23/12/24

La mal disimulada tiranía mundial


Todos nosotros vivimos bajo el yugo insoportable de la tiranía. Esto es así a pesar de que la mayoría de las veces, llevados quizás por un absurdo e irreductible optimismo, no queramos admitirlo. O a pesar de que, en otras ocasiones, no seamos total y plenamente conscientes de ello. En todo caso, lleguemos a aceptarlo o no, resulta innegable que, de una forma o de otra, todos estamos sometidos al cruel dominio de esta indigna y despreciable forma de gobierno, que anula por completo nuestra libertad, arruina nuestras vidas y somete vilmente nuestra voluntad.

Sin embargo, pese a hallarnos en tan triste y lamentable situación, en ningún modo debemos dejarnos caer por ello en el desánimo. Ni tampoco abandonar nuestros pensamientos a una siempre estéril y melancólica fatalidad. Al fin y al cabo, la tiranía es una de las formas de gobierno más habituales y con más tradición en todo el mundo. En todas las épocas ha habido siempre tiranías de todo tipo y para todos los gustos. Los pueblos del mundo, eternas víctimas de esta forma de gobierno, en ningún momento han llegado a ser desatendidos por sus crueles opresores ni han podido quejarse, por tanto, de una posible falta de infelicidad, de injusticia o de sufrimiento.

Y es que vivir bajo una tiranía es, en realidad, bastante fácil. Basta con poner al frente del poder a un individuo cualquiera, el más tonto si es necesario, y dejar que gobierne de forma despótica, sin ninguna contestación posible. Es cierto que en épocas antiguas se consideraba que un tirano no necesariamente era un mal gobernante y que, en ocasiones, incluso podía ser útil para resolver una situación de extrema gravedad. Pero la verdad es que, desde sus mismos inicios, la tiranía se ha asociado siempre con una forma de gobierno cruel, corrupta y despiadada. Y los tiranos de todo el mundo, con gran empeño y dedicación, se han esforzado en todo momento para que tal imagen se corresponda fielmente con la realidad, reprimiendo siempre cualquier posible escrúpulo moral que pudiesen tener.

Hay que reconocer, por otra parte, que vivir bajo una tiranía es también, hasta cierto punto, bastante cómodo. Bajo esta nefasta forma de gobierno los ciudadanos no tienen que preocuparse prácticamente por nada. No deben molestarse, por ejemplo, en discutir la idoneidad de las leyes, en debatir las medidas de gobierno, en elegir a los cargos públicos, en velar por la adecuada aplicación de las normas o en defender la justicia y la equidad social. Pero, claro, también tiene sus pequeños inconvenientes. En una tiranía es muy probable, por ejemplo, vivir en una miseria permanente, pasar hambre, ser explotado, esclavizado, torturado o asesinado, entre otras muchas cosas desagradables.

De cualquier forma, el rasgo que quizás mejor caracteriza a una tiranía, al margen de cualquier época o circunstancia particular, es que en ella las personas no pueden decidir nada acerca de sus vidas ni tampoco sobre las condiciones en que transcurre su existencia. No pueden en ningún momento dar solución a los problemas que las afectan, preocupan o amenazan, por más terribles o angustiosos que éstos sean. Por el contrario, lo más probable es que dichos problemas no dejen de aumentar, llevando a menudo a sus víctimas al borde mismo del desfallecimiento físico o moral. Es decir, bajo una tiranía las personas no pueden decidir nada sobre sus vidas, no pueden solucionar ninguno de sus problemas vitales ni tampoco pueden evitar que éstos se agraven.

Siendo así, atendiendo a estas tres simples características, tenemos que concluir, rindiéndonos a toda evidencia, que nuestras vidas y nuestros sistemas de gobierno se corresponden de forma casi perfecta con una vulgar y odiosa tiranía. No cabe la menor duda. Es evidente que ninguno de nosotros tiene el poder suficiente para decidir sobre muchos de los aspectos fundamentales que afectan a nuestras vidas. Tampoco tenemos ninguna capacidad real para enfrentarnos a aquellos problemas que, por desgracia, amenazan nuestra supervivencia. Y por último, está claro que no poseemos ni la más remota esperanza de poder evitar que dichos problemas crezcan y se multipliquen en el futuro.

Debemos aceptar, por tanto, que en todo momento hay siempre alguien que decide por nosotros y, por lo general, también en contra de nosotros, determinando cómo debe ser nuestra vida o, en último término, cómo debe ser nuestra muerte. Y si sobre esto existiese alguna duda, basta con citar algunos simples ejemplos, cada uno de ellos, si cabe, de mayor gravedad que el anterior.

Para empezar, es evidente que todos nosotros sufrimos los graves y terribles efectos provocados por el cambio climático, un problema causado por la continua y desmedida utilización de combustibles fósiles. Todos nosotros nos vemos sometidos, cada vez en mayor medida, a tremendas olas de calor, a sequías persistentes, a fenómenos atmosféricos violentos, a inundaciones devastadoras, a incendios sobrecogedores o a la progresiva e imparable desertificación de nuestras tierras. Debido a ello, muchas personas en el mundo sufren o sufrimos ya la miseria, el hambre, la sed, las migraciones forzosas, las guerras, las enfermedades o, por último, la muerte.

Sin embargo, a pesar de ello, a pesar de la enorme magnitud de esta terrible tragedia que azota nuestras vidas, lo cierto es que ninguno de nosotros puede llegar a impedir o solucionar este angustioso problema. Ninguno de nosotros puede decidir, en ningún momento, poner fin a la emisión masiva de gases de efecto invernadero a nivel mundial. En una cuestión tan importante, de la que tan directamente dependen nuestras vidas, hay siempre alguien que nos impone su voluntad y decide por nosotros. Hay siempre alguien, una persona, un grupo, una empresa, un país, un conjunto de países o todos ellos a la vez, que nos impide poner fin a esta descomunal catástrofe. Hay siempre alguien, por tanto, que decide de forma tiránica sobre nuestro propio destino, sobre nuestra vida y también, especialmente, sobre nuestra muerte.

Y aunque los ciudadanos de uno o varios países del mundo, en las naciones más libres y afortunadas, se uniesen para detener sus propias emisiones de gases contaminantes, no por ello conseguirían solucionar el problema. Pues, como es evidente, en modo alguno podrían impedir que otros países continuasen, o incluso aumentasen, su siempre desmedida y abusiva producción de estos gases. Es decir, en relación a este asunto, nos es del todo imposible evitar que la forma en que vivimos o, cada vez más, la forma en que todos nosotros morimos nos sea tiránicamente impuesta.

También resulta indiscutible, siguiendo con otro ejemplo, que los mares y los océanos de todo mundo están cada vez más contaminados, alterados y depauperados. Los recursos marinos, utilizados desde siempre en la alimentación humana, son cada vez más escasos y se presentan cada vez más envenenados.

Y tal como en el caso anterior, por mucho que determinados países optasen por dejar de verter sustancias tóxicas al mar o de acabar con la sobreexplotación de los recursos marinos, ni estos países ni sus ciudadanos tendrían forma alguna de solucionar la progresiva e irreversible muerte de nuestros mares. Porque nada impediría, desde luego, que otros países continuasen agravando cada vez más el problema. Ni tampoco que los grandes destructores del medio marino se desplazasen de un país a otro, burlando cualquier prohibición, para poder continuar con su actividad devastadora. Por tanto, es evidente que la forma en que se destruyen nuestros mares también nos es impuesta por la fuerza, de una manera arrogante, despreciable y tiránica.

Nada decidimos, ni tampoco nada podemos decidir, sobre otras muchas cuestiones de las que igualmente dependen nuestras vidas y nuestra propia supervivencia. Nada podemos hacer, por ejemplo, para evitar la contaminación y los residuos generados por la industria nuclear de determinados países, ni para evitar la destrucción de las selvas tropicales que constituyen nuestras más valiosas reservas de biodiversidad, ni para evitar las sucesivas e interminables guerras provocadas por las grandes rivalidades financieras y los inconfesables intereses de la industria del armamento, ni tampoco para evitar la explotación desmedida y generalizada de todo tipo de recursos naturales, ya sea por parte de los países más ricos o por parte de grandes entidades multinacionales. Nada podemos hacer respecto a todos estos problemas de ámbito y escala mundial que tan gravemente amenazan nuestras vidas. En todos ellos, sin excepción, somos vilmente ignorados, ninguneados y tiranizados.

Es fácil concluir, a través de estos ejemplos, que, aun viviendo en un país modélico donde nuestras decisiones cuenten para algo, en el mismo momento en que intentamos proyectarnos más allá de nuestras fronteras nuestro poder de decisión desaparece por completo y se hace del todo inexistente. Así, en una época como la nuestra, donde los problemas generados por la sobreexplotación, la contaminación y la destrucción de los recursos naturales sobrepasan cualquier frontera o límite territorial, es evidente que nunca tendremos la más mínima oportunidad ni el poder necesario para defender nuestras vidas.

De hecho, las odiosas y múltiples tiranías a que nos enfrentamos se mueven claramente, desde hace ya bastante tiempo, al margen de cualquier división territorial, siguiendo libremente la difusa estela del capital internacional, en la cual los países son meras formalidades, piezas sin valor en un enorme dominó pronto a ser derribado en cascada.

Así, la única opción que tenemos para poder luchar por nuestras vidas pasa necesariamente por superar cualquier limitación impuesta por las fronteras y jurisdicciones territoriales existentes. Es necesario que nuestro poder de decisión se extienda, con la fuerza suficiente, en un ámbito de alcance y extensión mundial, sin ningún tipo de fronteras, de igual forma que lo hacen ya las tiranías que pretendemos derrotar.

Al afrontar este arduo y difícil objetivo, debemos recordar que, a pesar de todo, tenemos a nuestra disposición algunas modestas herramientas que quizás puedan facilitarnos el camino. Estas herramientas son, básicamente, la diplomacia y los tratados internacionales. No se puede negar que, en la actualidad, existe un gran número de acuerdos internacionales con los que se intenta dar solución a algunos de los más graves problemas que nos amenazan. Se pretende con ellos, por ejemplo, proteger algunos de los más importantes recursos mundiales, resolver las necesidades más apremiantes de ciertos países y regiones o incluso, de un modo muy general, asegurar determinados derechos y aspectos fundamentales de los que depende el bienestar y la supervivencia del conjunto de la población mundial.

Sin embargo, los resultados conseguidos por ellos son casi siempre, por desgracia, bastante escasos, insuficientes e ineficaces. Esto es así, para empezar, debido a que estos acuerdos no son firmados por todos los países, no son cumplidos por todos aquellos que los firman y, además, tampoco hay una forma clara de exigir su debido cumplimiento, ni a los países que no los respetan ni a aquellos que los ignoran desde un principio.

La única solución realmente efectiva para resolver todos los problemas a que nos enfrentamos consistiría, sin duda alguna, en la creación de un gobierno y de una gobernanza de orden mundial. Es necesaria la existencia de una poderosa institución internacional que, representando de forma justa a todos los ciudadanos y países del mundo, consiga elaborar, aplicar y hacer cumplir una legislación de ámbito y alcance universal.

Es cierto que, en este momento, la Organización de las Naciones Unidas y sus respectivas agencias suponen un claro intento de crear, de alguna forma, este tipo de gobernanza. Pero, por desgracia, sus casi siempre loables propósitos acaban inevitablemente por reproducir los mismos defectos y tensiones ya existentes, las mismas estructuras de poder, la misma dominación y los mismos abusos, especialmente en relación a los pueblos más desfavorecidos.

De cualquier modo, debemos ser conscientes, ya desde un principio, de que con la existencia de un gobierno mundial tampoco se acabarían definitivamente todos nuestros problemas. Porque, desde luego, siempre existiría el peligro de que dicho gobierno, al margen de sus posibles éxitos o fracasos, acabase también por convertirse en una clásica y tradicional tiranía de las de toda la vida. Nada puede asegurarnos que la omnipresente tiranía, un modelo de dominación tan cultivado a lo largo de toda la historia, no consiguiese apoderarse también, en último término, de un tan apetecible gobierno de ámbito y escala mundial.

En definitiva, aunque para muchos de nosotros nuestra supervivencia se vea ya amenazada en nuestro propio país, dentro de nuestras propias fronteras, por la existencia de una cruel y odiosa tiranía de ámbito local, resulta innegable que todos nosotros, independientemente del país o del lugar del mundo en que vivamos, nos hallamos siempre sometidos, en contra de nuestra voluntad, al indigno dictado de una omnipresente, múltiple y despreciable tiranía de ámbito internacional. Todos nosotros somos, por desgracia, súbditos, esclavos y víctimas de una mal disimulada tiranía mundial. Y con ella, tal como bajo cualquier otro tipo de tiranía, no existe ningún futuro para nosotros.


1/4/24

¿Para qué sirve una especie?


Aquel día la intervención quirúrgica, aparentemente sencilla y sin complicaciones, no transcurrió exactamente como se esperaba. El paciente en cuestión, la sufrida víctima, era, por otra parte, una persona excepcional, fuera de lo común. Se trataba de un famoso economista, muy ilustre y distinguido, autor de numerosos tratados de gran éxito sobre el complejo mundo de las finanzas internacionales. Debido a sus grandes y destacados méritos era unánimemente reconocido en todo el mundo como una de las mentes más brillantes de su generación. Y la verdad es que, quizás precisamente por eso, cuando entró en el quirófano, empujado sobre una vieja, endeble y chirriante camilla, tal vez debería haberse extrañado de algunas de las cosas que vio.

Debería haber desconfiado, por ejemplo, del hecho de ver al cirujano vestido de una forma un tanto peculiar. Podríamos decir, incluso, que bastante estrafalaria. Para empezar, llevaba una enorme nariz postiza de color rojo en medio de la cara. Su cabeza, tímidamente coronada por un pequeño y ridículo sombrero, estaba generosamente cubierta por una exuberante y desaliñada peluca de color remolacha. Vestía una enorme y divertida bata de topos multicolores que le cubría holgadamente todo el cuerpo, abrochada en su parte delantera mediante unos enormes botones, la mayoría de ellos extraviados, ocupando el ojal equivocado. Y lucía además en su solapa una despampanante flor amarilla, algo descuidada y marchita, sin aparentemente ningún rastro, pasado o presente, de olor perceptible.

No cabía duda de que el aspecto del cirujano era de lo más extraño, del todo imposible de pasar desapercibido. Sin embargo, en aquel momento, debido al creciente y entorpecedor efecto de la anestesia, el economista ya no conseguía pensar ni razonar de una forma que pudiese considerase mínimamente normal o coherente.

—De modo que tenemos que retirarle el apéndice –comentó distraídamente el cirujano en el momento mismo de empezar la operación, mientras se frotaba enérgicamente las manos–. ¿Es el apéndice derecho o el izquierdo? Bueno, no importa, le abro por la mitad y luego vemos –y sin pensárselo más, abrió al instante en canal al economista utilizando unas grandes tijeras de punta roma, mostrando en ello una sorprendente e inesperada habilidad.
—La verdad es que no me dijeron… si era el derecho o el izquierdo –acertó finalmente a balbucear el economista, completamente aturdido, mientras el cirujano se encontraba ya hurgando con ávida curiosidad entre sus entrañas.
—¿Sabe usted lo que le digo? –preguntó el cirujano al cabo de unos momentos, levantando de repente la vista y mirando al economista fijamente a los ojos–. Tiene usted todo el cuerpo lleno de órganos. Quizás sea éste el problema. Y me parece que están todos bastante desaprovechados. Si quiere mi opinión, a estos órganos hay que sacarles algún rendimiento, no puede tenerlos aquí parados, sin ninguna utilidad. Mire por ejemplo éste –y en ese instante, tras revolver con dificultad en su interior, extrajo del cuerpo uno de los riñones–. Puede venderlo a muy buen precio. Hay un mercado fantástico para estas cosas. Y además le queda el otro. ¿Qué digo? Lo mejor es que venda los dos, pues así le sale más a cuenta.
—En eso tiene razón, no se puede mantener ningún capital inactivo –respondió el economista, mucho más animado, de repente, al reconocer un tema de conversación tan grato para él–. Hay siempre un elevado riesgo de que se desvalorice. Y más cuando los mercados están en crisis, aunque últimamente haya algunos síntomas de recuperación. Pero, dígame, ¿no necesitaría conservar al menos uno de los riñones? ¿No son necesarios para alguna de esas cosas que hace el cuerpo?
—¿Necesarios los riñones? ¡Qué tontería! Conozco personas que viven sin ningún riñón y se sienten incluso mejor que antes. No tiene nada de qué preocuparse. No se hable más, le quito los dos ahora mismo. Pero, vamos a ver… ¿qué es esta otra cosa que tiene justo aquí en medio? ¿Será el hígado? –se preguntó el cirujano, entornando los ojos y adquiriendo por momentos en su rostro una expresión algo sombría y misteriosa–. Sí, bueno, supongo que debe serlo, creo yo. Pues mire, conozco una receta de hígado con ajo y salsa tártara que es de chuparse los dedos. Se lo voy a sacar también y ya verá luego lo fácil que es de cocinar. Así aprovecha toda esta cosa tan fea y blandengue que tiene aquí y deja además de estorbarnos a todos.
—Pues lo cierto es que el hígado es uno de mis platos favoritos, en eso acierta plenamente –asintió el economista–. ¿Con ajo, dice? Se nota que usted entiende. Seguro que debe ser una delicia. Casi que estoy deseando ya probar esa receta.
—Mire, le saco también el corazón, que está quitando sitio a uno de los pulmones. Así respirará mejor. Y al mismo tiempo le evitará tener cualquier tipo de enfermedades cardiacas en el futuro. Con esto reducirá en más de la mitad los gastos en salud, que tanto nos desequilibran a todos las cuentas. Observe, fíjese bien como se mueve –el cirujano sostenía ahora el corazón, todavía palpitante, en la palma de su mano–. ¡Qué gasto absurdo de energía! ¡Esto le estaba quitando todas las fuerzas al cuerpo! Sin él se sentirá mucho mejor. Aunque, hablando de pulmones, ya me dirá usted para qué quiere respirar. El aire está cada vez más contaminado. Créame, estos pulmones sólo le traerán disgustos. Se los quito y ya verá como me lo agradece. Sacará también un buen provecho de ello.
—¿Un buen provecho por los pulmones? ¿Cree usted que pueden revalorizarse a corto o medio plazo y rendir algún dinero?
—¿Dinero? No nos engañemos, los pulmones no valen nada. Por eso lo mejor es quitárselos de encima. En eso precisamente está el provecho. Pero olvídese ahora de los pulmones y vea con atención todo esto: aquí tiene el bazo, el páncreas, la vejiga y esa otra cosa que no sé muy bien lo que es. ¿Sabe para qué sirven? Pues si no lo sabe, me parece a mí que tampoco le hacen falta. Van fuera también.
—¡Cuánta razón tiene! Si no sé para qué sirven, ¿qué utilidad pueden tener? La verdad es que nunca en mi vida he oído hablar de ellos. Aunque, si he de ser sincero, yo fui muy poco a la escuela cuando era niño. Ya por entonces tenía claro que quería ser economista. Y ya sabe, para eso no hay que estudiar mucho.
—Quizás no se lo crea, pero yo tampoco he estudiado mucho para ser cirujano. Ah, pero veo que además tiene dos piernas y dos brazos, todo por duplicado. ¡Qué cosa tan anticuada! ¡Con toda la tecnología moderna y sofisticada que hay en la actualidad! Ahora fabrican unas magníficas sillas de ruedas que permiten desplazarse a todas partes mucho más rápido y sin necesidad alguna de andar. Y además, con todos los automatismos de la vida moderna, ¿para qué necesita los brazos? Ya de poco le sirven. Piense, por ejemplo, que sin ellos no tendría la necesidad de estar continuamente cortándose las uñas, con lo que ganaría un tiempo precioso para tareas mucho más productivas. Lo mejor sería quitárselo todo.
—Si usted lo dice, que así sea. Soy un firme defensor del progreso tecnológico. Y apoyo, desde luego, todo lo que signifique aumentar la productividad. Todos tenemos que contribuir con nuestro empeño personal y nuestro sacrificio en hacer más grande la economía. ¿Qué haríamos con una economía que no creciese continuamente? Es eso lo que nos mantiene con vida, lo que nos hace avanzar hacia el futuro.
—Pues no se diga más. Fuera entonces las piernas y los brazos. Aunque ahora, sin ellos, la verdad es que le será mucho más difícil mantener la cabeza en equilibrio sobre el cuerpo. Así que lo mejor será quitarla también. Además, como ya sabe, las personas sin cabeza trabajan mejor y son mucho más productivas. No pierden el tiempo cuestionándose en todo momento qué es lo que hacen. Y bien, ya que estamos puestos a eliminar cosas superfluas, le voy a quitar también todos estos huesos, como las costillas y la pelvis, que me parece que la tiene al revés, o quizás no. Y este intestino tan largo se lo reduzco o, mejor aún, se lo quito del todo.
—Si me permite el comentario, usted parece que entiende bastante de economía. Y además, es un excelente cirujano. Nunca me había sentido mejor que en este momento, tan ligero y al mismo tiempo tan pletórico de energía. Es como si de repente me hubiese convertido en un activo financiero, siempre sin ninguna base real pero capaz de absorber dinero de todo lo que hay a su alrededor. La verdad es que estoy ansioso por levantarme ya de esta mesa, salir del hospital y seguir contribuyendo con todo mi esfuerzo al crecimiento de la economía del país… Por cierto, antes de irme, hay una cosa que quería preguntarle: esa enorme nariz roja, ¿la tiene así desde siempre?

Cuando el cirujano acabó de sacar todos los órganos inútiles del cuerpo del economista, sobre la mesa de operaciones tan sólo quedaba el apéndice, el derecho, que en realidad se encontraba en perfecto estado. Así pues, no fue en absoluto necesario extirparlo. Por desgracia, sin pulmones, ni corazón, ni intestino, ni cabeza, ni hígado… es decir, sin ninguno de los órganos esenciales del cuerpo, el apéndice acabó por fallecer pocos días después. Y éste fue, sin más, de forma inesperada, el triste y fatídico final del famoso economista.

Aunque, desde luego, hay que reconocer que hasta en sus últimos momentos el economista fue una persona ejemplar y coherente con sus ideas. Murió de una forma casi heroica, defendiendo fielmente los grandes conceptos económicos que rigen nuestra época. Así, eliminar todos los órganos de su cuerpo por ser poco productivos y rentables desde un punto de vista financiero fue sin duda la mejor cosa y la más valiente que hizo en toda su vida.

Pensando por momentos en la trágica historia del prestigioso economista, es posible que quizás también nosotros, por breves instantes, nos hagamos la misma pregunta que él se hizo durante el trascurso de su accidentada operación, es decir: ¿para qué sirven realmente los órganos de nuestro cuerpo?

Esta cuestión, no obstante, poco tiempo podrá ocupar nuestro pensamiento, pues la respuesta resulta más que evidente. Es algo obvio: la finalidad de los órganos de nuestro cuerpo es mantenernos con vida. De eso no nos cabe la menor duda. Es verdad que quizás podamos sobrevivir algún tiempo sin uno de los riñones o sin algún otro órgano cuya función sea menos esencial, pero, básicamente, todos ellos son imprescindibles para que continuemos con vida y de perfecta salud. De modo que eliminarlos por puro capricho o por ignorancia, pensando que con ello no nos va a pasar nada, sería evidentemente un terrible y fatídico error.

Una vez que tenemos claro para qué sirven nuestros órganos, quizás nos resulte más fácil responder a otra pregunta, en apariencia más complicada y algo alejada de la anterior. La pregunta, concretamente, es la siguiente: ¿para qué sirve realmente una especie? Es decir, ¿para qué sirve cada una de las especies que ocupan y conforman la totalidad de los ecosistemas de nuestro planeta? ¿Para qué sirve, en definitiva, toda la maravillosa diversidad de seres vivos que existe en nuestro mundo?

Pues bien, aunque quizás pueda parecernos menos evidente, la respuesta es exactamente la misma que en el caso anterior. No cabe la menor duda: la finalidad de todas las especies que existen en el mundo es mantenernos con vida.

Esto es así aunque no siempre seamos plenamente conscientes de ello. O aunque muchas veces incluso finjamos o pretendamos ignorarlo por completo. En todo caso, lo que resulta innegable es que necesitamos mantener y conservar todas las especies existentes en nuestros ecosistemas para poder sobrevivir. Sin ellas, simplemente, no conseguiríamos continuar con vida.

Para entender esto con mayor claridad, podemos hacer un simple paralelismo con lo que ocurre en nuestro propio cuerpo. Sabemos que durante nuestro desarrollo embrionario nuestras células crecen, se multiplican y se diferencian para formar todos y cada uno de los órganos que configuran nuestro cuerpo. Y sabemos también, como ya hemos dicho, que, en lo fundamental, nos sería imposible vivir sin cualquiera de ellos.

Pues bien, de forma semejante, a lo largo de millones de años, durante el desarrollo evolutivo de la vida, los organismos se han ido multiplicando y diferenciando para dar lugar a cada una de las especies que en la actualidad conforman nuestros ecosistemas. Y de forma parecida a lo que ocurre con los órganos de nuestro cuerpo, todas las especies existentes son necesarias, en lo fundamental, para la supervivencia de dichos ecosistemas. Unos ecosistemas que, como conviene recordar, son precisamente los que nos mantienen con vida a nosotros y a la totalidad de los seres vivos.

Si eliminar uno de los órganos de nuestro cuerpo supone nuestra muerte inmediata, eliminar una de las especies de nuestro ecosistema supone, de igual forma, el camino directo a nuestra propia destrucción. El problema está, para nosotros, en la diferente percepción que conseguimos tener de ambos casos. Siendo el número de órganos de nuestro cuerpo muy limitado, nos resulta fácil comprender el efecto que tiene sobre nosotros eliminar cualquiera de ellos. Por el contrario, contándose por millares las especies que forman parte de nuestros ecosistemas, solapándose además muchas veces unas especies con otras en parte sus funciones, nos resulta extremadamente difícil comprender el efecto que puede tener sobre nosotros la desaparición de cualquiera de ellas. Sin embargo, ese efecto, por más difuso e intangible que nos parezca, es bien real. Y por desgracia, no se manifiesta de forma inmediata, sino que sólo conseguimos verlo con claridad pasado un cierto tiempo, a menudo de muchas generaciones.

En determinadas ocasiones, sin embargo, sí que nos es posible ver ese efecto con bastante rapidez, la suficiente como para entender, gracias a ello, su auténtica dimensión. Esto es así porque, tal como en nuestro cuerpo hay órganos absolutamente esenciales sin los cuales no podríamos sobrevivir ni siquiera un minuto, también en los ecosistemas hay determinadas especies, denominadas especies clave, sin las cuales todo el ecosistema se vendría abajo y desaparecería de forma casi inmediata. La falta de cualquiera de estas especies generaría un efecto en cascada que, en último término, acabaría por alterar alguno de los ciclos fundamentales propios del ecosistema, que se vería así afectado en su totalidad y condenado rápidamente a desaparecer.

Un ejemplo utilizado con frecuencia para ilustrar este tipo de especies es el castor, un animal que, mediante la paciente y laboriosa construcción de sus presas en los cursos fluviales donde vive, crea y mantiene en ellos un hábitat acuático muy particular que desaparecería de inmediato si dejase de pronto de existir la especie. También son claros ejemplos los grandes predadores terrestres, situados en lo alto de la cadena trófica, sin los cuales los herbívoros proliferarían hasta acabar con toda la vegetación existente, acabando en poco tiempo con todo el ecosistema. Y también lo son las especies arbóreas dominantes en un determinado tipo de hábitat, donde además puede pensarse que quizás también sean igualmente fundamentales los polinizadores de dichas plantas, los dispersores de sus semillas o los defensores contra sus plagas, sin los cuales, probablemente, todo el ecosistema desaparecería en poco tiempo.

A nosotros, dado nuestro corto tiempo de vida y nuestra limitada capacidad de comprensión, sólo nos es posible ver con claridad los efectos causados por la desaparición de las especies clave. Sin embargo, debemos ser conscientes de que todas las especies, cada una de ellas, son necesarias e imprescindibles para los ecosistemas. Y por tanto, también para nuestra propia supervivencia. No nos es posible prescindir de ninguna de ellas, por más insignificantes que nos parezcan. De hecho, son precisamente las especies más insignificantes, como pueden ser por ejemplo los microorganismos, los gusanos o las hormigas, las que suelen aportar una mayor cantidad de biomasa total, de materia viva, al ecosistema y ser por ello una pieza fundamental dentro de él.

Por otra parte, es también cierto que determinadas especies con una función ecológica muy semejante a otras podrían desaparecer sin tener quizás un efecto apreciable en el ecosistema. O que ciertas especies pueden estar a punto de desaparecer, por sí mismas, debido al propio proceso evolutivo, que actúa siempre a una escala de millones de años. Pero dichos casos, muy difíciles o casi imposibles de identificar por nosotros, deben ser entendidos como una excepción. Además, dichas especies poseen siempre por sí mismas, como cualquier otra, un importante y fundamental valor como reserva genética. Por tanto, el que haya especies esenciales para el ecosistema en un mayor o menor grado no significa que todas ellas, en lo fundamental, no sean siempre necesarias. Exactamente lo mismo que ocurre con los órganos de nuestro cuerpo.

Así, cuando oímos a falsos e ignorantes economistas afirmar que la naturaleza y las especies no son necesarias, que no sirven para nada y que lo mejor que podemos hacer es eliminarlas para sacar un buen provecho de ellas, para enriquecernos a su costa, no nos cuesta nada imaginarnos a esos mismos economistas tendidos sobre una mesa de operaciones. No nos cuesta nada imaginárnoslos bajo las luces del quirófano, inquietos, temblorosos, agitándose nerviosamente. O incluso completamente aterrorizados, de repente, al ver ante ellos, entre las sombras, a un cirujano con una gran nariz roja en la cara, una exuberante peluca de color remolacha y una divertida bata de topos multicolores cubriendo todo su cuerpo.

Y lo peor es que en ese momento, por mucho que quieran, no podrán quejarse de nada. Porque, de igual forma que el cirujano comenzará en seguida a sacar todos los órganos de sus cuerpos por no considerarlos necesarios, sabemos que dichos economistas tampoco dudarían nunca, llegado el caso, en ir sacando, matando y exterminando todas las especies existentes en nuestros ecosistemas, al tiempo que repiten solemnemente, en voz alta, sus grandes e incuestionables sofismas.

Por desgracia, sus locos y extravagantes desvaríos no les afectan sólo a ellos, sino que nos ponen en peligro a todos nosotros. Y el hecho de que en el mundo se sigan con tanta frecuencia, ciegamente, sus absurdos consejos, como ocurre en unos tiempos tan turbios y convulsos como los nuestros, es algo que nos llevará irremediablemente al desastre.

En el momento final, cuando sobre la mesa de operaciones sólo quede el apéndice, es decir, cuando en todo el ecosistema sólo quede nuestra propia especie, no debería admirarnos que, privados de todo sustento, acabemos finalmente por morir. Aun así, podemos estar seguros de que, incluso en esos instantes, no dejaremos de oír la voz de los grandes economistas, atrincherados en el solitario y triste apéndice, defender que la suya es la única y mejor opción, la más rentable. Y que lo demás son tonterías.


8/2/24

El triunfo de la infelicidad


La filosofía, desde sus mismos inicios, tuvo siempre como principal objetivo la búsqueda de la felicidad del ser humano. Por ello, diversas escuelas filosóficas de la antigüedad, como la escuela hedonista, la epicúrea o la estoica, trataron de desarrollar esa búsqueda estudiando diversos conceptos directamente relacionados con ella, como son el placer, la racionalidad o la virtud, al tiempo que teorizaban sobre el correcto equilibrio que debía existir entre ellos.

Lo que sin duda resultaba inconcebible para estos filósofos, tal como lo sigue siendo hoy en día, era pensar que en algún momento el ser humano renunciase, por su propia voluntad, a alcanzar la felicidad. Y mucho menos aún que se dedicase justamente a todo lo contrario, es decir, que buscase premeditadamente su propia infelicidad, que se esforzase al máximo por llevar en todo momento una vida lo más desgraciada posible. Y sin embargo, por extraño que parezca, esto mismo es lo que ha venido ocurriendo repetidamente, en mayor o menor medida, a lo largo de toda la historia. Aunque quizás no exactamente por propia voluntad de las personas, sino debido a una velada, perversa y sutil imposición.

Con el surgimiento de las grandes desigualdades sociales y la aparición de unas élites privilegiadas cada vez más poderosas, se hizo necesario controlar en todo momento la voluntad de la población. Para lograr este objetivo, la filosofía fue progresivamente eliminada y sustituida por las grandes religiones, con las que se buscaba dejar al pueblo reducido a la sumisión y la ignorancia, imposibilitado de realizar cualquier tipo de protesta o rebelión. Y como es lógico, con la desaparición de la filosofía y la implantación de este modelo, la ansiada y compleja búsqueda de la felicidad del ser humano acabó por ser definitivamente abandonada.

Pero no sólo eso, sino algo mucho peor. El ansia de dominación por parte de los más poderosos, siempre desmedida y sin límites, necesitaba llegar mucho más lejos. Era necesario que el pueblo, además de renunciar a su felicidad, se volviese por sí mismo contra sus propios intereses. Es decir, era necesario que las personas, siempre para único beneficio y provecho de los poderosos, pasasen a buscar activamente en sus vidas una continua, persistente y completa infelicidad.

Para conseguir este infame propósito las élites dominantes contaban con la valiosa ayuda de las grandes religiones, que no dudaron para ello, a partir de entonces, en ir penetrando lenta y sigilosamente en todos y cada uno de los aspectos de la vida de las personas. Su ambicioso objetivo era nada menos que conseguir la destrucción sistemática de las personas, la total desvalorización de sus vidas, la negación absoluta de su libertad y la completa aniquilación de su voluntad y su pensamiento. Y por desgracia, todos y cada uno de estos infames propósitos fueron logrados, sin excesivas dificultades, siguiendo un plan sistemático de tenebrosa e inigualable perversidad.

En primer lugar, era necesario destruir a las personas. Para conseguirlo, se obligó a todas ellas a creer que poseían en su interior un alma mágica, una sustancia inmaterial e intangible, de naturaleza inmortal. Y que esta alma era la única e indiscutible esencia de ellas mismas, de su propio ser y de su personalidad. Por tanto, su propio cuerpo, su real y auténtica persona, no era más que un simple, perecedero y despreciable recipiente destinado únicamente a ser usado por esa alma. Además, dicha alma, siendo mágica e inmortal, no pertenecía a las personas, sino que era propiedad de los dioses, quienes la habían creado e infundido generosamente en sus cuerpos para otorgarles la vida.

De esta forma, las personas ya no eran realmente ellas. Sus cuerpos no eran su propia persona. Y tampoco se pertenecían a sí mismas, sino a las deidades, a las que debían nada menos que la propia vida. Es decir, que sólo por el hecho nacer toda persona era propiedad de los dioses y estaba, además, en profunda y permanente deuda con ellos.

En segundo lugar, era necesario destruir la vida de la gente. Según los tenebrosos mandatos de la religión, el objetivo primordial de la vida de las personas debía ser, como ya se ha dicho, evitar la felicidad. Y esto porque, según los misteriosos preceptos divinos, contra mayor fuese el sufrimiento y el dolor padecidos en este mundo terrenal, mayor sería la recompensa que recibiría el alma, después de la muerte, en el mundo celestial. Las personas, por tanto, para alcanzar esa máxima recompensa, esa felicidad eterna, debían buscar en todo momento el sufrimiento y complacerse con él.

Aunque, como es lógico, no cualquier tipo de sufrimiento servía. El mejor era aquel que fuese más productivo y beneficioso para las clases dominantes. Así, el sufrimiento producido por la esclavitud, la sumisión al poder o la ciega obediencia a las élites era, por supuesto, el tipo de sacrificio que los dioses mejor y más generosamente recompensaban.

En tercer lugar, era necesario instaurar el terror. No es posible someter a las personas simplemente con promesas de futuras recompensas, pues eso no siempre funciona. La promesa de vivir para siempre, tras la muerte, en un mundo idílico y celestial, compartiendo la misma gloria de los poderosos, no es suficiente para asegurar una total obediencia de la población. Para conseguirla, lo primero que debe hacerse es castigar duramente a las personas que no obedecen. Pero, sobre todo, es necesario aterrorizarlas para que ni siquiera lleguen a pensar nunca en desobedecer.

Así, el castigo destinado para los rebeldes debía ser lo más contundente y ejemplar posible, incluyendo métodos violentos como la tortura y la muerte. Pero para conseguir el terror más absoluto era necesario inventar una amenaza aún más monstruosa y escalofriante. Y para ello precisamente se creó la fantasiosa idea del infierno, un lugar delirante y de pesadilla donde, tras la muerte, los rebeldes eran condenados a sufrir todos los días, por toda la eternidad, los más horribles y dolorosos tormentos.

En definitiva, desobedecer los sagrados mandatos de la religión y de los poderosos significaba, en primer lugar, morir de forma cruel y dolorosa. Y en segundo lugar, sufrir todo tipo de torturas horribles y espeluznantes durante un tiempo eterno e infinito. Nada mal como amenaza.

En cuarto lugar, era necesario destruir la sociedad. Las comunidades, como lugares destinados al libre desarrollo de las personas, debían desaparecer. Para conseguir este objetivo era necesario imponer unas leyes y unas normas que las corrompiesen y transformasen por completo. Algo relativamente fácil de conseguir, teniendo en cuenta que, gracias a la religión, los poderosos eran los intérpretes exclusivos de la voluntad de los dioses, su única voz autorizada. Por tanto, sus dictados eran al mismo tiempo un mandato divino que debía ser obligatoriamente seguido por todos. Siendo así, rebelarse contra las nuevas leyes impuestas por los poderosos suponía, al mismo tiempo, atentar contra los dioses, contra sus legítimos representantes y contra el nuevo orden social, cuya naturaleza pasó a ser celestial, inmutable e imposible de cuestionar.

En quinto lugar, era necesario esclavizar al pueblo. Siendo el mundo también una creación de los dioses, las personas debían agradecer en todo momento a las deidades el hecho de poder vivir en él. Y especialmente el poder disfrutar de todo aquello que el mundo proporciona y de los medios materiales que ofrece para permitir la subsistencia de los seres humanos.

Por esta razón, cualquier cosa conseguida mediante el propio trabajo y el esfuerzo se convertía de inmediato, de forma incuestionable, en una deuda hacia los dioses, a los que se debía pagar obligatoriamente el debido tributo. Y este tributo, por supuesto, era recaudado, utilizado y disfrutado por sus representantes en el mundo terrenal, es decir, por las clases sociales privilegiadas. Como es fácil deducir, con el establecimiento de esta abusiva norma, las personas fueron obligadas a trabajar durante toda su vida, sin descanso, para enriquecer aún más, siempre más, a los poderosos. Y sólo tenían derecho a quedarse con una mínima parte del resultado de su esfuerzo, aquella que les permitiese la más elemental subsistencia, o en ocasiones ni siquiera eso.

En sexto lugar, era necesario destruir el pensamiento. Para ello, los dioses, como entidades mágicas, debían ser omnipresentes y omniscientes, capaces de vigilar en todo momento cada una de las acciones e incluso cada uno de los pensamientos de las personas. De esta forma, la amenaza y el castigo de los dioses estaría constantemente presente en todos y cada uno de los ámbitos de sus vidas, anulando el más mínimo resquicio de libertad de acción o de pensamiento.

Además, esta constante vigilancia debía ser considerada como algo benéfico, pues siendo los dioses los creadores de la humanidad, debía aceptarse que ellos en todo momento procuran el bien de sus hijos y desean guiarlos por el buen camino. Los dioses, por tanto, eran merecedores de la misma obediencia y respeto debidos a un progenitor y desobedecerles era lo mismo que atentar contra los sagrados valores de la familia.

En resumen, considerando todo lo anteriormente expuesto, es posible decir que con la implantación de este terrible y opresor sistema las personas ya no eran personas. Ya no eran dueñas de sí mismas, ni de su trabajo, ni de sus tierras. No tenían libertad para actuar, ni tan siquiera para pensar. Su voluntad había desaparecido y había sido sustituida por los simples deseos y caprichos de los poderosos. Además, debían mostrarse agradecidas por verse reducidas a la esclavitud y poder seguir las leyes injustas impuestas por sus opresores. Y como si esto no bastase, su felicidad consistía ahora, de forma incuestionable, en buscar y lograr la mayor infelicidad posible.

Una vez sometido un pueblo a este perverso y abominable plan, a esta aterradora y demencial pesadilla, en modo alguno es fácil conseguir recuperar la libertad. Para ello es necesario, en primer lugar, que todo el mundo recobre su propia conciencia como persona. Pero también es necesario dejar de creer, de forma inequívoca y para siempre, en todas las mentiras de los poderosos, en sus dioses y sus religiones, en sus leyes y su orden social, en su mundo sin libertad ni derechos, en su futuro sin verdad ni conocimiento. Aunque, sobre todo, es necesario algo aún mucho más difícil: es necesario luchar para liberarse y lograr, además, sobrevivir a esa lucha.


10/1/24

El rapto de la filosofía


En aquel fatídico día, el aire entero retumbaba y se estremecía a cada pocos instantes ante pavoroso, cruel y ensordecedor rugido de los cañones. Era el mes de mayo del año 1453 y la inmortal Constantinopla, la antigua y gloriosa capital del imperio romano de oriente, se enfrentaba a sus últimas y postreras horas antes de caer definitivamente en manos del poderoso imperio otomano, que por aquellos instantes había iniciado el asalto final a la ciudad. En esos angustiosos y trágicos momentos, en medio del terror, la destrucción y la muerte, se cuenta que las más preclaras mentes de la ciudad, los más grandes intelectuales y filósofos, refugiados tras unas murallas que por instantes se desmoronaban hechas pedazos, tuvieron por bien reunirse para discutir una de las más importantes y urgentes cuestiones que, en aquella situación tan trascendental y decisiva, más preocupaba al conjunto de la población.

Y esta decisiva y apremiante cuestión, como es lógico suponer, no era otra que la siguiente: ¿será que los ángeles tienen sexo? Es decir, ¿será que las incorpóreas entidades celestiales propias de la mitología oriental son, en sí mismas, de naturaleza masculina o, por el contrario, carecen de esa o cualquier otra naturaleza? ¿Será aceptable pensar que estos imaginarios seres alados, que tan alegremente revolotean por los más sublimes espacios etéreos son, debido a su perfección, a su carencia de todo tipo de sentimientos y pasiones terrenales, seres privados por completo de género?

Pues bien, a pesar del enorme empeño demostrado en aquellos momentos por los eminentes y sabios filósofos, a pesar de la gran y deslumbrante complejidad de sus argumentos, de su elaborada e impecable dialéctica, de su admirable, perfecta y sutil oratoria, el resultado de la discusión, de forma incomprensible, acabó por no ser del todo concluyente. Así, cuando las gruesas y poderosas murallas de la ciudad finalmente se derrumbaron por completo ante el furioso e imparable ímpetu de los atacantes, el sexo de los ángeles continuaba siendo, tal como hoy en día, un misterio irresoluble.

Tan irresoluble como incomprensible puede parecernos ahora la razón por la que aquellos sabios, según se cuenta, dedicaron su tiempo a discutir una cuestión tan frívola, ridícula y anodina en un momento tan trascendental para la ciudad. Sin embargo, por más que nos resulte sorprendente, lo cierto es que en aquella época este tipo de debates absurdos no era en absoluto una excepción. Las discusiones más disparatadas, fanáticas y vehementes, las famosas discusiones bizantinas, eran de lo más común por aquel entonces, constituyendo el núcleo central de toda actividad filosófica y su principal razón de ser.

Ante episodios tan tristes y bochornosos como éste, nos vienen inevitablemente a la mente algunas preguntas. ¿En qué preciso momento, por aquellos lejanos tiempos, la filosofía dejó de preocuparse por las cuestiones del mundo real? ¿Cómo pasó a convertirse, de repente, en una interminable sucesión de acaloradas discusiones acerca de ideas simplemente etéreas e incomprensibles? ¿Por qué fue remplazada sin remedio por el cántico disonante y desafinado de una cohorte de falsos sabios cuyos intereses parecían corresponderse más con la pureza del ámbito celestial que con la realidad palpable del mundo terrenal? ¿Cómo es que, por aquel entonces, la auténtica y verdadera filosofía había desaparecido casi por completo? ¿Y por qué, por desgracia, sigue estando aún desaparecida, en buena medida, en los días de hoy?

La verdad es que si intentamos analizar esta cuestión con algún detalle, debemos concluir que ese momento de desaparición de la auténtica filosofía en realidad se dio mucho antes. Y de hecho, parece haber ocurrido no una sino repetidas veces, en diversos grados y circunstancias, a lo largo de toda la historia, casi desde los mismos inicios de nuestra civilización. Nada que deba extrañarnos en absoluto si pensamos que, admirados y odiados a un tiempo, los filósofos y sus enseñanzas siempre fueron las primeras víctimas en caer bajo los arrolladores y funestos intereses del poder y los poderosos.

No cabe duda de que, en cualquier época y lugar, mantener una situación de privilegio y de profunda desigualdad social es, en todos los sentidos, algo bastante incómodo para todas las partes implicadas. Los privilegiados, desde sus lujosos, relucientes y dorados palacios, se ven forzados a hacer toda clase de cosas desagradables, a veces crueles y despiadadas, en ocasiones incluso sangrientas, con tal de mantener todo su poder o de aumentarlo todavía más, siempre sin ningún tipo aparente de freno o mesura. Y las sufridas víctimas, con tal de sobrevivir a los continuos abusos de los poderosos, a menudo se ven forzadas a renunciar a su humanidad, a mostrarse serviles, a transigir, a dar la razón, a perdonar o incluso glorificar los actos de mayor crueldad de sus opresores, unos actos que, dentro de esa lógica perversa, reciben muy merecidamente.

El problema está en que no todas las víctimas se muestran siempre tan sumisas. En ocasiones algunas de ellas se rebelan, de una forma o de otra, contra el poder establecido. Y si se rebelan es porque, en cierta medida, tienen conciencia de la situación de servilismo y de esclavitud a la que injustamente son sometidas. Por tanto, el principal problema para el poder es precisamente el surgimiento de esa conciencia y su más peligroso y declarado enemigo no es otro que la filosofía, que inevitablemente la despierta, fomenta y desarrolla. Así, el poder y los poderosos no tienen otro remedio que atacar la filosofía, acabar con ella, aniquilarla y destruirla.

Aunque, en realidad, mejor que destruirla por completo, lo ideal es domesticarla y mantenerla bajo una férrea y estricta vigilancia. Lo más rentable para los oscuros intereses de los opresores es reducir la filosofía al mínimo y permitir que desarrolle únicamente aquellos campos de conocimiento que les resultan más útiles, aquellos que precisamente les ayudarán a aumentar y perpetuar aún más su dominio. Al tiempo que se impide, por supuesto, el desarrollo de cualquier otro tipo de saber capaz de proporcionar algún atisbo de libertad a sus víctimas.

Si se quiere acabar con la filosofía o simplemente domesticarla, lo mejor es, en primer lugar, estimular y potenciar toda la ignorancia que aún arrastramos dentro de nosotros, todo ese penoso lastre del que hasta ahora no hemos conseguido desprendernos. Pero también, siempre que sea posible, rescatar toda la ignorancia que ya habíamos dejado atrás y a la que, por pura sensatez, nunca deberíamos volver. Una vez conseguido ese objetivo, se hace necesario entonces consagrar e institucionalizar toda esa ignorancia de forma que sea imposible, en toda y cualquier circunstancia, poder escapar a ella.

Fue precisamente con este propósito que se crearon las grandes religiones, juntamente con todo su entramado de preceptos y costumbres inmutables, incuestionables y sagradas. Con ellas fue solemnemente entronizada, glorificada y consagrada la ignorancia. El conocimiento de la realidad fue sustituido por la obligatoria creencia en los fantasiosos e incoherentes preceptos divinos. Y la ética más elemental fue sustituida por la rígida sumisión a las normas dictadas por el poder religioso y la jerarquía social dominante. En algunas ocasiones, en un alarde de arrogancia, los propios gobernantes se erigieron a sí mismos en dioses. Pero con más frecuencia, ante la dificultad de ocultar su innegable condición mortal, se limitaron simplemente a instituirse como los máximos representantes e intérpretes de las divinidades. Por tanto, la obediencia a los poderosos no sólo era ya obligatoria como antes, sino que además pasó a convertirse en sagrada y, en consecuencia, del todo incuestionable.

El mundo y la realidad se deformaron a la medida del poder. La mayoría de las enseñanzas de los antiguos filósofos fueron destruidas, desterradas o bien recluidas en oscuras e inaccesibles bibliotecas. Y las pocas restantes, aquellas aún permitidas, fueron transformadas y corrompidas para adaptarlas a los indiscutibles axiomas del poder y los aberrantes postulados de las religiones. En esta nueva, falsa y domesticada filosofía, toda actividad intelectual se redujo a una interminable serie de absurdas elucubraciones, siempre estériles y sin sentido, como las ya referidas discusiones bizantinas. Y los filósofos fueron progresivamente marginados y sustituidos por dóciles sacerdotes, siempre dispuestos a ignorar la realidad y a alabar el poder.

No obstante, esta nueva situación ocasionaba también algunos lógicos problemas. Las enseñanzas de los sacerdotes, al generarse siempre a partir de creencias subjetivas e indemostrables, imposibles de ser contrastadas con la realidad, no coincidían casi nunca entre sí, ni era probable que pudiesen hacerlo. De modo que, para tratar de reducir esas divergencias, todos ellos eran obligados a acatar las sentencias de la más alta autoridad religiosa, sometiéndose de forma inquebrantable a la ortodoxia dominante.

Sin embargo, en ocasiones esas divergencias no desaparecían y se convertían, de repente, en algo más que puro fuego de artificio dialéctico. Debido a las continuas luchas por el poder, era frecuente que cada facción rival, levantada en armas, decidiese apoyar un determinado postulado religioso, desde ese momento irreconciliable y opuesto a todos los demás. De este modo, las luchas entre facciones opuestas se convertían en guerras de religión, responsables a lo largo de la historia de todo tipo de masacres y de actos atroces.

Por este motivo, la aparición de cualquier nuevo postulado al margen de la ortodoxia dominante era rápidamente combatida por el poder. Y fácilmente podía llevar a quien lo enunciase o defendiese a sufrir un castigo y una muerte violenta. El mismo tipo de condena que ya era aplicada a todo intelectual o filósofo que defendiese un principio científico incómodo para la religión y los poderosos.

A pesar de esta continua marginación, a pesar de todas las condenas, masacres, torturas y destierros, la filosofía siempre consiguió, no obstante, encontrar un camino para ir abriéndose paso a lo largo del tiempo. Sus avances incluso llegaron a cobrar un especial impulso en aquellos periodos históricos en que el poder se transformaba, es decir, cuando se gestaba un nuevo orden social y económico, un nuevo equilibrio de poderes. En esos momentos la filosofía incluso podía ser utilizada como un arma contra el orden anterior, con lo que de repente ganaba una inusitada protección y un enorme desarrollo. Su mirada solía volverse entonces hacia el pasado, hacia el mundo clásico, intentando retomar la actividad intelectual desde una época previa al oscurantismo de las religiones. Pero tal como era de esperar, pasados estos breves periodos, el nuevo poder dominante rápidamente reprimía de forma sangrienta gran parte de los avances conseguidos, especialmente los relacionados con los aspectos sociales.

En nuestra época más reciente, ante el continuo surgimiento de nuevos recursos y de nuevos poderes, se han ido sucediendo importantes avances y tremendos retrocesos, con guerras cada vez más crueles y destructivas. Debido a la creciente dificultad para seguir contraponiendo las fantasías con la realidad, se ha ido produciendo una progresiva pérdida de importancia de las religiones, aunque no siempre ni en todas partes. Pero a pesar de ello, con dioses o sin dioses, la visión del mundo sigue siendo muy parecida. Y la firme creencia en la sumisión a una jerarquía social dominante y en el obligado cumplimiento de sus normas sigue imperando en la actualidad.

Los mecanismos para imponer el poder son otros, pero igualmente efectivos. La realidad sigue siendo deformada para justificar el dominio absoluto del poder. Las víctimas siguen siendo obligadas a mostrarse obedientes y serviles con sus opresores. Las divergencias con respecto a la ortodoxia siguen siendo condenadas a la marginalidad y al fracaso. Y la rebelión sigue siendo combatida con la destrucción y la muerte.

La filosofía continúa domesticada, corrompida y cercenada, dominada en gran parte por una cohorte de sabios ocupada en la discusión de conceptos abstractos que no interesan a nadie. Y aunque no se debata sobre el sexo de los ángeles, sus discusiones continúan siendo igualmente inútiles y absurdas. Lejos de cuestionar el presente, los sabios actuales parecen complacerse en mirar hacia atrás y analizar, con exagerado rigor, todo el pasado de la filosofía, hundiéndose sin remedio en el polvo y las telarañas. Lejos de criticar la realidad, ignoran premeditadamente los avances conseguidos en el conocimiento o incluso llegan a relativizarlos, defendiendo supuestas verdades alternativas. Lejos de enfrentarse al poder, alaban un futuro prometedor que, de forma mágica, nos salvará de todos los males posibles, siempre sin necesidad de cambiar nuestros actos o la estructura de nuestras sociedades.

Sin embargo, tal como nos demuestra la historia, nada puede parar el avance del conocimiento. Y aunque la filosofía siga en buena parte raptada, sustituida por el culto al poder instituido, aunque nuestros oídos se ensordezcan cada día con continuas e insoportables alabanzas al mejor de los mundos posibles, siempre nos queda la remota esperanza, en nuestras más secretas ensoñaciones, de que en algún momento esos misteriosos y enigmáticos ángeles, sean del sexo que sean, bajen del cielo para salvarnos. Y que se lleven consigo, hacia los etéreos e impolutos reinos celestiales, a todos aquellos que quieren privarnos de pensar libremente.