26/5/10

Etiquetas del pensamiento.

En nuestra sociedad moderna, la forma de pensar de los seres vivos se clasifica según un riguroso orden jerárquico. De todos es sabido que cuando un hombre piensa manifiesta con ello su superior inteligencia. En un nivel jerárquico inferior, una mujer, cuando piensa, manifiesta únicamente su intuición femenina. Por último, cuando los animales y las bestias piensan no hacen otra cosa sino manifestar su instinto animal.

Los hombres, por cualquier razón, nunca esperaron que las mujeres fuesen capaces de pensar. Por ello, en su momento tuvieron que inventar un término adecuado para expresar esta peculiar anomalía. Este término, bien diferente de la inteligencia, fue la intuición femenina. De igual forma, ni hombres ni mujeres esperaron nunca que un animal fuese capaz de pensar. Así, ante los sorprendentes comportamientos animales, fue necesario inventar otro concepto nuevo, el instinto animal. De esta forma, hombres, mujeres y bestias volvieron a ocupar otra vez el lugar jerárquico que, en el fantasioso mundo de los hombres, les correspondía. El orden fue así reestablecido.

La cosa se complicó un poco cuando se comenzó a explorar otros continentes y se descubrieron en ellos seres humanos pertenecientes a otras razas. Debido a su aspecto extraño y sus vocablos incomprensibles, estos seres fueron clasificados en un principio junto con las bestias. Sin embargo, cuando algunos de ellos aprendieron a hablar la lengua de los europeos, hubo que ponerlos en una categoría a parte, la de los salvajes. Su forma de pensar se clasificó así en un lugar intermedio entre el instinto y la intuición, un lugar a menudo identificado con la puerilidad.

El acto de pensar de cualquier ser vivo, desde que posea un sistema nervioso complejo, corresponde siempre al mismo tipo de proceso fisiológico. Cada especie está adaptada a unas determinadas condiciones ecológicas y por ello su sistema nervioso se centra en desarrollar diferentes capacidades: visuales, olfativas, táctiles, locomotoras, sociales, nemotécnicas, etc. Pero el proceso fisiológico de pensar es siempre el mismo y no hay ninguna razón para clasificarlo de formas diferentes o, mucho menos, jerárquicas.

En realidad, cuando se quiere poner etiquetas diferentes al acto de pensar únicamente se intenta dar respuesta a ciertas necesidades culturales. Podemos ver esto, especialmente, en el trato que damos a las diferentes especies de animales que nos rodean. Las etiquetas culturales que les ponemos se sobreponen con facilidad a nuestra más elemental capacidad crítica y nos llevan a adoptar, muchas veces, comportamientos completamente incoherentes.

Por ejemplo, muchas personas que conviven regularmente con perros y conocen su forma de pensar, sus afectos y sus sentimientos, consideran a estos animales como auténticos compañeros. Y muchas veces llegan a equipararlos involuntariamente a su propia condición de humanos. Como es fácil de comprender, estas personas ven con gran horror que, en otras culturas, los perros sean criados simplemente como alimento. Pero, de forma sorprendente, muchas de estas personas son capaces, por ejemplo, de utilizar cerdos como alimento y no sentir ningún horror en comerlos.

Estas personas asignan la etiqueta de compañero a unos animales y la etiqueta de alimento a otros, consiguiendo disociar completamente el diferente trato que dan a cada uno de ellos. Y resulta comprensible que, culturalmente, se asignen etiquetas inferiores a los animales que nos sirven de alimento, pues resultaría tremendamente desagradable comer seres próximos a nuestra misma condición. Así, en nuestra mente, las especies comestibles son etiquetadas y puestas a un nivel semejante al de los objetos inanimados.

Muchas otras razones culturales nos llevan a poner diferentes etiquetas a otras especies. En algunas culturas, y por diferentes motivos, se considera que ciertos animales domésticos como caballos, vacas o cerdos no son alimento. Con menos complejos, otras culturas consideran como alimento cualquier animal que se ponga al alcance de la mano. Algunas, siempre de forma ritual, llegan incluso a practicar el canibalismo.

Todas estas etiquetas que aplicamos a sexos, razas y especies animales revelan la visión profundamente egocéntrica que, de una forma más o menos inconsciente, tenemos siempre del mundo. Sin embargo, a medida que aumenta nuestro conocimiento, a medida que se eleva nuestro nivel científico y cultural, todas estas etiquetas mentales deberían desaparecer, revelándose como profundamente absurdas.

Por otra parte, no poner etiquetas a los otros es también la mejor forma de evitar que nos las pongan a nosotros mismos. Imagine que, en una visita a un parque zoológico, usted se queda accidentalmente encerrado en la jaula de los tigres de bengala. Rodeado por estos simpáticos animales de grandes y terribles fauces, ¿le gustaría en ese momento tener, a los ojos de estos felinos, una etiqueta que dijese “alimento”?

13/5/10

Poner al abuelo a trabajar.

La aritmética se ha convertido, en los días de hoy, en una ciencia compleja y algo misteriosa para el común de los mortales. Para demostrarlo basta con poner un simple ejemplo: si a cuatro pasteles que tenemos les sumamos otros tres que acaban de llegar, el resultado de esta suma, en rigurosos términos aritméticos, debería ser siete pasteles. Sin embargo, en la práctica, en la realidad a que nos enfrentamos todos los días, el resultado es siempre un número menor. La razón de ello, claro está, es que nunca falta quien esté dispuesto a dar rienda suelta a su glotonería y, aprovechando la menor oportunidad, comerse todos los pasteles que pueda.

Y esta glotonería no se limita sólo a la comida. En realidad, en nuestras opulentas sociedades, este tipo de glotonería se aplica muy especialmente al dinero. Cada vez que se hace una suma o una multiplicación con dinero, la cantidad resultante es siempre inferior a aquella que la ciencia aritmética nos haría esperar. Es en este mundo particular donde la aritmética resulta ser más misteriosa y desconcertante.

Pero todo este misterio tiene, por supuesto, sus beneficiarios y sus víctimas. Y entre las víctimas se cuentan, como es lógico, todas aquellas personas que no consiguen seguir atentamente los rápidos cálculos aritméticos del mundo moderno. En especial, aquellas personas con mayores dificultades de visión debido a que sus ojos ya no son como eran antes, es decir, las personas de más edad. Son ellas unas de las víctimas favoritas de la aritmética moderna.

Para demostrarlo basta con pensar en la pretensión, que cada vez va ganando más fuerza entre nuestros gobernantes, de poner a las personas de más edad a trabajar durante más años, atrasando así su edad de jubilación. Para justificarlo, se dice que la población, en su conjunto, está envejeciendo. Y es cierto que, después de décadas con números anormalmente elevados, la natalidad bajó ahora de forma considerable. En los países ricos llegan incluso a nacer menos personas que aquellas que mueren. Existe, por tanto, un envejecimiento transitorio de la población: durante las próximas décadas habrá, en proporción, un menor número jóvenes y un mayor número de ancianos de lo que era habitual.

En cualquier sociedad, se espera que las personas más jóvenes y capacitadas para el trabajo sean las que aseguren el sustento de toda la población. Por el contrario, se espera que las personas de más edad, ya sin capacidad de trabajo, sean mantenidas por las primeras. Sin embargo, si se confirma que hay cada vez menos jóvenes, esto significará que ellos tendrán cada vez mayores dificultades para sustentar a todo el conjunto de la población. Así, parece lógico que se pida ahora a los ancianos que trabajen un poco más, durante más años, antes de jubilarse. Y hasta aquí todo parece correcto.

Pero en realidad estamos ante una aritmética completamente falsa. No es más que otra nueva manifestación de incorregible glotonería. Porque en todos estos cálculos se quiere hacer olvidar una importante realidad de todos los países ricos: la existencia de un creciente número de jóvenes desempleados. Si un número menor de jóvenes es incapaz de sustentar a toda la población, ¿cómo se entiende entonces que existan ahora, al mismo tiempo, cada vez más jóvenes sin empleo? ¿No deberían estar todos los jóvenes trabajando duramente para sustentar al creciente número de personas más ancianas?

En realidad, esta aritmética olvidó un aspecto esencial: la evolución tecnológica hace con que sean necesarios cada vez menos trabajadores para asegurar la misma cantidad de producción. Así, los jóvenes actuales no sólo son capaces de sustentar a todos los ancianos, sino que además son capaces de sustentar a los jóvenes que, sobrando incluso en número, se ven abocados al desempleo. Y además, a esta ecuación debe también sumarse la constante llegada de jóvenes inmigrantes provenientes de países más pobres y aún con una alta natalidad.

Así, ¿cuál es, por tanto, la golosa razón de esta aritmética que quiere obligar a los ancianos a trabajar más tiempo? ¿Por qué no se pone a todos los jóvenes a trabajar, como sería más lógico, y se jubila mucho antes a las personas más ancianas? La razón, claro está, es la lógica del dinero. Mantener a una décima parte de los jóvenes sin trabajar es ideal para tener un mercado con una mano de obra más barata. Por otro lado, mantener a los ancianos trabajando más tiempo permite que el estado tenga que pagar menos pensiones. De esta forma, los gobernantes pueden destinar todo ese dinero a favorecer los grandes negocios del mercado.

Para que la minoría rica en el poder viva cada vez con mayor opulencia son necesarias dos cosas. Primero, jóvenes sin trabajo y sin esperanza. Y segundo, viejos condenados a morir en pie en su puesto de trabajo. Al final, la glotonería revela ser la única diferencia entre la aritmética teórica y la aritmética real.