25/7/14

El empacho humano y la destrucción del mundo.

En ocasiones los lagos y otros ecosistemas de agua dulce sufren una profunda alteración debido a la llegada masiva de nutrientes a sus aguas. Estos nutrientes, como por ejemplo el nitrógeno o el fósforo, provienen generalmente de los fertilizantes químicos utilizados en la agricultura y que más tarde son arrastrados por las lluvias desde los campos hasta ríos y lagos. Su presencia en exceso desencadena entonces una alteración, muchas veces irreversible, en las características biológicas, químicas y físicas de las aguas de los lagos mediante un proceso que se conoce como eutrofización.

La llegada de estos nutrientes provoca que unas pocas especies de algas comiencen a crecer descontroladamente hasta cubrir por completo toda la superficie del lago y ocupar también toda la parte superior de las aguas. Las algas captan entonces toda la luz del sol e impiden que ésta pueda llegar a más profundidad, donde otras especies de algas y los animales, no teniendo ni luz ni oxígeno, acaban por morir, descomponiéndose y degradando aún más la calidad del agua. Mientras tanto, las algas continúan a crecer sin control, generando una creciente cantidad de materia orgánica cuyas capas más inferiores entran también en descomposición. Las aguas del lago acaban así, poco a poco, sepultadas bajo esta creciente masa de materia orgánica. El lago se convierte primero en un pantano y luego, con su lecho ya totalmente colmatado, acaba por perder el agua y secarse por completo. El lago, por tanto, muere y desaparece.

Podemos decir que con la eutrofización el lago muere de empacho. La dieta saludable que llevaba hasta entonces, con un moderado aporte de nutrientes, favorecía la limpidez de las aguas, el desarrollo de una gran variedad de formas de vida y la manutención de un ecosistema bien equilibrado. Con la llegada del exceso de nutrientes el lago pasa a disponer de mucho más alimento, lo que aparentemente sería bueno para el desarrollo de la vida. Y efectivamente esto es así para algunas algas, que proliferan sin control. Sin embargo, debido a esa misma proliferación, mueren luego todas las otras algas y los animales, se destruye el equilibrio ecológico y la biodiversidad y se provoca finalmente la desaparición física y material del propio lago.

El proceso de eutrofización de los lagos es un interesante ejemplo que nos permite comprender mucho mejor qué es lo que en la actualidad está acabando con todos los ecosistemas naturales a nivel mundial. Podemos decir que el planeta sufre hoy en día un proceso muy semejante al de la eutrofización. Pero en este caso no se debe a un crecimiento descontrolado de algas causado por un aporte masivo de nutrientes. En este caso se debe, por el contrario, a un crecimiento descontrolado de la población humana causado por un aporte masivo de energía.

No hay duda de que en la actualidad la población humana prolifera descontroladamente. Y lo hace debido al aporte masivo de energía que le proporcionan los combustibles fósiles. Son millones de años de energía solar los que están almacenados en el subsuelo bajo la forma de carbón y petróleo y que están ahora a ser utilizados, de manera súbita y desenfrenada, por las sociedades humanas.

Pero no sólo el hombre prolifera gracias a la eutrofización energética. También lo hacen todas las especies asociadas a él a través de la agricultura y la ganadería. El mundo está lleno ahora de seres humanos, pero también lo está, en mucha mayor proporción, de trigo, de maíz, de arroz, de soja, de cerdos, de vacas, de gallinas, de perros... El hombre y sus especies asociadas crecieron tanto en número y en extensión que en la actualidad llegan a cubrir ya la mayor parte de la superficie fértil del planeta. Y todas las otras especies, sin acceso a esta superficie o sin ni tan siquiera muchas veces espacio físico para existir, están muriendo y desapareciendo. Así, asistimos hoy en día a un rápido y alarmante desplome de la biodiversidad a nivel mundial.

El planeta está muriendo de puro empacho. El exceso de energía y el consiguiente crecimiento del paisaje humanizado están sepultando y eliminando todos los ecosistemas naturales. Y con ello el desastre, tal como en el caso de los lagos, está asegurado. La desaparición de los ecosistemas hace que el planeta sea cada vez más inhabitable y estéril. Y con la progresiva reducción de las condiciones de vida y de la fertilidad de la tierra no hay duda de que en un determinado momento la población humana acabará también por perecer, por mucha energía de que disponga. Aunque ni siquiera será mucha, pues los combustibles fósiles, tan rápidamente como aparecieron, acabarán por agotarse y desaparecer.

Podríamos pensar que con el fin de los combustibles fósiles y la disipación de su energía volveremos a la situación inicial. Pero lo que nos encontraremos entonces será un escenario ya demasiado catastrófico, con la mayoría de los ecosistemas destruidos, arrasados o muertos. Gran parte de las especies habrá sucumbido. Y las pocas que proliferaron, sin la energía que hasta ahora las sustentaba, cubrirán la tierra con sus cadáveres, alterando quizás por última vez los ecosistemas.

Los combustibles fósiles no son, como siempre se ha creído, una fuente barata, útil y benéfica de energía. En realidad son, como todo lo que es en exceso, un veneno de características destruidoras. Amenazan con acabar con el planeta condenándolo a una muerte lenta por empacho en el que la humanidad no es otra cosa que el alimento indigesto que se atraviesa en su estómago. Y contra más energía fósil utilicemos y gastemos, mayor será esa indigestión. Piense en esto cada vez que consume carbón o petróleo, es decir, a cada momento.


18/6/14

La polución de los elementos.


Tierra, agua, aire y fuego eran los cuatro elementos primordiales que, según los antiguos filósofos, constituían la materia. Estos cuatro elementos, combinados en una determinada proporción, eran los responsables de la formación de todas las cosas. Sin embargo, tres de ellos dominaban claramente nuestro mundo: la tierra, formando los continentes, las montañas y las islas; el agua, formando los océanos, los mares, los lagos y los ríos; y el aire, formando el cielo, el viento y la atmósfera que respiramos.

Y precisamente por ser dominantes en nuestro mundo, la tierra, el agua y el aire han sido también las principales víctimas de la creciente polución generada por las sociedades humanas industrializadas. Si en un primer momento la polución era acumulada casi exclusivamente en tierra, en depósitos y basureros, ésta no tardó en extenderse también a los otros dos elementos. Ríos y mares comenzaron así a recibir todo tipo de residuos a través de crecientes sistemas de drenaje, de cloacas y emisores. Y el aire se convirtió en nuestros días en el destino inevitable de cualquier residuo combustible y capaz de convertirse en material gaseoso.

En la antigüedad estos tres elementos naturales parecían infinitos, ilimitados. Podían ser contaminados sin ningún tipo de preocupación, pues siempre parecía haber más tierra, más mar y más aire impolutos. Pero actualmente, por el contrario, nuestra visión es muy diferente. Hoy en día vemos la tierra, el agua y el aire saturados de contaminación, de enfermedad y, en muchos casos, de muerte. Ya no hay casi ningún territorio en donde no encontremos nuestra propia basura. Los océanos están tan contaminados de plásticos y metales pesados que llegan incluso a envenenar la pesca y nuestra propia alimentación. Y la atmósfera, herida incluso en su capa de ozono, se degrada sin remedio por la continua emisión de compuestos tóxicos y de gases de efecto invernadero que alteran por completo el clima del planeta.

En la naturaleza, todos los ecosistemas existentes se caracterizan por ser ciclos cerrados. Teniendo como único aporte externo la energía solar, los ecosistemas naturales utilizan y reciclan constantemente todos sus elementos. La materia orgánica es descompuesta y reutilizada para crear nueva materia orgánica. Elementos como el nitrógeno, el fósforo o el azufre circulan una y otra vez en el mismo ciclo de la vida. E incluso el dióxido de carbono que se crea es rápidamente reabsorbido por la fotosíntesis. Por el contrario, el modelo de civilización industrial creado por el hombre se basa en ciclos abiertos, en ciclos falsos e incompletos que no llegan nunca a cerrarse. Son, por tanto, ciclos incapaces de alimentarse a sí mismos, incapaces de recuperar y reutilizar los elementos que utilizan y que son siempre desechados y apartados del proceso.

Así, en el modelo de sociedad industrial poco o casi nada es reutilizado, reaprovechado o regenerado. La vegetación es quemada y el suelo fértil destruido antes de que puedan volver a regenerarse. La materia orgánica es lanzada a los mares sin que pueda originar un nuevo crecimiento en tierra. Los minerales del subsuelo son extraídos y esparcidos por tierras y mares, acumulándose y envenenando los ecosistemas. Y el carbono fósil, también extraído del subsuelo como carbón o petróleo, es quemado e inyectado sin descanso en la cada vez más maltrecha atmósfera.

Tratándose de un modelo de ciclo abierto, disipativo y despilfarrador, la civilización industrial necesita ser continuamente alimentada para poder mantenerse y subsistir. Es por tanto un modelo devorador y destructor de la naturaleza, insustentable a corto, medio o largo plazo. Constituye un modelo suicida que además, en su autodestrucción, arrastra consigo a todos los ecosistemas naturales y atenta contra la propia vida en el planeta.

Para rectificar este modelo mucho podríamos aprender, por ejemplo, de nuestros abuelos, que no vivían en un mundo industrial, ni con el actual e irresponsable despilfarro de materia y energía. Ellos intentaban reutilizar una y otra vez todo lo que tenían, desechando únicamente aquello que ya no podía ser arreglado, reparado o reconvertido. La materia orgánica servía para hacer abono y fertilizar la tierra. La leña de los bosques era una fuente de energía casi renovable. Y los minerales extraídos del subsuelo eran empleados y refundidos innumerables veces. Su modelo de sociedad se aproximaba por tanto a un modelo de ciclo cerrado, mucho más sustentable y equilibrado con la naturaleza que el nuestro.

No hay duda de que la terrible contaminación de la naturaleza y de los elementos a que asistimos hoy en día se debe a un modelo de sociedad ciego e insustentable, a un ciclo abierto devorador insaciable de recursos naturales y productor impenitente de desechos. Si no conseguimos rectificar o alterar este modelo, el mundo continuará a ser el basurero donde arrojamos cada día nuestra creciente falta de inteligencia y nuestra incapacidad para crear sociedades sanas y sustentables.


11/3/14

La sumisa obediencia a la libertad.


Cuando analizamos detenidamente el concepto de libertad llegamos fácilmente a la conclusión de que, en última instancia, lo que realmente nos hace libres es el conocimiento. Una vez que hemos conseguido la primordial libertad de acción y la libertad de elegir conforme a la verdad, el valor esencial que nos permite avanzar por el camino de la libertad es el conocimiento. Así, llegaremos a ser más libres cuanto más conocimiento tengamos en nuestro poder y cuanta más experiencia hayamos adquirido a lo largo de nuestra vida.

Sin embargo, es innegable que nacemos sin ningún tipo de conocimiento, sin ninguna experiencia, privados de libertad. Y que es a lo largo de nuestra vida que iremos desarrollando nuestra capacidad para poder ser libres. Será durante la infancia que ganaremos nuestra conciencia, durante la juventud que conformaremos nuestras voluntades y nuestros deseos y durante la edad adulta que obtendremos la experiencia necesaria para vivir y establecer lazos sociales en condiciones de igualdad. Iremos de este modo ganando libertad hasta llegar al lógico declive impuesto por la vejez.

Durante la infancia depositamos toda nuestra suerte en los cuidados y desvelos de nuestros progenitores. Ellos son los que deciden nuestra voluntad y nuestras necesidades. Y lo hacen de la forma más apropiada posible por estar vocacionados para ello por sólidos lazos de sangre. Así, de forma natural, todo infante acepta ver delegada su libertad en la autoridad y el buen juicio materno o paterno.

Ya en la juventud, durante nuestro proceso de aprendizaje e instrucción, confiamos gran parte de nuestra libertad en nuestros maestros y en las perspectivas que ellos nos abren. Así, iniciamos muchas de nuestras decisiones más importantes apoyándonos en el conocimiento, las enseñanzas o los modelos que nos proporcionan nuestros maestros, nuestros parientes cercanos o simplemente nuestros ídolos.

Llegados por fin a la edad adulta, adquiridas nuestras plenas capacidades, comprendemos entonces que nuestros conocimientos son y serán siempre muy limitados. Nuestra formación nos permite saber sólo sobre determinadas materias y siempre hasta unos ciertos límites. Sin embargo, observamos que en el seno de nuestra sociedad existen personas con diferentes grados de conocimiento y de experiencia en las más diversas áreas, materias o profesiones, ejerciéndolas con mérito y competencia. Son, por ejemplo, excelentes agricultores, profesores, artesanos, médicos, jueces, arquitectos, mecánicos o legisladores, a los que reconocemos ser grandes profesionales.

Así, siempre que nos es posible, recurrimos a ellos en el momento de tomar una decisión sobre una determinada materia. Solicitamos o contratamos su ayuda porque entendemos que pueden indicarnos siempre el camino más correcto. Y muchas veces, reconociéndoles un claro mérito o superioridad en esa materia, aceptamos sus indicaciones como si fuesen una obligación. Así por ejemplo, todos aceptamos como si de un mandato se tratase las indicaciones dadas por un explorador que conoce bien el terreno, por un médico que nos prescribe un medicamento o por un marinero que nos dice cuándo debemos embarcar. Y estas opciones que nos son dadas por otros, a veces en contra de nuestro propio entendimiento, se dice que las tomamos o aceptamos libremente. Es por tanto, de cierta forma, una sumisión que aceptamos voluntariamente para conseguir o aumentar nuestra libertad. En realidad, para incluir en nuestra libertad el conocimiento de otros.

Podemos así hablar de libertad asistida cuando nos apoyamos o reconocemos la autoridad de otras personas en el momento de tomar nuestras decisiones. O también de libertad cooperativa cuando, compartiendo nuestra autoridad con la de otras personas, nos apoyamos mutuamente en la toma de decisiones. Y si bien es cierto que cuando otras personas toman nuestras decisiones perdemos aparentemente libertad, también es cierto que son las otras personas las que nos pueden permitir ser más libres al asistirnos en la toma de mejores decisiones. No es, como muchas veces se piensa, cayendo en el aislamiento o en el individualismo que se consigue tener una mayor y más plena libertad.

Pero como es lógico, confiar nuestra libertad en la autoridad o superioridad de otras personas supone correr siempre graves riesgos y peligros. Muchas tiranías, por ejemplo, tratan de revestirse con un manto de paternalismo e intentan hacer creer al pueblo que el tirano se preocupa por ellos de la misma forma que un progenitor se preocupa por sus hijos, cuando en realidad lo que hace es usurpar por la fuerza todas sus decisiones y su libertad individual.

Pero muchas veces, bien tristemente, ni siquiera es necesario el empleo de la fuerza o del engaño para privarnos de la libertad. Basta para ello con que caigamos en la apatía social, que aceptemos acríticamente cualquier decisión tomada por quien detenta el poder o que actuemos miméticamente con nuestros vecinos. Caeremos de esta forma en el borreguismo, delegando estúpidamente nuestra libertad y nuestras decisiones en personas sin ningún mérito, pero que no dudarán en asumir el poder con que las investe nuestra enorme pereza.


5/2/14

Los falsos caminos de la libertad.


Todo el mundo ansía por la libertad y está dispuesto a luchar, o incluso a morir, por ella. Pero ¿qué es exactamente la libertad? ¿O cuál es el tipo de libertad que deseamos? Son muchas las definiciones que existen de libertad y también son muchas las formas en que sentimos su presencia o su ausencia. E incluso, a veces, lo que es sentido por algunas personas como libertad no pasa, para otras, de una simple y penosa forma de esclavitud. Así, ¿qué debemos entender entonces por libertad?

En general, podemos definir la libertad como la ausencia de obstáculos, levantados o ejercidos por otras personas, que nos impidan buscar o alcanzar nuestra propia felicidad. Así, diremos que nos falta la libertad cuando alguien consigue dificultar o impedirnos la realización ya sea de nuestra voluntad, de nuestros actos o de nuestros pensamientos. Y como ciertamente son muchos y de muy diferente tipo los obstáculos que se pueden levantar contra nosotros, deberemos definir varios tipos o grados de libertad.

Podremos, no obstante, decir que son tres los tipos más básicos de libertad e incluso podremos tratar de describirlos recurriendo a un simple ejemplo. Para ello nos bastará imaginar que nos encontramos en una encrucijada. Ante nosotros se abren tres diferentes caminos y tres posibles opciones. Pero sólo uno de ellos nos conducirá a nuestra felicidad, representada aquí por nuestra casa y nuestra familia. Los otros dos caminos nos alejarán de ellas, conduciéndonos por oscuros parajes y condenándonos a una vida llena de desgracia y falta de esperanza.

1) La encrucijada. En un primer momento intentamos acercarnos a la encrucijada, pero comprobamos entonces que unas fuertes cadenas de hierro nos prenden al suelo de la senda por la que acabamos de llegar, impidiéndonos cualquier avance. No podemos llegar a escoger ninguno de los tres caminos porque ni siquiera tenemos la posibilidad de hacerlo. Nos falta la libertad más básica: la libertad de acción.

Cuando finalmente consigamos romper esas cadenas seremos libres de actuar. Pero al realizar cualquier acción estaremos lógicamente sometidos a las reglas de la ética. Así, si actuamos para nuestro bien y para el bien de los otros estaremos actuando verdaderamente en libertad. Pero si, por el contrario, actuamos para nuestro mal o para el mal de los otros estaremos cayendo en uno de los dos precipicios que se abren a nuestros lados: respectivamente, el vicio y el libertinaje.

2) Derecha. Libres ya de nuestras cadenas y a salvo de caer en estos precipicios, observamos el camino de la derecha. Junto a él, una señal de grandes dimensiones nos indica que este es el camino correcto para llegar a nuestra casa. La señal nos invita a tomar esta dirección prometiéndonos con ello una rápida consecución de nuestra felicidad.

Pero desgraciadamente es mentira. Quien colocó la señal nos está engañando y, con ello, pone un obstáculo insalvable a nuestra felicidad. Iniciado el camino, rápidamente nos daremos cuenta de que nos hemos convertido en esclavos de quien colocó la señal. Y en verdad son muchas las personas que, en la actualidad, se encuentran esclavizadas por haber seguido este camino. Son muchas las personas privadas de libertad, condenadas a una vida sin esperanza, por haber decidido seguir el camino indicado por las diversas formas de la mentira, como son los medios de comunicación totalitarios, las religiones, los gobiernos tiránicos, las tradiciones oprobiosas o, simplemente, la promesa de los vendedores de falsas esperanzas. Librarse de este tipo de engaño es ganar una libertad auténtica y fundamental: la libertad de elección.

3) Centro. Evitado el engaño, pisando ya firmemente el terreno de la verdad, nos queda elegir entre los otros dos caminos. Y probablemente escogeremos el del centro, pues en un primer momento nos parece más llano y prometedor. Pero por desgracia es la opción equivocada. Si hubiésemos sabido ver, por ejemplo, que los árboles que bordean este camino son robles y no castaños, tal como lo son aquellos que bordean el camino de la izquierda y también los bosques que envuelven nuestra casa, no nos habríamos equivocado de camino. Hemos sido víctimas por tanto de nuestra propia ignorancia.

Pero no seríamos tan ignorantes si hubiésemos recibido una buena instrucción durante nuestra infancia y nuestra juventud. Y no hay duda de que quien impide la existencia de escuelas y de un buen sistema educativo está creando fuertes obstáculos para que las personas alcancen su propia felicidad. Contra menos instrucción exista, más fácilmente las personas estarán condenadas a escoger el camino equivocado y más fácilmente podrán ser esclavizadas. No será necesario engañarlas, pues serán ellas mismas las que se engañen. Bien por el contrario, contra más instrucción y cultura reciban las personas más libres serán, pues en definitiva es el conocimiento el que nos hace libres. Y así ganaremos el tipo más decisivo de libertad: la libertad de discernimiento.

4) Izquierda. Siendo libres para actuar, libres también de elegir por no ser apartados de la verdad y libres igualmente para, mediante el conocimiento, discernir entre el error y el acierto, elegimos finalmente el camino de la izquierda, el único que nos llevará hasta nuestra casa y hasta nuestra plena felicidad. Nadie nos está poniendo ahora obstáculos, por lo que podemos decir que somos definitivamente libres.

Pero, sin duda, en nuestro camino nos enfrentaremos a obstáculos materiales que, no habiendo sido creados por otras personas, harán con que podamos alcanzar o no la felicidad. La furia de una tormenta devastadora, la falta de agua o de comida o la abertura de un precipicio en medio de nuestra senda podrán acabar fácilmente con todas nuestras esperanzas. Y es que todos nosotros emprendemos continuamente caminos sin fin en la búsqueda incansable de nuestra felicidad. Y al recorrerlos, incluso dentro de la más pura libertad, nuestro rumbo siempre incierto acaba por convertirnos en esclavos de nuestro propio destino.

18/12/13

La opresión de la tierra que habla.


Por mucho que nos esforcemos en escuchar a la tierra que pisamos, nunca la oiremos hablar o expresar cualquier tipo de opinión. Podemos hablarle, preguntarle, cuestionarla o inquirirla sobre cualquier asunto, pero la tierra nunca nos responderá. Y si alguien nos dijese que consigue hablar con la tierra, rápidamente concluiríamos que esa persona está loca o que ha perdido por completo el uso de la razón.

Y sin embargo, resulta sorprendente el número de personas, un poco por todas partes, que defiende públicamente que la tierra habla y que manifiesta opiniones y pensamientos. ¿Estaremos por tanto rodeados de un ejército de personas privadas de razón y de intelecto trastornado? ¿O estaremos quizás rodeados de comediantes? ¿O, por el contrario, de falsarios que fingen hablar con la tierra ocultando en ello secretas intenciones? Quien nos quiere hacer creer, por ejemplo, que la tierra nos llama y nos exige ciega servidumbre ¿será por tanto un loco, un comediante o un falsario?

Como es evidente, ninguna tierra habla. Son las personas que viven en ella las que hablan y adoptan determinados pensamientos, ideas o costumbres, variando todos ellos a lo largo del tiempo y de las épocas, siempre en continua evolución. Y sin embargo, ¿cuántas veces no oímos decir que tal característica, tal costumbre, tal forma de pensar, tal idioma, tal tradición son propias de una determinada tierra o país?

Podemos ser ingenuos y pensar que tales expresiones son un simple recurso lingüístico: decir que una tierra es de una determinada forma es, o deberá ser, un modo de decir que las gentes que la habitan son de esa determinada forma. Pero no, por desgracia muchas veces no esa la intención. Muchas veces los falsarios utilizan la ambigüedad de estas expresiones de una forma interesada y engañosa. Su utilización es, en realidad, una técnica clásica utilizada frecuentemente por determinados movimientos políticos para conseguir el poder y por determinadas empresas para aumentar sus ventas.

La técnica es bien sencilla. Un productor de cacahuetes, por ejemplo, agotadas todas las técnicas comerciales más comunes, podrá decidir fundar un movimiento político de carácter patriótico que defienda que el consumo de cacahuetes es una costumbre propia de la tierra, una costumbre tradicional que diferencia a la nación de todas las otras naciones enemigas (la existencia de un enemigo es imprescindible para sustentar cualquier tipo de patriotismo). Y este nuevo partido político podrá defender, por ejemplo, que todo ciudadano debe consumir un mínimo de cien cacahuetes diarios para demostrar que ama de cuerpo y alma a su patria.

Gracias a este nuevo partido, la producción y venta de cacahuetes se convertirá en un negocio seguro y lucrativo. Pero lo más interesante de esta técnica político-comercial es que no es el productor ni el partido político quien está imponiendo el consumo de cacahuetes. Es la patria. Y mejor aún: todo ciudadano que no consuma cacahuetes será un traidor a la patria y, como tal, deberá ser perseguido y obligado a comer cacahuetes para bien de la nación.

Y quien habla de cacahuetes habla también de movimientos políticos fascistas o nacionalistas. Los intereses que persiguen son algo diferentes, pero se basan igualmente en la obtención de dinero y de poder. Estos intereses son por lo general el favorecimiento de determinados sectores empresariales, el enriquecimiento de una determinada clase social, la eliminación de los rivales económicos o políticos, la destrucción de los derechos sociales o la legalización de cualquier tipo de desigualdad. Así, una vez alcanzado el poder y utilizando esta y otras técnicas, los fascistas y nacionalistas enriquecen fácilmente, declaran a la oposición política como enemiga de la patria y de sus costumbres, eliminan la cultura del pueblo substituyéndola por una falsa cultura que según ellos es la cultura propia de la tierra, consiguen imponer cualquier tipo de religión, de axioma o de doctrina identificándolos como costumbres atávicas propias de la nación, o incluso pueden llegar a crear guerras absurdas que llevan a los ciudadanos a morir por el bien de la patria. En resumen, un buen y lucrativo negocio.

Resulta fácil subyugar al pueblo cuando se le convence de que la tierra en que vive es de una determinada manera, cuando se le consigue convencer de que la tierra habla y dice, claro está, aquello que se quiere que ella diga. Pero que nadie se engañe: la tierra no habla. No nos impone ninguna idea, costumbre, doctrina o tradición. No existen tierras conservadoras o liberales. Ni tierras religiosas o librepensadoras. No hay tierras con costumbres que deban ser preservadas a toda costa. Ni tampoco hay patrias que pidan nuestra sangre como ofrenda para permitirnos continuar a vivir en ella.

Existen únicamente personas que viven en esa tierra y que en un determinado momento hablan, piensan o actúan de una determinada forma. Pero cualquiera de estas personas es libre de pensar, de hablar o de actuar como quiera, sin obedecer nunca a ninguna tiranía impuesta en nombre de la tierra, de la patria o de la nación. Todas las personas son libres de pensar de forma diferente a la de sus vecinos, a la de sus compatriotas, a la de su época. Su única obligación es pensar y hablar libremente y por sí mismas.

No, no deje nunca que la tierra hable por usted. Hable siempre bien fuerte, sin miedo. Y si es posible, desde el punto más alto de esa misma tierra que pisa.


31/10/13

El pavo real y el jardín racional de la estética.

Cuando hablamos de estética acuden inmediatamente a nuestra mente los conceptos de arte y de belleza. Pensamos en el mundo mágico de los colores, de la armonía, de las proporciones, de la delicadeza, de la sensualidad, es decir, de todos aquellos tipos de belleza que caracterizan a las obras de arte y, en general, a todos los objetos creados por el hombre para su propio y exclusivo deleite. Todas estas obras y objetos, no obstante, se encuadran históricamente en una sucesión de estilos artísticos, que corresponden a diferentes formas de mirar hacia nuestro entorno e interpretar en cada momento nuestro ideal de belleza. La estética se convierte así en una reflexión sobre aquello que nos proporciona placer a través de la belleza. Y no teniendo aparentemente ninguna utilidad material o práctica, podemos incluso llegar a considerarla como casi una frivolidad.

Sin embargo, estando nuestro pensamiento casi siempre centrado única y exclusivamente en el hombre, pocas veces nos preguntamos cómo podrá ser la estética para otras especies. Casi nunca nos planteamos, por ejemplo, cómo podrá ser el sentido de la estética para un ave tan bella y noble como el pavo real.

Charles Darwin, no obstante, sí que se planteaba repetidamente este asunto. En realidad, los pavos reales constituían para el ilustre naturalista inglés casi una obsesión mientras escribía su famoso tratado sobre la evolución y el origen de las especies. Concretamente, le obsesionaba la exuberante cola que poseen todos los machos de esta especie. Siendo esta cola tan pesada, aparatosa y llamativa, pensaba él, ¿cómo podía haber sido seleccionada por la evolución? Esta cola hace con que los machos sean más torpes y más vulnerables a los ataques de los predadores, llevándoles más rápidamente a la muerte. Lo lógico sería, por tanto, que la evolución y la selección natural hubiesen evitado que los machos desarrollasen este tipo de cola.

Sin embargo, pasado el tiempo, Darwin llegó a descubrir cuál era la razón para la existencia de esta cola. Y esa razón era simplemente de orden estética. Era una consecuencia del sentido estético propio de los pavos reales. Efectivamente, la enorme cola del macho es estéticamente fascinante para las hembras de pavo real y eso hace con que los machos con mayores colas acaben por tener más descendencia. Una descendencia que, por ser mayor, consigue compensar ampliamente los aspectos más negativos, como es la mayor mortalidad a que los machos están expuestos por parte de los predadores. Y fue así, gracias a esta constatación, que Darwin formuló entonces una nueva teoría, la teoría de la selección sexual, que complementaba adecuadamente la teoría de la selección natural y que conseguía resolver finalmente todas sus dudas.

Pero ¿cuál es el motivo que lleva a las hembras de pavo real a seleccionar a los machos de cola más exuberante? ¿Por qué motivo su sentido estético las hace apreciar este tipo de colas? Pues precisamente debido a que estas colas son un buen indicativo de la fuerza, del vigor y de la buena salud que posee el macho, características estas que las hembras desean transmitir a su progenie. Una macho que consigue sobrevivir a pesar de su enorme y vistosa cola demuestra ser más fuerte y más saludable que otro que consigue sobrevivir con una cola más modesta. Así, el sentido de la estética de los pavos reales revela tener una base eminentemente práctica y racional. Al valorar la fuerza y vitalidad de los machos, la estética acaba por tener para los pavos reales una función primordial en la mejora y supervivencia de la propia especie.

Pero ¿será que no ocurre lo mismo en el ser humano? ¿No tendrá la estética también en el caso del hombre una función práctica, lógica y racional? Podemos pensar, por ejemplo, en las características propias de un viejo y noble jardín, una de las cumbres estéticas creadas por la mano del hombre. Ese jardín un espacio verde y acogedor, inebriante para los sentidos, donde se oye el rumor de los manantiales, donde brotan flores de todos los tipos y colores, donde se respiran las más suaves fragancias, donde los pájaros entonan bellas melodías y sobrevuelan amplios espacios abiertos antes de posarse sobre graciosas pérgolas.

Pues bien, ¿no será el verdor un indicativo de la existencia de una tierra fértil y húmeda? ¿Y las flores una promesa de abundancia de frutos y de comida? ¿Y el sonido de las fuentes no señalará la existencia de agua potable? ¿Y el canto de los pájaros no será un indicativo de la ausencia de predadores, tal como lo son los espacios abiertos, donde ninguna amenaza puede acecharnos? ¿Y las pérgolas no son nuestro necesario refugio contra el sol, el viento y la lluvia?

Al final nuestro sentido estético también puede ser, en gran parte, eminentemente práctico y racional. Nos ayuda a identificar el mejor lugar para vivir, el lugar donde tenemos más oportunidades de supervivencia. Y lo mismo podríamos decir de gran parte de las características estéticas que determinan la selección sexual en nuestra especie. Algunas de ellas parecen invariables e indican la vitalidad o la fecundidad del individuo, mientras que otras, de origen cultural o social, indican la capacidad de un individuo para prosperar en un determinado contexto social o ambiental, en una determinada época o circunstancia.

Es cierto que el arte y las corrientes artísticas exploran todas las características de nuestro sentido estético, proporcionándole nuevas y fascinantes dimensiones. Pero al final siempre acabamos por volver a nuestro tranquilo y florido jardín habitado por gráciles doncellas. Después de todo, quizás nuestra supervivencia dependa de ello. Quizás también dependamos fuertemente de nuestro sentido estético para sobrevivir.


24/7/13

La conspiración del dinero fantasma.

En su origen el dinero era una representación de la cantidad de trabajo realizado por una persona. Así, servía para poder intercambiar libremente el propio trabajo por el trabajo de otros o por cualquier otro tipo de bienes o servicios, dentro de una sociedad ya caracterizada por la división del trabajo. La utilización de dinero ofrecía mejores condiciones que las trocas, utilizadas hasta ese momento, y tenía claras ventajas en el intercambio de bienes de naturaleza perecible, que perdían rápidamente su valor, o que eran imposibles de transportar o acumular.

Ese dinero tomó generalmente la forma de piezas de metal, las monedas, cuyo valor se basaba en el valor del metal que las constituía. En la mayoría de las sociedades antiguas el metal preferido para hacer las monedas fue el oro, cuyo valor era considerado más o menos constante, tal como lo era el esfuerzo de su extracción minera. Y el emblema público acuñado entonces sobre las monedas pasó a garantizar que tenían siempre la misma cantidad de oro, permitiendo que pudiesen ser utilizadas para representar e intercambiar un mismo valor y una misma cantidad de trabajo.

Con el tiempo las monedas de oro acabaron por ser sustituidas por otras fabricadas en plata u otro metal de valor inferior. Y ya en época reciente, por los actuales billetes bancarios fabricados en papel. Sin embargo, independientemente del material con que estaban hechos, estas monedas y billetes representaban una determinada y exacta cantidad de oro. Es decir, aunque no eran de oro, eran siempre intercambiables por la cantidad de oro que les correspondía, residiendo ahora ese metal en los cofres de los bancos nacionales de cada país.

Los problemas comenzaron cuando los países y sus bancos nacionales, renunciando a mantener el patrón oro, es decir, a mantener una exacta correlación entre el dinero en circulación y el oro acumulado en sus cofres, tomaron la decisión de emitir más dinero que aquel que correspondía a sus reservas de oro. Era una solución fácil y cómoda para enfrentar cualquier tipo de dificultad financiera. Si el dinero no llegaba, simplemente se acuñaba o imprimía más, creándose casi como por arte de magia. Sin embargo, esta pérfida maniobra tenía una lógica consecuencia: habiendo por un lado el mismo oro y por otro más billetes o monedas, a cada billete o moneda correspondía ahora una menor cantidad de oro. Así, el dinero pasó a valer menos oro del que oficialmente representaba, pasó a inflacionarse. Y debido al carácter recurrente con que esta maniobra era realizada, la inflación pasó a convertirse en un fenómeno constante y crónico.

Los bancos nacionales pasaron, en realidad, a emitir tanto dinero como les era posible. Aunque siempre intentando no sobrepasar ciertos límites, pues en el caso de que la emisión de dinero fuese muy exagerada, podrían desencadenar una inflación galopante dentro del país o también una caída a pique del valor de cambio del dinero frente a las monedas de otros países. Y ambas posibilidades, escapando siempre a cualquier control, tendrían sin duda consecuencias nefastas para el país.

No siendo convertible en oro, el valor del dinero de un país pasó a basarse entonces en una serie de factores de tipo político, social o financiero. Por ejemplo, en la confianza inspirada por el banco emisor, en la valoración de la política monetaria del país, en las expectativas sobre la evolución de su economía o en las previsiones sobre su futura productividad agrícola o industrial. Así, el valor de la moneda de un país fluctuaba ahora al capricho de la especulación internacional. Pero muy especialmente, pasó a depender, en última instancia, de la preponderancia política, militar o económica ostentada por ese país. La moneda del estado más poderoso, del estado imperial o colonizador, se convirtió invariablemente en la moneda más fuerte, en la más valorizada frente a cualquier otra.

Sin representar oro, ni mucho menos trabajo, el dinero pasó a ser una mera ficción contabilística o financiera y, más tarde, un simple mecanismo de poder político a escala internacional. Sin valor fijo ni real, existiendo ya casi por exclusivo en la ingeniería contable de los bancos públicos y privados, condenado a una espiral especulativa para intentar huir de la inflación, el dinero pasó a convertirse en dinero fantasma.

En los días de hoy únicamente los países más pequeños, con monedas modestas y seguras, alejadas de la especulación internacional, consiguen resistir en algo a la conspiración del dinero fantasma y a su creciente poder. Especialmente cuando tienen gobiernos populares empeñados en no utilizar la moneda para especular o para generar inflación. Pero desgraciadamente las monedas de estos países pequeños son también las más débiles en el contexto internacional, donde son las monedas imperiales las que dictan los valores cambiarios. Así, todos los países que aún consiguen resistir acabarán inevitablemente por ser atacados, invadidos o integrados, contra su voluntad, en los mercados económicos internacionales dominados por el dinero fantasma.

Vacíe usted su bolsillo y compruebe ahora qué clase de dinero tiene en él. Si es un dinero modesto, justo y sabiamente regulado, que intenta representar la cantidad de trabajo que usted ha realizado, guárdelo bien. Si se trata de un dinero fantasma, sin valor real, emitido por entidades financieras que únicamente buscan enriquecerse, por países que buscan el poder y la dominación, quémelo de inmediato. Quémelo, pues en realidad no vale nada. Y tarde o temprano acabará por intentar apoderarse de usted, de su trabajo y de su vida.


14/3/13

El poder del dinero o el dinero del poder.


Todo el mundo sueña. Ya sea despierto o dormido, todo el mundo sueña. Nadie se cansa de soñar. El sueño de un agricultor, por ejemplo, es tener cuatro primaveras por año y ver cómo la tierra produce suficiente alimento como para alejar para siempre el espectro de la escasez y del hambre. El sueño de un obrero es trabajar menos horas y dedicar todo ese tiempo al descanso, a la familia o a la educación. El de un pequeño comerciante es vender toda la mercancía y conseguir pagar así todos los gastos de su casa y su negocio. Por último, el sueño de una persona rica es… evidentemente, continuar a ser rica. En realidad, casi podemos decir que el sueño de cualquier persona es llegar a ser rica, aunque eso sea casi siempre un sueño imposible.

El requisito imprescindible para llegar a ser rico es tener dinero, mucho dinero. Pero ¿cómo se consigue toda esa cantidad de dinero? Los agricultores, los obreros y los pequeños comerciantes saben muy bien que por mucho que trabajen a lo largo de toda su vida, y muchos ciertamente llegan a hacerlo de forma esforzada y penosa, jamás llegarán a ser ricos. Tienen muy claro que no es trabajando que se consigue el dinero suficiente como para llegar a ser rico. Para eso es necesario algo más. Es necesario dominar la fuerza de trabajo de los otros. Es necesario, en resumen, tener poder.

Ya sea trabajando mucho o poco, o incluso nada, llegará a ser rica cualquier persona que consiga el poder de beneficiarse de forma continua del trabajo realizado por los otros. Y esto podrá hacerlo, por ejemplo, siendo el dueño de las tierras o de las fábricas donde trabajan. O gozando de una relación ventajosa en cualquier transacción comercial. O controlando el acceso exclusivo a un determinado bien o servicio. O incluso podrá hacerlo amenazando, robando y abusando de otras personas, o hasta creando un régimen tiránico. Todas estas son formas efectivas de obtener poder y de ganar mucho dinero, o mejor dicho, de hacerse con mucho dinero. El requisito necesario para ser rico es, por tanto, tener poder sobre los otros y su trabajo, tener poder social.

En una sociedad típicamente capitalista el poder es dinero y el dinero es poder. El dinero capitalista no representa el valor del trabajo realizado por una persona. Es simplemente una medida del poder y del dominio social. Una persona rica, por ejemplo, puede ganar en un solo día de trabajo la misma cantidad de dinero que una persona pobre gana en todo un mes. Así, cuando un rico compra un determinado bien por ese valor lo estará pagando con un día de trabajo, mientras que un pobre lo estará pagando muchísimo más caro, lo estará pagando con el salario de un mes.

De esta forma, sin existir ninguna regulación efectiva entre el valor del trabajo y el dinero que se recibe por él, sin existir tampoco un salario mínimo ni un salario máximo, el dinero que una persona recibe acaba por representar en muy escasa medida el trabajo realizado. Representa principalmente el poder o el privilegio social que se posee. Y esta situación injusta tiende a agravarse con el paso del tiempo. El dinero y los privilegios obtenidos por la clase social más rica se van acumulando progresivamente, se perpetúan y agigantan de una generación a otra. Y mientras tanto, el hambre y la miseria de los pobres se multiplican exactamente al mismo ritmo.

Como decíamos, el sueño de cualquier persona es llegar a ser rica. Pero para ello, esa persona tendrá necesariamente que abusar siempre de otras personas más pobres, tendrá que prosperar a costa de la creciente miseria creada a los otros. Y eso es, por supuesto, contrario a cualquier principio ético y a cualquier proyecto sostenible de sociedad. Así, cualquier persona mínimamente honrada y sensata debería abandonar de inmediato cualquier sueño de riqueza y debería empezar a soñar con otra serie de valores muy diferentes del dinero.

Debería soñar, por ejemplo, con valores como la tierra, la agricultura o la pequeña industria, con valores económicos que, siendo más tangibles, estables y seguros, están siempre menos sujetos a la ficción monetaria del dinero y del capital. Aunque sin duda deberán ser bien defendidos, pues el capitalismo también especula con la compra y venta de tierras o juega incluso con la expectativa sobre las grandes cosechas.

Debería soñar también con valores despreciados por la economía capitalista, como son el agua potable, la tierra fértil, el aire puro o el canto de los pájaros, como es un medio ambiente libre de productos químicos venenosos y desreguladores del organismo. Debería soñar, por tanto, con la protección y defensa de la naturaleza y de sus recursos.

Y debería soñar también con relaciones sociales de proximidad e igualitarias, como son la amistad, la vecindad, las asociaciones locales o los pequeños partidos cívicos. Debería soñar con defender la libertad y los valores constitucionales frente a estructuras políticas o económicas multinacionales que extienden cada vez más el enorme y despiadado poder de su riqueza.

No, no sueñe con dinero. El dinero capitalista es falso y engañoso. No representa ni el trabajo ni ningún otro valor real. En cambio, la amistad o el aire puro, por ejemplo, sí que son reales. No son dinero, pero son impagables. Sí, sueñe con esto. Sueñe con esto todos los días y con todas sus fuerzas.


28/2/13

El nacimiento del ecologismo real.

De vez en cuando conviene hacer un alto en el camino y volver la vista hacia atrás para contemplar, atisbando las huellas de nuestros efímeros pasos, la totalidad del camino que hemos recorrido. Conviene detenernos para ver los altos, las curvas, los pasos angostos que hemos conseguido superar, pero también todas las piedras, los errores, en los que hemos tropezado. Y de igual forma que observamos nuestro propio camino conviene también observar el camino realizado por otros, por aquellos otros caminantes que siguen o que siguieron en el pasado un camino semejante o paralelo al nuestro. Contemplando sus errores podremos quizás intentar evitarlos. Así, nos será sin duda de gran utilidad, por ejemplo, buscar paralelismos entre los caminos recorridos por dos ideologías recientes: el socialismo y el ecologismo.

El socialismo surgió en el siglo XIX bajo la forma del llamado socialismo utópico. Según esta corriente de pensamiento, el simple conocimiento y la práctica de los ideales socialistas, tendentes a crear una sociedad más justa, más libre, más armoniosa, serían más que suficientes para acabar con la injusticia y la existencia de clases sociales. Se pensaba que incluso los detentores del poder social y económico se sumarían con convicción a la defensa de las luminosas ideas del socialismo. Sin embargo, como bien rápidamente se pudo comprobar, quien tiene el poder y se beneficia de él de forma creciente nunca tiene, salvo raras excepciones, la inteligencia o la voluntad suficiente como para cambiar renunciando a sus privilegios.

Por ello surgió una nueva corriente, el socialismo científico. Para esta corriente, el socialismo sólo podría imponerse por la lucha y por la presión social ejercida por los más desfavorecidos, siendo ésta la única forma de vencer la férrea voluntad de la minoría privilegiada por mantenerse en el poder. La sociedad ideal, más justa, más digna y más sostenible, sólo podría alcanzarse mediante una acción bien estudiada y delineada, mediante una metodología científica capaz de enfrentar todas las dificultades. Y esta metodología, pretendiendo en primer lugar la eliminación de los privilegios sociales y la propiedad privada de los medios de producción, debería definir con claridad los primeros pasos de una transformación social que tuviese siempre como motor la lucha y la rebelión de la mayoría desfavorecida, a la que igualmente podrían sumarse luego los elementos más lúcidos de la minoría privilegiada.

Ya en el siglo XX, algunos procesos revolucionarios, ya siempre bajo una inevitable inspiración socialista, acabaron por dar lugar a regímenes de características autoritarias, cada vez menos democráticos, progresivamente dominados por la aparición de una minoría social privilegiada de índole política o burocrática. En estos regímenes, los iniciales ideales socialistas pasaron a aplicarse de una forma cada vez más despótica o incluso, finalmente, como una simple fachada para encubrir su progresiva corrupción moral. Este camino de degradación ideológica fue conocido como socialismo real, siendo justificado por sus autores como la única opción posible para el socialismo en el contexto y las particulares circunstancias históricas en que intentó desarrollarse.

Fue también en este último siglo, ante la cada vez más evidente y alarmante crisis ambiental mundial, que surgió el movimiento ecologista como un amplio movimiento social en defensa de la naturaleza y del medio ambiente. Una vez más, la primera corriente de pensamiento en aparecer, el denominado ambientalismo, consideró que el simple conocimiento de la necesidad de preservar el medio ambiente sería más que suficiente para que las sociedades modernas tomasen todas las medidas necesarias para su urgente salvaguarda. Y se pensó incluso que las sociedades más destructoras del medio ambiente, justamente aquellas que más se beneficiaban del activo ambiental de los otros países o incluso, de forma suicida, del activo ambiental de las generaciones futuras, serían las primeras en sumarse a la defensa de las ideas ambientalistas.

Pero esta idea se reveló ya como claramente utópica. Salvo raras excepciones, o salvo aplicaciones muy limitadas a un entorno inmediato, los países y las multinacionales que se benefician de forma creciente de los abusos ambientales muy raras veces llegan a tener la inteligencia o la conciencia suficiente como para renunciar a sus privilegios. Privilegios estos que, tal como es frecuente en la historia, han pasado a confundirse mientras tanto con los privilegios previamente existentes, en este caso con los privilegios sociales combatidos por el socialismo.

Es así como nació el ecologismo o ecologismo social, que, abordando el problema de una forma más científica, defiende el cambio radical hacia un nuevo modelo de sociedad donde sea imposible obtener beneficios o privilegios con la destrucción del ambiente y donde no exista la propiedad privada de los recursos naturales o de su explotación. Y este cambio sólo se podrá alcanzar con la fuerza y la lucha ejercida por las mayorías desfavorecidas, por las víctimas de los cada vez más terribles abusos ambientales, por los pueblos y países dominados, explotados y devastados, por las nuevas generaciones que nacieron ya condenadas a la miseria y también, de forma especial, por los sectores más lúcidos e ilustrados de las sociedades privilegiadas, que desde luego no son inmunes al creciente desastre ambiental mundial.

En los últimos años, sin embargo, en el movimiento en defensa del medio ambiente aparecieron determinados partidos o corrientes que defienden firmemente el pragmatismo y, de forma sorprendente, se alían con los abusadores o apoyan la continuidad, bajo simples reformas, del actual modelo de sociedad, tan terriblemente destructivo para el ambiente. Se denominan a sí mismos como realistas. ¿Estaremos así ante el nacimiento, a imagen del socialismo real, de lo que podremos denominar como el ecologismo real?


19/12/12

La inocencia perdida.


A todos nos gustaría creer que la inocencia existe y que de alguna forma, o en alguna medida, nosotros somos parte integrante de ella. Nos gustaría creer que en lo más hondo de nuestro ser existe siempre un rincón escondido donde brilla, con todo su esplendor, nuestra más pura e inmaculada inocencia. Pero la verdad es que en el mundo en que vivimos actualmente la inocencia no existe. Ni tampoco existe el menor rastro de ella en nuestro interior.

Nuestro mundo moderno, contrariando quizás nuestro propio deseo, fue construido de forma calculada y metódica para no dejar ningún espacio posible para la inocencia. Así, aunque nos cueste mucho admitirlo, todos nosotros, como parte integrante de ese mundo, tenemos las manos inevitablemente manchadas de sangre: sangre propia y ajena, sangre reprimida y derramada, sangre caliente de todos los tipos y colores.

Sin que nos demos cuenta, la sangre salpica continuamente nuestras manos. Nos salpica, por ejemplo, cuando compramos productos hechos con trabajo infantil, hechos con ese tipo de trabajo esclavo que seca día a día miles de venas jóvenes y vigorosas. Y nosotros ni siquiera sabemos qué productos, de aquellos que compramos, utilizan este tipo de trabajo. Nuestras leyes de libre comercio y nuestros modernos tratados económicos internacionales nos impiden saberlo. Y de esta forma apartan definitivamente de nuestras pequeñas conciencias cualquier tipo de escrúpulo que pudiésemos tener.

La sangre mancha también nuestras manos cuando sostenemos en ellas los enigmáticos alimentos de los que depende actualmente nuestro sustento. Son alimentos que en su mayoría provienen de lejanos campos y que conservan de ellos un cierto aroma de muerte y desolación: aroma de venenos, de herbicidas y de pesticidas aplicados sobre campos que una vez fueron sanos y fértiles, aroma de bosques y selvas desforestadas y despojadas de vida para recoger unas pocas y breves cosechas, aroma de tierras arrebatadas a agricultores anónimos que mueren ahora en los grises suburbios de alguna mísera ciudad. El sabor de todos estos alimentos es amargo, pero ya hace mucho tiempo que nos hemos acostumbrado a él. Y no nos permite distinguir el sabor a tragedia que impregna las tierras donde son producidos.

La sangre inunda nuestras manos y se desborda a borbotones por entre nuestros dedos cuando pagamos los impuestos que sirven, entre otras cosas, para financiar a los ejércitos mercenarios cuyo oficio, cada vez más sofisticado e implacable, es asesinar hombres, mujeres y niños de otras razas. Pero esta terrible crueldad nunca llega a quitarnos el sueño, pues nuestros gobernantes nos aseguran una y otra vez que esos crímenes son cometidos en nombre de la paz y de la libertad. Eso es lo que nosotros queremos creer y eso es lo que nos basta para dormir de conciencia tranquila. Las bombas caen tan lejos de nuestras casas que ni siquiera llegamos a oír el eco de sus explosiones, ni el rumor de los llantos, ni el olor de la carne quemada.

La sangre cae y se reseca sobre nuestras manos cada vez que quemamos petróleo u otros combustibles fósiles: cada vez que arrancamos nuestros coches, cada vez que encendemos nuestras calefacciones, cada vez que importamos productos de lejanos países, cada vez que hacemos casi cualquier cosa en un mundo moderno absolutamente dependiente del petróleo. Y con ello vamos apagando poco a poco el aliento de nuestra atmósfera, el aliento suave y sereno que gobierna nuestro clima, nuestros vientos, nuestras lluvias, nuestros ríos, nuestros veranos, nuestras cosechas, nuestros mares. Pero los gases que emitimos para acabar con este benéfico clima son invisibles y su efecto no es inmediato, por lo que nunca llegan a nublar la determinación de nuestra debilísima inteligencia.

No, no existe ni puede existir inocencia en nuestras sociedades modernas, basadas en el abuso sistemático del hombre y de la naturaleza, basadas en el esplendor de viejas concepciones clasistas, feudalistas, capitalistas, colonialistas, totalitarias, tiránicas, imperialistas o cualquiera de sus modernas combinaciones.

La sangre mancha nuestras manos. Hay muchos que no la ven y muchos otros, demasiados, que no quieren verla. Muchas personas viven en las tinieblas de la ignorancia, donde nunca llega la luz del día ni de la razón. Y muchas otras, demasiadas, huyen corriendo de la luz o simplemente no miran ni se preocupan con el color de sus manos. Pero la sangre está ahí, imborrable, reluciente, delatora.

Luchar para cambiar este mundo en que vivimos, más que un ejercicio de idealismo o de utopía, es simplemente un intento desesperado por lavar unas manos sucias y una conciencia perturbada. No hacerlo, no intentar luchar cada día por un mundo mejor, renunciar definitivamente a la inocencia, sólo puede calificarse como pura locura.