30/6/21

Un juego cuyo premio es siempre perder


Imaginemos un juego tremendamente divertido. Imaginemos que lanzamos una moneda al aire y la dejamos caer al suelo. Si sale cara, nuestro adversario gana. Y si sale cruz, por el contrario, nosotros no ganamos, sino que el juego se repite y vuelve a lanzarse la moneda al aire. Ciertamente no parece un juego muy justo o equitativo. En realidad, nuestro adversario siempre acaba por ganar, ya sea en el primer lanzamiento o en cualquiera de los siguientes. Y nosotros, en consecuencia, siempre perdemos.

Imaginemos ahora una variante de este mismo juego, pero aún más divertida. Una única persona juega contra un numeroso grupo de personas del cual nosotros formamos parte. Las reglas son las mismas. Si sale cara esa persona gana y si sale cruz nuestro grupo no gana, sino que se repite nuevamente el lanzamiento. No hay duda de que se trata de un juego aún más injusto que el anterior, pues a lo absurdo de las reglas se le añade ahora la enorme desproporción existente entre la única persona que siempre gana y el conjunto de personas que siempre perdemos.

Pero intentemos que el juego sea todavía más divertido. Imaginemos ahora que en el lanzamiento nos apostamos nuestra salud o, llegado el momento, incluso nuestra propia vida. Si sale cara nuestro oponente gana y, por tanto, todos los del grupo perdemos la salud o la vida. Y si sale cruz no ganamos nada, sino que simplemente se lanza de nuevo la moneda al aire. Parece algo diabólico, ¿verdad? ¿Quién querría participar por propia voluntad en un juego tan absurdo y claramente suicida?

Imaginemos, sin embargo, que no jugamos voluntariamente, sino que nos obligan por la fuerza a jugar y a formar parte del grupo que siempre pierde. Para cualquier persona resultará evidente que ya no se trata de un juego sino, en todo caso, de un atentado contra nuestra libertad y nuestra salud, de un tremendo abuso de poder, de una acción de naturaleza criminal necesariamente perseguida y condenada por las leyes.

Sin embargo, si pensamos así estaremos completamente equivocados. En realidad, este juego cruel y despiadado es perfectamente legal. Y no sólo eso, sino que estamos sometidos a él todos los días, sin excepción. Todos los días, sin nosotros saberlo o desearlo, una moneda invisible gira continuamente en el aire sobre nuestras cabezas, una moneda con la que nos jugamos de forma permanente la salud y la vida. Y claro, evidentemente, siempre acabamos por perder.

Pero ¿cómo es esto posible? Pues bien, en realidad es muy fácil. Se trata de un juego que está a la vista de todos. Todos sabemos desde hace tiempo que determinados compuestos químicos artificiales llenan nuestro ambiente, nuestros campos, nuestros alimentos y también, de forma inevitable, nuestro propio cuerpo. Están por todas partes, cada vez en mayor número y en mayor concentración. Son centenares de productos con multitud de nombres extraños, como dioxinas, furanos, DDT, bisfenoles, PCB o ftalatos. Sabemos ahora, por ejemplo, que uno de ellos, el glifosato, un veneno utilizado como herbicida, se encuentra presente en la sangre del 80% de las personas de algunos países europeos. Siendo así, ¿cuál es el efecto que produce tener en nuestro cuerpo éste y todos los otros compuestos químicos antes mencionados? Pues bien, saberlo es, en realidad, lo que convierte a todo esto en un juego.

Por un lado, los científicos nos alertan continuamente de que muchos de estos compuestos son nocivos para la salud, a veces incluso cancerígenos, y que probablemente lleguen en ocasiones a costarnos incluso la vida. Por el otro lado, las grandes empresas que los producen, con el valioso respaldo de sus científicos a sueldo, contradicen todo lo anterior diciendo que en realidad no se ha conseguido nunca demostrar dicho efecto. Algo que aparentemente debería tranquilizarnos.

El juego, por tanto, está claro en todas sus reglas. Se lanza la moneda al aire. Si sale cara, si estos productos químicos son realmente peligrosos, las grandes empresas ganan. Ganan o habrán ganado dinero produciéndolos, incluso en el caso de que estos productos lleguen luego finalmente a prohibirse. Y nosotros inevitablemente perdemos. Más concretamente, la salud o la vida. Por el contrario, si sale cruz, si los compuestos al final no son peligrosos y no afectan a nuestra salud, nosotros no ganamos absolutamente nada con ello. Simplemente vemos cómo la moneda vuelve a lanzarse nuevamente al aire.

Vuelve a lanzarse y en cada lanzamiento nos vemos expuestos a nuevos compuestos o a una concentración mayor de los ya existentes, pues siendo aparentemente inocuos podrán producirse y utilizarse en mayor cantidad. Y mientras tanto lo único que podemos hacer es asistir, una y otra vez, al lanzamiento de estas o de nuevas monedas, esperando a que en cualquier momento salga finalmente cara, es decir, a caer definitivamente enfermos o muertos.

La pregunta se hace evidente: ¿por qué dejamos que nos sometan a este absurdo y criminal juego en el cual unos pocos ganan y todos los demás, no ganando nunca nada, arriesgamos incluso nuestra propia vida?

En primer lugar lo hacemos, desde luego, por nuestro desconocimiento e ignorancia. No sabemos, ni de lejos, qué tipo de compuestos están ya en el ambiente o en nuestro cuerpo, ni en qué cantidades, ni en qué concentraciones, ni qué tipo de riesgos implican, ni cómo nos afectan. Es decir, en gran medida ni siquiera sabemos que estamos participando en este diabólico juego.

Pero también lo hacemos porque nos lo ocultan. Quienes producen estos compuestos y deberían conocer sus efectos y el riesgo a que nos están sometiendo nunca nos informan de nada. Pero claro, ¿por qué irían a hacerlo? ¿Por qué irían a renunciar voluntariamente a un juego en el que siempre ganan? ¿Por qué irían a renunciar a su enorme y provechoso negocio? ¿Por escrúpulos de conciencia? Todos sabemos, por ejemplo, que en las grandes empresas todo es fruto de una larga cadena de decisiones. Cada agente toma una pequeña decisión, pero ninguno toma la decisión por entero. Nadie es, por tanto, realmente responsable de las consecuencias finales. Nadie se siente culpable ni puede sentir ningún tipo de remordimientos.

Aunque también jugamos, contra toda lógica, porque nos lo ocultan nuestras propias autoridades sanitarias, aquellas que precisamente tienen la obligación de vigilar, controlar y, sobre todo, prohibir todo aquello que afecta negativamente a la salud pública. Son ellas las que deberían defendernos y evitar que seamos sometidos a este criminal juego. Pero, por desgracia, en la actualidad dichas autoridades están casi siempre en manos del poder económico y de quienes lo manejan. Incluso no es raro ver determinados funcionarios trabajando alternadamente para las empresas que producen los compuestos y para los organismos públicos que los deberían controlar.

Sin embargo, también participamos en este juego porque nos engañan. Nos mienten sobre el verdadero significado de la ciencia y sobre algo tan importante como es el principio de precaución. Para empezar, intentan hacernos creer que los estudios pagados por las grandes empresas, muchas veces auténticos ejercicios de anticiencia, sólo por el hecho de ser realizados en laboratorios con máquinas muy caras y sofisticadas arrojan necesariamente verdades científicas incuestionables. Por el contrario, si un científico independiente y con menos dinero prueba otra cosa, rápidamente se le desautoriza, se le ataca o incluso se le hace perder su empleo. Como es evidente, nada de esto tiene que ver con la ciencia.

Por otra parte, el principio de precaución determina que para que un compuesto pueda ser comercializado primero debe demostrar de forma positiva que no tiene ningún efecto sobre la salud. Y tampoco podrá seguir produciéndose si posteriormente surge alguna duda, por mínima que sea, en relación a sus posibles efectos. No obstante, en la actualidad este principio se incumple por completo. A las empresas no se las obliga a presentar estudios que demuestren que los compuestos no afectan a la salud. Únicamente se las obliga a presentar estudios que afirmen que no han hallado ninguna relación. Es decir, no se las obliga a demostrar la inexistencia de esa relación, sino simplemente a decir que no la han encontrado, o bien que no han querido encontrarla.

Y peor aún, si un estudio independiente levanta luego dudas sobre un determinado compuesto, las autoridades, en vez de poner en cuarentena el producto, lo que hacen es poner en cuarentena ese estudio y esas dudas. Es decir, se pone en cuarentena el propio principio de precaución y la propia ciencia.

No, en realidad todo esto no es ningún juego. No deberíamos resignarnos por más tiempo a ser las víctimas silenciosas, las involuntarias cobayas del lucrativo negocio de unos pocos. No deberíamos dejar por más tiempo que nos mantengan en la ignorancia, que nos oculten la información, que nos desprotejan o que nos engañen. No deberíamos permitir que jueguen con nosotros y con nuestra vida. Y sobre todo, no deberíamos olvidar que tenemos todo el derecho del mundo a nuestra salud, a la salud de todos, a una salud universal que siempre, sin excepción, en todo momento debe ganar.


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