23/12/24

La mal disimulada tiranía mundial


Todos nosotros vivimos bajo el yugo insoportable de la tiranía. Esto es así a pesar de que la mayoría de las veces, llevados quizás por un absurdo e irreductible optimismo, no queramos admitirlo. O a pesar de que, en otras ocasiones, no seamos total y plenamente conscientes de ello. En todo caso, lleguemos a aceptarlo o no, resulta innegable que, de una forma o de otra, todos estamos sometidos al cruel dominio de esta indigna y despreciable forma de gobierno, que anula por completo nuestra libertad, arruina nuestras vidas y somete vilmente nuestra voluntad.

Sin embargo, pese a hallarnos en tan triste y lamentable situación, en ningún modo debemos dejarnos caer por ello en el desánimo. Ni tampoco abandonar nuestros pensamientos a una siempre estéril y melancólica fatalidad. Al fin y al cabo, la tiranía es una de las formas de gobierno más habituales y con más tradición en todo el mundo. En todas las épocas ha habido siempre tiranías de todo tipo y para todos los gustos. Los pueblos del mundo, eternas víctimas de esta forma de gobierno, en ningún momento han llegado a ser desatendidos por sus crueles opresores ni han podido quejarse, por tanto, de una posible falta de infelicidad, de injusticia o de sufrimiento.

Y es que vivir bajo una tiranía es, en realidad, bastante fácil. Basta con poner al frente del poder a un individuo cualquiera, el más tonto si es necesario, y dejar que gobierne de forma despótica, sin ninguna contestación posible. Es cierto que en épocas antiguas se consideraba que un tirano no necesariamente era un mal gobernante y que, en ocasiones, incluso podía ser útil para resolver una situación de extrema gravedad. Pero la verdad es que, desde sus mismos inicios, la tiranía se ha asociado siempre con una forma de gobierno cruel, corrupta y despiadada. Y los tiranos de todo el mundo, con gran empeño y dedicación, se han esforzado en todo momento para que tal imagen se corresponda fielmente con la realidad, reprimiendo siempre cualquier posible escrúpulo moral que pudiesen tener.

Hay que reconocer, por otra parte, que vivir bajo una tiranía es también, hasta cierto punto, bastante cómodo. Bajo esta nefasta forma de gobierno los ciudadanos no tienen que preocuparse prácticamente por nada. No deben molestarse, por ejemplo, en discutir la idoneidad de las leyes, en debatir las medidas de gobierno, en elegir a los cargos públicos, en velar por la adecuada aplicación de las normas o en defender la justicia y la equidad social. Pero, claro, también tiene sus pequeños inconvenientes. En una tiranía es muy probable, por ejemplo, vivir en una miseria permanente, pasar hambre, ser explotado, esclavizado, torturado o asesinado, entre otras muchas cosas desagradables.

De cualquier forma, el rasgo que quizás mejor caracteriza a una tiranía, al margen de cualquier época o circunstancia particular, es que en ella las personas no pueden decidir nada acerca de sus vidas ni tampoco sobre las condiciones en que transcurre su existencia. No pueden en ningún momento dar solución a los problemas que las afectan, preocupan o amenazan, por más terribles o angustiosos que éstos sean. Por el contrario, lo más probable es que dichos problemas no dejen de aumentar, llevando a menudo a sus víctimas al borde mismo del desfallecimiento físico o moral. Es decir, bajo una tiranía las personas no pueden decidir nada sobre sus vidas, no pueden solucionar ninguno de sus problemas vitales ni tampoco pueden evitar que éstos se agraven.

Siendo así, atendiendo a estas tres simples características, tenemos que concluir, rindiéndonos a toda evidencia, que nuestras vidas y nuestros sistemas de gobierno se corresponden de forma casi perfecta con una vulgar y odiosa tiranía. No cabe la menor duda. Es evidente que ninguno de nosotros tiene el poder suficiente para decidir sobre muchos de los aspectos fundamentales que afectan a nuestras vidas. Tampoco tenemos ninguna capacidad real para enfrentarnos a aquellos problemas que, por desgracia, amenazan nuestra supervivencia. Y por último, está claro que no poseemos ni la más remota esperanza de poder evitar que dichos problemas crezcan y se multipliquen en el futuro.

Debemos aceptar, por tanto, que en todo momento hay siempre alguien que decide por nosotros y, por lo general, también en contra de nosotros, determinando cómo debe ser nuestra vida o, en último término, cómo debe ser nuestra muerte. Y si sobre esto existiese alguna duda, basta con citar algunos simples ejemplos, cada uno de ellos, si cabe, de mayor gravedad que el anterior.

Para empezar, es evidente que todos nosotros sufrimos los graves y terribles efectos provocados por el cambio climático, un problema causado por la continua y desmedida utilización de combustibles fósiles. Todos nosotros nos vemos sometidos, cada vez en mayor medida, a tremendas olas de calor, a sequías persistentes, a fenómenos atmosféricos violentos, a inundaciones devastadoras, a incendios sobrecogedores o a la progresiva e imparable desertificación de nuestras tierras. Debido a ello, muchas personas en el mundo sufren o sufrimos ya la miseria, el hambre, la sed, las migraciones forzosas, las guerras, las enfermedades o, por último, la muerte.

Sin embargo, a pesar de ello, a pesar de la enorme magnitud de esta terrible tragedia que azota nuestras vidas, lo cierto es que ninguno de nosotros puede llegar a impedir o solucionar este angustioso problema. Ninguno de nosotros puede decidir, en ningún momento, poner fin a la emisión masiva de gases de efecto invernadero a nivel mundial. En una cuestión tan importante, de la que tan directamente dependen nuestras vidas, hay siempre alguien que nos impone su voluntad y decide por nosotros. Hay siempre alguien, una persona, un grupo, una empresa, un país, un conjunto de países o todos ellos a la vez, que nos impide poner fin a esta descomunal catástrofe. Hay siempre alguien, por tanto, que decide de forma tiránica sobre nuestro propio destino, sobre nuestra vida y también, especialmente, sobre nuestra muerte.

Y aunque los ciudadanos de uno o varios países del mundo, en las naciones más libres y afortunadas, se uniesen para detener sus propias emisiones de gases contaminantes, no por ello conseguirían solucionar el problema. Pues, como es evidente, en modo alguno podrían impedir que otros países continuasen, o incluso aumentasen, su siempre desmedida y abusiva producción de estos gases. Es decir, en relación a este asunto, nos es del todo imposible evitar que la forma en que vivimos o, cada vez más, la forma en que todos nosotros morimos nos sea tiránicamente impuesta.

También resulta indiscutible, siguiendo con otro ejemplo, que los mares y los océanos de todo mundo están cada vez más contaminados, alterados y depauperados. Los recursos marinos, utilizados desde siempre en la alimentación humana, son cada vez más escasos y se presentan cada vez más envenenados.

Y tal como en el caso anterior, por mucho que determinados países optasen por dejar de verter sustancias tóxicas al mar o de acabar con la sobreexplotación de los recursos marinos, ni estos países ni sus ciudadanos tendrían forma alguna de solucionar la progresiva e irreversible muerte de nuestros mares. Porque nada impediría, desde luego, que otros países continuasen agravando cada vez más el problema. Ni tampoco que los grandes destructores del medio marino se desplazasen de un país a otro, burlando cualquier prohibición, para poder continuar con su actividad devastadora. Por tanto, es evidente que la forma en que se destruyen nuestros mares también nos es impuesta por la fuerza, de una manera arrogante, despreciable y tiránica.

Nada decidimos, ni tampoco nada podemos decidir, sobre otras muchas cuestiones de las que igualmente dependen nuestras vidas y nuestra propia supervivencia. Nada podemos hacer, por ejemplo, para evitar la contaminación y los residuos generados por la industria nuclear de determinados países, ni para evitar la destrucción de las selvas tropicales que constituyen nuestras más valiosas reservas de biodiversidad, ni para evitar las sucesivas e interminables guerras provocadas por las grandes rivalidades financieras y los inconfesables intereses de la industria del armamento, ni tampoco para evitar la explotación desmedida y generalizada de todo tipo de recursos naturales, ya sea por parte de los países más ricos o por parte de grandes entidades multinacionales. Nada podemos hacer respecto a todos estos problemas de ámbito y escala mundial que tan gravemente amenazan nuestras vidas. En todos ellos, sin excepción, somos vilmente ignorados, ninguneados y tiranizados.

Es fácil concluir, a través de estos ejemplos, que, aun viviendo en un país modélico donde nuestras decisiones cuenten para algo, en el mismo momento en que intentamos proyectarnos más allá de nuestras fronteras nuestro poder de decisión desaparece por completo y se hace del todo inexistente. Así, en una época como la nuestra, donde los problemas generados por la sobreexplotación, la contaminación y la destrucción de los recursos naturales sobrepasan cualquier frontera o límite territorial, es evidente que nunca tendremos la más mínima oportunidad ni el poder necesario para defender nuestras vidas.

De hecho, las odiosas y múltiples tiranías a que nos enfrentamos se mueven claramente, desde hace ya bastante tiempo, al margen de cualquier división territorial, siguiendo libremente la difusa estela del capital internacional, en la cual los países son meras formalidades, piezas sin valor en un enorme dominó pronto a ser derribado en cascada.

Así, la única opción que tenemos para poder luchar por nuestras vidas pasa necesariamente por superar cualquier limitación impuesta por las fronteras y jurisdicciones territoriales existentes. Es necesario que nuestro poder de decisión se extienda, con la fuerza suficiente, en un ámbito de alcance y extensión mundial, sin ningún tipo de fronteras, de igual forma que lo hacen ya las tiranías que pretendemos derrotar.

Al afrontar este arduo y difícil objetivo, debemos recordar que, a pesar de todo, tenemos a nuestra disposición algunas modestas herramientas que quizás puedan facilitarnos el camino. Estas herramientas son, básicamente, la diplomacia y los tratados internacionales. No se puede negar que, en la actualidad, existe un gran número de acuerdos internacionales con los que se intenta dar solución a algunos de los más graves problemas que nos amenazan. Se pretende con ellos, por ejemplo, proteger algunos de los más importantes recursos mundiales, resolver las necesidades más apremiantes de ciertos países y regiones o incluso, de un modo muy general, asegurar determinados derechos y aspectos fundamentales de los que depende el bienestar y la supervivencia del conjunto de la población mundial.

Sin embargo, los resultados conseguidos por ellos son casi siempre, por desgracia, bastante escasos, insuficientes e ineficaces. Esto es así, para empezar, debido a que estos acuerdos no son firmados por todos los países, no son cumplidos por todos aquellos que los firman y, además, tampoco hay una forma clara de exigir su debido cumplimiento, ni a los países que no los respetan ni a aquellos que los ignoran desde un principio.

La única solución realmente efectiva para resolver todos los problemas a que nos enfrentamos consistiría, sin duda alguna, en la creación de un gobierno y de una gobernanza de orden mundial. Es necesaria la existencia de una poderosa institución internacional que, representando de forma justa a todos los ciudadanos y países del mundo, consiga elaborar, aplicar y hacer cumplir una legislación de ámbito y alcance universal.

Es cierto que, en este momento, la Organización de las Naciones Unidas y sus respectivas agencias suponen un claro intento de crear, de alguna forma, este tipo de gobernanza. Pero, por desgracia, sus casi siempre loables propósitos acaban inevitablemente por reproducir los mismos defectos y tensiones ya existentes, las mismas estructuras de poder, la misma dominación y los mismos abusos, especialmente en relación a los pueblos más desfavorecidos.

De cualquier modo, debemos ser conscientes, ya desde un principio, de que con la existencia de un gobierno mundial tampoco se acabarían definitivamente todos nuestros problemas. Porque, desde luego, siempre existiría el peligro de que dicho gobierno, al margen de sus posibles éxitos o fracasos, acabase también por convertirse en una clásica y tradicional tiranía de las de toda la vida. Nada puede asegurarnos que la omnipresente tiranía, un modelo de dominación tan cultivado a lo largo de toda la historia, no consiguiese apoderarse también, en último término, de un tan apetecible gobierno de ámbito y escala mundial.

En definitiva, aunque para muchos de nosotros nuestra supervivencia se vea ya amenazada en nuestro propio país, dentro de nuestras propias fronteras, por la existencia de una cruel y odiosa tiranía de ámbito local, resulta innegable que todos nosotros, independientemente del país o del lugar del mundo en que vivamos, nos hallamos siempre sometidos, en contra de nuestra voluntad, al indigno dictado de una omnipresente, múltiple y despreciable tiranía de ámbito internacional. Todos nosotros somos, por desgracia, súbditos, esclavos y víctimas de una mal disimulada tiranía mundial. Y con ella, tal como bajo cualquier otro tipo de tiranía, no existe ningún futuro para nosotros.