11/10/19

El mundo triste e infeliz de la eugenesia


Todos somos conscientes del diferente valor que, según nuestros propios criterios, otorgamos a cada persona. Vemos cada día a nuestro alrededor personas admirables, inteligentes, simpáticas y bellas que nos llenan de orgullo y cuya compañía nos satisface. Otras personas, por el contrario, nos parecen del todo detestables. Algunas por ser demasiado estúpidas, otras por resultarnos tremendamente antipáticas, otras por parecernos brutas e incivilizadas y algunas otras por poseer un aspecto físico en exceso desagradable. Lo cierto es que, de forma más o menos consciente, acabamos por intentar evitar a estas personas o incluso cruzarnos en su camino.

Muchas veces nos preguntamos: ¿por qué no serán todas las personas bellas, simpáticas e inteligentes? Sí, porque quizás por pura modestia olvidamos enunciar la pregunta en su forma completa, esto es: ¿por qué no serán todas las personas bellas, simpáticas e inteligentes como lo soy yo? Ciertamente, cuánto mejor sería el mundo si estuviese habitado sólo por personas como nosotros y no tuviésemos que sufrir a tanta gente estúpida, a tanto engendro, a tanto maleante, a tanto ser huraño y malcarado.

Pues bien, en primer lugar deberíamos pensar que si todas estas personas indeseables forman parte de nuestro mundo es porque son nuestros hermanos, nuestros primos, nuestros parientes, nuestros vecinos, nuestros conciudadanos, aquellos con los que convivimos desde siempre. Si de alguna forma tenemos que cargar con ellos es simplemente porque son una parte de nosotros mismos. Y, aunque nos cueste mucho aceptarlo, quizás ellos también estén cargando, a su vez, con nosotros. Por otra parte, si pudiésemos crear un mundo ideal habitado sólo por personas perfectas y maravillosas, ese mundo tendría, al final, un solo y único habitante.

Siendo por tanto muy conscientes del enorme subjetivismo con el que juzgamos las cualidades de otras personas, también es cierto que en ese juicio siempre podemos emplear algunos criterios mínimamente objetivos. Existe objetivamente poca belleza en las personas que poseen graves defectos físicos. Existe sin duda poca inteligencia en las personas incapaces de resolver los problemas más básicos para su propia supervivencia. Hay personas que sufren perturbaciones mentales y son de carácter claramente intratable. Y otras tienen una conducta tan perversa que resultan del todo perjudiciales para sus conciudadanos.

En estos casos extremos resulta fácil ser objetivo al juzgar aspectos concretos de una persona. Pero, evidentemente, esto será mucho más difícil cuando no nos enfrentemos a casos extremos o cuando tengamos que integrar todos los diferentes aspectos de una persona en un único juicio de valor. Y así, suponiendo que alguna vez alcanzásemos un grado de objetividad lo suficientemente aceptable para poder juzgar a determinadas personas como indeseables o perjudiciales, ¿será que, de alguna forma, podríamos librarnos de ellas para poder vivir en un supuesto mundo feliz?

Para empezar, deberíamos plantearnos la siguiente pregunta: ¿estamos de verdad seguros de que, librándonos de estas personas, no volverían a aparecer al poco tiempo nuevas personas igual de indeseables que las anteriores? En realidad, sabemos muy bien que las características y el comportamiento de cada individuo están determinados por factores extrínsecos, como por ejemplo la educación o la instrucción recibidas, y por otros intrínsecos, como puede ser el propio acervo genético.

Parece claro que si mantenemos siempre los mismos factores extrínsecos, como por ejemplo una educación deplorable o una mala instrucción pública, continuaremos a crear personas estúpidas, brutas o malvadas. Y aunque pudiésemos libramos de algunas de ellas, rápidamente surgirían otras nuevas de idénticas características. Por el contrario, si nos decidiésemos a mejorar dichos factores posiblemente podríamos llegar a crear, no sin poco esfuerzo, un mundo y unas personas mucho mejores.

Pero, ¿y en relación a los factores intrínsecos? ¿Podríamos también mejorar nuestro acervo genético? ¿Podríamos librarnos quizás, aunque sólo sea, de una parte indeseable y perjudicial de nuestros genes? Pues bien, lo cierto es que al contrario de lo que ocurre con los factores extrínsecos, en esta materia podemos hacer más bien poco.

Hace poco más de un siglo surgieron diversas teorías, conocidas bajo el nombre de eugenesia (no confundir con la espantosa y racista doctrina del eugenismo), que partían del principio de que acabando con determinados genes, que se consideraban defectuosos, se acabaría también con la existencia, entre nosotros, de determinadas características y comportamientos indeseables.

Pero lo cierto es que esos genes y esos defectos no desaparecen. La mayoría de los caracteres de cada persona no son determinados por un único gen, sino que son el resultado de la suma e interacción simultánea de muchos genes. Y esos genes se combinan de forma diferente e impredecible en cada nuevo individuo y en cada nueva generación. Así, progenitores sin defectos pueden generar hijos con o sin defectos que a su vez pueden generar nietos con o sin defectos. Es decir, que en general vamos a encontrar exactamente los mismos genes en ambos tipos de personas.

La única forma de conseguir quizás algún cambio en nuestros genes, logrando combinaciones algo diferentes, sería sometiéndonos voluntariamente, durante varias generaciones, a un proceso de selección artificial. Este es un proceso que se utiliza con frecuencia en los animales domésticos y en el que, para conseguir fijar unas determinadas características, se aplica activamente el incesto y la endogamia a miembros seleccionados de una población. Su éxito depende así, entre otras cosas, de evitar que exista cualquier cruzamiento fortuito con el exterior.

Sin embargo, al margen de la evidente aberración que supondría aplicarnos este terrible proceso, lo cierto es que la selección artificial nos llevaría a una significativa degeneración en todos los aspectos, ya que este tipo de selección, en realidad, tiene precisamente como objetivo y como efecto reducir la diversidad genética. Y con una diversidad genética menguada nuestras posibilidades de supervivencia se verían seriamente afectadas.

Si es cierto, como se ha dicho, que la mayoría de caracteres son el resultado de la suma y de la interacción de muchos genes, en unas pocas ocasiones esto no es así. A veces una característica depende de un único gen, como sucede, por ejemplo, con determinadas enfermedades genéticas graves. En estos casos, excepcionalmente, la eugenesia sí tiene sentido. Resulta del todo deseable evitar que nazcan individuos con ese gen y con esa enfermedad. Y para ello es posible recurrir a métodos como el diagnóstico prenatal, una hipotética alteración del gen o, simplemente, una renuncia voluntaria a reproducirse, siendo precisamente éstos los únicos casos de eugenesia y de técnicas eugenésicas que tienen sentido y que se aceptan en la actualidad.

Aunque, para ser más exactos, la eugenesia también está implícita en otro mecanismo que forma parte de la evolución y del cual la mayoría de las veces no somos muy conscientes: la selección sexual. Al reproducirse, una persona trata de elegir una pareja que posea las mejores características genéticas, despreciando otras que considera de peor calidad. Por tanto, al elegir una pareja y no otra estamos seleccionando, de hecho, tal como en la eugenesia, los genes que queremos pasar a la siguiente generación. Y a pesar de que, como se ha dicho, esto no altere significativamente la composición genética de la nueva generación, lo cierto es que la selección sexual es un proceso que funciona a escala evolutiva y, como tal, podrá generar cambios significativos al cabo de un sinfín de generaciones.

En resumen, aunque podamos mejorar muchos de los males crónicos de nuestra sociedad cambiando los factores extrínsecos que modelan el comportamiento de las personas, lo cierto es que, por culpa de los genes y de su obstinada persistencia, tendremos que seguir soportando la presencia de todo tipo de personas indeseables en nuestra vida. Y ellas tendrán también que soportarnos a nosotros, aunque, claro, ellas lo tienen mucho más fácil, pues nosotros somos casi perfectos.


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