31/3/09

El fin de la tradición narcisista europea.

Cuenta la leyenda que Narciso, bello hijo de Céfiso y Liríope, se enamoró de su reflejo en el agua y acabó por ahogarse al intentar besar su propia imagen. No cabe duda de que Narciso era un típico europeo.

Durante siglos, los europeos creyeron que el mundo era el resultado de la creación de los dioses. Y, por supuesto, como no podía ser de otra forma, el hombre era el centro, el máximo exponente de esa creación. Incluso los dioses, creadores del mundo, tenían aspecto humano. No valía la pena imaginar que tuviesen aspecto de mosca, de murciélago o de otra cosa cualquiera. ¡Qué tontería! ¿Cómo no iban a tener los dioses aspecto humano?

Algún tiempo después, los europeos empezaron a viajar por el mundo y se encontraron con otros hombres de apariencia extraña: más altos, más bajos, más oscuros, más pálidos… Como no hablaban ninguna lengua europea, los viajeros llegaron a la conclusión de que aquellos seres, desde luego, no podían ser humanos. Por tanto, empezaron a esclavizarlos y a tratarlos como animales domésticos. Pero poco después, de forma harto sorprendente, algunos de estos seres aprendieron a hablar la lengua de sus amos. Viendo esto, los europeos tuvieron que admitir, no sin mucha resistencia, que quizás aquellos seres también fuesen humanos, aunque, claro, nunca tan bellos e inteligentes como ellos.

Con la llegada de Darwin y de la teoría de la evolución, el narcisismo europeo parecía estar condenado. Al final, todas las especies eran hermanas, todas descendían de un tatarabuelo común. La ciencia demostraba que incluso el hombre, incluso el hombre europeo, era hermano del chimpancé, de la musaraña, de la estrella de mar, de la lombriz, de la ameba… Así pues, el hombre no era nada especial dentro de la naturaleza. Era tan sólo una especie más.

Pero, claro, la larga tradición narcisista europea no podía quedar por aquí. Sí, los europeos llegaron a admitir finalmente la teoría de la evolución, pero atención: quedando bien claro que el hombre, dentro del conjunto de todas las formas vivientes, era, ni más ni menos, la especie más evolucionada. Y esto pasó a demostrarlo señalando que él, el hombre, era la especie que tenía el cerebro más grande, que caminaba sobre dos piernas, que hablaba un lenguaje vocálico complejo y que conseguía fabricar utensilios.

Resulta como mínimo curioso que, para intentar demostrar que el hombre era el más evolucionado, se eligiesen precisamente aquellas características que más definen al propio hombre. Sin duda podrían haberse elegido otras características diferentes e igualmente válidas, como por ejemplo: ser el corredor más rápido, ser capaz de volar, poder realizar la fotosíntesis, poder vivir en una atmósfera sin oxígeno, etc.

No es que las características que definen al hombre no tengan mérito, pero no cabe duda de que hay muchas otras características que resultan igualmente meritorias y maravillosas. Y a decir verdad, siendo algo rigurosos, las características propias del hombre ni siquiera son muy originales: los delfines tienen cerebros más grandes y desarrollados, hay muchos animales bípedos, muchos se comunican con sonidos complejos, bastantes fabrican utensilios…

Pero lo peor de todo es pensar que más evolucionado significa ser mejor. Esto es evidentemente una falsedad. Todas las especies actuales están igualmente adaptadas al medio. Todas ellas son las mejores que alguna vez existieron. Y la prueba evidente de ello es que todas continúan vivas. Una bacteria, una encina, un elefante… todos ellos tienen el mismo grado de excelencia adaptativa.

Dentro del mundo vivo, la expresión más evolucionado se emplea en realidad para designar aquellas especies que se han transformado más, es decir, aquellas que se parecen menos a sus tatarabuelos. Por ejemplo, dentro del grupo de los mamíferos son los delfines los más evolucionados, pues son los que menos se parecen a la musaraña prehistórica de que descienden todos los mamíferos. El hombre, casi tan peludo como esa musaraña, es mucho menos evolucionado.

Aceptemos finalmente la verdad, por muy desagradable que ésta sea. En todos los pueblos y villas del mundo hay un individuo que se destaca claramente por su necedad, por no enterarse de nada, por fantasear continuamente, por creerse siempre el mejor del mundo en todo.

Pues bien, sabiendo todo esto, aceptemos finalmente lo que es una clara evidencia científica: el hombre europeo es el tonto del pueblo de la evolución.

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