces más grandes. De igual forma, los sueños e ideales que alienta entre estas mismas clases no son ciertamente de justicia o de fraternidad universal, sino de riqueza fácil, rápida y deslumbrante. Es el sueño de volverse más rico a costa de crear muchos más pobres, pobres a los que inevitablemente siempre se debe odiar y despreciar.
Pero quizás el mecanismo más admirable creado por el capitalismo es aquel que permite que las personas pertenecientes a las clases sociales más bajas financien la esclavitud mientras realizan sus habituales compras semanales. Y eso a pesar de que esas mismas personas están a veces a sólo un paso de convertirse, a su vez, en míseros esclavos.
El mecanismo es en realidad bastante sencillo. Gracias a la creciente globalización, a la creciente falta de regulación del trabajo y del comercio, los ricos no dudan en utilizar una gran cantidad de esclavos, generalmente en países más pobres, con el fin de producir bienes que son puestos luego a la venta en países más ricos. Y evidentemente el precio de venta de estos productos resulta mucho más bajo que el de cualquier otro producto que pueda haber sido creado bajo unas condiciones laborales dignas.
Por otra parte, debido a esa misma globalización, las personas más pobres que realizan sus compras en los países ricos reciben salarios que son cada vez más bajos. Y como es evidente, no pueden permitirse comprar productos caros. Por el contrario, esas personas se ven obligadas a adquirir los productos que son más baratos, es decir, precisamente aquellos que son creados mediante mano de obra esclava.
Así, comprando estos productos, las personas pobres acaban por financiar la esclavitud. Sin pretenderlo, sus compras semanales acaban inevitablemente por enriquecer y engordar a los productores y comerciantes esclavistas, que ven así aumentar exponencialmente sus beneficios. Y además, contra más bajos y miserables se vuelvan los salarios de estos compradores, más bajo será el precio de los productos que compren y, de esta forma, más lucrativa y floreciente será la esclavitud, más esclavos habrá en el mundo. Y por si fuera poco, pasado cierto tiempo los propios compradores se convertirán a su vez en esclavos, momento en que la siguiente clase social, algo menos pobre, ocupará su lugar.
Gracias a este admirable y portentoso mecanismo, entre muchos otros semejantes, resulta casi inevitable que los vastos mares del capitalismo acaben siempre dominados por unos pocos peces, grandes, gordos e insaciables. Unos peces que se alimentan glotonamente, día y noche, de otros muchos peces cada vez más pequeños, cada vez más indefensos y cada vez más sumisos al orden social establecido. Pero pensemos bien en lo siguiente: un pez grande y gordo ¿no es más fácil de pescar?
12/11/18
La ideología, más arriba a la izquierda
El gazpacho es un plato típico del sur de España que resulta particularmente apreciado durante los meses más cálidos del verano. Consiste en un caldo que se sirve frío y que se elabora a partir de diversos vegetales triturados. Existe, desde luego, una gran variedad de formas de preparar el gazpacho. Pero lo más sorprendente es que su receta ha ido cambiando enormemente a lo largo del tiempo y de diferentes épocas. Si en un principio, hace siglos, el gazpacho se preparaba básicamente con migas de pan, aceite, vinagre y ajo, con la llegada de las nuevas hortalizas provenientes de América y de Asia pasó a incorporar ingredientes ahora tan esenciales como el tomate, el pepino o el pimiento.
Así, la idea de lo que es el gazpacho –o, si se prefiere, la ideología culinaria inherente a su preparación– ha ido evolucionando y perfeccionándose con el tiempo, permitiendo a este famoso plato llegar a ser lo que es hoy.
Precisamente este mismo aspecto de evolución y de perfeccionamiento es de enorme importancia cuando hablamos de ideologías. Al buscar la definición de lo que es una ideología, nos encontraremos en general con dos posiciones enfrentadas, dos visiones antagónicas que difieren exactamente en el reconocimiento o no de la capacidad de las ideologías para cambiar y evolucionar.
Para algunos, una ideología no es más que un conjunto de ideas, una especie de ideario de carácter fijo e inmutable, cuya función consiste únicamente en definir y cohesionar a un determinado grupo social. Así, funcionando como un sistema totémico de ideas, la ideología tiene una naturaleza dogmática y es de obligada obediencia por parte de todos los miembros del grupo. Cualquier persona que se aleje de ella es expulsada. Y, de igual forma, cualquiera que desee entrar en el grupo deberá adoptarla por completo, renunciando a sus ideas previas.
Sin embargo, para otros esta definición de ideología es totalmente abusiva y reduccionista, contraria al ejercicio de las ideas y de la filosofía, es decir, contraria a aquello que es la esencia misma de las auténticas ideologías. Una verdadera ideología es también un conjunto de ideas, pero es un conjunto de ideas de carácter cambiante y perfeccionista, en continua evolución, que se organiza necesariamente en una estructura formal sólida y coherente. Su función es elevar a todo el conjunto de la sociedad, no sólo a un grupo, hacia un nuevo nivel de conocimiento y de ética que intenta construir. Y si en ocasiones una ideología coincide con un determinado grupo social, principalmente al inicio de su andadura, ésta no sirve necesariamente para cohesionar a sus miembros ni pretende nunca exigirles una sumisión intelectual.
En la filosofía todas las ideas nacen, se oponen, se contrastan, se apoyan, se diluyen, se reencuentran, van dialogando entre sí, determinando su validez, para luego servir de base a otras ideas de orden superior. La filosofía política sigue también este mismo proceso y, ante una determinada realidad social o histórica, debe utilizar las ideas existentes para construir una o varias ideologías. Pero a medida que las ideas evolucionan, así también las ideologías deben progresar, morir, divergir o unirse entre sí para alumbrar otras nuevas.
Toda verdadera ideología, toda construcción filosófica de ideas, tiene por tanto un propósito de progreso, de cambio, de desarrollo. Y este desarrollo, en su vertiente política y social, es lo que ha venido a llamarse históricamente como la izquierda.
Toda verdadera ideología es por tanto, nominalmente, una ideología de izquierda. Y entre los diferentes tipos existentes podemos distinguir, por ejemplo, las ideologías progresistas, defensoras de una transformación lenta y gradual de la sociedad, o las ideologías revolucionarias, comprometidas con un cambio social inmediato y rupturista. De estos tipos deberemos excluir, claro está, todas las falsas izquierdas con sus falsas ideologías.
Pero muchas veces oímos hablar también de ideologías de derecha, lo que es ciertamente una utilización abusiva del término. Lo que conocemos históricamente como la derecha se caracteriza por oponerse expresamente a cualquier discusión y desarrollo de las ideas, aunque éstas inevitablemente acaben siempre por forzar con el tiempo una cierta deriva.
En el campo de la derecha, cualquier idea o incluso cualquier realidad deberá doblegarse, y si es necesario deformarse, para caber dentro de la estructura axiomática previamente concebida. Las mal denominadas ideologías de derecha, en realidad simples idearios, se corresponden claramente con aquella visión reduccionista que iguala la ideología a un conjunto de dogmas destinados a crear la cohesión social de un determinado grupo.
Los dogmas de la derecha nacen muchas veces de forma natural a partir de la ignorancia, de la incapacidad filosófica para concebir o desarrollar ideas. Pero también nacen premeditadamente como una forma de dominación: su imposición, directa o indirecta, impide el avance de las ideas y obliga a la sociedad a permanecer para siempre en el más puro inmovilismo. Así, cuando los dogmas tienen esta función de fijar el orden social existente, impidiendo que sea destruido por el progreso y por las verdaderas ideologías, suele hablarse de ideologías conservadoras. Y cuando los dogmas pretenden hacer retroceder a la sociedad en el progreso alcanzado, revertirla hacia una situación anterior para reconquistar un orden social perdido, suele hablarse de ideologías reaccionarias.
La derecha sólo genera falsas ideologías, simples idearios de carácter inamovible. Con sus burdos axiomas, con sus ideas deformes y atormentadas, sólo pretende excavar catacumbas cada vez más hondas a las que nunca pueda llegar la luz del progreso. Y en ellas forja las cadenas con las que condena a la sociedad a sufrir una esclavitud que se perpetúa eternamente, dentro de un orden social asfixiante e imperecedero.
Si a usted le gusta el gazpacho, si usted ama el conocimiento, la filosofía y la libertad, si usted busca una auténtica ideología, no tenga dudas de donde podrá encontrarla: allí, más arriba, a la izquierda.
27/2/15
Las múltiples formas de la mentira.
Karl Friedrich Hieronymus, barón de Münchhausen, fue un militar y aventurero del siglo XVIII que quedó conocido para el mundo como uno de los más fabulosos e imaginativos mentirosos de toda la historia. Aunque para ser justos, debemos decir que buena parte de esa mala fama se debe a las obras literarias que, con todo tipo de exageraciones, se escribieron posteriormente narrando sus aventuras.
Entre las increíbles aventuras atribuidas así al barón de Münchhausen se cuenta volar sobre una bala de cañón de un lado a otro del campo de batalla, viajar hasta la Luna trepando por el tallo de un guisante o llevado por el viento, evitar morir ahogado en un pantano tirando con la mano de su propia coleta, pernoctar en un pueblo sepultado cada noche por la nieve hasta lo alto del campanario, visitar la morada de Vulcano en el interior del volcán Etna, o cabalgar sobre un caballo al cual le habían cortado la mitad posterior del cuerpo, que luego encontró y cosió a la parte anterior.
En nuestros días cualquier persona, incluso la más ingenua, entendería fácilmente que todas estas historias son completamente falsas, nada más que simples y fantasiosas mentiras. Sin embargo, ¿estaremos cualquiera de nosotros en condiciones de afirmar que nunca hemos sido engañados por una historia de apariencia mucho más verosímil pero, en realidad, igualmente falsa? ¿O que nunca hemos contado entonces esa misma historia a otra persona pensando que con ello transmitíamos una información veraz? ¿No habremos, por tanto, mentido también nosotros mismos muchas veces como consecuencia de haber caído en las insidiosas y sutiles redes de la mentira?
Se suele bromear diciendo que existen tres tipos de mentiras: las mentiras, las medias verdades y las estadísticas. Pero en realidad existen muchos más. Muchas mentiras las practicamos inconscientemente, sin darnos cuenta. De otras somos incapaces de escapar, por mucho que nos esforcemos. Y otras, para nuestra desgracia, se convierten a veces en nuestra propia forma de vida. De entre todos estos tipos de mentiras existentes podemos ciertamente destacar algunos.
Existe la mentira intencionada, sin duda la más genuina de todas las mentiras, que consiste en inventar una información falsa con el propósito de engañar a los otros y sacar con ello algún provecho.
Existe la mentira incierta, que se debe simplemente a una mala percepción de la realidad. Por ejemplo, cuando antiguamente se afirmaba que el Sol daba vueltas alrededor de la Tierra se incurría en una falsedad debido al desconocimiento y la mala percepción que existía sobre el movimiento de los astros. En aquella época, sin ser capaces de comprender por qué, todos mentían. Y no obstante, tan fuerte llegó a ser esta mentira que acabó por condenar a quienes, como Galileo, intentaron defender la verdad.
Existe la mentira tradicional, que consiste en el mantenimiento acrítico de una idea errónea a lo largo del tiempo. Se trata de mentiras que se mantienen, de generación en generación, debido a la falta de interés, de libertad o de capacidad intelectual de los individuos para librarse de ellas. Buen ejemplo de este tipo de mentira son las religiones, cuyo fantasioso y enrevesado conjunto de falsedades se transmite ciegamente, como un dogma incuestionable, de una generación a otra. Se miente así por pura pereza o desidia de cuestionar las viejas ideas recibidas. Y estas mentiras llegan también muchas veces a ser tan fuertes como para condenar a la marginación, al destierro o incluso a la tortura y la muerte a quienes pretenden rebatirlas.
Existe la mentira transmitida, que consiste en vehicular de buena fe, con un criticismo ciertamente insuficiente, algo que se toma por verdadero pero que en realidad no lo es. Supone haber siempre un engaño previo, ya sea intencionado o no. Y la persona que lo transmite es así al mismo tiempo engañador y engañado. Ejemplo frecuente de este tipo de mentira es la información dada por los medios de comunicación. Cada vez con menos recursos para verificar las noticias, debilitados en su función o simplemente manipulados de forma descarada, los medios de comunicación transmiten con frecuencia enormes mentiras que luego pasan a su vez de unas personas a otras como si fuesen fieles verdades.
En resumen, analizando todos estos tipos de mentiras llegamos fácilmente a la conclusión de que para decir la verdad no basta con ser sincero. Si interpretamos erróneamente un hecho, si aceptamos acríticamente una mentira, si transmitimos una información que es falsa, estaremos mintiendo. Y no importa entonces si somos sinceros o no, si llegamos a creernos la mentira o si nos mentimos a nosotros mismos. Lo único importante será que estaremos mintiendo a quien confía en nosotros.
Resulta evidente, por tanto, que sólo existe un arma posible para evitar y para defenderse de la mentira: el conocimiento. Sólo gracias al conocimiento conseguimos discernir entre la verdad y la mentira. Sólo gracias a él conseguimos reconocer la falsedad de una mentira inventada, conseguimos interpretar correctamente la verdad de los hechos, conseguimos ser críticos en relación a las falsedades con las que vivimos o conseguimos detectar el engaño en la información que recibimos.
Sin conocimiento, hundidos en la ignorancia, estaremos inevitablemente condenados a ser personas tan mentirosas como el propio barón de Münchhausen. Sin conocimiento, nos convertimos de forma involuntaria en unos tremendos y malditos mentirosos.
Entre las increíbles aventuras atribuidas así al barón de Münchhausen se cuenta volar sobre una bala de cañón de un lado a otro del campo de batalla, viajar hasta la Luna trepando por el tallo de un guisante o llevado por el viento, evitar morir ahogado en un pantano tirando con la mano de su propia coleta, pernoctar en un pueblo sepultado cada noche por la nieve hasta lo alto del campanario, visitar la morada de Vulcano en el interior del volcán Etna, o cabalgar sobre un caballo al cual le habían cortado la mitad posterior del cuerpo, que luego encontró y cosió a la parte anterior.
En nuestros días cualquier persona, incluso la más ingenua, entendería fácilmente que todas estas historias son completamente falsas, nada más que simples y fantasiosas mentiras. Sin embargo, ¿estaremos cualquiera de nosotros en condiciones de afirmar que nunca hemos sido engañados por una historia de apariencia mucho más verosímil pero, en realidad, igualmente falsa? ¿O que nunca hemos contado entonces esa misma historia a otra persona pensando que con ello transmitíamos una información veraz? ¿No habremos, por tanto, mentido también nosotros mismos muchas veces como consecuencia de haber caído en las insidiosas y sutiles redes de la mentira?
Se suele bromear diciendo que existen tres tipos de mentiras: las mentiras, las medias verdades y las estadísticas. Pero en realidad existen muchos más. Muchas mentiras las practicamos inconscientemente, sin darnos cuenta. De otras somos incapaces de escapar, por mucho que nos esforcemos. Y otras, para nuestra desgracia, se convierten a veces en nuestra propia forma de vida. De entre todos estos tipos de mentiras existentes podemos ciertamente destacar algunos.
Existe la mentira intencionada, sin duda la más genuina de todas las mentiras, que consiste en inventar una información falsa con el propósito de engañar a los otros y sacar con ello algún provecho.
Existe la mentira incierta, que se debe simplemente a una mala percepción de la realidad. Por ejemplo, cuando antiguamente se afirmaba que el Sol daba vueltas alrededor de la Tierra se incurría en una falsedad debido al desconocimiento y la mala percepción que existía sobre el movimiento de los astros. En aquella época, sin ser capaces de comprender por qué, todos mentían. Y no obstante, tan fuerte llegó a ser esta mentira que acabó por condenar a quienes, como Galileo, intentaron defender la verdad.
Existe la mentira tradicional, que consiste en el mantenimiento acrítico de una idea errónea a lo largo del tiempo. Se trata de mentiras que se mantienen, de generación en generación, debido a la falta de interés, de libertad o de capacidad intelectual de los individuos para librarse de ellas. Buen ejemplo de este tipo de mentira son las religiones, cuyo fantasioso y enrevesado conjunto de falsedades se transmite ciegamente, como un dogma incuestionable, de una generación a otra. Se miente así por pura pereza o desidia de cuestionar las viejas ideas recibidas. Y estas mentiras llegan también muchas veces a ser tan fuertes como para condenar a la marginación, al destierro o incluso a la tortura y la muerte a quienes pretenden rebatirlas.
Existe la mentira transmitida, que consiste en vehicular de buena fe, con un criticismo ciertamente insuficiente, algo que se toma por verdadero pero que en realidad no lo es. Supone haber siempre un engaño previo, ya sea intencionado o no. Y la persona que lo transmite es así al mismo tiempo engañador y engañado. Ejemplo frecuente de este tipo de mentira es la información dada por los medios de comunicación. Cada vez con menos recursos para verificar las noticias, debilitados en su función o simplemente manipulados de forma descarada, los medios de comunicación transmiten con frecuencia enormes mentiras que luego pasan a su vez de unas personas a otras como si fuesen fieles verdades.
En resumen, analizando todos estos tipos de mentiras llegamos fácilmente a la conclusión de que para decir la verdad no basta con ser sincero. Si interpretamos erróneamente un hecho, si aceptamos acríticamente una mentira, si transmitimos una información que es falsa, estaremos mintiendo. Y no importa entonces si somos sinceros o no, si llegamos a creernos la mentira o si nos mentimos a nosotros mismos. Lo único importante será que estaremos mintiendo a quien confía en nosotros.
Resulta evidente, por tanto, que sólo existe un arma posible para evitar y para defenderse de la mentira: el conocimiento. Sólo gracias al conocimiento conseguimos discernir entre la verdad y la mentira. Sólo gracias a él conseguimos reconocer la falsedad de una mentira inventada, conseguimos interpretar correctamente la verdad de los hechos, conseguimos ser críticos en relación a las falsedades con las que vivimos o conseguimos detectar el engaño en la información que recibimos.
Sin conocimiento, hundidos en la ignorancia, estaremos inevitablemente condenados a ser personas tan mentirosas como el propio barón de Münchhausen. Sin conocimiento, nos convertimos de forma involuntaria en unos tremendos y malditos mentirosos.
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