Cuando el lobo finalmente bajó de la montaña y atacó a los tres hermanos, dos de las casas revelaron ser un refugio completamente ineficaz. La casa de adobe prácticamente se desmoronó ante el aliento furioso del lobo. Y la cabaña de madera no tuvo mejor suerte ante los repetidos embates del enemigo. Únicamente la casa construida en piedra reveló ser eficaz ante los ataques del lobo. Y fue gracias a esta casa que los tres hermanos consiguieron sobrevivir.

Sin embargo, nuestra sociedad moderna parece haber olvidado completamente estas simples enseñanzas. En la actualidad todas las opiniones, sean cuales fueren, se consideran iguales. No importa si para formularlas se ha hecho o no algún esfuerzo, si se han llegado o no a pensar o razonar. No importa si ya han demostrado ser incorrectas. No importa si se contradicen a sí mismas. En nuestra sociedad, se parte del principio errado de que el respeto que es debido a toda persona se hace extensible a sus opiniones.
Efectivamente, todas las personas merecen respeto (a menos que sean éticamente reprobables) y merecen en todo momento ser oídas. Pero eso no significa que sus opiniones sean todas de igual valor o que deban ser tratadas todas de igual forma. Las opiniones deben merecernos mayor o menor respeto en función de la calidad de su fundamentación y de su coherencia, y siempre después de haber sido discutidas de forma conveniente. En cambio, no se puede admitir que, con la excusa de un falso respeto democrático por las personas, se intente evitar cualquier valoración de sus opiniones, impidiéndose así cualquier discusión de los contenidos.
Esta actitud lo que en realidad pretende no es respetar a nadie, sino simplemente erradicar la existencia de todo pensamiento, de toda conciencia crítica. En un mundo en que todas las opiniones, por principio, son de igual valor, ¿de qué sirve ya discutirlas? ¿Para qué compararlas, razonarlas o demostrarlas si, al final, todas son igualmente válidas? ¿Para qué esforzarse en pensarlas? ¿Para qué molestarse en darles un mínimo de coherencia? ¿Para qué perder el tiempo en ver si contradicen hechos ya demostrados?
Un buen ejemplo de este feroz ataque a la conciencia crítica es el tratamiento social que se da a las grandes opciones políticas. En el campo de la llamada izquierda política, las opiniones están basadas en el estudio y desarrollo de la filosofía política, siendo analizadas en su aplicación práctica a lo largo de la historia. Por ello, estas opiniones serán siempre de mayor valor, estando además sujetas en todo momento al debate y a la corrección de cualquier incoherencia. En cambio, las opiniones de la llamada derecha política se destinan únicamente a mantener los privilegios conseguidos por una cierta clase social. Siendo su naturaleza axiomática, apenas están sujetos a cualquier tipo de debate o discusión.
A pesar de ello, en nuestra sociedad se pretende que ambos tipos de opiniones sean consideradas de igual valor. Se pretende que las veamos como meras opciones, siempre de naturaleza equiparable. Se pretende que nos inclinemos por unas o por otras según las modas o nuestros particulares gustos personales. Pero nunca por ser más o menos correctas.
Son muchos otros los ejemplos de ataque al pensamiento crítico, siempre apoyados, claro, por quien piensa menos y de forma más deficiente: se pretende, por ejemplo, que las creencias religiosas sean tan respetables como la ciencia; se pretende que la mentira o la propaganda sean tan respetables como la verdad o el rigor en la información; se pretende que el poder y la fuerza sean tan respetables como la razón; se pretende que el abuso sea tan respetable como la ética.
Cabe reafirmar una vez más que los tres cerdos del cuento popular deben merecernos siempre igual respeto. En cambio, sus ideas –las de cada uno de ellos– nunca deben merecernos, ni mucho menos, el mismo grado de respeto. Porque quien se beneficiaría de esta actitud acrítica sería únicamente el lobo.