19/12/12

La inocencia perdida.


A todos nos gustaría creer que la inocencia existe y que de alguna forma, o en alguna medida, nosotros somos parte integrante de ella. Nos gustaría creer que en lo más hondo de nuestro ser existe siempre un rincón escondido donde brilla, con todo su esplendor, nuestra más pura e inmaculada inocencia. Pero la verdad es que en el mundo en que vivimos actualmente la inocencia no existe. Ni tampoco existe el menor rastro de ella en nuestro interior.

Nuestro mundo moderno, contrariando quizás nuestro propio deseo, fue construido de forma calculada y metódica para no dejar ningún espacio posible para la inocencia. Así, aunque nos cueste mucho admitirlo, todos nosotros, como parte integrante de ese mundo, tenemos las manos inevitablemente manchadas de sangre: sangre propia y ajena, sangre reprimida y derramada, sangre caliente de todos los tipos y colores.

Sin que nos demos cuenta, la sangre salpica continuamente nuestras manos. Nos salpica, por ejemplo, cuando compramos productos hechos con trabajo infantil, hechos con ese tipo de trabajo esclavo que seca día a día miles de venas jóvenes y vigorosas. Y nosotros ni siquiera sabemos qué productos, de aquellos que compramos, utilizan este tipo de trabajo. Nuestras leyes de libre comercio y nuestros modernos tratados económicos internacionales nos impiden saberlo. Y de esta forma apartan definitivamente de nuestras pequeñas conciencias cualquier tipo de escrúpulo que pudiésemos tener.

La sangre mancha también nuestras manos cuando sostenemos en ellas los enigmáticos alimentos de los que depende actualmente nuestro sustento. Son alimentos que en su mayoría provienen de lejanos campos y que conservan de ellos un cierto aroma de muerte y desolación: aroma de venenos, de herbicidas y de pesticidas aplicados sobre campos que una vez fueron sanos y fértiles, aroma de bosques y selvas desforestadas y despojadas de vida para recoger unas pocas y breves cosechas, aroma de tierras arrebatadas a agricultores anónimos que mueren ahora en los grises suburbios de alguna mísera ciudad. El sabor de todos estos alimentos es amargo, pero ya hace mucho tiempo que nos hemos acostumbrado a él. Y no nos permite distinguir el sabor a tragedia que impregna las tierras donde son producidos.

La sangre inunda nuestras manos y se desborda a borbotones por entre nuestros dedos cuando pagamos los impuestos que sirven, entre otras cosas, para financiar a los ejércitos mercenarios cuyo oficio, cada vez más sofisticado e implacable, es asesinar hombres, mujeres y niños de otras razas. Pero esta terrible crueldad nunca llega a quitarnos el sueño, pues nuestros gobernantes nos aseguran una y otra vez que esos crímenes son cometidos en nombre de la paz y de la libertad. Eso es lo que nosotros queremos creer y eso es lo que nos basta para dormir de conciencia tranquila. Las bombas caen tan lejos de nuestras casas que ni siquiera llegamos a oír el eco de sus explosiones, ni el rumor de los llantos, ni el olor de la carne quemada.

La sangre cae y se reseca sobre nuestras manos cada vez que quemamos petróleo u otros combustibles fósiles: cada vez que arrancamos nuestros coches, cada vez que encendemos nuestras calefacciones, cada vez que importamos productos de lejanos países, cada vez que hacemos casi cualquier cosa en un mundo moderno absolutamente dependiente del petróleo. Y con ello vamos apagando poco a poco el aliento de nuestra atmósfera, el aliento suave y sereno que gobierna nuestro clima, nuestros vientos, nuestras lluvias, nuestros ríos, nuestros veranos, nuestras cosechas, nuestros mares. Pero los gases que emitimos para acabar con este benéfico clima son invisibles y su efecto no es inmediato, por lo que nunca llegan a nublar la determinación de nuestra debilísima inteligencia.

No, no existe ni puede existir inocencia en nuestras sociedades modernas, basadas en el abuso sistemático del hombre y de la naturaleza, basadas en el esplendor de viejas concepciones clasistas, feudalistas, capitalistas, colonialistas, totalitarias, tiránicas, imperialistas o cualquiera de sus modernas combinaciones.

La sangre mancha nuestras manos. Hay muchos que no la ven y muchos otros, demasiados, que no quieren verla. Muchas personas viven en las tinieblas de la ignorancia, donde nunca llega la luz del día ni de la razón. Y muchas otras, demasiadas, huyen corriendo de la luz o simplemente no miran ni se preocupan con el color de sus manos. Pero la sangre está ahí, imborrable, reluciente, delatora.

Luchar para cambiar este mundo en que vivimos, más que un ejercicio de idealismo o de utopía, es simplemente un intento desesperado por lavar unas manos sucias y una conciencia perturbada. No hacerlo, no intentar luchar cada día por un mundo mejor, renunciar definitivamente a la inocencia, sólo puede calificarse como pura locura.

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