20/1/20

La felicidad y el placer de vivir a la sombra


Todos estamos de acuerdo en considerar que el objetivo último en la vida es obtener el mayor grado posible de felicidad. Por eso mismo, la forma en que podemos alcanzar esa felicidad ha sido, desde siempre, una de las materias centrales de la ética y uno de los principales campos de estudio de la filosofía.

Todos vivimos con el firme propósito de alcanzar la felicidad. Sin embargo, es inevitable reconocer que dicho propósito sólo cobra sentido una vez que hemos conseguido asegurarnos lo más básico y esencial para nuestra propia supervivencia. No es posible alcanzar ningún grado de felicidad, por ejemplo, cuando nos falta el más imprescindible alimento, cuando somos víctimas de la guerra, cuando vivimos bajo la desolación de terribles epidemias, cuando sufrimos la continua tortura de la esclavitud o cuando nos enfrentamos a una situación de implacable injusticia o crueldad. En estas condiciones, el bien máximo se reduce simplemente a la mera supervivencia, ya sea física o espiritual.

Pero ninguno de estos infortunios depende ciertamente de nosotros mismos ni de nuestra actitud individual, sino que son una consecuencia de la realidad de nuestro tiempo y de las características de la sociedad en que vivimos. Y no sólo de nuestra sociedad, sino también de las sociedades vecinas con las que de alguna forma nos relacionamos o con las que podemos entrar en conflicto.

La filosofía ha intentado también dar respuesta a todos estos problemas de ámbito social mediante la elaboración de una compleja ética pública, es decir, de la política. Pero, en realidad, el desarrollo de la política implica siempre la participación activa de todas o, al menos, de una buena parte de las personas de la comunidad. Es decir, que la solución a los problemas de la sociedad, a fin de cuentas, acaba también por depender de los comportamientos individuales, aunque en este caso sumados y coordinados, de todos sus miembros.

Por tanto, para toda persona resulta imprescindible asegurar, en primer lugar, la propia supervivencia y la de su sociedad participando de forma decidida en la actividad política, en el ámbito público. Y sólo posteriormente, una vez conseguido ese objetivo, podrá pensar en buscar su propia felicidad mediante el desarrollo de una ética individual, centrada en el ámbito privado. Es decir, sólo tras conseguir asegurar, mediante la política, unas condiciones sociales adecuadas para vivir sin grandes dificultades, de forma digna y saludable, en un ambiente de paz, libertad y justicia, será cuando una persona podrá finalmente fijar su atención en construirse una vida privada lo más feliz posible.

Pero ¿cómo encontrar el camino hacia esa felicidad privada? Si miramos hacia atrás en la historia, vemos que este tema fue ya materia primordial de estudio de diversas escuelas filosóficas surgidas en la antigua Grecia durante el inicio del periodo helenístico. Entre ellas podemos citar la escuela hedonista de Aristipo de Cirene, la escuela epicúrea de Epicuro de Samos y la escuela estoica de Zenón de Citio. Y curiosamente, todas estas escuelas se plantearon una misma e interesante pregunta: ¿hasta qué punto la felicidad individual de la persona debe ser identificada con el placer?

Es evidente que el placer nos hace sentir bien, nos satisface, nos agrada. En resumen, nos hace sentirnos felices. Sin embargo, ¿la felicidad se reduce, o debe reducirse, a disfrutar de una continua o recurrente sensación de placer? Por otra parte, habiendo diferentes tipos de placer, en ocasiones contrapuestos, incluso antagónicos entre sí, ¿no deberíamos al menos tratar de seleccionar aquellos que nos proporcionan un mayor grado de felicidad? Además, ¿cómo puede compatibilizarse una continua búsqueda del placer con la necesaria construcción de un pensamiento lógico y racional, del todo imprescindible para nuestra propia supervivencia?

A todas estas preguntas las tres escuelas respondieron de forma algo diferente. Y la diferencia residía, precisamente, en la distinta importancia que daban a la búsqueda del placer en la obtención de la felicidad individual. Aunque podemos ya decir que ninguna de ellas defendía una completa identidad entre felicidad y placer, y mucho menos proponía una búsqueda desenfrenada y sin límites de este último.

La escuela que de alguna forma identificaba más estrechamente el placer con la felicidad era la escuela hedonista. Sin embargo, para esta escuela, el disfrute del placer estaba siempre sujeto a valores como la prudencia, la inteligencia o la moderación. Además, reconocía la existencia de placeres sensuales, ligados al cuerpo, tanto como la existencia de placeres intelectuales, ligados a la mente, si bien a estos últimos les otorgaba una menor importancia.

Mayor distancia entre placer y felicidad encontramos en la escuela epicúrea. También esta escuela diferenciaba entre placeres sensuales e intelectuales, pero daba más importancia a estos últimos, a los que consideraba más duraderos. Defendía además que una mayor felicidad no se alcanza sólo con un mayor grado de placer, sino también con un menor grado de sufrimiento, por lo que recomendaba evitar padecimientos innecesarios renunciando a aquellos deseos más superfluos. Así, la vida debería basarse, principalmente, en satisfacer las necesidades más esenciales, en potenciar los placeres espirituales y en evitar la notoriedad social o aquellos deseos más vanos y prescindibles. La felicidad consistía, por tanto, en llevar una existencia sencilla y plena viviendo cómodamente a la sombra, en un jardín florido, rodeado de amigos y familiares.

La escuela estoica, por el contrario, establecía una mayor distancia entre placer y felicidad. En realidad, esta escuela desplazaba el centro de sus atenciones del placer hacia otro concepto diferente, la virtud, que relacionaba directamente con los placeres más intelectuales, con la lógica y con el pensamiento racional. Las pasiones y los placeres sensuales quedaban por tanto relegados, debiendo ser evitados o, como mínimo, estar siempre sometidos a la razón. La felicidad consistía así en llevar una vida imperturbable ante el sufrimiento, dedicada al pleno desarrollo de la voluntad, de la disciplina y del placer intelectual.

Es destacable que las tres escuelas coincidían en distinguir entre placeres sensuales e intelectuales, a los que acababan otorgando, sin embargo, diferente grado de importancia. Centrándonos en esta distinción, podríamos decir que los placeres sensuales responden a la necesidad de la persona en satisfacer sus sentimientos, sus instintos y sus deseos naturales. Mientras que los placeres intelectuales responden a la necesidad de la persona en satisfacer su intelecto, su conocimiento adquirido y su pensamiento racional. Parece lógico, por tanto, afirmar que ambos tipos de placeres y necesidades son propios de toda persona y que ambos deben ser satisfechos.

Ahora bien, ¿la satisfacción de uno de estos dos tipos de placeres debería tener más peso e importancia que el otro, como se discutía en las tres escuelas filosóficas antes mencionadas? ¿Deberían privilegiarse los placeres sensuales sobre los intelectuales? ¿O quizás justo lo contrario? Pues bien, en primer lugar quizás deberíamos considerar que, en realidad, ambos tipos de placeres no parecen ser incompatibles ni excluyentes, pues los sentimientos y la razón no son de ninguna forma elementos contrapuestos, sino elementos que se complementan.

Los sentimientos están determinados por la información genética que heredamos de nuestros antepasados. Y la razón está determinada por la información empírica que nos aporta nuestra experiencia personal o las enseñanzas que hemos recibido a lo largo de nuestra vida. Ambas fuentes de información son necesarias e imprescindibles para tomar cualquier decisión. Y lo son porque, por ejemplo, cualquier información aportada por nuestros genes es o debe ser complementada y concretada, en todo momento, por la información aportada por nuestra experiencia.

Es cierto que hay algunos casos en los que se nos presenta una aparente contradicción entre ambas fuentes de información. Y en ellos nos vemos obligados a reflexionar, a sopesar y comparar sucesivamente la perspectiva dada por las emociones y la dada por el intelecto. Gracias a ello, sentimientos sólidos y complejos pueden llevarnos, acertadamente, a evitar seguir razonamientos basados en ideas demasiado simplistas. Y razonamientos sólidos y complejos pueden llevarnos, acertadamente, a evitar seguir sentimientos basados en impulsos demasiado simples.

Pero la mayoría de las veces no nos encontraremos con esa contradicción, en especial si poseemos un pensamiento sólido y maduro. Por el contario, cuanto más compleja y novedosa sea la situación a que nos enfrentamos, es decir, allí donde tanto nuestra información genética como nuestra información empírica o racional se revelen insuficientes o ineficaces, siendo por tanto necesariamente más frágil nuestro pensamiento, más fácilmente nos confrontaremos con esas aparentes contradicciones.

Asumiendo así que los sentimientos y la razón son elementos complementarios e imprescindibles para tomar buenas decisiones y obtener un mayor grado de felicidad, parece acertado decir que la satisfacción de los placeres sensuales, de los sentimientos, debería ser siempre complementaria y compatible con la satisfacción de los placeres intelectuales, de la razón. Y no debería haber, en principio, ninguna preponderancia de unos sobre otros.

Así, volviendo a las tres escuelas filosóficas antes citadas, podemos decir que quizás el epicureísmo representaba la opción más equilibrada. Pues, frente a un hedonismo que privilegiaba el sentimiento y a un estoicismo que privilegiaba la razón, el epicureísmo conseguía combinar en mayor grado de igualdad placeres sensuales e intelectuales.

En resumen, podemos concluir que toda persona debería ser activa, entregada y audaz en el desempeño de las funciones públicas y en la búsqueda del bien común. Para después, aseguradas unas mínimas condiciones, poder trazar el camino hacia su propia felicidad personal, hacia su bien privado y particular. Un camino que, seguramente, debería conducirla a llevar una existencia enriquecedora, vivida calmamente a la sombra, disfrutando por igual de la sensualidad y del intelecto, de la naturaleza y del arte, de la espontaneidad y de la virtud.



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